Viajes al país del pueblo

Notas acerca de las novelas de Haroldo Conti

ensayo de María Pía López

Universidad Nacional de Buenos Aires

Haroldo Conti

1

“Roque marcha adelante con la cabeza gacha y las manos hundidas en los bolsillos del sobretodo. En que irá pensando el desgraciado. Oreste siente de golpe una tristeza negra porque Roque parece completamente solo y no hay nada en este podrido mundo que le pueda hacer levantar la cabeza.”

(H.C., En vida)

Jacques Ranciere publicó, hace algunos años, un libro con un hermoso título: Breves viajes al país del pueblo. Esa idea, la de viajes al país del pueblo, sintetiza la literatura de Haroldo Conti. Una literatura que en sus páginas va delineando, trazo a trazo, los contornos imprecisos, complejos y violentos de lo popular. El modo en que esa operación se despliega no es habitual: Conti no hace el gesto del intelectual indignado por los padecimientos o las enajenaciones ajenas, ni comparte el ademán del ternurismo por un otro que inspira compasión. Ni mirada horrorizada, entonces, ni palmada protectora en la espalda.

En principio, porque ni la indignación ni la euforia son tonos de la escritura de Conti. Por el contrario, su estilo es el deslizamiento, la descripción pausada, el dejarse llevar por el ritmo de las palabras -como por el ritmo del río, o las huellas de la calle-. Y también, porque frente a lo popular -al pueblo, como entidad abstracta que se corporiza, que se hace carne, en personas, actitudes, costumbres, lazos- su actitud predominante es la de la comprensión, la de un tipo de comprensión que exige la suspensión del juicio, porque parte del registro de lo que efectivamente ocurre y que prescinde de la mirada enjuiciadora. Quiero decir: el tipo de abordaje que Conti encara sobre lo popular está signado por la comprensión, o la empatia posible por una igualdad esencial.

Si la indignación o el paternalismo parten de la distancia abrupta con el otro, del reconocimiento de la diferencia o la minusvalía, la comprensión de la que estamos hablando -la comprensión como tono de la escritura- sólo es posible desde un reconocimiento en el otro, de la identificación de una igualdad fundamental que suspende la distancia. La biografía del escritor se encarga de ilustrarla pertenencia al mundo de vida relatado en su literatura: el río, la pesca, los barcos, los amigos, el vino de la costa, el nomadismo, son algo más que señales de su narrativa, son claves de su historia. Por eso, no hay exotismo, sino pausada descripción de las experiencias.

2

“El Bastos le ayudó a bajar la escalera aguantándolo por la cintura, mientras la vieja terminaba de trancar las puertas. La mañana resplandecía bajo un cielo límpido y fresco. La casa, tumbada hacia un lado, los árboles, el camino, aparecían extrañamente inmóviles y silenciosos, adormecidos por el sol. Los hombres estaban en marcha.” (H.C., Sudeste)

La comprensión es una peculiaridad fundamental de gran parte de la obra de Conti, y se enlaza con un importante efecto que provoca su escritura: el efecto de autenticidad. Si la literatura es ficción, la ficción es -se ha dicho ya incontables veces- el terreno de las representaciones o de las invenciones, y buena parte de su capacidad de generar placer radica en el modo en que despliega esos artificios como tales, volviéndolos evidentes o sutiles, haciendo de ellos elogios de la invención o simulaciones de lo real. Los procedimientos narrativos son las operaciones por las cuales una ficción puede ser creída -puede ser vuelta verosímil- o puede ser disfrutada. Pocas obras, sin embargo, logran la apariencia de estar más allá de las operaciones narrativas, la apariencia de poner en suspenso las propias mediaciones implicadas en la escritura.

Este es el caso de algunos textos de Haroldo Conti. A eso llamo efecto de autenticidad. No porque crea que es más “auténtico” que otros escritores, o que su obra refleje con más fidelidad lo real que otras obras. Eso implicaría suponer la literatura como un reflejo más o menos adecuado del mundo social, y pensar la literatura en su relación con la sociedad exige el movimiento casi opuesto: entenderla como una forma más de comprender que, amén de ser solicitada por el mundo en el que nace, tiene también la capacidad de generar representaciones que pueden ser activas en ese mundo y que tiene la cualidad, en su forma, de generar efectos, que tiñen o hacen más efectivas esas representaciones. Hay corrientes literarias, hay escuelas, hay temas ligados a la delimitación de esas corrientes o escuelas. Pero también, más allá de las clasificaciones que los críticos pueden operar, o los múltiples tesistas reclamar, es posible distinguir, en una obra, en un autor, en una constelación de escrituras, un ademán característico.

