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Café & literatura
por Rubén López Rodrigué
rdlr@une.net.co

 
 

Cuenta una tradición que si bien la planta del café tenía millones de años, fue descubierta en Arabia algo después del siglo X. La leyenda de Mullah Schadelih habla de un creyente que, mientras bajo sus ojos extendía el Corán, algunas noches se sentía inquieto por el sueño y encontró en la bebida estimulante la manera de vencer el cansancio, recibiendo así una inyección de energía que permite comer menos y trabajar más. A finales del siglo XVIII los jesuitas trajeron a Colombia las primeras semillas de café, que sembraron y cuidaron sus brotes en los alrededores de Cúcuta.

Cafés de París

Los cafés han desempeñado un rol de importancia en la literatura francesa. Nada es comparable con los legendarios cafés de París por la natural convivencia, la buena comida y las animadas conversaciones atravesadas por las estrellas de la ilusión o las nubes de la desgracia. En los cafés de París se fraguaron muchas de las ideas de la Revolución Francesa. Incluso los cafés han desempeñado un papel destacado en las películas francesas. Para los extranjeros, partiendo de que el horror hace parte de la belleza, los cafés servían de refugio a los Rilkes que llegaban a París y les era inevitable vivenciar la soledad, el miedo, lo inhóspito y sombrío de la gran urbe.

La Closerie des Lilas

Hemingway frecuentó La Closerie des Lilas y su ambiente burgués de buen café francés. En el prólogo a su novela París era una fiesta, Pedro Gómez Valderrama dice que este café memorable tiene presencia en el libro, en el cual se ilustra sobre los retratos de muchos de los asiduos clientes, que en ocasiones no se compadecían del escritor cuando trataba de pergeñar en la mesa algunos de sus cuentos. «En esa primera postguerra podía hacerse lo que relata Hemingway, escribir sentado en las mesas de los cafés. Y en la segunda muchos lo intentamos, y todavía podía hacerse […]. No obstante, yo recordaba entonces las mesas de los cafés de Bogotá, en los cuales hasta las tres o las cuatro de la mañana estudiábamos ajenos a todo lo que ocurría en torno nuestro. En verdad, es una manera de aislarse, estar en medio del mundo. Seguramente por eso es tan atractiva, y a la vez tan angustiada, la soledad de la gran ciudad».

Apreciables cafés habitaron, habitan el Boulevard Montaparnasse. La Comisaría de Policía del Sexto Distrito todavía conserva las huellas profundas del expediente del alboroto armado por unos escritores surrealistas que, para rematar una comida degustada en el Closerie des Lilas, celebraron lanzándose los platos entre sí.

El café más antiguo de la ciudad era el Procope, en el límite del barrio Latino, un café fundado en 1686 por el joven cocinero siciliano Francesco Procopio dei Coltelli. Por aquella época los cafés de París eran lugares de mala reputación, como quiera que eran tascas sucias y lóbregas frecuentadas por ladrones y asesinos que emborrachaban sus vidas con cerveza y vino barato. Procopio tejió o ideó el plan de abrir un nuevo tipo de establecimiento donde se sirviera el café, la bebida que estaba causando furor en la corte del rey Luis XIV. Para la decoración se inspiró en el Palacio de Versalles. En los muros colgó tapices, puso espejos a fin de que el café ilusionara ser más grande y no reparó en costos para mandar a traer de Italia candelabros de cristal.

Semillero de cultura, monumento histórico y gastronómico, el Procope, donde el café se servía azucarado, ofreció a los intelectuales un espacio que se abría como ojos curiosos al intercambio de ideas. Toda la compañía de Molière favoreció este

Le Procope

café puesto que la Comedia Francesa se mudó al otro lado de la calle y la presencia de los actores sirvió para que el mundo de las letras lo frecuentara. Procopio les facilitaba pluma y tinta a los clientes distinguidos y les vendía velas y papel. Al propietario lo sucedió su hijo, quien siguió favoreciendo la senda llena de abrojos de los escritores.

El café Procope también fue uno de los preferidos de los filósofos, quienes compusieron en sus salones varios de los famosos ensayos de la Enciclopedia. Diderot, Rousseau y D’Alamberteran clientes asiduos. Allí solían reunirse Montesquieu y Voltaire con sus amigos. En posteriores épocas se congregaban habitualmente figuras de la literatura como George Sand, Alfred de Musset, Anatole France y otros, cambiando entre sí miradas de inteligencia. «Esta era la mesa que ocupaba Ernst Hemingway», dijo un nieto del administrador.

