Pluma en Ristre
Olivia López Betancourt ©

Como el concertista listo para interpretar, así el Escritor se sentaba, pluma en ristre, frente a la hoja de papel.  Daba inicio la sinfonía. Una tras otra, las palabras contaban una historia fantástica e inherente.  Nada alrededor tenía sentido cuando las palabras escritas en la hoja se iluminaban a fuerza de los fogonazos de leños montañeses.  En solitario, con su lanza en mano, el Escritor evocaba la unión de un hombre con una mujer, sin importar si el amor en la vida real se arropaba con harapos y vivía en una choza del bosque, ahumado por el frío pero tibio gracias al calor del hogar. Así, hacía tiempo que el Escritor había superado las ansias de notoriedad; por amargura o por la extrema dulzura que provoca la liberad del espíritu, el Escritor no pensaba en el editor, ni mucho menos en el crítico y, menos aún, en el imaginario emolumento que sólo serviría para que el mundo no lo sacara del bosque, de la choza, de la fogata y de aquella Musa que, como fantasma, se acercaba para traer una taza de té de hojas del limonero que creció espontáneamente en la entrada del sitio. Las hojas de sus historias perdían vigencia en cuanto escribía sobre ellas la última línea y empezaba la siguiente, que igualmente, moría al dejar de ser una hoja en blanco. 

El mundo urgía, no su literatura que lo tenía sin cuidado, urgía eso sí, que pagara las cuentas acumuladas desde hacía mucho tiempo.  Era entonces y sólo entonces, cuando el Escritor lejos de arremangarse la camisa para palear arena de río, se asustaba y se distraía pensando en poner un negocio fantástico que redituara no solamente para pagar sus cuentas, sino las de su madre y sus hermanos. El negocio se agrandaría por sí mismo y, entonces, resolvería la situación económica de sus amigos los poetas que se gastaban el tiempo oyendo su propia obra, intercambiando sus poemas y criticándose entre si. Resuelto el asunto financiero, enviaría a uno de sus compañeros que dedicaba su tiempo a escribir novelas policíacas, a que contratara a los justicieros que le cobrarían lágrimas y anonimatos a la editora más connotada del lugar. Una que sin importar la cantidad, y sobre todo, la calidad de páginas nacionales escritas, sólo publicaba aquellas de poetas de bosques lejanos.

Sin darse cuenta, el Escritor ya había armado mentalmente otro argumento. Aún con miedo por la carencia, empezaba a escribir otra historia de amor irremediable. Pero al igual que el concertista, en cuanto escribía la primera línea perdía el miedo a la boca del lobo y seguía ejecutando su sinfonía. No había, una vez más, lugar para negocios fantásticos que remediaran la precaria situación económica; sino en su lugar, había un incontenible arremetida de pasión que desbordaba cuando la pareja de su historia llegaba al río y, sin prisa ni pudor, se quitaba la ropa e iniciaba el juego sacrosanto del amor.  Era sutil en esta parte el Escritor; no que no pudiera narrar un acto sexual a secas, era que no quería que pareciera amor de canción de temporada; luchaba pues, por tenderle enramadas al juego del amor, hasta lograr que los amantes disfrutaran de la fusión de sus labios y llegaran a sentir, pecho a pecho, la locura de sus corazones redoblantes.

El día llegó, cuando la Musa, también en solitario parió una cría. La Musa caminaba silenciosa, tanto que la única forma de ubicarla en la penumbra de la choza, era por el olor lácteo de sus pechos.  Ella, la pobrecita, no pedía nada y procuraba que el niño se la comiera a pausas, antes que interrumpir al Escritor. Pero cuando se acababa la leña del hogar y la vela yacía a goterones sobre la mesa, entonces la idea de mandar a ajusticiar a la editora connotada cobraba vigencia una vez más. No hacía más que mover con un palo las brazas aún rojizas y buscaba con el olfato la tendalada en donde la Musa y el crío se calentaban mutuamente. El Escritor se sumaba, como última línea del día, al poema del hogar. Levantaba las enaguas de su amada y lloraba un orgasmo prematuro que no se parecía en nada al juego del amor que solía narrar en sus historias. La Musa, por su parte, gemía condescendiente una parábola de llanto y hambre.

Intentando vivir su realidad, se prometía a sí mismo que en cuanto amaneciera seguiría el consejo de su amigo; quien más de una vez, le dijo que fuera a buscar trabajo con el dueño del hotelazo aquel de la entrada de su pueblo. Ya para cuando agarraba valor para ofrecerse como lavaplatos, el sueño lo vencía y entonces, armaba los más impresionantes argumentos novelísticos. Con todo, el llantito del niño lo despertaba y lo enojaba porque lo obligaba a volver rotundo al aquí y ahora. En fin, volvía a recordar el consejo de buscar empleo que le había dado su amigo el de las novelas policíacas. “No creo que sirva de nada”, le contestó molesto un día y debatió en defensa propia: “Conozco a un sureño que vendió su única posesión; un gallo capón que heredó de su hijo guerrillero y la venta no le sirvió para nada más que sentirse el traidor de la memoria de su hijo”.  El amigo entonces, escritor al fin, le respondió: “Al Coronel talvez no le sirvió de nada vender al gallo, pero al escritor que lo puso hacerlo, si le dio para trasladarse a vivir a México”.  Nuestro escritor, escritor al fin,  respondió: “Touche, aunque no estoy muy seguro de querer irme a vivir a México, y en todo caso, yo ni a gallo capón llego”.  Ambos se rieron.  

Pero llegó la luz del alba, y vio parada en la puerta de su choza a su Musa, desaliñada, flaca y enferma.  Dio un salto de hombre verdadero, se lavó aprisa la cara y enfiló hacia la entrada del pueblo. Esperó, como otros muchos, que llegara el señorón propietario del hotel.  Pero, cuando los otros hombres no aguantaron más la tortura de los aromas que salían de las chimeneas, el Escritor se levantó de la acera, recompuso su saco y vio hacia arriba; al percatarse de que el humo de las chimeneas seguía siendo negro, se rió consigo mismo y espetó: “No habemos Papa”.  Entonces, se cercioró de que su pluma posaba sobre su oreja y volvió a su choza, armando mentalmente, el argumento de su vida.

Encontró la choza barrida y ordenada. Un frío invernal se encapsuló en su médula espinal cuando no vio sobre la silla el reboso de su Musa. Le temblaron las piernas y los dientes al mismo tiempo. Recogió de sobre la mesa una hoja que solamente contenía tres líneas de despedida. “¡Madre mía, se dijo, ahora si comí mierda para siempre!”. Lloró en la vida real. 

Los escritores tienen algo a su favor que el resto de los humanos no cuentan. Los escritores pueden escabullirse del mundo cruel y del destino ilegal que los relega con solamente tener frente a sí una hoja de papel y suficiente tinta en la pluma. Por lo demás, si les alcanza para un trago o un cigarrillo; entonces por Dios que el escritor, se convierte en el dueño indiscutible del mundo. No requiere de comida ni siquiatras, ni de vecinos, ni de amigos, y si le hace un poco de fuerza, ni de Musa con su cría. Acto seguido, escribió una historia breve que contaba la irredenta diatriba de un hombre que se encontraba una valija llena de dinero sin lavar. El hombre de la historia, de la nada, se convertía en un inversionista eficaz de la Bolsa Nacional de Valores; muy pronto, era dueño del hotel de la entrada de su pueblo. Ya habiendo saciado todos los placeres, enviaba por el mundo a su antiguo amigo que dedicaba la vida a escribir novelas policíacas, en busca de la mujer que parió al hijo de sus entrañas; a quien sabía viva, porque la conocía mujer de sobra para sobrevivir con dignidad. Fue aquí donde nuestro escritor se echó a llorar.  Deliberadamente dejó que las lágrimas llegaran a la historia y la borraran, si no del todo, cuando menos, en la parte conducente; hasta que vio reducirse la historieta a solamente un manchón negro. El Escritor pensó clavarse la pluma en el corazón y morir otra vez, pero atinó a sonreír tristemente mientras decía: “No, este no es mi estilo, el de las novelas policíacas vive por allá por el Manchén”.

Sin darse cuenta, la noche arremetió más gélida que nunca. Buscó la leña y encendió la hoguera. Tomó del mal café que acostumbraba; uno que ni siquiera era café, sino una mezcla de cebada y maíz amarillo. “Es  impropio, se dijo, beber esta agua shuca en un lugar en donde se cultiva el mejor café del mundo”.  Pero algo había dejado la historieta melodramática que había intentado escribir, esto fue que pensó en recuperar a su Musa y a su crío cuando consiguiera el empleo de lavaplatos en el hotelazo de la entrada. De momento, no pensó en ningún otro argumento, en tanto, no se viera a sí mismo recogiendo el pelo de su amada hasta coronar la sufrida frente con las trenzas. Con este pensamiento en mente, se durmió y tuvo sexo asqueroso con la protagonista de la telenovela de moda, una que para lo único que le servía el embarazo, era para exhibirlo impúdicamente en la portada de las revistas para caballeros. 

