García
Márquez, la Real Academia y los diccionarios Rubén López Rodrigué |
Cuando
Nicolás Ricardo Márquez, el abuelo de Gabriel García Márquez, no sabía
contestar una pregunta del niño, le decía: «Vamos a ver qué dice el
diccionario». Así fue como el futuro escritor aprendió a mirar con
respeto aquel libro polvoriento, que contenía la respuesta a tantos
enigmas, y se aficionó por las enciclopedias. Fue a los cinco años su
primer contacto con la letra escrita, con el que había de ser el libro
fundamental en su destino de escritor. Una tarde el abuelo lo llevó a
conocer los animales de un circo que estaba de paso en Aracataca, su
pueblo natal. Bajo la carpa grande como una iglesia, lo que más le atrajo
fue «un rumiante maltrecho y desolado con una expresión de madre
espantosa. —Es
un camello —me dijo el abuelo. Alguien
que estaba cerca le salió al paso: —Perdón,
coronel, es un dromedario. [...]. Sin
pensarlo siquiera, lo superó con una pregunta digna: —¿Cuál
es la diferencia? —No
la sé —le dijo el otro—, pero éste es un dromedario. [...]. Aquella
tarde del circo volvió abatido a la oficina y consultó el diccionario
con una atención infantil. Entonces supo él y supe yo para siempre la
diferencia entre un dromedario y un camello. Al final me puso el glorioso
tumbaburros en el regazo y me dijo: —Este
libro no sólo lo sabe todo, sino que es el único que nunca se equivoca. Era
un mamotreto ilustrado con un atlante colosal en el lomo, y en cuyos
hombros se asentaba la bóveda del universo. Yo no sabía leer ni
escribir, pero podía imaginarme cuanta razón tenía el coronel si eran
casi dos mil páginas grandes, abigarradas y con dibujos preciosos. En la
iglesia me había asombrado el tamaño del misal, pero el diccionario era
más grueso. Fue como asomarme al mundo entero por primera vez. —¿Cuántas
palabras tendrá? —pregunté. —Todas
—dijo el abuelo».[1] Mientras
la abuela, que siempre vestía de luto, poblaba su mente con historias
fantasiosas de los espíritus de la casa y despertaba su imaginación, no
había pregunta o inquietud que el abuelo no le contestara al niño,
atendiendo gozoso sus inagotables exigencias. Cuando el abuelo ~quien fue soldado en las guerras civiles colombianas~ le regaló el diccionario lo leyó como una novela, en orden alfabético y sin entenderlo. Se le despertó tal curiosidad por las palabras que aprendió a leer más pronto de lo esperado. Un gran maestro de música dijo que un piano debe tenerse en la casa para que los niños jueguen con él, y no es humano imponer el castigo diario de los ejercicios. Esto fue lo que le sucedió al creador de Cien años de soledad con el diccionario de la lengua castellana: siempre lo vio como un juguete para toda la vida. No como un libro de estudio. «Lázaro, levántate y anda» Decía
que este diccionario fue, es el libro básico de García Márquez en su
oficio de escritor. Las palabras son las herramientas del escritor, el
artista de la pluma escribe a la luz de las palabras. Se requiere de un
buen diccionario de la lengua, además de un diccionario etimológico y
otro de sinónimos y antónimos para conocer y manejar los utensilios de
trabajo. Ser
escritor supone que el tejido de lenguaje no se parezca mucho al hilvanado
por los demás, implica tener un estilo más o menos innovador forjado en
la fragua del trabajo. Una norma básica del estilo es la palabra exacta,
pues al escritor que no defiende con fiereza la precisión de cada una de
ellas se le considera un impostor. Es obvio que un mayor dominio del
vocabulario no lo hará mejor en su arte. No se escribe sólo con
vocablos. En
sentido estricto la palabra no tiene significado sino que está en
potencia de significación. No dice nada. En la frase posee un determinado
sentido según el contexto en que se encuentra, puede recibir las
acepciones que el diccionario le asigna, pero también otras que no le
atribuye, es decir, a ese esqueleto se le pone el tejido muscular y
nervioso de las nuevas significaciones. Los vocablos sólo son palabras
cuando son dichas por alguien, dice Ortega y Gasset, así como un libro sólo
existe si tiene un lector. Un problema es que siendo rigurosos no existen