Ese ademán es el que constituye el efecto peculiar que se produce para el lector. Efecto de autenticidad, escribí, para aludir a la escritura de Conti.

Y esto significa que todas las operaciones narrativas están articuladas de un modo en que provocan la apariencia de su propia disolución. Se velan a sí mismas, proceden por ocultamientos sucesivos, son para aparentar no ser. Josefina Delgado (en “La hora de razonar”, Revista Meridiano 70, N° 3, 1968) ha dicho sobre una novela de Conti: “Sudeste nos sorprende y atrae por la desnuda expresión de un mundo que nos llega sin falseamientos”. Solicito detenernos en estas afirmaciones: “desnuda expresión” y “sin falseamientos”. Ambas dan cuenta del efecto provocado por la obra -y en Sudeste este efecto tiene una intensidad mayor que en sus otras novelas-: la literatura parece adherirse a lo real; las palabras parecen limitarse a solicitar la visibilidad de las cosas; y la escritura parece renunciar a sí misma como artificio.

3

“Al azulado resplandor del azufre emerge y se sumerge más o menos aterrante la figura del Príncipe Patagón. La gente grita y algunos arremeten hacia la entrada pero calculadamente se enciende de golpe la linterna y el Príncipe se configura de permanencia en un círculo de luz anaranjada, que, calmados los ánimos, se vio en festiva procedencia al verde, al rojo, al azul, al amarillo, al violeta, creando una flotante sensación de irrealidad. El Príncipe, con los brazos en alto, parece una figura descarnada, inconsistente.” (H. C., Mascaró, el cazador americano)

¿De qué modos una escritura puede producir este desplazamiento, y puede considerarse expresión desnuda de lo real? Es, quizás, el tipo de escritura que exige operaciones narrativas más sutiles, más complejas, más cuidadas. Que exige, entonces, una producción sin dudas y sin trastabilleos: el gran artificio de que una novela no parezca una novela. Conti procede con el mecanismo de la adherencia: se pega a lo que narra, es lo que narra. Esa adherencia provoca lo más interesante de su obra en relación a la política: el poner de manifiesto lo popular como existencia alternativa y diferenciada.

Para pensar esta afirmación, propongo partir de aquello que la niega o la limita; partir de Mascaró, el cazador americano, esa novela transitada por una optimista vocación por la rebeldía popular, posee una menor productividad política, en comparación con las anteriores. Precisamente porque Conti se distancia, fuerza a sus personajes, los exige, y apela a operaciones narrativas que diluyen el efecto de autenticidad.

Dos elementos confluyen en esa disolución. Uno, la “contaminación” de la escritura de Conti con los entusiasmos del realismo mágico. Dos, la politización creciente y escasamente capaz de pensar la cultura en su especificidad, en su peculiar confluencia con la política misma, que cual lava volcánica arrasó en su curso muchas de las formas expresivas más interesantes. Ambos elementos se conectan entre sí: porque -como analiza Tulio Halperín Donghi con incomodante ironía y evidente lucidez- el realismo mágico o la narrativa latinoamericana que se desplegó en el boom, venían de la mano del crecimiento de una militancia voluntarista que se miraba en el espejo cubano. Mascaró, el cazador americano fue la novela premiada por Casa de las Américas. No está en cuestión su calidad literaria, lo que me interesa es señalar el contexto en el que surge esa novela, contexto que le da una tonalidad particular, y que la hace bien diferente a las obras previas de Conti.

No para todos los escritores la politización fue en desmedro -como sí creo que ocurre con el autor de Mascaró- de la originalidad y la productividad de su literatura. El caso opuesto es el de Rodolfo Walsh. Para Walsh la política es el camino hacia una escritura cada vez más personal, más rotunda y más precisa. Es como si el investigador de Operación Masacre hubiera ido recorriendo un camino de creciente despojamiento, dejando en ese tránsito las palabras superfluas, los excesos, lo altisonante o lo estridente, y, por medio de ese despojo fuera pariendo su mejor escritura. De hecho, más allá de su innegable importancia histórica, su Carta abierta a la Junta Militar es una obra de precisión, más ajustada que los ajustados y precisos cuentos de Jorge Luis Borges.

