Manuel Mejía Vallejo, un rebelde provinciano y universal

Rubén López Rodrigué

Balandú, un pueblo mítico acurrucado al pie de la cordillera y donde el tiempo se había detenido, es un universo imaginario trazado por Manuel Mejía Vallejo. Aunque se hable del provincialismo de este escritor colombiano, eso no impide la universalidad de quien se adentró por el camino de la angustia existencial del hombre contemporáneo —incluida la violencia que lo destruye a sí mismo—, de quien aplica el principio de Tolstoi: «Describe tu aldea y serás universal». 

 

Forma, sentido y profundidad

Su obra tiene un trasfondo filosófico a diferencia de ciertos escritores que se ocupan más de las formas de la expresión literaria y tienden a cultivar la representación artística de la realidad sin mayor reflexión en su contenido filosófico. Y para lograrlo Mejía Vallejo no necesitó acudir al escollo de la erudición excesiva, ni valerse de la retórica aparatosa, ya que fue un maestro ajeno a la tiranía de los manuales enciclopédicos, hecho que se puede notar en las novelas La casa de las dos palmas y Los abuelos de cara blanca, la novela póstuma Los invocados, la novela corta como El día señalado; o en cuentos como Otras historias de Balandú y el fenomenal libro Cuentos de zona tórrida.

No sobra decir que la suya es verdadera literatura porque hace de los detalles de la vida grandes acontecimientos sociales. Como Carrasquilla, otro antioqueño de quien afirmaba que era un gran rendijiador de la vida, plasmó sus vivencias pintorescas de minas, haciendas y labrantíos, de colonos y mineros fundadores de pueblos, tumbadores de montes, abridores de trochas, en la perspectiva de conquistar nuestra propia identidad. («La literatura ayuda a encontrar el propio rostro», decía Sábato). Como Carrasquilla, fue un lector incansable, un rebelde con causa cuyas obras, en las que eternizó las costumbres antioqueñas elevándolas al arte, son provincianas a la par que universales.

 

Al hacer literatura retrataba, incluso sin proponérselo, una situación o una época, y bosquejaba prácticamente una pintura de la psiquis cuanto que era uno de esos artistas que se atrevían a explorar, en la vorágine del inconsciente, allí donde el horror paraliza al neurótico. No hace falta forzar sus poemarios, novelas, cuentos e incluso sus ensayos para notar en ellos manifestaciones del inconsciente: sueños, fantasmas, mitos y leyendas de los pueblos; ese inconsciente que Freud teorizó y que Mejía Vallejo, en su gran escepticismo del psicoanálisis y de todo lo que oliera a ciencia, apenas sí concebía, sosteniendo que hasta el momento nadie sabía qué eran los sueños. Lo imaginario, y en especial los sueños[1], le atraían sobremanera; sin desconocer por ello que la realidad siempre era superior a la imaginación.

 

Difícilmente su obra está destinada únicamente a ofrecer belleza a la retina o al tímpano. Es una literatura combativa, de protesta y enjuiciamiento contra las injusticias políticas, sociales, económicas y religiosas. Como se sabe, este compromiso ha sido de la tradición de la literatura hispanoamericana desde sus comienzos. Su universalidad no le permitía ser americano, colombiano o antioqueño; de ahí su rechazo al regionalismo imaginario. No entendía la falacia de «La raza antioqueña». Como no existe ninguna raza pura en el mundo, estas concepciones eran para él vanidades dañinas, regionalismos de la desvinculación imaginaria, presunciones del liderazgo antioqueño para alguien como él que seguía un camino universal sin fronteras: «cuando hace lustros prensa y radio anunciaron que se había estrellado un avión contra el edificio más alto del mundo, muchos paisas brincaron a la calle para ver qué le había ocurrido al Hotel Nutibara»[2], escribió en un libro de ensayos.

 

La escritura de Manuel Mejía Vallejo, además de expresar una visión singular, única y particular de la realidad dramática de los habitantes de una aldea, un pueblo o una ciudad, traza grandes retratos de nuestra época, es un espejo de varias lunas que refleja un íntimo conocimiento del hombre. Sus cuentos —no temo decirlo— están a la altura de los más prestigiosos cuentistas latinoamericanos, llámese Borges, Cortázar, Quiroga, García Márquez; se mueven entre la letra y la sangre, como los de Rulfo, y sugieren que la violencia, y no sólo la colombiana, es una barbaridad. ¿Y su fama? De hecho no hizo parte del manoseo de la fama del boom latinoamericano de los años sesenta, ni en Colombia ha tenido el prestigio de un García Márquez o de un Álvaro Mutis. Pero además de que se regía por los principios del arte, no por los vaivenes del mercado, también está el factor de que para sobresalir como escritor en este país primero hay que ser reconocido en el exterior.

