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La opción del realismo [1]

Rubén López Rodrigué
rdlr@une.net.co

 

El director que no disfraza lo real

Víctor Gaviria busca quitarle el antifaz a la verdad, se propone la puesta en escena natural de la historia. El modelo de sus películas no son los libros ni otros filmes, hecho que le da un matiz de originalidad. Con sus fastos ajenos a los éxitos de taquilla, desde la remasterizada Rodrigo D. No futuro hasta La vendedora de rosas, pasando por Sumas y restas y La mujer del Animal, filmes donde se ocupa una vez más de los excluidos encarnados en los narcotraficantes, nuestro director ha mostrado de modo paulatino su profundo interés por la objetividad, la «investigación» de la realidad por medio de incontables entrevistas grabadas.

Ficción y realidad se retroalimentan, es decir, hay un doble movimiento que va de la una a la otra y viceversa. En una vista de conjunto, he notado que la ficción tiene una relación inseparable con el documental. Tanto el director como el guionista han de investigar, documentarse a fondo sobre un tema en cuestión, digamos acerca de una verdulera cuya historia se bosquejará en una película, la manera como ella se relaciona, cómo simboliza la venta diaria de frutas y verduras, es decir, dejarse alimentar por su vida, valorar todo lo que pueda ser importante para ese personaje de plaza de mercado. Esto implica entrevistar no a una sino a muchas verduleras con miras a que este personaje individual se torne en una historia colectiva, con miras a que este singular se convierta en universal.

Y es que la realidad es más complicada que el cine justamente porque ninguna película, por realista que sea, puede ser más cruel que el mundo exterior. «En las películas hay más armonía que en la vida», dijo Truffaut a través de un personaje de una de sus películas, La noche americana. Con el atenuante, además, de que no existe una obra de arte verdaderamente realista.

Si es verdad que a la sazón existió una marcada influencia del neorrealismo italiano, no es menos cierto que el realismo de Gaviria se vio reforzado por su entusiasmo con el nuevo cine alemán, concretamente con una trilogía de oro: Fassbinder, Wenders y Herzog, quienes le fueron presentados por Luis Alberto Álvarez. Para este, Wim Wenders es la marchamo de continuidad de un cine de ojos abiertos, de profunda armonía, de serena lucidez. En una columna semanal de cine en el diario El Colombiano, este crítico de cine catalogó a Gaviria como «el realizador más importante del cine colombiano y, hasta hoy [1985], el único verdadero autor que haya surgido entre nosotros»[2]. El nuevo cine alemán se caracteriza por un realismo (la cruda realidad de Alemania) y una concisión poco afín con el efectismo.

En el cine latinoamericano el realismo tuvo sus antecedentes. Hacia 1960 el cinema nôvo irrumpió con éxito en Europa a través de dos obras capitales, una de Glauber Rocha y otra de Nelson Pereira dos Santos, presentadas en el célebre Festival de Cannes, al que Gaviria sería invitado años después, algo por lo demás inédito en la historia del cine nacional. Ambos directores brasileros rechazaron los estudios cinematográficos y el equipo pesado a favor de un equipo ligero, más acorde con las condiciones precarias de la producción, posibilitando de este modo un cine más realista.

El cinema nôvo se caracterizó por su originalidad y rompió las barreras nacionales. Si bien su precursor fue Nelson Pereira dos Santos, Glauber Rocha se convirtió de inmediato en su máximo exponente, ya que sus películas sintetizaron las mejores virtudes del movimiento. Rocha debutó con el largometraje Barrovento (1961), una película con personajes marginales que contenía un mensaje de liberación para los humildes pescadores sometidos a vivir su destino con resignación. Con todo, lo que hay es un pseudonaturalismo y no lo digo en sentido peyorativo sino para recordar que el cine nunca deja de ser una ficción, una invención, con actores de carne y hueso que interpretan un papel. El cinema nôvo logró lo que en este país no se ha podido: elevar el cine al rango de fuerza cultural.