los sinónimos, un término no es igual a otro; pliego, memorial,
documento y carta, que aparecen como sinónimos, tienen un significado
distinto. El
diccionario es un cementerio donde yacen las palabras muertas. Y en tanto
ellas implican siempre una metáfora, una trasposición de sentido, el
escritor es un mago que puede convertir la momia de la palabra en un ser
rebosante de vida. En el Museo del Cairo al cuerpo del faraón Ramsés II
lo destruían los rayos ultravioleta y una floración parasitaria. Fue
llevado al Museo del Hombre en París donde los especialistas examinaron
la momia, la rejuvenecieron con las técnicas más sofisticadas de la
energía atómica, la fotografiaron en alto relieve para que después se
hicieran copias parecidas, la envolvieron en sus bandas de lino oriundas
del antiguo Egipto, la aromatizaron con sándalos de los oasis del Sahara,
la volvieron a vestir con sus indumentarias faraónicas, la atesoraron en
una cabina de plástico indestructible y antiséptico con el fin de
preservarla de la contaminación y la depositaron en un sarcófago para
devolverla a su lugar de origen. De manera similar procede el escritor que
resucita los vocablos inertes del museo de los diccionarios y los
trasforma en seres donde hierve la vida plena de sentido. García
Márquez mantuvo la curiosidad por los vocablos hasta la adultez, cuando
pelea a trompadas con las palabras y por lo general son ellas las que
salen ganando. Esta guerra cotidiana no respeta límites: «Un pobre
hombre solitario sentado seis horas diarias frente a una máquina de
escribir con el compromiso de contar una historia que sea a la vez
convincente y bella agarra sus palabras de donde puede. La guerra es más
desigual aún si el idioma en que se escribe es el castellano, cuyas
palabras cambian de sentido cada cien leguas, y tienen que pasar cien años
en el purgatorio del uso común antes de que la Real Academia les dé
permiso para ser enterradas en el mausoleo de su diccionario».[2] Las palabras las crea la gente en la calle. No los académicos. Los autores de los diccionarios las embalsaman por orden alfabético, luego de capturarlas casi siempre con mucha tardía y en numerosas ocasiones cuando ya no tienen el significado que les asignaron sus inventores. Desde antes de ser editado todo diccionario de la lengua comienza a desactualizarse y por mucho que se esmeran los autores no logran echarle mano a las palabras en su carrera hacia el cajón desteñido del olvido. Al mausoleo del diccionario le servirían de separadores nervaduras de hojas disecadas, plumas de pájaros exóticos y alas de mariposas. Los diccionarios de uso
De
ahí que García Márquez siente una gran admiración por María Moliner,
quien con su Diccionario de uso del
español trabajó para él sin saberlo. Esta mujer española elaboró
un diccionario de uso en el tiempo que le quedaba libre de remendar
calcetines y de su oficio de bibliotecaria, con el método infinito de
agarrar al vuelo las palabras desde que nacían y las escribía en fichas
en la comodidad de su casa; en especial las que hallaba en los periódicos
«porque allí viene el idioma vivo, el que se está usando, las palabras
que tienen que inventarse al momento por necesidad», dijo en una
entrevista. Los
diccionarios de uso tienen la ventaja de que intentan atrapar algo
esencial para la buena escritura: el significado subjetivo de las
palabras. Además de plasmar lo que significa cada palabra, también señala
cómo se usa y se incluyen otras que la pueden sustituir. Son diccionarios
para escritores y sus palabras llevan pegados olor, sabor y sonido. Así,
García Márquez relata que en un ardiente verano de Roma tomó un helado
que le supo a Mozart, y un amigo suyo probó en un restaurante unos riñones
al jerez y dijo suspirando que sabían a mujer. Una tisana de hierbas
viejas le supo a procesión de Viernes Santo, un cordero y sus inclementes
balidos de tono metálico se le pareció a un faro, muchas veces ha comido
un arroz con sabor a solapa y un pan que sabe a baúl, y ha tomado un café
con sabor a ventana y una sopa que sabe a máquina de coser.