Conti no se despoja. Hace el tránsito inverso: parte de ese apego a lo que relata, de esa ilusión de operar sin mediaciones, parte, entonces, de una escritura despojada, y se va volviendo permisivo con los giros lingüísticos y metafóricos de la narrativa latinoamericana del momento. Al tensionar a sus personajes hacia una politicidad evidente, provoca la obliteración del efecto de autenticidad que lo caracterizaba. No es un dato menor el hecho de que Mascaró sea la novela sobre un circo trashumante, en el que las personas van adoptando formas diferentes, poniéndose máscaras, representando ilusiones, un circo que va deviniendo en guerrita, en una mutación pausada y casi imperceptible.

Es la novela, entonces, sobre el mundo de las ficciones, en la que la escritura se distancia de lo que relata y se vuelve saltimbanqui, juguetona, alusiva. Alude, no se pega. Pretende conmover o enseñar, antes que comprender. Supone que la autenticidad exige hallar las alegorías que expresen el verdadero sentido, que suele ser ocultado por las formas en que la vida “real” se reviste de apariencias. La autenticidad aparece entonces como el resultado de la búsqueda cuidadosa de la coincidencia entre lo que hay más allá de las apariencias y cuya producción exige desgarrar las existencias previas. Este es el movimiento que caracteriza a Mascaró: como si afirmara que la verdad de la política aparece sólo a condición de suspender la creencia en la verdad de las experiencias, y esa afirmación lo llevara hacia la acumulación de metáforas y analogías que en su superposición deberían dar cuenta de esa verdad que la experiencia oculta en su mismo despliegue.

4

“El tío corre con la huesuda cabeza echada hacia atrás como un pájaro y a medida que entra en combustión sus trancos son más largos y más altos. La gente resbala como una mancha oscura por el costado de sus ojos y, después del hospital municipal, se corta, se disuelve y cuando no hay más gente y sólo queda por delante el camino pelado, el campo húmedo y la mañana olorosa, la llama le brota por los ojos y corre todavía más fuerte, más liviano.” (H.C., “Las doce a Bragado”, en La balada del álamo Carolina)

Insisto en el planteo de una paradoja: la novela que tiene más pretensiones políticas, es la que es posible considerar de una politicidad menor. Para explicar esto es necesario detenerse en la relación nunca fácil de resolver entre la política y la cultura, o, más específicamente, la literatura. Cuando predomina una idea restringida de la política -y sus restricciones no excluyen el hecho de que esa política pueda ser revolucionaria en el sentido clásico de este término-, una idea que la restringe a la disputa por el poder de estado o a la construcción de instituciones que permitan esta disputa, la literatura para ser considerada relevante debe encarnar las funciones de la agitación y la propaganda, el esclarecimiento y la pedagogía. Ese tipo de concepción parece haber predominado en los años setenta argentinos, antes de la masacre.

Y es un tipo de concepción que deberíamos poner en cuestión. En tanto ha demostrado su incapacidad de valorizar las obras, y su dificultad actual para conmover o apasionar. Pensar la política de un modo menos restrictivo, permite explorarla politicidad de las obras culturales, que no necesariamente aparece en un primer plano, ni es visible evidencia. Propongo recurrir, para ello, a un viejo arcón de reflexiones: la obra de Antonio Gramsci. Esto es: recordar sus sutiles y lúcidos análisis de esta relación cuya problematicidad tratamos de plantear.

Se sabe que para Gramsci no había hegemonía política sin dirección cultural y moral, esto es, sin generalización de una concepción del mundo, sin conversión de los valores de una clase en valores de toda la comunidad. El sentido común es, para el comunista italiano, la forma disgregada, no sistemática, de la cosmovisión predominante. Por ello, la lucha política, la disputa por la hegemonía es, al mismo tiempo, disputa por las interpretaciones, las significaciones y los valores sostenidos por las mayorías. Si el sentido común es la forma más disgregada del pensamiento, la filosofía es su forma más sistemática y más explícita. Pero también las obras culturales expresan, despliegan, y constituyen esos pensamientos, esas cosmovisiones.

Podríamos seguir internándonos en las sugerencias de Gramsci, pero por ahora con esto nos basta para entender la importancia que la lucha cultural, el enfrentamiento por los sentidos de las afirmaciones, pasa a tener. Es fundamental para la constitución de la hegemonía, pero también para la mutación de los grandes modos de pensar al mundo. Nos alcanza, en principio, para plantear que las primeras novelas de Haroldo Conti son intensamente políticas en este sentido: ponen en cuestión los valores hegemónicos, y colocan como foco el respeto a las experiencias populares que funcionan como sustrato de una rebeldía que no necesariamente se traduce en desafío a las instituciones estatales.