Los días subsiguientes no pudo escribir. Había papel y tinta en la pluma, pero simplemente, no pudo escribir. Tampoco pudo leer. A medida que releía sus manuscritos les fue agarrando un odio insoportable. Sí en lugar de ser un bardo no publicado, hubiese sido trailero como su hermano mayor o, quizá, sastre como su hermano menor.  Recordaba con amargura insomne, cuando su madre lo urgía a que buscara trabajo en lugar de vivir empapelado, como ella llamaba a sus escritos de púber. Pero no, él se había perdido desde niño en la literatura. Cuando niño, no robaba dulces sino libros. Así era, siempre supo que el patrón guardaba sus libros debajo del colchón. Una vez, muy lejana en sus recuerdos, se atrevió a preguntarle al dueño de la finca por qué guardaba sus libros debajo de la cama, y aquél le contestó: “No los guardo, los escondo de los ladrones, cabrón”. Avergonzado, se juró a sí mismo que no volvería a tocar los libros del patrón; pero cuando siendo adolescente, el patrón diabético y medio ciego le pidió que le leyera su historia favorita, ni lerdo ni perezoso sacó de dentro de su camisa, una edición de bolsillo de “Cantaclaro” del venezolano Rómulo Gallegos.  

Pasaron los días hasta convertirse en meses, nadie trajo más leña ni se ocupó de colectar agua en el tonel. Se terminó la alacena y en el bote del café de cebada ya no había otra cosa que no fuera la servidora despuntada. Al borde de la locura real, veía para el patio y los lazos del tendedero no secaban más la ropa pobre de la familia. Vio, entre la bruma, a la Musa jugando a verse los pies descalzos a través del vientre embarazado. Acto seguido, la oyó reír sostenida del tendedero vacío. Entonces, se restregó los ojos ante esas imágenes irreales y se supo íngrimo. Sí no escribía, ni tampoco leía y ya no había nada de comer, ni siquiera había combustible; supo pues, que había llegado el momento de ir a ver el humo de la chimenea del hotelazo. Y así fue, cuando llegó se informó que en la cocina lejos de contratar estaban despidiendo gente; sin embargo, si había trabajo temporal de jardinero. No preguntó, ni tampoco le informaron sobre el salario. No se permitió, a sí mismo, renegar de nada. Ni del Sol, ni de las miradas remilgosas de algunos de los camareros, que eran un grupo de homosexuales que le `tiraban los tejos´ a cualquiera que supusieran su subordinado. Pero el día se alegró, cuando vio sumarse a la fila de jardineros emergentes a sus compañeros escritores, incluido su amigo el escritor de novelas policíacas.  La tarea, aunque temporal, consistía en trasladar un jardín íntegro del lugar en el que estaba, sobre el que harían una importante remodelación del hotel, a otro lugar, un tanto más distante pero tan tierno y tan florido como el mismísimo edén. 

Mientras trasportaban las “aves del paraíso”, hablaban sobre la novedad literaria del día; la que, generalmente consistía, en un excelso hallazgo en los versos de tal o cual autor.  Allí surgió la discusión, al ver que en una hoja de periódico en la que venían envueltas las lilas, había una sección de libros que informaban sobre los libros más vendidos.  “Malditos escritorcillos y más malditos editorcillos”, concluyeron. “A un mandilón se le ocurre compilar las recetas de la dieta de la Luna para una vida saludable y al desgraciado, le renta para irse a México a comer frijoles refritos”, dijo uno.  “¿Quién lee a un idiota?”, preguntó el escritor de las novelas policíacas. “¡Otro más idiota!”, contestaron al unísono.

Cierto día, al novel del grupo se le ocurrió ponerse a cantar un poemilla de su propia autoría, algo que decía: “Margarita, rosa de poma/ quién te ama/ si no yo como lirio solitario/ que desde el estanque te reclama/ y te llora cual salterio/. Lo callaron sus colegas y nuestro Escritor lo regañó: “Hay mucho camino que te toca recorrer, amigo mío. Lo primero, no rimes a la fuerza porque pateas a la poesía; segundo; en el jardín, la poesía ya fue escrita, así que si quieres estar aquí, sólo siéntala; no intentes traducirla porque eso te excluye y te desmedra. ¡Entendiste!”. De quien menos se esperaba en materia de madrigales y sonetos, se levantó la voz pausada y grave del más abstraído de los jardineros poetas quien declamó:  “Ella, La Poesía” del gran Luis Alfredo Arango E. Y que dice:  “La poesía es ese río/ que va de pueblo en pueblo,/ retratando a los que pasan,/ por los puentes;/ hombres y mujeres/ de medio cuerpo/ de cuerpo entero;/  los que quieren se desnudan y se bañan en sus aguas, los que no, la dejan ir/ sin saber lo que se pierden/. Una ovación y luego el silencio estremecedor de cuando alguien obtiene un verdadero hallazgo en el mundo de las letras. Suficiente, nadie más improvisó dentro del jornal. Ahora que, ciertamente, a la hora de comer los concebidos fideos y frijoles cocidos, los escritores armaban sus propios talleres literarios y seguían discutiendo acalorados sobre los libros más vendidos. “En este país nadie lee poesía”, decía uno.  “No leer poesía, de suyo es mala cosa; pero al final, se disculpa, puesto que para ello es imprescindible tener espíritu libre, y estos son una pila de indocumentados espirituales que para que les cuento; pero no leer novela que no requiere más que el interés en abrir un libro, eso si es inaceptable”. Así las cosas, tarareando “Las Bodas de Fígaro”, declamando los “Cien Sonetos de amor y una Canción Desesperada” de Neruda, los escritores le encontraron la poesía a la jardinería. Contentos y agradecidos, a la hora del atole, seguían debatiendo sobre la obra de propios y extraños, de buenos y malos, de publicados y sobre todo, la obra de los “Poéticos-Peripatéticos”, refiriéndose así a ellos mismos. Así nació, como por encanto y pordiosería la “Sociedad de Jardineros Poetas”, cuyo primer proyecto consistió en ir a visitar al maestro poeta, que languidecía en un hogar de ancianos del lugar con todo y su excelsa poesía “El Frontispicio del Amor”.  Este acto, le dolió en el corazón a la poesía. El excelso y no laureado Poeta Aguilera, soltaba al viento su emoción truncada, cuando al despedirse jadeante expresó su última ilusión: “Díganle a mis amigos que aquí estoy”.  El Escritor lloró por dentro, a sabiendas de que los amigos de los poetas de este pueblo, son inhumanos e irremediablemente  olvidadizos...

Pero bueno, las exigencias de la construcción del hotel los convirtió, de la noche a la mañana, de jardineros a media cucharas de albañilería, aún poetas. No a todos se los llevó el Maestro de Obras, sino justo a la mitad. Ciertamente, la distancia a la que iban los ayudantes de albañil, no eran más de veinte metros, pero para la “Sociedad de Jardineros Poetas”, era una distancia insalvable. No iban a poder seguir hablando de libros y poesías, mientras trabajaban.  Por supuesto, la poesía se susurra y no se grita, sí es realmente poesía. Así que el grupo de poetas, se separó con lágrimas incomprendidas por el Maestro de Obras, que no tardó en tratarlos de maricones, por decir lo menos.

El escritor que nos ocupa, quedó para su fortuna del lado de los aún jardineros poetas, pero su entrañable amigo, el escritor de novelas policíacas, fue uno de los trasladados.  Para su intimidad, cosa que no dejó de asustarlo, al Escritor le dolió más que lo hayan separado de su amigo, que lo que le dolió el hambre y la soledad de sus afanes. En fin, aún teniéndose al alcance de la vista, preferían no verse y al no coincidir en el horario de comidas, muy pronto terminaron por no verse, ni hablarse, ni tampoco criticar su propia obra. 

A los ayudantes de albañil poetas, se les agrietó el espíritu a fuerza de estar oyendo malas palabras y porquerías en doble sentido, lenguaje de uso corriente dentro del gremio de la albañilería. Llegaron a sentirse como presidiarios en campos de trabajos forzados y, solamente después de una semana, no volvieron a reportarse en la planilla.  Así las cosas, las rosas y los amarantos, las hortensias y los kikuyus, las magnolias y los cartuchos fueron sembrados sin sentimiento ni ilusión; hasta el día en que se inauguró la nueva obra civil. El Escritor y sus amigos, se vieron, se abrazaron y supieron que hasta ahí había llegado la “Sociedad de Jardineros Poetas”. Esto porque ser jardinero y poeta al mismo tiempo es redundar y, además, lo que podían ofrecerse a sí mismos con certeza, era que solamente podían con el título individual de “Poéticos-Peripatéticos”; sin importar cómo les fuera la vida a cada uno.      

