Como las amapolas
Soledad López

A la vuelta del Penal había un baldío donde crecían amapolas.

Era primavera y el pasto alto y descuidado que había en el lugar, hacía que el rojo de las flores resaltara en el paisaje, como grandes manchas de sangre en una sábana.

A veces, desde el patio, algunas reclusas hacían escalera para que la flaca Ramona se asomara hasta el hueco dejado por un ladrillo roto,y viera las amapolas. Eso sí, con la condición de contarlo, como si fuera una película, todos los detalles. Pese a ser larguirucha y varonil, tenía una voz suave que no condecía con su apariencia.

Era primavera pero allá fuera, donde la vida giraba como una rueda de molino, entremezclando seres y pasiones, gritos y susurros.

Allá fuera, donde cada mañana había que barrer la vereda, comprar la leche, buscar la carne, llevar a los niños a la plaza o mirarse estremecidas en otros ojos.

Aquí, sin embargo, no había sutilezas ni remilgos. Con la cabeza al rape, las mujeres parecían seres asexuados, con el uniforme demasiado grande, gris como la angustia y raído como la esperanza que se diluía cada amanecer.

Sin embargo, por culpa de las amapolas y su color, ese mediodía a Blanca y a Yolanda se les había encendido la sangre, como si un potro desbocado y ciego galopara hacia el horizonte que desde allí, no se vislumbraba.

Las dos le contaron a las otras el plan, cocinado a fuego lento, que habían concebido la noche anterior. Se fugarían. 

-¿Pero como?- preguntaron atónitas las demás.

-¿Como?- Ni ellas lo sabían, pero estaban empecinadas en lograrlo y lo harían, ¡vaya que sí!. Tal vez cuando el camión que traía el combustible al Penal llegara, sería la mejor ocasión. 

Pero no querían apresurarse. Luego de diez años de reclusión, ¿qué importaba ahora, unos días más?

Diez años. Sara ya tenía el cabello casi blanco y eso que había cumplido treinta y cuatro. Le habían matado al marido y la llevaron para que lo viera masacrado, el rostro hecho una masa sanguinolenta, donde la nariz había desaparecido y en su lugar, tenía una bola tumefacta.

-¡Para que veas lo que hacemos con los traidores de la Patria!- le dijo un capitán menudo y de sonrisa extraviada. Sin saber por qué, Sara se retrotrajo en el tiempo y recordó la vez aquella que habían ido con Pepito al zoológico y vieron a la hiena; tenía la misma expresión que ese capitán.

Sin embargo no lloró; quedó rígida mirando sin ver el cadáver de su marido, su ropa ensangrentada y sus dedos rotos, los mismos que aprisionaron sus manos por primera vez en pleno 8 de Octubre a las dos de la tarde.

No lloró en ese momento ni cuando, a los tres días, la trajeron encapuchada a ese lugar.

Otro mundo, otra vida, donde pese a la agonía de los interrogatorios, los submarinos, la picana, el “examen interno”, la mugre y la letrina rebosando, había encontrado de cierta manera, alegría.

Si, porque su exagerada timidez fue siempre una barrera tenaz que le impedía tener amigas. No obstante, por fuerza de las circunstancias, había encontrado en ese infierno de carne viva, un sentimiento entrañable.

Recuerda la tarde en que la habían violado; encogida de dolor y vergüenza por su dignidad avasallada, se tiró sobre el piso húmedo y maloliente, gritando:

-Mátenme, quiero morir, quiero morir...

La celadora, de grandes ancas y un poco bizca le dijo amenazadora: 

-O te callás o tendrás otra sesión de “amor”.-

Se desmayó varias veces, pero otras tantas volvió en sí. Después fue hundiéndose en un vaho de cosa blanda e intangible, como si el “no ser” hubiera reemplazado al ser.

Recuperó la conciencia, cuando unos golpecitos cautos sonaron en la pared. Primero dos largos y luego tres cortos. Escuchó con atención. Los golpes se repitieron: uno-dos-tres-cuatro-cinco.

Hubo un silencio del otro lado, y nuevamente los golpes. Era alguien sí, alguien que en el único lenguaje posible se comunicaba con aquella criatura desolada arrojada al piso de una anónima y oscura celda.

Hizo un esfuerzo para incorporarse; tenía las piernas entumecidas, se las tocó y retiró las manos horrorizada; ¡sangre!, estaba lastimada y dolorida.


Pero el instinto de conservación pudo más que su angustia, se arrastró hasta casi tocar la pared con su cuerpo e intentó responder.

Le salió mal, lo intentó de nuevo hasta lograrlo.Primero dos largos, después tres cortos seguidos. Como los tambores o el humo en lo alto de la montaña, aquellos golpecitos habían logrado una vez más, establecer el milagro de la comunicación.

A partir de ahí, todo resultó más llevadero. El gesto amistoso que se traducía en un pedacito de chocolate, el espejo trizado oculto entre las mantas o un cigarrillo fumado a dos bocas.

Las cinco y diez de la mañana. Las mujeres, tal como estaba convenido, comenzaron a golpear las manos. Primero despacio, pero poco a poco el golpeteo cobró tal vigor, que el ulular de las sirenas y el grito de los guardias llenaron de voces y luces el Penal.

El taconeo de las botas resonaban en el piso, rebotaban en las paredes y llegaban hasta las celdas, como extraño presagio.

-¡Los perros, los perros,! chillaban dos celadoras al borde de la histeria. Mientras tanto, el camión del combustible había salido desde los amplios y bien custodiados portones y se disponía a entrar en la ruta de acceso, cuando fue detenido por una patrulla. Fusiles y metralletas apuntaban al conductor y su esmirriado ayudante.

-¿Donde están?- preguntó el teniente que comandaba el grupo. Los dos hombres atónitos, iban a preguntar de qué o de quienes hablaban, cuando un ruido apenas perceptible, se oyó. Algo así como si un cuerpo se hubiera arrojado blandamente sobre la hierba que orillaba el camino. En una fracción de segundo, cuatro metralletas vomitaron su carga.

El tara-ta-ta-ta sonó lúgubre bajo el cielo recién amanecido. Luego, se hizo el silencio.

Entre las altas y descuidadas hierbas, las amapolas se balancearon un poco.

El potente foco de una linterna, como fiera sedienta, rastreó su presa. Sobre la sábana agreste, Blanca y Yolanda, con los ojos vacíos de toda esperanza, yacían en posición absurda. 

Sobre el uniforme, rojas amapolas iban abriendo sus corolas.

Soledad López

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