 

Dos características del cuento mejíavallejiano son el lenguaje poético y el carácter filosófico de las sentencias, dos facetas que escasean en muchos de los cuentos que han desfilado ante mis ojos. La naturalidad y belleza poéticas presentes en sus cuentos tienen por momentos un sabor a Oeste y remiten a una infancia embebida en películas de vaqueros y unos aires que traen a las narices olores de campo; con gentes en busca de oro, petróleo, hierro y diamantes; jinetes que llegan galopando, a los gritos y con los sombreros al aire, por calles solitarias entre casas medio derruidas; clientes jugando a las cartas en un rincón de la cantina, las trampas cuando la suerte rueda en contra, la ley de cada cual en la mano que dicta sentencia con un cuchillo o un revólver. Mejía Vallejo pulía sus cuentos como un diamante en bruto hasta convertirlos en joyas, lo cual implica casi siempre quitar y no poner, como el escultor cincela la piedra de la que surgirá la obra de arte. En sus Cuentos de zona tórrida seduce al lector desde la primera línea y el final de sus cuentos obedece a un momento lógico.

 

Era razonable su admiración por el estilo de Fernando González porque para este pensador el verdadero estilo consistía en manifestarse con naturalidad y utilizando un lenguaje duro, sin adornos, llamando a las cosas por su nombre con una expresión diáfana y directa. Eso de que el estilo verdadero consistía en manifestarse naturalmente era, para él, bien distinto a imitar a los clásicos, a los románticos, a los modernistas o a García Márquez. Cada cual debía atender y obedecer a su propio espíritu —a su propio «demonio» como diría Sócrates— o no será nadie sino un disfrazado.

 

En lo tocante a sus ensayos incluidos en Hojas de papel nos presenta una prosa libre, espontánea y no tan afinada como la de sus cuentos y novelas. Es una prosa de luces y sombras, ya que figuran allí personajes de mucho peso cultural como Tomás Carrasquilla, León de Greiff, Porfirio Barba Jacob, Carlos Castro Saavedra, al lado de otros de poca trascendencia y que fueron sus amigos. Esa prosa espontánea, poco racionalizada, hace que a menudo se diluya en afectos que se esparcen como una bandada de palomas ante las campanadas de una iglesia y que sus ideas se rieguen como bisontes en estampida. Su otro libro de ensayo El hombre que parecía un fantasma versa sobre el poeta Barba Jacob. Mas esos personajes pretextos para asociar ideas y afectos no implican que Mejía Vallejo tome el camino del ensayo superficial, alimentado por unas posturas personales marcadas por el facilismo. Hay ensayistas que gustan de tales senderos y exigen que se los lea y se les continúe publicando.

 

En el taller de la piloto

 

En el taller de escritores de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, donde me alentó para que me volviera escritor en la época en que yo me dedicaba a escribir libros de psicoanálisis, nos regalaba su visión sobre la literatura. Era enfático en que si no se conocen las reglas de la literatura es difícil escribir bien, en que las frases bonitas no hacen literatura, en que no hay nada nuevo bajo el sol, casi todo ha sido dicho y lo que hay que encontrar es una nueva manera de decir, en que la literatura es irresponsable: todo lo puede decir, no hay temas prohibidos. Y aconsejaba ponerse en guardia contra el adoptar una postura moralista hacia la literatura.

 

Los talleristas nos reuníamos en su generosidad y su vocación literaria absoluta. Pero atención que el camino sin espinas ni abrojos de su generosidad tenía unas fronteras delimitadas por su implacable sentido crítico. Escoltado con sentencias como las de que nadie tiene derecho a molestar al lector con chambonadas, no hay que tomarse muy en serio o hay que desconfiar siempre de lo que uno escribe; a quienes le presentaban en el taller escritos sin mayor valor les decía que mejor se dedicaran a vender empanadas y morcilla, o a sembrar yuca y papa, o a otra cosa que no fuera la literatura.

 

Afrontaba cualquier discusión, por bochornosa que fuera, armado con una crítica con peso de aplanadora. Tenía una posición reflexiva como la de que la rebeldía viene desde lejos y no por la vanidad del decir siempre «no», del rechazarlo todo. Ironizaba a quienes se creían unos genios incomprendidos, a quienes pensaban que «Yo no fui genio porque mi tía no me dejó», pues no eran más que globos inflados como los oradores de nuestro pueblo (no de nuestra nación porque no tenemos identidad). Y cuando uno de esos rebeldes sin causa reaccionaba bruscamente ante su dura crítica, él apaciguaba los ánimos levantando la palma de la mano a la par que decía: «¡Calma pueblo!».