Los escritores, el nuestro y su entrañable amigo, se vieron alguna vez, justamente durante un acto cultural muy bien montado en uno de los conventos del siglo XVIII.  No tuvieron que explicar nada a nadie; cuando dejaron las bandejas de los tragos sobre los manteles blancos y se abrazaron con entusiasmo y sin ningún respeto por las normas de etiqueta. Nadie advirtió la bivalencia de estos seres, quizá porque los asistentes eran en su mayoría extranjeros, acostumbrados al bien amar y al mejor demostrar sus emociones.  Luego del acto, devolvieron al bar tender los uniformes de pingüino que vistieron para desempeñar su papel de meseros, cobraron la paga de la noche y se fueron a platicar las cosas de los dos, allá por el Calvario. El escritor de novelas policíacas, le contó que creía que el excelso poeta Aguilera, recluido en el hogar de ancianos, había encontrado una familia que lo amaba. Lloraron como hombres el barrunto. Le contó también, que el novel a quien apodaban “el chirís”, había conseguido un mecenas que salió de los huéspedes del hotel cuando eran jardineros poetas. “Para todo hay público”, se rieron; aunque el abrupto les resultara inadmisible. Más la pregunta ineludible llegó, ¿Qué pasó con la Musa, mi hermano?”. “Vive con su mamá”, le respondió.  “¿Y qué hubo del amor de ustedes?”. “Lo mismo que con la poesía. Nada”. “¿Y el niño?”, prosiguió el amigo. “Ya tiene nuevo papá”. El amigo, entonces, pensó muy bien lo que diría; armado el argumento, se atrevió: “Mi hermano, lo tengo como hombre de a de veras; perdone pero no es de hombres dejar a un hijo abandonado”. El Escritor, estaba esperando la embestida, más bien, para sacarse aquella espina respiró profundo y respondió: “Una sola vez lo fui a buscar, pensaba reclamar su custodia; determinado iba yo para su casa cuando aparecieron, el hombre y el niño, a la vuelta de la esquina. Supe que el crío no estaba abandonado porque vi al hombrón ponerse de rodillas para atarle las cintas del calzado. Lo vi recomponerle la visera. Lo vi tomarle de la mano para cruzar la calle. Lo vi cargarlo en hombros y, contentos, enfilar para el estadio. ¿Abandonado?”. Aún lloroso, prosiguió: “¿Y usted mi Broso, cuándo se engancha?”. “No me cambie el tema, compañero”, jugó, pero enseriado concluyó: “No me atrevo. Ya ve lo que pasó con Usted. Tanto amor, tanto juramento y la Musa se fue”.  “La Musa se iba ir de todos modos”, le confió y prosiguió: “Es sólo que se dio una nueva oportunidad. A pesar de lo que parezca, yo le estoy agradecido al hombre que la rescató y, con ella, al crío. Además, se conocieron después del año de que ella partió de mi lado. Conmigo se hubieran muerto de hambre”, se conformó. “¿Y el amor...?”. La respuesta llegó revestida de argucia filosófica: “¿Alguna vez ha matado a alguien en la vida real?”. “¡No, claro que no!”; respondió el amigo. Entonces el Escritor le contestó: “Pues yo tampoco he amado a nadie en la vida real”. Como suele ocurrir con los amigos verdaderos, se separaron sin palabrearse. Un abrazo fuerte y un apretón de manos transmite lo no dicho, aunque no alcance para concertar la nueva cita.

El Escritor, volvió a la choza del desencuentro. Aunque no quisiera, el momento de reiniciar su sacro oficio había llegado. El papel viejo y seco, después de humedecido, se resistía a aceptar la huella de la pluma. Sin embargo, necesitado como estaba, le dio a su escritura, el mismo tratamiento que el formón le da a la madera.  E inició:  “Querúbico el caballero se presentó frente a su amada. Nada, podría impedir que la tomara esta noche en el portal de la casa de sus padres. Ella, un poco confundida porque el verso que la había enamorado, esta vez ausente y embustero, fue transfigurado por la sangre. Aún incómoda, la Niña se dejó llevar hasta el sillón mimbroso. Allí, el hombre desató con los dientes el corpiño y supo que la Niña lo esperaba, cuando no encontró el corsé que suponía el verdadero reto al desnudarla. En cambio, el pecho virginal sin protección, lo provocó al punto, de que no siguió acariciándole los senos, como ella esperaba, sino arrancó la falda virándola hasta el suelo.  A esta altura, la orquesta que tocaba en el fonógrafo, interpretaba los altos más ardientes de una sonata, y ninguno de los dos dio cuenta entera, sino a refulgentes pedazos de recuerdo...” . 

Este era el escritor que nos ocupa.  No era otro más que la fusión mística entre el amor, la tinta y el papel. No era un buscador de palabrillas, ni un contenedor mental de argumentazos. Era eso, un recóndito sentir que no se abruma, aunque falta le hiciera el argumento. Entonces, detuvo el capote de brega y dio cabida en su cerebro a la idea real de enriquecerse. Se dio cuenta de que era él quien complotaba en contra suya. Supo que pretender vivir en la poesía, no era por mucho y para nada, lo mismo que vivir de la poesía. La verdad se hizo frente a sí: “Resulta blasfemo intentar reescribir el Cantar de los Cantares, si a Dios mismo, ha de resultarle incómodo haberse permitido incluirlo en el código moral de las naciones”, reflexionó mientras bebía agua llovida. “Nadie quiere saber como se aman los ajenos, sino intenta cada uno a su manera, escribir su propio libro de poesía”. Le hizo falta un cigarrillo, aunque no fumaba de continuo. Pensó tomarse un trago en la cantina, pero como dirían sus amigos escritores, “no hay divisa”. Entonces, entendió que nadie puede adquirir algo si no tiene cómo pagarlo. “Lo que yo siento, se dijo, no se lo lleva el viento, sino se queda en mi adentro. En un lugar de mi pecho. ¿Mínimo?, pero cierto”. Encontró el contrasentido de su vida, escribir para ganarse la vida, era tan inválido como cortar leña para rehacer un árbol; ajeno además. “Este árbol, no se vende”; se rió en el bosque a carcajadas. “Este árbol no se corta porque ya no tiene contrapesos y fue creado para aguantar a un sólo ahorcado. Yo decido si me guindo o si me caigo, más como tengo que vivir para ahorcarme, mejor me busco un quehacer de los que rentan, sino mucho, sí lo suficiente para comprar en la librería bastante papel, aún ya escrito, para vivir la vida que me gusta”.

Así la vida, el escritor volvió a su mesa de trabajo y continuó:  “Para ese tiempo, el gentil caballero de levita, había perdido sus dotes de donjuán. No sabía ciertamente si la pérdida de sus encantos tenía que ver con este amor que le dio la sacudida de su vida. Ni entendía, cómo, después de tantas camas, era ésta, la más informe de todas sus visitas, la que lo había aparcado de por vida. No volvió a presentarse a la casa de la Niña. Le temía a esa casa; esto porque allí se respiraba el olor del compromiso y él, no sabía maniatarse como preso. No era la Niña, no que va, si la chica era linda; y no por haberse entregado a la pasión dejaba su aire sacrosanto. La Niña, mientras tanto, seguía cristalina a la espera del amado. Gastaba la muchacha su mirada, mirando desde el dintel de la ventana, bordando mientras tanto, hasta que llegara el momento de llorar. El momento llegó pronto y fue durante el torneo de verano, ella más delgada que de costumbre, pálida y llorosa; vio al amado sobre un potro; y al sentirlo tan ajeno, supo por qué el muchacho no volvía su mirada hacia su palco. La verdad cayó completa como rayo. Entonces, parca y abrumada, resolvió olvidar la triste escena, sacando los añicos del engaño de gota en gota de su propio llanto”.

“¡Caramba!, se dijo el Escritor, estoy describiéndome a mi mismo”; pero igual que siempre, retó al anonimato y se justificó: “Pero que más da, nadie leerá esta epopeya”; pronunció de una vez el veredicto. Se siente delicioso el desahogo, pensó. No que el amor se tronche como tallo, porque al final de qué puede servir un lirio muerto; sino más bien, sacarse por el cauce de la pluma este veneno fatal que lo recorre. “Mis amigos escritores, mis únicos y valiosos lectores, pensarán que la pieza es cursi. Y sí que es cursi; tan cursi como el amor verdadero. Tan cursi, que si no lo sufres te mueres sin vivir. Tan rematadamente cursi, que ya muerto, provoca llanto en aquellas bien amadas y, también, en las no tanto. Es por ello que los hombres nos quedamos con el amor de nuestra madre; deliberó, ése es siempre perfecto y  siempre fiel. Los otros, los vivimos de continuo, viendo en todas las doncellas de la villa, nada más y nada menos, que unos senos a veces grandes y rellenos; otras, pequeños e indulgentes; esto sólo si nos falla el argumento y no podemos percutir nuestro censor”. Con la adrenalina fluyendo, continuó escribiendo: “Mas las cosas que empiezan deben terminar, y aunque el caballero no recibió ninguna nota de reclamo, y no volvió a ver al infortunio del amor encarnado en la Virgen de dolores, el desasosiego llegó al punto que no quería afeitarse y ni siquiera levantarse de la cama. Es cierto, que buscó en el lupanar del callejón, la forma más tribal de sanar su sinrazón. Pero es bien sabido que esa práctica, no arranca golpes ya bien dados, además de empobrecer al susodicho y, quiérase o no, atenta en directo contra el buen nombre. Pensó pues, recorrer de rodillas el camino y llegar, disminuido como estaba, hasta la puerta de la Niña. Pero, igualmente no lo hizo, porque pensó que la falta de reclamo, no podía ser otra cosa, que la Niña no volvió a recordarse de sus versos, y que por tanto, su amor debió ser, no cabe duda, uno de los no correspondidos. No se puede, se dijo, vivir sin el amado. ¡Ah!, que imbécil es el hombre no buscado. Sin embargo, una noche estrellada del estivo, caminando a la deriva por la playa, vio como una pareja de amantes se refugió dentro del faro.  Le pareció al triste haber oído la risa virginal del desencanto. Entonces, proveído de un madero de esos que abandona la marea sobre la costanera, se atrevió a entrar en el instante en que los amantes se juraban envejecer juntos. La pareja grácil y enternecida, no lo vio sino lo oyó, pensando que se trataba del farero. Él, mientras tanto, no se supo capaz de irrumpir, no fuera que en verdad se convenciera, que la niña del ensueño no vivido, fuera aquella a quien clavó la daga de por vida”.