No hablo gratuitamente ya que, sintetizando bastante, habría que decir que es la sensibilidad humanista la que impide a Gaviria pasar por alto la realidad marginal, y la persigue hasta capturarla en su tránsito valiente por los sectores más humillados y resentidos de Medellín y el Valle del Aburrá. Movido por el deseo de conocer a sus personajes marginales, suspende todo juicio moral con vistas a recuperar el habla y la idiosincrasia de ellos, y en consecuencia recupera también su humanidad inmersa en una realidad compuesta de miseria, drogadicción, abuso, desempleo, violencia, corrupción y degradación de los valores tradicionales que han sido sustituidos por una nueva cosmovisión.

Rodrigo D. No futuro[3] y un concepto de Bertolucci

Bernardo Bertolucci vio Rodrigo D. cuando era presidente del jurado en el Festival de Cannes de 1990. «Tiene la fuerza y la belleza de una película de Rossellini», proclamó el director italiano. Gaviria se sintió muy elogiado con semejante comparación puesto que para él Rossellini es el maestro del cine no comercial, de un cine que no se sabe si es documental o no, de un cine que integra no solamente la imagen sino toda la persona, es decir, del cine como una búsqueda del sentido humanista. En Rodrigo D.No futuro hay tanta verdad que impide saber donde comienza la realidad y donde termina la ficción. 

Hombre citadino, Gaviria se enfrenta con los más graves problemas urbanos e intenta redimirlos con el arte, trata de ver a las personas en el tiempo «aunque su presente sea un problema oscuro sin solución». El desempleo, la falta de oportunidades que conducen al desespero, son algunos de ellos, problemáticas que trata a profundidad en su mencionado primer largometraje. La historia partió de una crónica publicada en el periódico El Mundo, en octubre de 1984: un joven intentó suicidarse desde el último piso de un edificio céntrico de la ciudad. Rodrigo Alonso era un muchacho no mayor de veintiún años, un ser marginal y solitario, tirado a la calle para errar sin rumbo y sin empleo como tantos otros.

Es en los dramas y el bullicio de la ciudad donde Gaviria caza sus crónicas para buscar la verdad, esa verdad que no duerme en los estantes de las bibliotecas sino que yace escondida sobre todo en las profundidades de sí mismo, del océano interior. Rodrigo D. No futuro no escapó a fuertes controversias por sectores conservadores y «bienpensantes». La carátula del video de la película que se vendía en Estados Unidos citaba al Time Magazine: «Un filme extraordinario […] presenta a la audiencia mundial la realidad de la cultura de los adolescentes asesinos de Medellín». Y en la contra carátula una crítica del periódico The New Yorker decía: «Gaviria tiene un fino don lírico […] Uno puede sentir la imaginación de un artista en cada plano».

La película se ocupa de personajes que van por los arrabales de la ciudad vagando sin destino alguno, sin ningún afán que no sea el presente, el aquí y ahora; sin pensar en nada ni sufrir por nada que tenga que ver con el futuro. Son almas que con los ojos vendados buscan, afanosamente, su punto de equilibro en donde queden por fin a la altura de lo que ellos estiman es su dignidad; aventurando por sitios peligrosos, quisieran partir de este mundo a través de distintas formas de suicidio (más allá de la literal de Rodrigo D.), entre ellas drogándose o haciéndose matar. «¡No futuro!», suena como la terrible predicción de un oráculo griego, el interminable círculo vicioso que evoca el mito de Edipo rey o recuerda un libro que me vislumbró por lo revelador y a la vez me produjo un enorme desconcierto: No nacimos pa’ semilla, de Alonso Salazar.

El director de marras, qué duda cabe, no hace concesiones. Lo demuestra en la crudeza de la narración que traza una estética de la muerte, muestra acciones preñadas de un inconsciente fatídico, relata trozos de vidas tan trágicas y dramáticas como un filme sobre la guerra de Vietnam. Como un verdadero novelista tiene el valor de atravesar la puerta de un paraíso miserable y rasgar el telón de los prejuicios para llegar al alma de las cosas humanas, incluso a las más elementales como la res desollada que cuelga en la carnicería del benévolo padre del protagonista representado por Ramiro Meneses, proveniente de un barrio humilde de Medellín y ahora convertido en un prestigioso actor de cine y televisión.