Café de la Paix

En el Café de la Paix, con sus techos dorados, Oscar Wilde gustaba de sorber un vermuth mientras clavaba el ojo al desfile del mundo parisino. Otra figura literaria británica, sir Arthur Conan Doyle, creador del famoso detective Sherlock Holmes, se sentaba a escribir en la terraza. El Café de la Paix era considerado el más cosmopolita. Durante más de un siglo numerosas celebridades de todo el mundo en los campos de la literatura, las artes y la política han firmado el libro de huéspedes, bajo sus techos decorados por el equipo del arquitecto Charles Garnier, quien construyó la Ópera de París.

La cultura parisina tuvo cafés como La Rotonde, Le Dome y La Coupole, que en la década de los veinte del siglo pasado fueron lugares favoritos de artistas como Matisse, Picasso y Cocteau; de escritores estadounidenses como Hemingway, Scott Fitzgerald y Henri Miller con su ojo crítico avizor.

El café Les Deux Magots fue un legendario abrevadero de personajes de la literatura y el arte como los poetas Rimbaud y Mallarmé, el pintor Pablo Picasso, el novelista André Gide, el arquitecto Le Corbusier. Su nombre provenía de dos estatuas de mandarines, insignia de la tienda de novedades que antes ocupaba el lugar. En aquel establecimiento donde los vinos y licores se servían a la vista del cliente, junto a la ventana quedaba el bulevar con las dos mesas en las que solían conversar, con los ojos y la boca, Sartre y Simone de Beauvoir. La decoración se conservaba intacta con su cálido maderaje de caoba y los antiguos asientos de cuero.

En el Café de Flore su especialidad era el café. Se le conocía sobre todo porque en su recinto solían reunirse los filósofos existencialistas a abrir nuevos ojos para mirar. Sartre, que fumaba dos paquetes diarios de tabaco, se inspiraba para sus ideas y sueños en aquel café. Muchos turistas visitaban el lugar para verlo en su mesa con su arma favorita: la pluma, mientras se apoderaba de él lo que llamaba «la neurosis de la escritura» puesto que vivía obsesionado con el trabajo intelectual.

Desde mucho tiempo atrás, la magia de los cafés parisinos con su clima cultural ha extendido su influjo más allá de las fronteras de Francia, como ocurre con el Café de la Paix en Nueva York. 

La revista Mito 

En los tiempos de paraguas y sombrero bombín, el Café Automático en Bogotá era un abrevadero de ideas de León de Greiff, Jorge Zalamea, Rogelio Echavarría, Eduardo Zalamea Borda, Germán Espinosa; de pintores como Alejando Obregón, Enrique Grau, Eduardo Ramírez Villamizar, mientras ante sus ojos ocurría toda la infinita fascinación de espumas y oleajes. De las largas tertulias surgió la revista Mito, que trataba de correr los velos de la mentira y la doble moral. De la mano diestra de Jorge Gaitán Durán la revista marcó una época brillante en Colombia, como quiera que promocionó personajes de la talla de Gabriel García Márquez, Eduardo Cote Lamus, Hernando Valencia Goelkel, Álvaro Mutis, Hernando Téllez y otros.

Juan Gustavo Cobo Borda resume lo que fuera la revista Mito aprisionándola en los siguientes términos: «no se puede hoy hablar de narrativa colombiana contemporánea sin mencionar a García Márquez, ni aludir a la poesía que en estos tiempos se ha escrito en Colombia, sin citar a Álvaro Mutis. Igual sucede, a nivel del teatro, o la crítica artística o literaria, en relación con Enrique Buenaventura, Marta Traba o Hernando Valencia Goelkel. Solo que sus trabajos iniciales, en tal sentido, aparecieron por primera vez en Mito, en pie de igualdad con otros textos nacionales o extranjeros, sin los cuales no se explican del todo». [1]

En el diario El Espectador García Márquez había publicado sus primeros cuentos «La tercera resignación», «La otra costilla de la muerte» y «Diálogo del espejo». En Barranquilla a la luz matinal trabajaba en la redacción de El Heraldo y cuando caía el manto de la noche iba al café Roma, una tasca de refugiados españoles frecuentada por Ramón Vinyes y sus amigos del exilio, ocupando la silla de Álvaro Cepeda Samudio mientras estuvo en Nueva York. El sabio catalán lo recibió como a un discípulo más puesto que había leído su talento en El Espectador