Pues bien, nuestro escritor se confortó: “No hay como sacarse la doliente muela”, dijo triunfante mientras se acomodó el cuello de la camisa. No sabría nunca el Escritor, qué tan buena acogida debió tener la piecezuela de marras, esto porque de todo lo escrito fue lo que nunca llegó a la mesa de un editor. Ciertamente, como los escritorios de  los editores, más parecen almacén judicial en el traslado; bien pudo existir la posibilidad de que lo publicaran, aunque fuera elegido al “tin-marín, de do pingüé, cúcara, mácara, títere fue”. Esto no porque el editor le tuviera mala fe, sino porque son miles de manuscritos no leídos o casos judiciales no resueltos. En todo caso, le sirvió al Escritor su manuscrito como la catarsis de la que es poseedor absoluto. Ese don que consiste en vivirle la vida a otros. En hacer las cosas que hacen otros, y a ultranza, en vivir la vida que le gusta. Qué es la vida, sino la parodia de la poesía. Por cuanto en la vida real, se convenció el Escritor, nada hay que se parezca a la preciada sensación del poema.  Versos, hay en la vida real. Más, antes que después, aparece puntual la sensatez para echar a perder, cuando menos, la métrica y nada que decir de la rima, que termina apostada en el andén de la vida. Historias de amores verdaderos, a diario; siguió elucubrando el Escritor. Pero claro, verdadero el instante de la mirada, de un beso maltrecho por la prisa, o bien, con la entrega total del sentimiento. El sexo, muy poco, sino nada, abona en sutileza. Es cierto, que ningún tatuaje dura tanto, como aquel que nos deja la piel ardiente; pero tal, no es amor del verdadero: es más bien, la forma como el hombre acaba con placer sus parabienes. Amor del verdadero, el que se prueba cuando el dueño del amor se aleja de nosotros, austero; sin más razón que aquella que aduce: “por tu bien, mi bien, vuela lejano”. O aquel que dura hasta el otoño de la vida, aunque no haya junto a nos vivido nunca. O quien luego de haber sido la sombra de la vida, debe irse al más allá, o quizá no tan lejos, por causa de la guerra o el dinero.                   

Habiendo descarnado al amor, el Escritor enfiló libremente al mundo literario de otras épocas, aquella que le habían heredado, sin bien es cierto, una corriente literaria concreta; ciertamente para el tiempo presente, inoportuna. De todas formas, desconociendo la corriente de la moda literaria, se sintió a tono con la novela indo americana que había heredado de  José Eustasio Rivera y su única y ¡Única!, novela: “La Vorágine”.  La leyó por septuagésima vez, encontrando nuevos senderos en la Selva colombiana que llegaban directo al corazón de los latinoamericanos. “Todos, se dijo, tenemos nuestro Valle del Cauca, todos tenemos, insistió, caucheros que mueren por las mordidas de las hormigas asesinas que pululan en la selva. Todos, huimos del padre que nos busca plañidero después de darse cuenta, que no es hijo, quien no haya sido padre”.

Nuestro escritor, fue instruido en la tórrida, por ecuatorial y por ardiente, fila de los antiguos escritores criollos, aunque fuera a tras tiempo; es decir, ya cuando a nadie le importaba “Por quién doblan las campanas” y; más bien, cuando el plañir atormentado fue sustituido por la metralla y por la muerte. Entonces, alegando defensa propia, o lo que es lo mismo, mecanismo de defensa, el Escritor compuso una oda al trabajador latinoamericano.  Exitosa, por cierto, porque aparte de la calidad de la poesía contenida, coincidió con los movimientos guerrilleros latinoamericanos que blandían la bandera del trabajo como componente popular de sus batallas.

Ensartado, literalmente entre periódicos de épocas ya idas, se enteró de muchos hechos históricos que sus contemporáneos, ni en sueños. Vio de primera mano, en una publicación periodística de 1935, el mapa del ataque a Normandía. Esto, por Dios, que lo espantó; porque en su mente asustadiza revivió la inclemencia de la guerra. Pero vamos, una cosa es conocer la Historia en letra de imprenta, que deviene a convertirse, de la manera más patética, en letra muerta; y otra muy distinta es vivir la historia de la Patria.  De ese sentimiento de impotencia, nació una triste historia de amor entre una estudiante de medicina y un oficial de la guerrilla guatemalteca. “Te quedó bien”, le comentó el editor a quien la envió; pero igual, el novelete no llegó a ver la luz; porque antes de la publicación, la obra cayó en manos sanguinarias. Este hecho, lo colocó en su propia Línea Maginot. Lo tildaron de comunista solapado, aún sus propios amigos los Poéticos-Peripatéticos. Nunca más le dirigieron la  palabra y al encontrarlo de pasada, se hacían los zopencos. “Pila de locos fracasados”, se dijo a sí mismo. “Se prefieren a sí mismos, bajo el prisma existencial de Unamuno; que les ´duela la Patria´, no lleva el pan hasta la mesa; pero eso sí, hablan incesantes de Capital y Socialismo. Sí la Patria se desangra entre sus hijos, más ellos como buenos borreguitos, no la defienden siquiera con la pluma, por temor y no por otra cosa, del esbirro que arranca a dentelladas una parte de la tierra bien amada, terminando de llevarse entre las fauces, el sublime ideal de libertad. Más como ocurre siempre, uno de todos saca la casta y eleva a manera de plegaria una invitación casi suicida: “Vamos Patria a caminar”; gritaba valeroso desde los Altos, Otto René Castillo; mientras Roque Dalton alegaba que era el “Turno del Ofendido”. Pero igual, a las ilustres voces, las silenció el innombrable; mientras que sus pueblos, siguen sin recibir cuentas del adeudo intelectual.

Habiéndose bautizado en varias pilas, el Escritor midió fuerzas con sus letras. Por un lado, él no podía pasar inadvertido la arbitrariedad de la historia verdadera. No tenía a la mano otra herramienta que su pluma no conclusa. Sin embargo, juntamente con el día del honor, también se presentó frente a su puerta, su hijo. 

Púber, el muchacho era su imagen.  Su piel limpia del color del barro, sus ojos negros de felino petenero, su cabello hirsuto y su sonrisa de soñador empedernido. Ese día fue feliz el Escritor. No había causa ni delirio que contara, más que abrazar al producto de su amor y al cúmulo filial  de sus entrañas. No debía probarse nada más. No tenía que verse publicado, ya era de la mano de su hijo, el insigne escritor de la verdad.  “Sos, hijo mío, mi mejor página, mi excelso verso”, le dijo al muchacho el Escritor. Ya se sabe que el llamado de la sangre, no requiere sino el roce de un abrazo para echar por tierra los embustes.  “Estoy orgulloso de usted, papá”, le respondió su hijo sollozando.  “Al padre que me crió lo quiero mucho, no puedo desmentirlo frente a usted; fue ejemplo para mi y compañero fiel para mi madre; además, él fue quien me trajo hasta aquí”.

“Y yo que me esforcé buscándole sentido a mi existencia”, se dijo ya solo el Escritor.  “Suficiente fue saberme padre, para que todo haya quedado en el olvido. No que no vuelva a escribir, si por eso vivo, sino para saber por qué escribir. Si alguna vez, la editora engreída tomara en serio mis escritos, no sería por ninguna otra razón que por mi hijo. Si otra vez, del tiempo incomprendido, se ampliara mi círculo de amigos, a sabiendas que no tengo otros que no sean, mis lectores encarecidos; no sería para que en la gaceta del pueblo, describan ensayos de mi obra, sino más bien, para que el pecho de mi niño, lata enorgullecido. Y que diga con dignidad suprema; fue mi padre quien escribió estos versos”.

El día de la cita con su hijo, lavaba y planchaba su camisa. Planeaba llevarlo a barranquear o llevarlo a algún acto cultural, de los muchos que se organizaban en la ciudad y después de la función, comprarle un panecillo de mazapán mientras lo oía hablar hasta el cansancio. Pero el muchacho no llegó. Desesperado, fuera de sí mismo, enfiló hasta la casa de su hijo. Una guirnalda negra en la puerta, lo hizo entorcharse de pavor. Hizo un supremo esfuerzo para calmarse y entró. En la esquina del salón, distinguió un féretro yacente. No conocía a nadie del entorno y, al no ver a su niño, lloró desconsolado en un rincón. Lo levantaron unos brazos fuertes, eran los del compañero de la Musa; atrás de él oyó la voz del niño: “Mi madre se fue al cielo”, le informó. El Escritor llorando a carcajadas abrazó a su muchacho. Pasada la impresión primera, sin soltar al motivo de su vida, se dirigió al compañero de la Musa. “¡Cuánto lo siento!”, le dijo. El hombre disminuido, respondió: “Fui feliz con ella, y murió por darme un hijo de mi sangre.  Le dije que yo ya tenía uno; el suyo, aunque fuera compartido”. El Escritor, inusualmente perdió la pista de las palabras. “Este muchacho, es más suyo que mío”, le dijo, le estrechó la mano y se fue.

