El heladero
Soledad López

Haciendo sonar su bocina en las siestas tórridas de estío, cruza el heladero.

Su carrito lleva pintadas figuras de gran atracción para los niños, que son al fin y al cabo, su mejor clientela.

-¡ Heladeroooo! -

Germán y Giuliana abren la ventana y asomándose a ella, gritan:

-Heladero, venga por favor –

El hombre se acerca con su carrito y levantando la tapa, pregunta:

-¿Crema, chocolate o frutilla? –

Luego de elegir y pagarle con monedas tintineantes, los dos se disponen a saborear el helado de palito, fresco y delicioso.

La más pequeña, Ana Belén, desde su cochecito los mira y balbucea: da – da- da.

Pero los hermanos saben que aún no puede probarlo, porque es una bebita.

Por las calles de la ciudad, las puertas se abren y otros niños felices, se acercan para adquirir los helados de rico sabor.

Luego, empujando su carrito de colores, el heladero sigue su camino hasta detenerse en otra esquina, donde más niños lo aguardan impacientes.

Y así, poco a poco, recorre los barrios de la ciudad.

Al atardecer, regresa cansado y sudoroso. Su carga está liviana pues ha vendido toda su fresca mercancía. Aún así, resulta fatigoso ascender la cuesta hasta llegar a la cima del cerro, donde habita con su familia en una casita de madera, pintada de blanco. 

Soledad López

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