El autor de este ensayo analiza Aura, tal vez la mejor de las novelas del escritor mexicano Carlos Fuentes, fallecido este año.

 

La pasión de la bruja
por Rubén López Rodrigué
rdlr@une.net.co

 
 

Los escritores del boom latinoamericano se acercaron a las mujeres de distintas maneras. Un tema en boga es el de la bruja, un ser misterioso y con la capacidad de cambiar los hilos del destino y, sobre todo, capaz de modificar para siempre la vida del hombre. En todas las culturas no falta la referencia a la mujer como conocedora de plantas empleadas como drogas o medicinas. La literatura trata sobre la mujer doble: una es la mujer amarga, la bruja malvada que prepara opiáceos, quien administra yerbas venenosas; otra es el hada dulce, protectora y benefactora. 

La bruja que adivina el destino 

Aura, una novela de Carlos Fuentes, ilustra el caso de la bruja, experta en lujuria y brebajes, que ha entregado su alma al diablo y acostumbra ingerir alucinógenos para descubrir espíritus y adivinar el destino.

 

Una anciana llamada Consuelo, viuda del general Llorente, contrata al joven historiador Felipe Montero a fin de que ordene, complete y publique las memorias inconclusas de su marido, muerto sesenta años atrás. La anciana pone una condición: que el historiador se aloje en casa de ella. La

morada siempre permanece a oscuras y él debe guiarse por el tacto. Con ella vive su sobrina Aura «para perpetuar la ilusión de juventud y belleza de la pobre anciana enloquecida».

 

Para interpretar un aspecto particular de esta historia conviene seguir la larga tradición de los aquelarres y ritos ocultos donde las brujas guardaron grandes secretos. Voy a detenerme un poco en este aspecto por cuanto al rastrear la historia de la brujería he notado que constituye una de las evidencias de la opresión de la sociedad sobre las mujeres.

 

Es interesante observar que la primera imagen que Felipe Montero tiene de la habitación de la anciana evoca las estancias de las hechiceras. Es una oscuridad permanente con el fulgor de veladoras que iluminan una iconografía de rabia y sufrimiento. En la habitación se encuentra además una coneja, que simboliza la fertilidad y que para la bruja significa su demonio familiar, el cuerpo en el que se encuentra Satanás. Hay una evidente relación entre la coneja y Aura. El animal se oculta en la oscuridad y es de esa misma penumbra que Aura sale en silencio. Todavía más: cuando Montero le pregunta a la anciana por la coneja, la viuda de Llorente le contesta aludiendo a su sobrina.

 

El gato, al que se le atribuye un gran vigor sexual, siempre ha sido el animal predilecto de las brujas; los ojos de gatos negros fueron uno de los ingredientes de sus brebajes. En la tradición brujeril el gato ha llegado a simbolizar la encarnación misma de Satanás, ha simbolizado el mal, y por ello lo ha tenido como su demonio familiar más próximo. La novela que me ocupa se sale de esa tradición, puesto que en la primera inmolación que aparece, la anciana Consuelo mata sus demonios familiares, excepto la coneja, tomando como víctimas de su odio un grupo de gatos encadenados unos con otros, que mueren envueltos en fuego entre las tejas y zarzas enmarañadas.

Las plantas narcóticas

En todas las culturas se hace referencia a los conocimientos de las mujeres sobre plantas utilizadas como medicamentos y calmantes. De acuerdo a Michelet, la mujer tiene un conocimiento personal de las flores y les pide que curen a los seres que ama. Como un verdadero poeta que mira a la vez el jardín y el desierto, al parecer Carlos Fuentes sacó nombres y funciones de hierbas del libro de Michelet sobre la brujas, donde se hace una larga exposición de ellas.