Cuánto se parece la mala literatura a la vida real”, dijo una vez, talvez desesperado, García Márquez. El Escritor cambió la frase, mientras desandaba el camino hasta su casa: “Cuánto se parece la vida real a la literatura”. Se refugió en sus recuerdos de antaño, de tiempos cuando se encontró casualmente con la Musa, durante los juegos florales de la Feria Patronal. Era entonces la muchacha, una bella mujer. Tenía presencia de heroína. Una mujer, de aquellas que los hombres quieren amar; con quien se quiere vivir, con quien se está dispuesto, a partes iguales, a llorar y a reír. La mujer a la que se le puede confiar la vida, por mala que parezca. La que, connotada veía al horizonte e invitaba a ir con ella. La que no reprochaba, la que no pedía nada, pero igual estaba dispuesta a darlo todo. Una de aquellas mujeres que inadvertidas por el resto, le dan sentido universal a la existencia.

Otra vez solo; el Escritor sin un centavo entre la bolsa, ni siquiera para ir a desahogar las penas al mesón. Sin más recurso que su pluma; volvió a lo de siempre; a su mesa de trabajo. Para rendirle un homenaje a su Musa muerta, escribió un sentido recital que iniciaba así:  “Sonó la nota de la última campanada, repetida tres veces, por el eco de una noche trastornada./  Resolló la fría nariz, de una que se iba a morir.  Y que quizá habrá pensado, ruletear la última vez por el pasado.../  La última flor de temporada.  Por un ilusionista conservada, se apartó del tallo muerto, en una primavera ya olvidada./  El último verso, se escribe; sin ser inspirado siquiera: Ni por amores fervientes, ni por batallas ganadas, ni por copas ya sorbidas, ni por siembras cosechadas./  El timbre, última llamada, de la obra de teatro que es mi vida, motiva a parientes y amigos; a llorar.  Quizá una lágrima sentida.  Quizá una tormenta de lágrimas fingidas.  Escasas o copiosas, da lo mismo; las hubiese querido en vida./  Y yo, me río.  Porque ni el aviso trasnochado de la campana./  Ni el soplido de mi nariz ya vieja./  Ni la flor argeñada de mi sexo./  Y tampoco la melancólica tonada... de un verso, sin medida; ni poesía./  Ni el acto postrer de mi existencia, anuncian muerte./  Antes bien,  ANUNCIAN VIDA”.  Recreando poéticamente a la muerte inmiscuida en el amor, y viceversa; escribió de una sola vez, cerca de quinientos versos. Quería publicar este trozo de su alma, a manera de homenaje póstumo a su Musa. Resuelto, se gastó las últimas monedas que tenía en tinta china y pergamino. Lo trascribió con su mejor caligrafía y lo envió al editor. Por toda respuesta, recibió de regreso sus folios, con una notita escrita al margen que decía: “Hoy si se te fue la mano. La pieza está reverendamente cursi”. No hizo caso del desatino de editor.  Tomó los folios y con sumo cuidado borró el vituperio, acto seguido los empastó artesanalmente y fue a dejarlos a su hijo. Al paso del tiempo, fue solo al cementerio y una lágrima rodó por su mejilla, cuando leyó en la lápida de la Musa, el epitafio: “Ni el acto postrer de mi existencia, anuncia muerte.  Antes bien,  ANUNCIA VIDA”. 

En fin, capítulo cerrado el de la Musa; no así el de su hijo y, lo que es más, el del compañero de la Musa.  De tiempo en tiempo, se reunieron los tres a conversar. Si bien es cierto, no hubo barranqueos, ni panecillos de mazapán incluidos en las citas; alguna vez, los tres hombres se tomaron un trago alrededor de una mesa de cantina.

Ahora que, la manera más cercana que estuvo de los escribidores criollos, fue cuando lo convocaron a una reunión subrepticia. Allí, los afligidos notificaron al gremio que los apoderados de la Patria, estaban haciendo redadas en contra de los pensadores. Dijeron, que los verdugos habían secuestrado al Maestro de escuela y de la vida, el insigne Luis de Lión quien había narrado: “El tiempo principia en Xibalbá”. Del Maestro De Lión, nuestro escritor recordaba cuando en una reunión casual de sus tiempos de jardineros poetas, les había contado riéndose, el apuro que había pasado cuando para la lección del aula primaria, había traído para la lectura colectiva la fábula “La tentativa del León y el éxito de su Empresa”. Como buen didáctico, el buen maestro trajo un trozo de leña de su casa. Cuando escenificó con mano propia la fabulilla, su mano derecha se quedó trabada entre las dos rajas del leño. No hubo modo, según les contó desternillado de la risa, de sacar la mano sino hasta que el maestro carpintero, ante la mirada asustada de los niños; serrucho en mano, lo liberó del trance. Ni el Escritor, ni sus compañeros jardineros poetas, le encontraron la gracia al apuro del Maestro; pero igual lo celebraron, no tanto por congraciarse, sino porque les dio gusto ver reír tan sueltamente, a alguien a quien tenían por conspicuo; no que no lo fuera, sino porque era extraño ver reír al punto de las lágrimas, a un hombre que hacía de la paz literaria, la más honrosa espada de la guerra.

“Bueno; yo...”, expresó el Escritor, “no tengo nada que me puedan achacar”. Susurró casi avergonzado: “Aunque me ha llevado la tristeza, solamente le he cantado al amor”.  Pero le recordaron un poemilla de nombre “El Catecismo”. Sin darle tregua, le endilgaron haberlos puesto en alto riesgo cuando trató de publicar su novela: “Los Ochenta una Historia Paralela”. “Sólo, es una piecezuela”; se disculpó. Aún así, su angustia íntima iba en aumento. El caso es que en la reunión de escribidores, decidieron dos cosas. A saber: Que gente como nuestro escritor era el responsable de la manida forma de expresar las ideas patrióticas; y que ese paroxismo había hecho que los malos los tuvieran en la mira. Y que solos o en grupo, había llegado el momento de salir huyendo para México. Nuestro escritor, encendido por el acto de cobardía, habló de manera repostada:  “¿Ir a México? ¿A qué?”, es más, prosiguió: “¿Con qué?” Asumió una actitud parlamentaria y continuó: “No dudo, que haya compatriotas que deban salvar distancia para guardar su vida; pero ninguno de los aquí presentes, que yo sepa; ha hecho nada para merecer persecución”. La turba se puso virulenta: “¡Ellos tampoco, poeta!”,  le gritaron; entonces el Escritor enodrido por el título de poeta, no atinó más que ponerse a cantar el Himno Nacional.  Nadie más coreó.

El tiempo, cómplice aplastante de la dictadura uniformada, le demostró al Escritor que la lista de muertos y desaparecidos, tuvieran que ver o no con los movimientos nacionalistas centroamericanos, constituyó un número de muchas cifras. De aquella época nefanda, sólo quedaron el llanto y el silencio. Fue de esta manera y no de otra, como la Patria lloró a sus mentes más preclaras. Por cierto, el resultado inusitado fue que la Patria perdió su soberanía, su libertad, y por sobre todo, su derecho a expresar el desafuero. El silencio apuntaba en el olvido a valientes piezas regionales.  Roque Dalton en el Salvador, Irma Flaquer en Guatemala que escribía “Lo que otros callan” encabezaron la lista de desaparecidos; mientras José Coronel Urtecho en Nicaragua, irreverentemente criticaba la doble moral de la supra-dictadura Somocista. El eufemismo `desaparecidos´ era el subtitulo que le fue conferido a un sinfín de pensadores, a cambio de no reconocer que después de secuestrarlos y torturarlos los habían asesinado. Pues bien, en los tiempos denodados, desbordó el torrente de escritores, estudiantes universitarios, políticos revolucionarios, obreros y campesinos, con cuyos nombres se escribieron las páginas más represivas de la historia de la Patria Centroamericana. Un fenómeno indescifrable fue el hecho de que muchos de los contestatarios centroamericanos, sobrevivieran a dictaduras de carrera enraizadas y que, sin embargo, lograran sobrevivir en humillante exilio; para cuando volvieron, solamente lo hicieron para llorar a sus muertos, viéndose precisados a cambiar su identidad.  Era eso, o el estigma de la guerra sucia los hallaría más tarde o más temprano.

No habiendo otra cosa, más que “ver, oír y callar”, más insomnes que los monos; este y todos los demás escritores, dedicaron sus vidas a otra cosa, y casi ya no se escucharon entre corrillos, las liras de poeta. El lugar contestatario de las plumas, fue entonces ocupado por las arengas estudiantiles. El resultado fue el mismo: la muerte. 

Sin embargo, sería un acto de injusticia social no dejar constatado que la población centroamericana, cada uno a su manera, en su qué hacer; reconvirtió aquel capítulo insondable de su vida. Así, sí bien callados y asustados, los connaturales resistieron como robles los embates desnaturalizados del destino y no detuvieron para nada su andar. De rezagados, los han tildado los vecinos; sin dudas, rezagados pero vivos. Empobrecidos, pero dadores de lo poco que tenían. Enlutados, pero honrando, puerta adentro, la memoria de los mártires; a la busca, en definitiva, de una “Nueva primavera”.   

