El estado imperfecto
Soledad López

El hormiguero se levantaba, casi elíptico, en mitad del universo vegetal. Su entrada estaba disimulada con hojarasca, precaución necesaria ante la constante amenaza del enemigo.

Desde afuera, la visión podría confundir hasta al más listo; sin embargo en el interior, numerosas cámaras y galerías dispuestas en varios pisos denotaba el incesante tránsito de sus moradores.

Como todas las mañanas, tempranito, Mirmícida se levantó presto, probó apenas unas gotitas de líquido azucarado del odre social y salió hacia el pasadizo principal.

Desde allí, se dirigió a las galerías adyacentes donde una multitud pululaba, yendo y viniendo afanosamente, cada cual imbuido de su tarea.

Mirmícida amaba a su pueblo generoso y desinteresado, laborioso y afable con su prójimo, capaz de trabajar sin descanso compartiendo igualitariamente los beneficios.

Esa mañana, su tarea consistía en alimentar primero y luego trasladar larvas y huevos a terreno seco y más tarde, al sol. Sus compañeras, obreras todas, la ayudaban en su menester, sabiendo la importancia que aquello tenía para la colonia. Solo así podrían desarrollarse sanas y fuertes, tornando la comunidad más numerosa.

Con sumo cuidado, ayudada por las demás, fueron trasladando sobre sus cabezas los huevos blancos y débiles. Luego de disponerlos en hilera para que recibieran los rayos del sol, limpiaron y acondicionaron la galería central. Se topaban unas con otras frotándose las antenas para reconocerse, ya que la mayoría eran ciegas.

En ese diligente ir y venir, transcurrió la mañana. Ella, no obstante, vigilaba los alrededores procurando detectar la presencia de Dolicoderino, su amado.

Sabía que ese amor jamás sería correspondido pues, cazador y nómade, el adúltero recorría otras regiones, soliendo acampar aquí y allá, sin fijar residencia. Jamás podría ella vivir en nido ajeno ya que tenía sólidos principios y una clara visión de su responsabilidad como miembro de la colonia. ¿A qué entonces soñar con utopías? De antemano, sabía que su viudez sería inminente ya que Dolicoderino viviría solo unos cuarenta días.

Siguió trabajando incansable, limpiando y acondicionando los pasadizos adyacentes a la gran galería ya que estos servían de vías de tránsito a millares de seres de su comunidad.

Mientras tanto, ideaba la manera de hacer una visita al anciano Ponérido, tan lleno de sabiduría no solo por sus años sino porque era descendiente de una especie primitiva, cualidad que le permitía aconsejar muchas veces a las generaciones jóvenes e inexpertas.

Camponótida movió sus grandes ojos hacia este y oeste, elevó sus antenas y trepándose a un largo tallo, observó cuidadosamente. A su alrededor crecían tiernas y jugosas hierbas, convirtiendo el paraje en lugar ideal para apacentar el rebaño. Con extrema delicadeza fue reuniendo una a una, las criaturas a quienes, de ahora en adelante, debería pastorear. Cerca, un tronco caído se ofrecía en gesto amistoso, como invitando a que hicieran en él, su morada.

La joven pastora dedicó largo tiempo a construir un túnel para albergar a su ganado en días de lluvia y escarcha.

El sol se acostó a dormir muchas veces tras los innumerables montes y cada mañana al asomar su rostro somnoliento, la sorprendía ahuecando la madera. Realizando su tarea vital, era feliz. Más tarde podría compartir con la comunidad el goloso tesoro de la miel ordeñada a base de caricias y mimos.

Harta y lozana crecía la hierba para alimentar a su rebaño; bastaría con prodigarle cuidados, frotando suavemente sus antenas, para que éste segregara el azucarado alimento.

De ese modo, transcurría la vida y Camponótida amaba la paz y sosiego de su aldea, donde el amor a sus semejantes era el más grande tributo que todos anhelaban.


Emersoni dormitaba bajo las hojas de un trébol. Aunque el sol calentaba las piedras y hacía destellar los charcos, sentíase liviano y dispuesto, ya que no necesitaba sacrificar el físico en procura de alimento.

Por tradición, solía mantenerse a expensas de los demás, hurtando provisiones que devoraba con fruición a cualquier hora. Después de todo, argüía, la tierra de la que conocía solo una ínfima porción, estaba habitada por seres diferentes; no era su culpa si algunos como él tenía la suficiente habilidad para usufructuar lo que otros sacrificadamente, cosechaban.

Como miembro de la tribu estaba habituado a dominar a sus vecinos, tomando algunos como esclavos, obligándoles a servir y trabajar sin descanso. Valiéndose de ello, llevaba una vida regalada, aunque a decir verdad estaba irremediablemente condenado a morir en plena juventud. Bostezó largamente y boca arriba, admiró la opulenta copa de un árbol cercano cuyas hojas adivinaba tiernas y dulzonas.