En
cambio los diccionarios de la lengua no pueden trazar la dimensión
subjetiva de las palabras. Cierta vez el filólogo Roberto Cadavid, con el
seudónimo de Argos, se preguntó en su columna de El
Espectador qué diferencia había entre un barco y un buque. El
diccionario de la Real Academia Española decía que un buque es un «Barco
con cubierta que, por su tamaño, solidez y fuerza es adecuado para
navegaciones o empresas marítimas de importancia». En esa definición se
confundía el barco con el buque y esto llevó a pensar a García Márquez,
quien tenía otra columna en el mismo diario, que existía una diferencia
subjetiva entre las dos palabras. Los buques no servían sino para
empresas fluviales, eran los del río Magdalena, con dos chimeneas
sustentadas con leña e impulsados con una rueda de madera en la popa;
mientras, según se decía en casa de los abuelos, con quienes se crió,
los barcos se utilizaban para empresas marítimas, eran únicamente los de
mar, como los que trasportaban el banano desde Santa Marta hasta Nueva
Orleans. En
sus Notas de prensa García Márquez
destaca que un problema muy serio que nuestra desmedida realidad
latinoamericana le plantea a la literatura es el de la insuficiencia de
palabras. Si a un lector europeo no se le describe un río, lo más que
puede imaginarse es algo tan grande como el Danubio, que tiene 2.790 kilómetros,
a diferencia del Amazonas, que tiene 5.500 kilómetros de longitud, es más
ancho que el mar Báltico y frente a Belén del Pará no se alcanza a
divisar la otra orilla. «Cuando nosotros escribimos la palabra tempestad,
los europeos piensan en relámpagos y truenos, pero no es fácil que estén
concibiendo el mismo fenómeno que nosotros queremos representar. Lo mismo
ocurre, por ejemplo, con la palabra lluvia.
En la cordillera de los Andes, según la descripción que hizo para los
franceses otro francés llamado Javier Marimier, hay tempestades que
pueden durar hasta cinco meses. 'Quienes no hayan visto esas tormentas',
dice, 'no podrán formarse una idea de la violencia con que se
desarrollan. Durante horas enteras los relámpagos se suceden rápidamente
a manera de cascadas de sangre y la atmósfera tiembla bajo la sacudida
continua de los truenos, cuyos estampidos repercuten en la inmensidad de
la montaña'. La descripción está muy lejos de ser una obra maestra,
pero bastaría para estremecer de horror al europeo menos crédulo».[3] Son
interminables los ejemplos de la necesidad de inventar todo un sistema de
palabras nuevas para nuestra realidad atravesada por el realismo mágico.
F. W. Up de Graff, un explorador que se aventuró en el Amazonas, dijo que
había transitado por una región donde no se podía hablar en voz alta
porque se desliaban torrenciales aguaceros. Dijo que conoció un arroyo de
agua hirviendo donde se cocían huevos duros en cinco minutos. Dijo que
vio una anaconda de veinte metros totalmente cubierta de mariposas.
Antonio Pigafetta, quien acompañó a Magallanes en la primera vuelta al
mundo, dijo que encontró plantas y animales y huellas de seres humanos
gigantescos, de los cuales no se ha vuelto a saber nada. En un lugar
desolado al sur de la Argentina, más concretamente en Comodoro Rivadavia,
el viento polar se llevó un circo entero por los aires y al día
siguiente las redes de los pescadores, en lugar de peces, sacaron del mar
cadáveres de leones, jirafas y elefantes. Y el propio García Márquez
dijo que en la costa caribe de Colombia un hombre le rezó una oración
secreta a una vaca con gusanos en la oreja, y vio caer los bichos muertos
mientras el curandero hacía la oración mágica.
No
insistiré nunca lo bastante en que el trabajo del escritor es con las
palabras y su función se mantiene por las palabras, con vocablos
arrancados de lo más hondo de su ser llena un manojo de papeles blancos.