Pero ¡atención! que a pesar del realismo lo que Gaviria nos muestra no es la pura realidad. Como todo artista que acude a una técnica y un enfoque, en el momento de realizar su obra fílmica nos presenta su visión, esas cruentas realidades pasan por el filtro de su manera de ver los hechos, es su lectura singular la que está en juego, su sensibilidad con las propias peculiaridades.

Dirigir y escribir son actos de descubrimiento, pero nunca descubrimiento de una realidad total. La desesperanza pasa a ser una especie de poesía negra de nuestra época tercermundista, desesperanza respecto al futuro que veo reflejada en un poema de Apollinaire: Pero hace tanto tiempo que se hace creer a la gente / Que no tiene ningún futuro / que es ignorante por completo / E idiota de nacimiento.

Ver el cine de Gaviria tan solo exige lo que siempre debería requerir una lectura: una atención sin prejuicios, con la conciencia en blanco, una concentración que elimine cualquier otro acto. Sobre todo porque su verismo es un realismo llevado al extremo.

¿Te consideras un cineasta realista? Hasta qué punto introduces en tus filmaciones tus propias ideas sobre el amor, sobre el dinero, sobre la vida, sobre la gente…

Soy un cineasta realista, claro que sí. Incluso cuando uno lee críticas sobre la literatura antioqueña ve que es definida, frente a la del resto del país, como una literatura realista. Parece que los antioqueños se han caracterizado por eso, Barba Jacob, Epifanio Mejía, Carrasquilla, Mejía Vallejo, el mismo Fernando González. Hay mucho realismo, incluso José Manuel Arango también. O sea, como tenemos un temperamento realista nos gusta hacer unas obras muy realistas.

Hay una cosa que nunca se me olvida y es lo que decía André Bazin. Decía que el cine (había creado esa cámara que era capaz de fotografiar la realidad, a veinticuatro imágenes por segundo, con sonido y todo eso) tiene unos resultados inesperados. Y esa máquina que retrata la realidad, en cierto sentido la crea porque no hay una mirada que vea tanto como la cámara. Soy muy consciente de eso. Cuando cogemos una cámara y nos vamos a un lugar a hacer una entrevista, un casting, una investigación, es increíble. La cámara la prende el camarógrafo, pero cuando uno se sienta a ver por la noche o al otro día o enseguida lo que la cámara captó, es uno ojo que ve cantidades, muchísimo más que lo que ves vos. Porque uno realmente casi no ve. Uno tiene momentos en que ve cuando mira por la ventana y le interesan algunas cosas. Pero uno por lo general está más bien abstraído del mundo real, refugiado en sí mismo.

La cámara te muestra cosas enormes, una cantidad de sentidos ocultos, inesperados. Aquella persona que te parecía fea, te parece hermosa; aquella persona que pensabas que era bella, te la muestra fea; aquella persona que no valía nada, te parece enormemente valiosa; aquella persona que veías tan interesante, es el peor actor del mundo. Donde veías personas y decías: «No filmen eso, muchachos, que ahí no pasa nada», cuando mirás, pasa de todo. El cine realista, en ese sentido, es un cine inesperado; es realmente sorprendente lo que ocurre, lo que se presenta. Cuando uno hace una película es el primero que se sorprende de lo que muestra. Hacemos películas con una intuición, pero realmente uno no sabe cómo va a quedar la película.

Bergman en La linterna mágica decía que hay varios tipos de cineastas y que los que más admira son como él: ven toda la película en la cabeza antes de hacerla. Pero nosotros no. Cada vez que la hacemos nos cambia y no sabemos qué película estamos haciendo, no sabemos qué significan las imágenes, no las hemos visto todavía, estamos apenas sacando esas cosas del baúl. Bergman admiraba mucho a Fellini. En todo caso, eran cineastas en los que las cosas ya estaban ahí, ya estaban dadas. 

¿En una producción cinematográfica es importante que el espectador sepa qué episodio sigue?