Es necesario explicar esto: los protagonistas de Sudeste y de En vida, son narrados a partir de la comprensión de sus experiencias. No hay juicio en el relato, porque no hay la distancia que permite el juicio. Lo que antes llamaba el apego de las palabras a sus objetos, hace que el ejercicio sea el de la comprensión. Ni crítica, ni exaltación, ya lo dije, son tonos para pensar lo popular. Pero esa mirada que guía a la reconstrucción de la experiencia, permite, fundamentalmente, una reivindicación de esa experiencia, como momento valioso de la sociedad. Esto es, la mera descripción, en el tono comprensivo que construye la mano de Conti, ya anuncia una reivindicación de lo popular, en su condición de acervo de diferencias y antagonismos con respecto a los valores hegemónicos.

Quizá valgan los ejemplos: los protagonistas de estas novelas son personas que se dejan llevar por los ciclos de la naturaleza o por las huellas rítmicas de la ciudad, personas que desprecian los tres pilares que sostienen la individualidad en las sociedades modernas capitalistas: el ahorro del tiempo o su control, el acopio del dinero y el fervor por las mercancías -ambos a la vez pese a que conllevan conductas contradictorias-, y el sometimiento a las disciplinas, particularmente laborales. Frente a esos valores hegemónicos, Conti delinea la existencia de sus personajes, que en tanto se manifiesta como posible, en tanto es descripta sin condena ni éxtasis frente a su rareza -más bien lo contrario: es narrada como forma de vivir adecuada a los ritmos y a los modos naturales de la vida-, se convierte en proposición de otros valores. Que si es evidente que son valores subaltemizados, no es exagerado suponerlos contrahegemónicos. Me refiero a esa otra noción de tiempo que aparece en esta novelística, o al valor de la lealtad y el encuentro entre amigos, la amistad como forma de relación más importante o más fundante que las instituciones sancionadas legalmente -como el matrimonio o la paternidad-, la renuncia al trabajo y el anhelo del ocio.

En la hechura misma de los personajes hay una crítica: al menos contra la absolutización de los valores burgueses, contra su predomino y su erección en estrados de enjuiciamiento. Lo popular aparece, de este modo, como lo subalternizado, lo atravesado por los valores hegemónicos, pero también como aquello que no ha sido plenamente avasallado en su autonomía, en su peculiaridad. Y este es el sentido más interesante al que refiere la idea de pueblo: a algo que más que aludir a un conjunto de personas cuya inserción social, nacional, o comunitaria las definiría como clasificables allí, alude a una situación de otredad que no termina de ser diluida. Es decir: al carácter siempre amenazante que tiene el otro -o lo otro-, que aun pasivamente, por su simple existir, se resiste a la asimilación completa. Sustrato de la insubordinación, o hecho de la rebeldía.

5

“Levanto la cabeza y respiro hondo el áspero aliento del río. Entonces todo eso se me mete en la sangre y me siento vivo de la cabeza a los pies, como un fuego prendido en la noche. [...] Tarde o temprano la vida se me pondrá delante y saltaré al camino. Como un león.” (H.C., “Como un león”, en Con otra gente)

La rebeldía tiene formas, caminos, figuras. Y si la estamos pensando como situación de insubordinación o como diferencia que se resiste a la subsunción -aquí estaríamos pensando lo popular, entonces, como aquello que persiste tras la subsunción formal de la subjetividad y de la vida cotidiana-, no deberíamos buscar su emergencia en los visibles estallidos anti institucionales, sino que exigiría un rastreo por las formas mínimas y autónomas de experiencia. Es ese rastreo el que ilumina la literatura contiana: literatura de los “rebeldes primitivos”, o de la rebelión en su estado de otredad sin sistematización.

Por eso, es una literatura a situar en los márgenes, a poner en tensión con la idea de frontera, antes que con la delimitación de campos completamente diferenciados y opuestos. Para decirlo sencillamente, sus primeras novelas están muy impregnadas de la vivencia de lo popular en su particularidad y también en sus hondas limitaciones. Pero el modo en que el escritor señala estas limitaciones -y solicito paciencia para una reiteración que me parece necesaria- no es un ademán condenatorio, porque sólo hay comprensión. Y el pueblo es, al mismo tiempo, aquello que ha sido subalternizado, atravesado, subsumido, y lo popular estrictamente, es decir aquello que pervive en su originalidad y resistencia. (Si olvidar el primer aspecto es el gesto exaltatorio del escritor populista, obviar el segundo es el abordaje predominante en el campo de una izquierda que no ha cesado, desde el peronismo para aquí, de sentirse traicionada).