 

Tampoco faltaban quienes querían disfrutar bien pronto del flash de la fama, y a ellos les sostenía que querer sobresalir de inmediato era la mejor manera de no sobresalir. Había que saber esperar. Ahondar en las cosas. Y recomendaba dejar reposar un escrito durante un tiempo para que madure y luego volver sobre él y eliminarle el ripio: «El tiempo decanta mucho más que la impaciencia», decía. Muchos de los integrantes del taller de escritores habían ganado concursos literarios, pero él, que hizo parte del jurado de muchos de ellos, era escéptico con tales concursos, opinaba que eran una lotería y no garantizaban la calidad del ganador. Además podían hacer mucho daño pues el incienso se le subía a la cabeza de muchos ganadores y eso los mareaba, mejor dicho, los embobaba.

 

En el taller literario cuestionaba donde tenía que cuestionar y reconocía donde tenía que reconocer. Un «trabaje más el texto», traducía que era conveniente caminar un kilómetro más; un «está bien escrito», significaba que redactar bien era un deber; un «tiene cosas buenas», comportaba el sentido de que existía la posibilidad de que el escrito llegara a ser bueno; un «¡eso está muy bonito!», significaba que había poesía en vuelo; y ello con ciertos rasgos academicistas por la calificación de uno a cinco que le ponía a los escritos que desde semanas atrás le habían entregado los talleristas para que les diera un concepto. Con todo, su sencillez daba clara cuenta de que no era de esos profesores académicos vanagloriados por un saber sordo, muerto, disecado en una urna de cristal, como una crisálida en su capullo y divorciado de la crítica realidad nacional; aunque escribir sobre la violencia colombiana no es una obligación para el escritor.

 

Los trucos y técnicas literarias los anunciaba algunas veces en clave y siempre a cuentagotas, y había que agarrarlos al vuelo en el momento en que daba su apreciación sobre el escrito de un tallerista. Podía ser, y era lo más frecuente, que lo presentado por el escritor en ciernes aún estuviera muy crudo y entonces él le preguntaba a quiénes había leído y lo remitía a las fuentes universales de los grandes escritores según el género de que se tratase: novela, cuento, ensayo, relato, poesía. Recalcaba en leer mucho a los poetas para mejorar en la prosa y darle más belleza literaria. Y a propósito de los poetas, leía en el camino de su memoria poemas enteros de José Asunción Silva, Guillermo Valencia, Gabriela Mistral, Aurelio Arturo, Carlos Castro Saavedra, Porfirio Barba Jacob o León de Greiff. Pero ningún poeta lo sacudía tanto como el peruano César Vallejo.

 

Iba de lo más profundo (ejemplo: «Yo no creo en la verdad literaria») hasta la más elemental, como ser más original con los títulos de los escritos o que siempre había que evitar el verso o la prosa rimada a la manera de los trovadores. Se mostraba radicalmente contrario al adjetivo pues califica al sustantivo y este trabajo debía hacerlo el lector. Tampoco creía en la inspiración poética, en «el alma visitada por lo divino», según Platón. Y era natural que no creyera en ella, ajeno como era al camino de esperar que llegue la musa para poder escribir. Porque el hecho de esperar las musas servía de pretexto para no trabajar con constancia. Y un escritor debía escribir a diario.

 

Por lo demás, había que evitar el tono lastimero, melcochudo, que confunde la ternura con la sensiblería, especialmente en el caso de los diminutivos utilizados en cuentos para niños. Manuel Mejía Vallejo recomendaba la naturalidad en la escritura, contrario como era a la forma artificiosa, azucarada, forzada, que se le escucha hasta el pujido, de quienes se mueven en el camino oscuro de lo no vivenciado. Eran sentencias sencillas que, al igual que los manuales de redacción y ortografía, ayudaban pero no eran suficientes para escribir. A esto se suma que es bien difícil dar normas para escribir bien. Lo que sí había que evitar es que lo propio se parezca mucho a lo de los demás. Sabía muy bien que para captar la realidad se requiere de una buena imaginación, como lo decía Juan Rulfo, a quien conoció personalmente en Centroamérica. A menudo comenzaba el taller con la pregunta de si teníamos una idea nueva y siendo consciente de lo difícil de ello. El que cree una idea nueva en literatura está salvado. Desarrollarla es relativamente fácil.