En el diccionario de la Academia se aceptan las palabras ya a punto de
fenecer, cuando están muy gastadas por el uso, y sus definiciones son tan
rígidas como el cadáver momificado de Ramsés II. Fue contra esa pauta
que María Moliner se dedicó a escribir su diccionario en 1951 y lo dio
por terminado en 1967; no obstante esos dieciséis años de mística
labor, continuó haciendo fichas a la espera de que las nuevas palabras
fueran incluidas en futuras ediciones. García
Márquez se refiere al diccionario de la RAE en los términos despectivos
de «terrible esperpento represivo». Alguna vez quiso saber sobre las
diferencias entre fantasía e imaginación, pero las definiciones del
diccionario no sólo le resultaron muy poco comprensibles sino que, además,
se daban al contrario. En una imaginación estrecha y confusa, una primera
acepción definía a la fantasía como «una facultad que tiene el ánimo
de reproducir por medio de imágenes». Y su segunda acepción fijaba que
es «una ficción, cuento o novela, o pensamiento elevado e ingenioso»,
lo cual le creó un mayor desconcierto. Según lo que nuestro admirado
escritor entendía es que la fantasía no tiene nada que ver con el mundo
en que habitamos, es una pura creación fantástica de un gusto poco
recomendable en las producciones artísticas. Y pensaba que la imaginación
era la única creación en bellas artes que le parecía válida, una
virtud especial que portan los artistas para inventar una nueva realidad a
partir de la existencia que viven. Es
una afición suya encontrar imbecilidades de los diccionarios y percatarse
que a veces se dan cuenta de que han hecho el ridículo y lo corrigen en
una edición posterior. Esto le pasó al de la Real Academia Española con
la definición de perro: «Mamífero doméstico de la familia de los cánidos,
de tamaño, forma y pelajes muy diversos, según las razas, pero siempre
con la cola de menor longitud que las patas posteriores, una de las cuales
levanta el macho para orinar». Una precisión excesiva que se prestó
para muchas burlas. La
herramienta predilecta de García Márquez es un diccionario de la vida
real, como el descubrimiento que hizo por casualidad de un diccionario de
orígenes, a la vez curioso y divertido. Se llama ¿Desde
cuándo? y su autor, Pierre Germa, cataloga el origen de ochocientos
objetos y costumbres de la vida cotidiana. En otra ocasión García Márquez
escuchó que Aldous Huxley se había leído los casi treinta tomos de la
Enciclopedia Británica y durante años quiso emular la proeza. El
consuelo fue leer en una noche el diccionario de la vida diaria con la
misma tensión y el mismo deleite con que se lee una novela de misterio.
El diccionario de orígenes narra con precisión y donaire en qué lugar
se construyó el primer faro, quién fue el primero que se lanzó en
paracaídas, quién inventó la máquina de lavar, desde cuándo se
utiliza el aceite de ricino, en qué mar navegó el primer petrolero y
muchas otras curiosidades. «A los escritores les gustará saber, por
ejemplo, que una de las máquinas de escribir construidas en el siglo
pasado [XIX] se llamaba "el piano de escribir" y que su cliente
más entusiasta fue el escritor Mark Twain. Se preguntarán sin duda ~porque
el diccionario no lo dice~
qué se hizo de la máquina de escribir en chino, que según se dijo hace
muchos años había sido inventada por el escritor americanizado Lin
Yutang».[4] Con
el tiempo García Márquez terminó por adherirse más a las leyes
infalibles del sentido común, al instinto del idioma según se escucha en
la calle. En su entender el mejor idioma es el más impuro, el más vivo,
no el más puro. La lengua que le parece más imaginativa, más flexible,
más expresiva es la de México, quizá porque es la lengua de emergencia
de un pueblo que sepultó los idiomas nacionales antiguos y a la par
aprendió de forma inadecuada el que les llevó Hernán Cortés. Es un
idioma de invenciones vitales, maliciosas e inteligentes, según dijo el
escritor colombiano en alguna entrevista, mezclado de nahuatl, de inglés,
de francés; y es la manera en que ha logrado sacarle provecho a ese
idioma dinámico lo que ha hecho que el lenguaje de Juan Rulfo, en Pedro
Páramo y El llano en llamas, sea tan hermoso y eficaz. Un buen ejemplo de
esta apreciación garcíamarquiana es que los mexicanos distinguen entre mendigo
(sin tilde) para el que pide limosna, y se usa más como sustantivo, y méndigo
(con tilde) para el que no la da, y se emplea más como adjetivo. Hubo que descolgar muchos almanaques antes de que supiera por sí mismo, contrario a lo que le decía el abuelo, que los diccionarios no lo saben todo y cometen equivocaciones casi siempre muy divertidas. Pero se le quedó para siempre la costumbre del ex coronel Nicolás Ricardo Márquez de consultar para todo el diccionario, ya que después de escribir lo consulta para comprobar si están de acuerdo. Referencias: |
Rubén López Rodrigué
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