Ahora bien, el que hacer de los escritores es algo que no se descompone con el pasar del tiempo. Cada uno de ellos elige, si seguir sacándose el veneno por el cauce de la pluma; o seguir cantándole al amor ya muerto, o bien, si inventan historias fabulosas que los saquen a horcajadas de la triste realidad en la que viven. La deuda con la Patria no se paga; pero igual, esa inquina no se paga con la muerte. Ser mártir, no es encomienda que se lleve con gusto hasta el sepulcro. Entonces, nuestro escritor; dedicó su vida a leer, y muy de vez en cuando, a cantarle al amor una tonada.

Se volvió lector de tiempo completo. Llegó a tener un programa de lectura que organizó, sin darse cuenta, por regiones. Devoró, literalmente, los libros empolvados de la biblioteca. Leyó Historia Universal, como el que más. Leyó filosofía griega, helenística y moderna.  Leyó biografías, algunas noveladas, de insignes personajes de la vida. Leyó sociología, matemática y ciencias naturales. Y por supuesto, leyó de bellas artes.

Ahora que, la ira incontenible hacia sus “compañeros” que lo habían traicionado lo corroía. Las horas de silencios y persecuciones mentales lo estaban desquiciando. Hubo un tiempo, en que loco y asustado, juntaba piedras debajo de su cama, previendo la defensa; para levantarse en la madrugada a ponerlas al alcance de sus manos. Dispuso no dormir. En la búsqueda incesante de documentos que pudieran comprometerlo, encontró unos cromos de pinturas clásicas que había comprado en un tianguis de México. Aquí se apasionó, al punto de encularse con los desnudos de Goya. En un ejercicio desquiciado, a La maja desnuda la puso de culumbrón, le amarró las canillas levantadas y le aplastó los senos con un plato. A La maja vestida, por supuesto la desvistió. Al mismo, El David de Miguel Ángel, le pintó partes que su anatomía no tenía. Al principio sabía que estaba imaginando las escenas sexuales, pero después de dos días se aficionó y ya veía a las mujeres abatiendo sus cuerpos con movimientos angulares sobre la secante empastada de los varones. En fin, hizo cosas con las pinturas que no había hecho nunca, ni haría jamás con alguien de carne y hueso. De la etapa anal revivida, sólo salió porque halló el cromo de La Piedad del mismo Miguel Ángel. Esto último, lo interpretó como un mensaje Divino y, efectivamente, lo fue. Fue el momento en que escribió su trascendental poema: “Cuántos clavos de tu Cruz, clavó mi pluma”. Del devaneo ya narrado, solamente lo sacó la poesía. La Santa Poesía...

Volvió pues, al amor de sus amores; cuando encalló en la Literatura Universal. Había, concientemente eludido el tema de los autores nacionales. Temía volver a su mesa de trabajo. Tenía miedo de volver, como amante amañado a los brazos de su pluma; como el adicto a la dosis que lo mata; como la cabra tira al monte o las ranas van al río. Sin embargo, por increíble que parezca, ya no había material para leer; entonces, inició el dificultoso camino de buscar hasta encontrar a los autores nacionales. Inició con Rafael Landívar y su “Rusticatio Mexicana”; sin ceder a la tentación de escribir su propia versión, mientras leía los hexámetros latinos de Landívar, que retrataban de forma abstracta a la misma Patria que nos dolía a todos; los antiguos y los modernos; los buenos y los no tanto. Los publicados y los inéditos. Cuando tuvo que elegir, le apostó a la poesía de Máximo Soto Hall; aunque escasa le pareció de una esplendidez incomparable. Leyó al nica Rubén Darío, aunque no viniera a cuento; esto porque notó que la influencia romancesca de Darío, estaba presente con puntos y comas, mares, Margaritas y demás eróticas figuras; en el paisano cronista del modernismo: Enrique Gómez Carrillo.

Para cuando abordó en la calle del ensueño, a Rafael Arévalo Martínez; lo prefirió en “Ecce Pericles”, la biografía del dictador Estrada Cabrera, que en el alucinante relato de “El Hombre que Parecía un Caballo”. Del mejor narrador de los albores del siglo XX, Flavio Herrera, además de El Tigre, encontró algunos fragmentos de sus novelas La Tempestad y Caos; recreándose una vez más al releer los Haikai del célebre autor, como aquel que refiere a los zopilotes cuando dice:“Hojas de papel quemado, que arremolina el viento”. Como hace el alquimista en el laboratorio de ensayo, como buen ensayador el Escritor escribió su propio Haikai de la araña: “Por qué arrastras a tus títeres, sedoso titiritero”.   Aquí le surgió la idea de escribir un compendio, que no una antología, de los narradores nacionales del principio de la vida; sabía nuestro buen escritor, que el pueblo que los vio nacer, no haría nunca un esfuerzo serio por conocer, ni promulgar a su literatura.  En fin, la empresa se quedó en un utopía más, porque requería patrocinio y él no lo encontró; quizá no lo buscó con el ahínco que debía, pero es que buscar patrocinio para las letras nacionales, es más castrante que pretender la lectura obligatoria. En la alucinante lecto-aventura de su vida, volvió a encontrar a la Patria herida, en manos; esta vez, de Luis Cardoza y Aragón, en: “Guatemala, las líneas de su mano”. A Miguel Ángel Asturias, con el perdón de la concurrencia y con todo y su Premio Nóbel de Literatura, no lo aguantó. “En gustos se rompen géneros”; se justificó ante sí mismo. De allí en adelante, solamente se tomó el tiempo para volver a “La Patria del Criollo” de don Severo Martínez Peláez, esto para terminar de entender, por qué los escritores nacionales y, en general, de América Latina, seguían con sus plumas, mortificando a la Patria al recordarle las heridas aún vivas por coloniales que estas fueran.

De ahí en adelante, leyó a los escritores nacionales por generaciones. Al fin y al cabo, unirse en grupos para expresarse, que no en generaciones; se volvió la forma de defensa de los escribientes, como una sociedad mercantil anónima; nadie en particular tira la piedra, pero de que la pedrada hiere, hiere y bien profundo y si no, que lo digan los nicaragüenses de la `generación Traicionada´ ó los ultra polémicos salvadoreños del grupo `Octubre´. En Guatemala, conoció pues, a los Tepeus, de donde el sobreviviente fue Mario Monteforte Toledo, con cuya literatura tampoco pudo contemporizar. A don Augusto Monterroso, quien con su cuentito que decía: “Y cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”; de un expiro, narró lo inenarrable de la raza de los encasquetados y embotados enemigos, personificado en el  iconoclasta dictador Jorge Ubico Castañeda.  Aquí rompió el esquema, porque de oídas se enteró que Don Tito Monterroso había sido discípulo del humanista hondureño Rafael Heliodoro Valle, junto a los nicaragüenses, hondureños, colombianos, chilenos, mexicanos y, realmente, la variopinta personalidad de América Latina de oposición, que no de izquierda para no ofender al ombligo sempiterno. Recordó, entonces, el único viaje de su vida, más como oyente que como estudiante; al estanque de revolucionarios, que para aquellos tiempos, era la Universidad Nacional Autónoma de México. Cuando quiso resumirlo, no supo por donde empezar; así que lo dejó de manera coloquial: “Desde el río Grande hasta la Patagonia, la cosa está jodida”. 

Un poco a trastumbos, porque de regreso de la remembranza del viaje a México, no hallaba paz interna necesaria para leer; optó por rehacer el cronograma de lectura y esta vez, se fue por estilo literario más que por nacionalidad de los autores. Con un viraje calculado arribó a la época precolombina de la cual sacó en claro, que los escritores extranjeros de la región centroamericana, creían que los indios americanos de antes, eran unos superdotados, astrales y epopéyicos conductores de una nave espacial. Mientras que los coetáneos creían que los indios americanos, eran una burda e infame masa de salvajes emparentados directamente con el eslabón perdido de Charles Darwin, o bien, hermanos de sangre de Viernes el aborigen que simboliza al pueblo chileno en las aventuras de Robinson Crusoe.  Fueron pocos, por no decir que el insigne salvadoreño Francisco Gavidia, era el único que los había narrado como eran, personas dignas ocupadas en la vida. Más fue útil el hallazgo de las letras del educador Gavidia, conectado a Rubén Darío por ser su maestro, a Rafael Landívar por la procuración del Modernismo que más tarde asentaron los también salvadoreños, Alberto Masferrer y Arturo Ambrogi. `Vuelta la burra al trigo´, el cronograma se volvió a despedazar; tanto que a momentos llegó a arrepentirse del viaje a México. Pero bueno, fue el buen Francisco Gavidia quien lo trajo de regreso, esta vez a la vida colonial del reino de Guatemala vigente en los siglos XVII y XVIII; aunque muy pronto, el propio Gavidia lo lanzó al futuro con los “Aeronautas, Poema en Hexámetros a la gloria latinoamericana de Santos Dumont”.  

Para descansar el espíritu, ya sin cronología que respetar, reposó en los tiempos antiguos de Pepe Milla y sus anecdóticas novelas “La Hija del Adelantado y Memorias de un Abogado”.  Muy pronto, llegó a la parte bonita que abonó Virgilio Rodríguez Macal con sus historias de animales hablantines, en “Mundo del Misterio Verde, Guayacán  y La Mansión del Pájaro Serpiente”.