Cafés de Medellín 

Desconocía que el lugar que yo frecuentaba, el Café La Bastilla, tenía brillantes antecedentes. Escuchemos a Jaime Jaramillo Panesso cuando estila decir: «Una vieja y acogedora casa de cien tradiciones ocupó la BPP [Biblioteca Pública Piloto] que nos asiló. Aprendimos casi todos los miembros de la tertulia que los libros son el soporte intelectual de nuestros sueños. Luego bajábamos unas cuantas cuadras para recalar en el Café La Bastilla, punto de encuentro de los políticos más prestantes, de intelectuales y periodistas. Carlos Gaviria, Darío Ruiz, Jairo Álvarez, Fidel Restrepo, Alberto Escobar y otros de la barra, departíamos sobre una película; enfrente, estaba la mesa de los más esclarecidos marxistas, tenores absolutos de la ópera brechtiana: Vladimiro Moreno, Estanislao Zuleta, Mario Arrubla y dos aprendices militantes».[2]

Mucho antes de las reuniones de los miembros de la izquierda freudiana con Zuleta y Arrubla a la cabeza, en el viejo café La Bastilla, situado entonces en unión con la quebrada Santa Helena, habían tertuliado Tomás Carrasquilla, León de Greiff, el caricaturista Ricardo Rendón y Luis Cano.

Cafe "La Bastilla", acuarela de Francisco Madrid

En la tibia primavera de la ciudad, en la calle siguiente de la Avenida de Greiff estaba la calle Maracaibo, donde quedaba la solitaria cafetería del Hotel Europa-Normandie. Era un sitio bien sosegado y había llenado un vacío en el centro de la ciudad, aunque a su despreocupado dueño no le llenara los bolsillos, un vacío dejado por sitios tradicionales de Medellín como Picadillo, La Suiza y Cardesco, verdaderos refugios de escritores, artistas, estudiantes, vagos e intelectuales, que tuvieron que ser cerrados porque no subsistieron con el tinto que los clientes tomábamos como pretexto para estudiar, escribir, leer o charlar. En esa cafetería del primer piso del hotel, con fachada de vidrios transparentes, se podía conversar, estudiar o escribir. Otros sitios que conocí, y que eran como remansos de tranquilidad cuando tantas imágenes de Medellín producían repulsa, fueron el Café Le Gris, el Café del Poeta, Café París, salón Astro, Patio Bonito (antes de convertirse en heladería), Fuente Azul y Mauna Loa. El último sitio fue el Café de Tívoli donde fundamos la revista Rampa y la Tertulia de Los octámbulos.

En el ambiente cálido de aquellos cafés mis ojos adormilados quedaban estupefactos ante desvirolados que se creían escritores por el mero hecho de que pensaban en escribir. Han pasado los años, no han escrito nada pero se han sentido escritores. En este punto recuerdo una anécdota del café Tortoni de Buenos Aires donde una tarde departía con Guadi Calvo, escritor argentino y crítico de cine. Llegó otro escritor, José Ezequiel Kamienecki, director de la revista Francachela, de la que yo era corresponsal en Colombia, y nos dijo que hablando con Fulanito de Tal, este le había dicho que tenía la gran novela que jamás se había escrito. «¿Y dónde la tiene», preguntó nuestro amigo. «En la cabeza», respondió el otro.

Si el cristianismo es el vino, el islam el café y el budismo el té; entre la hipocresía del vino, el fanatismo del café y la quietud del té prefiero este último. Mientras el verdugo del tiempo cerraba los ojos y las horas se nos volvían fantasías, tomábamos el té con leche del Astor y del legendario salón Versalles, donde podíamos, podemos improvisar tertulias en compañía del amigo Víctor Bustamante, en ocasiones de Luis Guillermo Álvarez, director de Ciudad, revista de asuntos urbanos, que llegaba con su gabán no de pensador religioso sino ambiental, de Luis Fernando Garcés, director del grupo musical Los Yetis, con orejas grandes de tanta música y su infaltable coca-cola (su presencia implicaba una amena tertulia que nos llevaba a construir delicadas cárceles de música para aves intelectuales)y eventualmente con Carlos Bedoya y Alonso Mejía, escritor de Los octámbulos. Muchos años atrás contamos con la infaltable presencia de José Martínez Sánchez.

En suma, las cualidades eufóricas de la cafeína propician y fomentan no solo la charla y el humor sino también la literatura. Sobre todo si no es una literatura descafeinada. Pero viene nuestra queja: se han acabado los cafés donde había rocolas multicolores. Sin embargo, con cafés o sin ellos donde paladear la bebida estimulante, seguimos escribiendo con gusto nuestros papelillos de sueño, porfiamos en la faena de domeñar el lenguaje, o sea la caza de relámpagos. Una tentativa imposible.

Notas:

[1] Fabio Jurado Valencia. Mito, 50 años después (1955-2005). Bogotá, Lumen, 2005, p. 13.

[2] Jaime Jaramillo Panesso. Carlos Gaviria y Movimiento. Revista UNAULA, No. 35, Medellín. Colombia / 2015, p. 185.

Rubén López Rodrigué
rdlr@une.net.co

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