Yo pienso que sí es importante que desde el comienzo el espectador sepa que lo que está viendo son de alguna manera pistas sobre lo que va a pasar más adelante. Son anuncios, son adelantos, son como presentaciones de una realidad, digámoslo de una forma tímida, que luego se va a manifestar de una manera completa. Es bueno que el espectador esté sintiendo que la película sí está dirigida, que va para algún lugar, que es muy probable que él no sepa para dónde va. De todas maneras es muy importante que él no sepa para dónde va la película, que haya una sensación de que está siendo guiado y que le están dando unos elementos que después van a ser importantes al final. Pero sí que tenga un elemento de sorpresa, de que la película también lo sorprenda.

Yo creo que las buenas películas que son difíciles de hacer y de escribir son aquellas que están jugando con la expectativa del espectador, o sea, le están haciendo creer unas cosas y lo están sorprendiendo con otras. Esa mezcla entre guiar y sorprender es muy importante. A mí me parece que el espectador recibe una serie de elementos que al comienzo sabe que son importantes, pero no sabe de qué manera y para qué. Y esa es una de las reglas de guion que más le enseñan a uno. Cualquier elemento que aparezca no puede ser gratuito, tiene que estar en función de toda la estructura de la película y, por lo tanto, tiene un desarrollo posterior.

Yo creo que en La vendedora… logramos un poco eso. Hay momentos en que la película… eso se llama como subtramas. Hay una trama principal donde el espectador está entendiendo muy bien cuál es el orden de esa trama, para dónde va, que tenga una claridad. Es una cualidad muy importante de la trama, la claridad y el enfoque. Hay una claridad sobre para dónde va la película y hay un enfoque, o sea, que no haya una incertidumbre de quién es el protagonista y para dónde va todo eso. Pero al mismo tiempo hay unos elementos que son también como unas subtramas, que se van acumulando y se van desarrollando por su lado, que van contando otra historia, digámoslo paralela, de la trama principal y el espectador las va recibiendo pero, vuelvo y te repito, no sabe muy bien para dónde van.

En Sumas y restas la trama son dos personas que se van a asociar y van a narcotraficar juntas, que vienen de dos estratos bien distintos, pero hay otra subtrama que es la pérdida de la libertad. Hay una cosa muy importante: el espectador es una persona que se está desplazando continuamente en todo el ámbito de la estructura de la película. Muchas veces retrocede hasta el comienzo de la película o trata de ir al final, va en ese momento de la película pero se está moviendo todo el tiempo porque hay como quien dice cosas que adelanta. En Sumas y restas hay unos elementos que van apareciendo constantemente. Cuando uno de los personajes se droga la primera vez con cocaína el diálogo gira en torno a perder la libertad. El otro le dice: «Pero güevón, no estabas muy contento y ya no decís nada, se te comieron la lengua los ratones, estás paralizado, ya no podés decir nada». Es una forma de decirle que ha perdido la libertad, está preso de algo. Ese elemento de estar preso de algo es una subtrama que luego va a resonar con la trama principal cuando a él lo secuestran. O sea, toda la historia es una amistad que se ha ido construyendo entre dos paisas de dos clases sociales muy distintas, para que al final el uno termine secuestrado por el otro. El que era su amigo se convierte en su enemigo y lo secuestra, lo hace vivir la pérdida de libertad total, una experiencia que él antes ya había anticipado con la droga. Así en la película hay una serie de elementos donde la libertad se va perdiendo. Después hay otro personaje que se pega una empericada[4] tan dura, tan dura, que se le borra el casete[5] y se queda encerrado en una pieza y cree que lo encerró la DEA, que vinieron por él, y le da como una locura la verraca. Hay una paranoia. Es un campanazo de la pérdida de la libertad. Por ejemplo, a un muchacho que trabaja en una cocina[6] se le explota una paranoia tremenda y lo tienen que amarrar.

Notas:

[1] Capítulo de su libro inédito La puesta en escena de la realidad.

[2] Luis Alberto Álvarez. Páginas de cine. Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, 1988, 61.

[4] Empericada viene de perico: cocaína impura.

[5] Borrar el casete: Perder la memoria.

[6] Cocina: Lugar donde se procesa la cocaína.

Rubén López Rodrigué
rdlr@une.net.co

 

[3] Rodrigo D: No futuro - Las mejores Escenas

 

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