 

En la Edad Media, «Durante mil años el único médico del pueblo fue la bruja. Los emperadores, los reyes, los papas, los más ricos barones tenían algunos doctores de Salerno, moros o judíos, pero las masas […] no consultaban más que a la Saga, o comadrona. Si no curaba, la injuriaban y la llamaban bruja. Pero generalmente, por un respeto mezclado de temor, se la nombraba Dama buena, o Bella dama (bella donna), el mismo nombre que se daba a las hadas»[1].

Carlos Fuentes

En la novela el personaje Aura es en realidad «el fantasma de la juventud perdida de Consuelo» (Adolfo Castañón), fantasma que equivale a una proyección mágica de la anciana, al que se da vida gracias a unas plantas y flores medicinales y mágicas que Aura cultiva en su oscuro jardín: el beleño, la dulcamara, el gordolobo y la belladona; plantas que tienen el poder de adormecer el dolor, aliviar los partos, dilatar las pupilas, fatigar la voluntad y consolar con una calma voluptuosa; plantas casi todas narcóticas que producen alucinaciones, como en las épocas medievales en que la bruja empleaba venenos saludables como antídoto para grandes flagelos.

En tiempos medievales, la bruja preparaba ungüentos según la receta que el diablo recomendara; se componían en especial de belladona, su

planta favorita, marihuana y otros afrodisíacos, que producían alucinación y que de acuerdo al sexo creaba un íncubo (demonio masculino) o un súcubo (demonio femenino), con quien el sujeto se entregaba a goces sexuales. Las brujas se reunían con demonios a preparar sus maleficios. En sesiones de alcohol y juego hacían nuevos bebedizos, otros medios de perdición y encantamiento.

 

El motivo por el cual Consuelo se convierte en hechicera se encuentra en las últimas hojas de las memorias del general Llorente: «Sé por qué lloras a veces, Consuelo. No te he podido dar hijos, a ti, que irradias la vida». Al ser estéril, al no poder concebir materialmente, se concentra con gran fuerza en la procreación espiritual, ayudándose de extrañas plantas solanáceas: «Le advertí a Consuelo que esos brebajes no sirven para nada. Ella insiste en cultivar sus propias plantas en el jardín. Dice que no se engaña. Las hierbas no la fertilizarán en el cuerpo, pero sí en el alma»[2]. Esta es la razón por la cual Aura siempre viste de verde: su aparición en el jardín, el convertirse en la antigua y solitaria bruja que se siente parte integral de la naturaleza.

El aquelarre

Las brujas surgen en tiempos de sobredosis de angustia, emergen como monstruos en épocas de desesperación. Desde el primer momento, la bruja creó un ser que tuvo todas las apariencias de la realidad, es decir, concibió y creó a otra como ella y se le parece tanto que nos engaña. «Cuando apareció la bruja no tenía padre, ni madre, ni hijo, ni marido, ni familia. Es un monstruo, un aerolito, venido no se sabe de dónde. ¿Quién osaría acercársele, gran Dios?»[3] ¿Dónde estaba la maldita, la perseguida, la novia del diablo, la encarnación del mal? «En lugares imposibles, entre las zarzas, en las landas, entre los espinos y los cardos que se mezclan y cierran el paso. Pasa la noche bajo algún viejo dolmen. Si se la encuentra, la bruja se ve aislada por el horror común: tiene a su alrededor como un círculo de fuego»[4]

 

Felipe Montero contempla en el patio de la casa las hierbas que lo llevarán a la cúpula del aquelarre. El aquelarre ha sido siempre la manifestación más importante del culto satánico. En la Edad Media, era una reunión nocturna de brujos y brujas presidida por un representante de Satanás. La deidad objeto de homenaje habitualmente tenía cuernos y solía ser un macho cabrío, animal lujurioso con gran poder sexual, imagen del demonio desde los pueblos pastores.