El pueblo, entonces, como espacio de frontera, como tensión, como violencia y como integración. El delito aparece, en algunos relatos de Conti, como el salto final de esa frontera, como el momento de una definición que cristaliza la marginalidad. Me interesa más una figura reiterada y que manifiesta la complejidad de toda definición: esa figura es la del vagabundeo, la actitud de quien se deja llevar.

6

“Naturalmente, el dolor no era para él lo mismo que el placer pero, en el fondo, el límite entre uno y otro, y el límite entre todas las cosas aparecía bastante borroso. La vida lo atravesaba a él como un río. El dolor y el placer se sucedían inesperadamente, uno traía al otro, cada cosa traía a la otra, de manera que si se mira bien todo era en el fondo la misma cosa, un agua oscura e incontenible corriendo en forma interminable. Él aceptaba todo, en cierta forma era todo. No habría sido capaz de rebelarse contra nada, ni forzar la vida, el río, en lo más mínimo.” (H.C., Sudeste)

Claudio Díaz -en “Haroldo Conti: Un humor vagabundo”, publicado en Tramas N° 8, 1998- construye un entramado sutil para pensar la emergencia de este “humor” en la literatura de Conti -la piensa alrededor de la crisis de hegemonía por la que atraviesa la sociedad argentina en la década del 60-, y la liga con otros cuestionamientos a las formas de vivir hasta entonces institucionalizadas, cuestionamientos plasmados en la música, muy especialmente en el naciente rock que se quiso nacional, y en la historieta.

El vagabundo podría pensarse como la negación viviente de la universalidad de una organización social, una forma de vida, alguien que renuncia, se niega, o huye. Los personajes de Conti transitan: por el río -en Sudeste-, por las calles porteñas y la costa -En vida, “Como un león”-, por el campo y por el aire -en relatos de La balada del álamo Carolina-, por un mundo sin definiciones precisas, a los saltos de pueblo en pueblo -en Mascaró-. Transitan, eluden la quietud. Sin embargo, no se podría decir que eligen transitar, o cultivan su propia inquietud. Más bien, es como si se dejaran impulsar por algunos ritmos, o por el llamado del camino, o por el fluir del río. Como si asumieran en ese dejarse ir, un destino.

El saber sobre ese destino está ligado a la disolución de las presunciones de un yo autónomo -por eso exige cierto abandono, la escucha de aquello que llama como exterior a la conciencia, la inclusión de la existencia personal en un mundo de existencias, y ya que decimos existencia, quiero señalar que el movimiento implicado en Sudeste, por ejemplo, es el movimiento opuesto al de Sartre en La náusea, porque si en la primer gran novela existencialista, la náusea era la reacción ante un mundo de objetos y relaciones que amenazaba con provocar la disolución última de la autonomía individual, en la novela de Conti sólo hay autonomía, diferencia, originalidad, a partir de la renuncia a todas esas presunciones. Esto es, la otredad a las formas de vida hegemónicas se delinca a partir de la asunción de un destino -el llamado del aire, del río o de las rutas- que exige suponer que no existe decisión alguna. Baruch Spinoza, en tono burlón, escribió hace varios siglos que si las piedras tuvieran conciencia de que caen, creerían que lo hacen por su propia voluntad. Los personajes de Conti hacen el proceso inverso, actúan como si fueran actuados por un llamado, pero al hacerlo actúan desconociendo las formas habituales en que somos actuados.