De los foráneos de América Latina, conoció, ente otros muchos, a William Faulkner en su pueblo natal pero ficticio de nombre Yoknapatawpha, inspirado en el condado de Lafayette, Mississippi; que luego descubrió como lugar común en Macondo, el mítico hogar de los Buendía del conciudadano de América, Gabriel García Márquez. Hubo firmas que lo marcaron para siempre, Pearl S. Buck y su “Buena Tierra”; Mika Waltari con “Sinué el Egipcio”; y al sucesor de Edgar Allan Poe, con sus “Obras Completas” y, años más tarde a Pätrick Suskind con su obra “La Paloma”, o mejor aún, “El Perfume”. Encontró en el Austro-Húngaro Franz Kafka, la razón de por qué los escritores fueron, eran y seguirían siendo autobiográficos por los siglos de los siglos, por fantasmagórico que escriban; además que en este oficio, la verdadera publicación llega cuando se recibe la llamada telefónica de un cineasta hollywoodense.

El escritor de nuestra historia, pasó leyendo la parte de la vida que su hijo, usaba en crecer y en educarse. Constituyó su propio registro mental de escritores nacionales, tanto que sin enterarse de quién rubricaba la obra, sabía de antemano quién la había escrito o, cuando menos, a quién pretendía arrimarse el escribiente. Los conoció a todos, a fuerza de leerlos. Así que, solamente por no convertir este relato en una crestomatía literaria, no se anota la cantidad de volúmenes que sucumbieron a sus ojos y que, por otro lado, precisa decirlo, hicieron sucumbir a sus ojos. Se dirá a manera de epitafio; que el Escritor concluyó sin cierto dejo de tristeza: “En Centro América, hay más escritores que leyentes”; considerados estos como lectores concientes. Unos por analfabetas, que de al tiro no saben “ni la o por lo redondo”; o los iletrados, que son los divorciados de las letras; o apáticos lectivos, con honrosas excepciones, obligados a darle un calentón a las letras regionales. No faltan los eruditos que se forjan, leyendo exclusivamente a los autores de otro lar. De estos, nada se critica, excepto que son los que, encontrando variaciones de la misma melodía; repiten, vez  tras vez, la misma historia.

Logró el Escritor, montar su tendezuela de libros usados que nombró “La Musa”; todos sabemos por qué; en donde fue feliz y rebosante cuando recibía la visita de su hijo y, entristecía de manera abrumadora cuando debía vender cualquiera de sus preciados ejemplares. Recibía un estipendio, porque devino a convertirse en fuente obligada de consulta, ante la escasez de bibliotecas o de tiempo; su conocimiento era requerido por periodistas, maestros, estudiantes, candidatos a cargos públicos y de lectores de temas específicos; además de ejercer la docencia en la escuela nocturna, dado que los maestros de presupuesto, no querían dictar clase a los adultos.

Siendo un lector consumado, arribó a convertirse en escritor de verdad. “A escribir se aprende leyendo”; repetían vetustos escritores; es esta una de esas líneas que sólo se aprenden después de siglos de ejercicio. No hay, por  triste y despectivo que parezca, ninguna escuela ni taller que al escritor le enseñe en poco tiempo; que no sea la vida misma, mejor si de mendrugos y los libros abiertos de todo lo que existe. Sin ánimo de descalificar a ninguno de los que escriben, recordó que en una conferencia literaria Monteforte Toledo, esputó con su aire de “el que escupe primero, pega”, cuando dijo:  “A los diez y siete años, todos escribimos versos. A los treinta, nos avergonzamos de los versos que escribimos, y a los sesenta aquellos hilos conductores del amor, vuelven a cobrar sentido”. A partir de aquí, el Escritor no volvió a meter el dedo en la heridas de la Patria; cuando escribía, no hacía nada más que transcribir sus sueños de madrugada; que eran los mejores de la noche; haciendo insuficientes esfuerzos por sumarse al olvido colectivo. Está demás decir que, no lo consiguió.

La vida se termina, solamente para volver a empezar.  Leyendo a un filósofo incógnito, indígena y de a pié; le sobrevino la idea de buscar a los ancestros de la Patria. Buscó a don Efraín Recinos con su crónica de “Don Pedro de Alvarado”; de allí pasó, del mismo erudito a la traducción más reciente y popular de la Biblia de los Mayas: el Popol Wuh.  Obligadamente había que pasar al cerro de enfrente mediante el puente de hamaca que era el indígena y original Adrián Inés Chávez, intelectual indígena que hizo la traducción con visión K´iche´ del Popol Wuj y creador del primer diccionario K´iche´. Leyó, de paso, la prolija edición, reedición, generalmente extranjera, de libros, estudios, traducciones, manuscritos de los indígenas precolombinos guatemaltecos. Su imaginación, se perdió en los sonidos imaginarios de, entre otros rincones, la selva Lacandona. Vio en su mente, las épicas batallas milenarias de los dueños de esta tierra. Arribó. Entendió que acceder a los Códices Mayas era empresa de unos pocos; cuándo quienes debían formarse en la historia de los antiguos eran los estudiantes primarios y secundarios. Era obligatorio, pensaba, traerles aún de forma modesta y novelada, la identidad del pueblo que nos dio la vida. Como casi siempre, de forma incidental porque andaba buscando en los anales precolombinos a Tecún Umán, fue que conoció, entre líneas, a Quikab, el último cacique Quiché; a quien no pudo menos que relacionar con el demiurgo Kukulkán, el dios “serpiente emplumada” de los Mayas ancestrales y a su antecesor histórico Quetzalcoatl del náhuatl Tolteca. Así nació por encantamiento, conociendo algunas palabritas en idiomas indígenas y buscando otras; un sencillo argumento que narraba la historia cotidiana de los dioses, de los sacerdotes y chamanes, de los capitanes del ejército y de los agricultores de una época olvidada por los herederos universales de la Patria y sus multiétnicos matices.

Luego sobrevino, como manta de algodón del mismo lienzo, la historia colonial de un cura irlandés de nacimiento que llegó al Virreinato de la Nueva España en el año del Señor de 1626; para llegar a la Guatemala colonial, uno o dos años más tarde. Aquí narró los vientos que soplaban, los jardines y las huertas que sembraban, los entuertos políticos en que vivían, las primeras generaciones de criollos en esta Audiencia del Reino de Guatemala, cuyo centro político y comercial era “La Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Santiago de los Caballeros de Guatemala”.

Una cosa lleva a otra, y luego de las dos anteriores publicaciones, permaneciendo el Escritor por decisión propia, siempre anónimo, sobrevino como necesidad urgida de la exhaustiva investigación a la que sometió sus temas novelísticos, escribir una novela de la vida republicana de la Patria de sus añoranzas.  Este intento, sigue en camino a la hora de escribir estas memorias; corriendo el riesgo de quedarse inédita.

Ahora que, lo agotador de las jornadas históricas de una Patria que no deja de sufrir, llevaron al Escritor a descansar en algunos otros trabajos literarios. Los muertos; por razón de su muerte en vida, fueron un tema recurrente hasta que los sepultó en una publicación.  Maravilla de maravillas, tuvo acogida el ataúd de los relatos de los muertos a la que puso nombre una noche que el volcán de Fuego escupía su interna ira, llamándolos simplemente “Relatos que nunca tuvieron nombre”. “La vida te da sorpresas”, dice la canción; “sorpresas te da la vida”; insiste. El editor, con su desparpajo verbal acostumbrado, le dijo; “al fin encontraste el estilo literario que te encaja”; a lo que el Escritor le contestó: “tal es la diferencia entre un escritor que crea y no copia la espuria belleza de la muerte; con la del editor que califica bien solamente aquello que le produce rentas”.  Recordó el Escritor, después de esta única reunión con el editor, que alguna vez visitó una muestra pictográfica de uno más del sinnúmero de mártires de la tierra nuestra; el pintor tz´utujil, Juan Sisay, en la que cuadro tras cuadro, un grupo de ratas merodeaban alrededor de un jarrón de bellas flores. Las ratas eran blancas y su expresión corporal denunciaban una estética distante y trastocada con respecto a las ratas de verdad, las de la bohardilla o la alcantarilla.  Este contrasentido natural de la belleza lo había impactado de por vida. ¿Cómo las ratas cuyo imputación generalizada era de asco y suciedad; habían conseguido por medio del genio creador del célebre pintor guatemalteco, ser más bellas que las flores del jarrón?  Solamente al artista le es permitido crear mundos paralelos en los cuales el concepto de la estética, finge seguir siendo natural, mientras se queda a vivir a tiempo completo en lo sobrenatural. 