De pronto, el espanto petrificó sus miembros haciendo temblar sus antenas, pues vio del otro lado del charco a Dorílido. Nada es perfecto, pensó, mientras corría a ocultarse detrás de unos troncos.

Hacía mucho tiempo que Dorílido no ejercitaba su táctica guerrera porque el verano había sido pródigo con su pueblo haciendo que no faltaran víveres. Pertenecía a una tribu de crueles cazadores y desde su infancia, acompañaba a los mayores en sus hazañas bélicas.

Conocía la estrategia de una batalla y de que modo vencer al enemigo, atacando por todos los flancos. Integraba el ejército, comandando un grupo de voraces y desalmados, de ahí que reconociera esa tarde palmo a palmo el terreno, escenario perfecto para un ataque sorpresivo.


En medio de la multitud que se movía afanosa realizando las tareas rutinarias, Mirmícida, incansable, pasaba desapercibida. Sus ojos tristes miraban más allá de la muchedumbre en la búsqueda vana del dueño de sus emociones. Nada importaba a su corazón los defectos de su amado, su indolencia, su constante peregrinar por otras regiones y más que nada, el desinterés de integrarse a la colonia. Siempre nómade, conocería tal vez caricias transitorias, nada que lo atara con nudos invisibles a otro ser.

Al pensarlo, una gotita se escurrió menuda desde sus ojos, mojó sus antenas y se precipitó a tierra. Vino a sacarla de su dolido recuerdo, un grupo de soldados que la empujaron hacia el fondo; la alarma había sido dada por cinco obreras recién llegadas del universo exterior: Dorílido al frente de un numeroso ejército se disponía al ataque.

Era una emboscada traidora en contra de un pueblo pacífico y trabajador, pero no por ello dejarían de luchar. Los soldados, fuertes y dotados de condiciones inmejorables para la batalla, se alinearon de a cuatro, en el frente. Detrás, las obreras, todas ellas dispuestas a enfrentar al invasor para defender su especie.

El sonido de un clarín no rasgó la tenue neblina ni el redoble de tambores anunciaron el malón de heminópteros; tan solo un sordo rumor de hojas y ramas trituradas por mandíbulas poderosas, fue la señal de peligro.

El combate comenzó. Dorílido, mientras cercenaba cabezas y patas, reía a carcajadas. Sus ojos saltones y desiguales buscaban en la multitud que luchaba, a la que su corazón duro y egoísta, prefería.

Mirmícida, entretanto, luchaba con una soldada enemiga, la que intentaba perforar su cabeza con fuertes mandíbulas. Logró golpearla de costado, haciéndole caer en un agujero y esto, salvó su vida.

Algo mareada, un poco por el susto y otro poco por el golpe, alcanzó a distinguir no obstante, como sus hermanas ponían a la intrusa fuera de combate.

Levantó las antenas y trató de incorporarse; no pudo hacerlo y volvió a caer. Cerró los ojos un instante, perturbada por el peligro cercano y el ruido de la lucha que continuaba, furiosamente.

Sintió que un cuerpo grande y oscuro rozaba el suyo, abrió la boca para gritar, pero no pudo hacerlo. Muda de pavor, solo atinó a encogerse sobre sí misma en el fondo del agujero. Es el fin, pensaba. Algo la levantó en vilo hasta casi tocar la bóveda de tierra. Luego, se vio llevada sobre la cabeza de alguien que huía velozmente, escapándose de la guerra.

Los altos tallos ocultaron sus cuerpos al feroz enemigo y se alejaron cada vez más de la aldea.

Temblorosa, abrió los ojos en el preciso instante en que Dolicoderino el nómade, adúltero, cazador errante, pero por sobre todo eso, el dueño de sus anhelos, su amado, con un movimiento de cabeza, la depositó al borde de un huerto de avena.

Sintió como si cien hormigueros recorrieran sus miembros y olvidándolo todo, frotó sus antenas con las de él, en una caricia tibia e íntima.

Lejos, muy lejos, el sol se hundió en el redondo charco.


N. del A. La hormiga es uno de los insectos mejor dotado, desinteresado y laborioso. Más sociable que la abeja, ya que no suele vivir solitaria.

Existen seis mil especies conocidas de formas y costumbres diferentes; las reinas suelen vivir doce años, las obreras cinco y los machos un mes y medio.

Pueden clasificarse de esta manera:
Ponéridos: los más primitivos.
Dorílidos: de carácter belicoso.
Mirmícidos: colonias populosas, el mayor número de la especie.
Dolicoderinos: los más pequeños, cazadores y nómades.
Camponótidos: hormigas pastoras, esclavistas.

Soledad López

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