El vagabundeo es, de este modo, una ética. Implica una forma de entender el mundo, una relación con él y un estilo de vida, implica valores, normas, experiencia en relación a esos valores. Es en esa ética donde late, creo, una forma intensa de la insubordinación popular. De todos modos, esto merece una precisión. Porque si bien la obra de Conti está transitada por vagabundos, y ese tránsito define una ética -una cierta relación entre las virtudes privadas y las virtudes públicas, una conexión con los otros y con uno mismo-, no todos los vagabundeos son iguales. La cronología nos ayuda: recordemos la secuencia Sudeste, En vida y Mascaró. En la primera, el Boga se disolvía en el río y en aquello que el río le deparara, incluso compañeros, animales, hombres, muerte. Oreste, el protagonista de En vida, circula por la frontera entre la ciudad, la familia, la paternidad, el trabajo, el dinero -esto de un lado-; y la costa, los amigos, la noche, el alcohol, el baile. Es y no es, y en esa tensión puede elegir, incluso suponiendo que no elige, que sólo se deja ir hacia uno de esos mundos a los que pertenece. Abandona, se sabe, el más institucionalizado y regulado de esos mundos. El otro Oreste, el de Mascaró, también abandona pero ya no el mundo institucional de la familia, la tradición y la propiedad, sino el de la reunión divertida con los amigos, y en ese abandono inicia un camino -que al principio desconoce, y de a poco va intuyendo- hacia la actividad política. En tres novelas, va recorriendo un arco del abandono a la acción, pero no sería absurdo suponerlas en una gradación no azarosa, ligada a una suerte de pedagogía sobre lo popular.

7

“Hay muchas historias como ésta que se llevó el río. Traté con Sudeste de hacerle un poco de justicia a todas ellas. Los grandes sucesos me resultan ajenos, porque se colocan de un salto más allá de mi vida. Me reconozco en las pequeñas cosas y las pequeñas vidas sin residuo de historia. En el inmenso tejido de los acontecimientos, de los gestos y de las palabras de que está compuesto el destino de un grupo humano, prefiero quedarme, a riesgo de perderme con ellos, con el gesto y la palabra y no con el resumen, el hito o la pauta. Y acaso parte del compromiso o por lo menos de la tarea consista en eso. En contar unas historias de los hombres y no la Historia a secas.” (H.C., en El mundo de Haroldo Conti, de Rodolfo Benasso)

Conti ha sido un narrador del pueblo. En todos los sentidos que se quiera dar a esta afirmación: un narrador de las historias de su pueblo de provincia, un narrador de aquello que distingue a los sectores populares, un narrador de aquello que deseaba fuera el pueblo como símbolo y figura de la política, un narrador, también, que no escribía desde un afuera sino desde un mundo de experiencias compartidas. Una obra así, con esa tonalidad y con esa voluntad, con esa capacidad comprensiva que quise describir, requiere enormes cuidados para abordarla.

Porque una obra así no puede ser desarmada ante los altares de la crítica académica, no debe ser violada con los artilugios de un textualismo tan vaciado de pasión como empeñado en las minucias. Un escritor que ha puesto su vida en su obra, y que ha perdido su vida en la actividad política, no puede ser reducido a objeto de estudio o campo de prueba de los últimos conceptos de moda. Más bien lo contrario, creo que merece que se lea su obra en la clave de una reflexión crítica sobre las formas de narrar lo popular, y de la incorporación misma de esos escritos a la cultura popular. Los relatos de Conti sorprenden, salvo excepciones, por la austeridad que los tiñe y les da forma. La misma austeridad, el mismo despojo, deben ser exigidos para poder tratarlos, analizarlos, rodearlos. De otro modo, la obra sería licuada en una jerga sistematizada o sumida en alguna clasificación más o menos burocrática.

Como obra que se quiso con una voluntad política, esa obra merece otro pulso, otra mirada: solicita ser pensada en su originalidad, en sus efectos propios, y en sus tensiones ideológicas. En tanto narración sobre el pueblo no deja de alertamos sobre las contradicciones que ella misma conlleva, ni anunciar que exige un tipo de forma, esta que hemos supuesto la forma de la comprensión, o de la escritura apegada, adherida a lo que relata. Si los relatos de Conti se leen aun y no por vocaciones arqueológicas, si pueden conmover y sugerir, es porque mantienen viva esa tensión, antes que encauzarla en términos correctamente ideológicos. Es, entonces, porque no dejan de producir su efecto de autenticidad.

Haroldo Conti x Haroldo Conti

 

por María Pía López

Universidad Nacional de Buenos Aires
 

Publicado, originalmente, en Revista de Literatura Hispánica

Número 52-53 Otoño 2000 - Primavera 2001

Providence College / University of Cincinnati

Link del texto: https://digitalcommons.providence.edu/inti/vol1/iss52/23

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

Facebook: https://www.facebook.com/letrasuruguay/  o   https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

Círculos Google: https://plus.google.com/u/0/+CarlosEchinopeLetrasUruguay

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Ir a índice de ensayo

Ir a índice de María Pía López

Ir a página inicio

Ir a índice de autores