 

En la noche con su manto de sombra encubridora, las brujas se untaban una mezcla grasienta en las axilas, los muslos, las caderas y los pies y agregaban unos toques tras las orejas. Se afirma que el sol les impedía levantar el vuelo, entonces para verse con Satanás fuera de su casa salían a la medianoche volando por las ventanas sobre escobas, caballitos de juguete y montones de paja, o cabalgando lúbricamente a lomo de un caballo negro o de un toro, o montando sobre animales que eran expresiones del diablo como el cerdo y el macho cabrío. Volaban en línea recta hacia el lugar alejado de zonas pobladas, con preferencia algún prado resguardado por bosques tupidos iluminados por los rayos de la luna. La claridad del bosque era el encuadre ideal para los auténticos aquelarres donde las brujas se entregaban a los demonios y sacrificaban niños en rituales de magia negra.

 

Durante las tinieblas de la Edad Media, en las reuniones satánicas en medio de lugares imposibles como bosques o selvas sin límites, guardando en secreto una antigua tradición pagana, se acostumbraba sacrificar un macho cabrío. El sacrificio de este animal confirma la tradición en la que Aura se enmarca: «La encuentras en la cocina, sí, en el momento en que degüella un macho cabrío: el vapor que surge del cuello abierto, el olor de sangre derramada, los ojos duros y abiertos del animal te dan náuseas: detrás de esa imagen, se pierde la de una Aura mal vestida, con el pelo revuelto, manchada de sangre, que te mira sin reconocerte, que continúa su labor de carnicero».[5] Para las brujas la cocina, lugar donde se prepara la comida, es también el sitio donde se predice el futuro.

 

Los aquelarres no coincidían nunca con las celebraciones religiosas del catolicismo. El culto a Satán por parte de sus seguidores era contrario, y en cierto modo paralelo, al que se tributa a Dios en las celebraciones religiosas ortodoxas. Por lo común se realizaba la víspera de las grandes festividades como el Corpus, Jueves Santo, etcétera, porque se requería de una suerte de permiso divino para que Satanás actuara. Se asegura que el 31 de octubre, antes del Día de todos los santos, era una fecha especial para las brujas. Es Dios quien tolera, y así lo quiere, que los demonios castiguen a quienes adoran a Satanás alejándose de los mandamientos, apartándose de las enseñanzas divinas.

Desde el punto de mira de la Crítica Simbólica, la casa es una representación del universo; de ahí que la casa de Consuelo se constituya en el mundo de las convicciones tradicionales que moldean al joven historiador Felipe Montero, que asiste a la revelación de la duplicidad: en el transcurso de la novela entiende que, como los demás mortales, es un ser dividido o escindido en cuerpo y alma.

Sobre su novela breve Aura, Carlos Fuentes dijo: «Aura vino al mundo para aumentar la descendencia secular de las brujas». En realidad, los sujetos proyectan sobre esta figura mítica sus propias pulsiones destructivas. En este sentido, la bruja con su mitología se constituye como un chivo expiatorio de las culpas de los demás miembros de la sociedad. Y si ella misma se acusaba ante los tribunales de la Inquisición era porque también se sentía culpable por la trasgresión de algún deseo criminal reprimido y por lo tanto inconsciente.

Notas:

[1] Jules Michelet, Historia del satanismo y la brujería, Buenos Aires, Dedalo, 1989, p. 9.

[2] Carlos Fuentes, Aura, Santafé de Bogotá, Norma, 1994,  p. 55.

[3]  Michelet, Historia del satanismo y la brujería, Óp. cit., p. 13.

[4] Ibíd.

[5] Carlos Fuentes, Aura, Óp. cit., p.  41.

A fondo - Carlos Fuentes  21 ago 1977

Entrevista de Joaquín Soler Serrano a Carlos Fuentes a propósito de Terra Nostra, última obra de Carlos Fuentes. El escritor repasa su vida, marcada indefectiblemente por la carrera diplomática de su padre, pues además de marcar su vida de estudiante, influyó, asimismo, en sus descubrimientos literarios. El escritor se detiene, eso sí, en la interpretación del Quijote, de Miguel de Cervantes. 

Rubén López Rodrigué
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