 

El arte de escribir consistía en reducir como el escultor talla la piedra, corregir un texto cuantas veces fuera necesario, sin olvidar que entre lo correctamente escrito y lo muy bien escrito existía una gran diferencia. Sin duda, el escribir implica una fase previa: la subjetivación, es decir, haber experimentado o hecho parte de sí lo que se escribe. Para dar un ejemplo, en Centroamérica Mejía Vallejo enfermó y equivocadamente le diagnosticaron cáncer. De regreso a Colombia, y al pasar por Panamá, escribió un cuento con un título adolorido: «Miedo». O esto que enunció en el taller de escritores y que se ciñe a su personalidad: «Es imposible pintar a un rebelde si no hay una inmensa rebeldía dentro de uno mismo».

 

Al leer los Cuentos de zona tórrida —varios de ellos escritos en Centroamérica— y Otras historias de Balandú, me percaté que Mejía Vallejo era preciso como una balanza y aplicaba a carta cabal aquello que siempre pregonaba en el taller literario: el cuento es como un puño cerrado, una serpiente mordiéndose la cola, no le falta ni le sobra nada, como su nombre lo dice hay que contar algo; pero contar algo interesante y no aceptaba los regueros de tinta en los que nada pasa, como ocurre cuando se trata de un anecdotario.

 

A la pregunta de si el escritor nace o se hace opinaba que todo dependía de un talento heredado, además de la práctica de la escritura ayudada con un saber sobre trucos y técnicas literarias. Sin esto último no había talento que valiera. O sea: al talento innato había que añadirle la formación adquirida como escritor. Esto equivalía a afirmar que el escritor nace pero también se hace. La droga, por ejemplo, no hace escritores. Una de las cosas en que más insistía era que la droga, ni el licor, dan talento.

 

Su noción sobre el estilo era que éste es inimitable si se trata de un estilo auténtico. El estilo literario es el principal personaje de un escritor. Era inocultable su admiración por Fernando González, por la frescura de su estilo, para quien el secreto del estilo literario está en la música. El estilo metafórico y preciosista de Fernando González (quien elogió la primera novela de Mejía Vallejo, La tierra éramos nosotros) era de su gusto refinado, ya que estaba fuera de lo actual y nunca con o contra lo actual. Ahí su debate con el estilo que en su concepto no debía ser emperifollado, antielegante, sin mera palabrería o demasiado florilegio para expresar algo. Le apostaba a la escritura confeccionada con sencillez pero no con simpleza, sin palabras rebuscadas, evitando la oratoria y la retórica pero perdonando esta última a sus poetas preferidos por la hondura de su pensamiento. Y, ciertamente, el mero hecho de escribir no dice mayor cosa, porque ¿qué se escribe? y, sobre todo, ¿cómo se escribe? La autenticidad sola no sirve. Un loco o un bobo son auténticos, pero adquieren su valor sólo con un lenguaje literario.

 

El camino universal

 

Su visión del hombre se traducía en que le toca recorrer un camino de espinas y abrojos que lo tienen herido y maltrecho, enfermo y dolorido. Esa visión trágica o dramática de la existencia se refleja en su afirmación de que «La ciencia ha fracasado en su intento de hacer feliz al hombre». Lo decía también su mirada lánguida, triste y profunda, una mirada larga que había caminado por mucho tiempo a través de rocas y montes y en la que brotaba el dolor de existir. Su mirada era, además, como un precipitado de su soledad marcada con el sello de la grandeza.

 

En su infancia la muerte lo invadió hasta marcarle la convicción de que ella vive adentro, aunque su pensamiento infantil no tuviera recursos filosóficos para definirla. De ahí que la muerte atraviese como un hilo rojo toda su obra. Basta con leer su ensayo «Breve elogio de la muerte» para saber que se empieza a morir desde que se nace; es un escrito poético y filosófico en el que empieza diciendo que desde niños hemos sido educados con un pavor desmesurado hacia la muerte, como si ella fuera extraña al individuo y no guardara ese definitivo silencio de liberación. Y continúa con una concepción en que la muerte hace parte sustancial de la vida y el epitafio latino expresa su sentencia: «Porque cada vida lleva en sí las semillas de su propia destrucción». Es decir, la muerte al igual que la vida tiene grandezas inconmensurables.

Una saga como la de Balandú no ha terminado. Cada lector seguirá escribiéndola. De modo que la desaparición de Manuel Mejía Vallejo fue sólo un alto en el camino. Su provincialismo ha legado con generosidad una obra universal.

 

Referencias:

[1] Véase Otras historias de Balandú.

[2] Hojas de papel, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1985,  p. 147. El Hotel Nutibara ha sido un lugar de tradición en Medellín.

Rubén López Rodrigué

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