Ya en su mesa de trabajo, habiéndose sacudido el ripio de la vida escribió, esta única vez por encargo de una organización pro-familia, el siguiente fragmento:  “Es una historia tenue de azul y rosa.  La pareja, era el tipo de personas de las que pinta en su escritura José Saramago, de las que acostumbran creer que son reales; aunque por desdicha no lo son.  Entraron pues los hijos de Saramago a un café citadino, con paredes y mesas de vidrios limpios y luces tenues, que sin embargo, como prismas de laboratorio reciben los rayos diluvianos de la luz y se transforman en niños. Parecían, mas bien, juguetes cristalizados por el arco iris de las nubes de verano. En fin, sentaditos en los bancos cristalinos, en gracioso desorden con sus pies colgando, se veían reflejados en el piso y se reían con risitas estertóreas. Dentro de todos, sobresalía una un poco mayor, vestida con ajuar de bailarina de ballet. Los chiquillos empezaron a aplaudir con sus manos regordetas chapoteando en aguas bautismales con dulzor de inocencia y candidez. Pero la bailarina con gesto caprichoso los calló chasqueando sus dedos frágiles. La mirada perdida de los chiquillos, llevó a la pareja citadina a asustarse; porque aquel sueño celestial estaba acercándose al final y acercándose peligrosamente a la vida real; en donde los niños, sin importar su alcurnia lloran todos al unísono aunque vivan muy distante; esto es cuando descubren que en el mundo, el único lenguaje verdaderamente universal es el llanto y no la risa.  La pareja, asustada porque en los vidrios ya entraba el plenilunio; cogió a los niños y los lanzó a un patio inexistente en donde gatearon enceguecidos por la oscuridad.  Seguían llorando, sin pronunciar la palabra mágica, sin que la pareja citadina entendiera por qué. Debían saber la palabra mágica; todos los niños del mundo la conocen, es su código para entrar al mundo del humano. Pero los soldaditos de cristal se deshacían por la intensa lluvia oscura de la noche; buscando apenas un rayito de luz en la escampada. Las pecas y lunares incipientes de los niños flotaban sobre el agua, como insignias de soldados caídos en la guerra. Fue entonces, cuando la mujer de la pareja del encanto, les gritó: “¡Mamá, la palabra mágica es Mamá!  Repitan conmigo:  ¡Mamá!; más casi todos habían perdido el don del habla y habían olvidado el santo y seña que pronuncian los humanos, para indicar que viven...”  La prosa se nombró:  “Historia de los Nonatos” o “Hijos del Aborto”.  Las mujeres de la fundación, casi todas madres, lloraron cuando escucharon la historia, pero los publicistas la calificaron de “demasiado densa” para convertirla en guión televisivo.  Así que, fuera de los ciento cincuenta quetzales que le pagaron, no supo más que fue de su linda historia. Ahora que, juró por los duraznos en flor de Totonicapán que en su vida, volvería a escribir por encargo, aunque se lo pidiera por escrito el Santo Padre.

Fue un día soleado de julio cuando recibió la grata visita de su amigo el escritor de novelas policíacas.  Atrás quedaron los enfados y el desconocimiento de los tiempos en que tocaron los linderos del auto exilio. El amigo cincuentón conservaba la frescura y el desenfado de los primeros tiempos. Charlaron, recordaron las cuitas de poetas del desparpajo. El amigo como siempre, “tirando la flor con todo y maceta”, le preguntó:  “Encontró su lugar en la poesía ¿verdad mi hermano?”. “No; le dijo riéndose el Escritor, la poesía encontró para mi un lugar remoto y enajenado, tres cuadras más allá de la chingada”. Y continuó: “Opté por leer poesía, prosa poética y todo lo que encontré al paso”. El amigo ya enseriado comentó: “Entonces, sí encontró su lugar en la poesía”.  “Quizá sí, le contestó, me quedo con Jorge Guillén y su Generación del 27 quienes consagraron su quehacer literario en el verso inolvidable que decía:  “Amé, gocé, sufrí, compuse.  Más no pido. En suma: que me quiten lo vivido”.  “Se parece a la canción ´A mi Manera´ de Frank Sinatra”; sentenció el amigo y le dio un nuevo giro a la conversación. “Vengo a pedirle un favor”; exabrupto lo abrazó el amigo; “¡Padre Eterno!, le dijo el Escritor, que no vaya ser de pisto porque ya sabe usted...”.  “No, o talvez sí, quiero que sea mi padrino de bodas”.  “¡Señor Dios de los Ejércitos!, mejor le presto unos lenes”, contestó risueño el Escritor. “No, yo le entré al trabajo de la jardinería en los Estados Unidos y me resultó rentable el negocio”.  “¡La transfiguración de las Ánimas! y yo pensando que se había molestado conmigo”. “Pues bien, respondió el Escritor en su elemento: “¿Quién es mi amigo? Mi amigo es quien llora conmigo cuando estoy caído...”. “¡No es para tanto!, solamente me voy a casar, no estoy pensando suicidarme”; le respondió el amigo un poco cansado de la burla. 

Fueron juntos a ver a la novia. Una extranjera, quizá extra terrestre; ciertamente núbil y excelsamente bella. Cabello abundante y rubio, desordenado por naturaleza; la piel color del bronce contrastando con los ojos más verdes que jamás se hayan concebido. Su nariz, maciza y bien proporcionada, rebotaba por sobre la boca con los labios más carnosos que se hayan tallado desde la creación. Hasta ahí llegó, sólo le quedó aire al Escritor para saber que el cuerpo era noventa, sesenta, noventa; como el de las europeas de los 60´s que le dieron sentido físico a la expresión “símbolo sexual”.  El Escritor buscó asiento.

Ya solos le preguntó el Escritor a su amigo: “¿Está seguro Broso, mire que adquirir tamaño compromiso?”. Ambos se quedaron taciturnos, hasta que el escritor de las novelas policíacas casi con odio esputó:  “¡Lo que le haya pasado a usted con la Musa, no tiene que ver conmigo!”.  El Escritor, entonces repuso: “Creí que era mi obligación moral, pero tiene razón, allá usted y sus ajustes”.  Pero el amigo consternado respondió:  “No; perdone tiene razón, no por lana ni por miedo a no cumplir; sino porque ese mujerón se va aburrir conmigo; después de todo, ya conoce todos sus versos”.  “¿Cuáles versos, mi Broso, sí usted lo que chapucea son novelas policíacas?”. El amigo avergonzado le reconoció: “fueron sus versos los que la enamoraron”.“¿¡Los míos!?”.  “¡Los suyos!”. “Ve que Broso más tramposo éste”, respondió íntimamente complacido el Escritor.  “Ahora que, gracias por la fe y me ha hecho el año de escribir versos, pero si me dice cómo y en dónde la conoció; yo le diré con la certeza del oráculo, la razón por la que la pieza de marras, se quedó con usted?”. 

Empezó el amigo a contarle: “Viene de Bosnia Herzegovina”. Como quien encuentra la pieza que faltaba, el Escritor saltó emocionado y estoqueó: “¡Ahí está, es refugiada de guerra, eso lo explica todo!”. Antes de que el amigo pudiera hablar, nuestro escritor en abrumador monólogo le explicó lo de la guerra de los Balcanes; aunque retrocedió históricamente a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y le desmarañó todo lo relativo de los zares rusos, hasta Nicolás II; refiriéndole el drama de Anastasia, hija supuestamente sobreviviente de la masacre a la que fue sometida esta dinastía Romanov en 1917. “¡Basta!, le gritó enajenado el amigo; sea como sea; ¡yo me casaré con ella!”.  “¡Por supuesto que se casará con ella!;  no existen mujeres más fieles que aquellas a las que rescata un héroe, no importa quién sea, ni si escribe versos o no”. 

Prepararon la boda por todo lo alto. Con la niña refugiada de guerra, que no hablaba ni un ápice de español, no contaron sino con una que otra pregunta por señas, por supuesto.  A ella le pareció que por dentro la Catedral de la Antigua Guatemala, era muy parecida a las catedrales de Belgrado capital de la República Federal de Yugoslavia.

El abogado a cargo de la ceremonia civil era el notario invidente, que se auto denominaba  “El escritor chilero”, quien a causa de su invidencia, fue el único que pudo tentar a la novia, dizque para asegurar la presencia física de los contrayentes. El parrandón después de la ceremonia religiosa, fue de primera. Nunca antes, acontecimiento alguno había unido a los escritores, poetas,  jardineros, meseros, periodistas locales, locutores, animadores de televisión, geógrafos y hasta profesores de enseñanza media; quizá por curiosidad ante la salvaje e inocente belleza de la novia; aunque la mayoría se choteara porque los que pudieron estar cerca de ella, no pudieron ver nada, dado el velo exorbitante que la cubría de pies a cabeza.

Fueron días felices para el Escritor.  “¡Caramba, se dijo melancólico, el amor lo cambia todo!”.  Volvió a su soledad, aunque de ahí en adelante iba a cenar todos los martes a la casa de su amigo el escritor de novelas policíacas.  Eso le hizo bien, tan bien que supo que una vez más, el soliloquio del amor le había arremangado el corazón e hizo, lo que siempre hacía, ponerse a escribir.

Una emoción especial le sobrevenía al levantarse cada martes. Una taquicardia sabrosa lo mantenía de muy buen humor, mientras atendía a sus clientes de la librería y escribía trozos de poesía casi incoherentes. Nada le gustaba más que llegaran las siete de la noche; al punto que se excusaba enviando la lección con un colega a la escuela nocturna.  Puntualmente, ramo de clavelinas en mano, tocaba a la humilde puerta. Le abría su amigo el escritor de novelas policíacas; que a su vez, se sentía relevado del turno de cuidar a su mujer; así que sólo le abría la puerta, lo pasaba adelante y se iba a dormir un poco.  El Escritor, mientras tanto, platicaba con la niña sobre la historia de su lejano país.  Ella parecía entender muy bien el lenguaje histórico porque para asentir aplaudía jubilosa; y cuando no entendía, abría las farolas verdes que tenía por ojos, e iluminaba el ambiente; hasta tanto terminaba de entender.

Un martes, que el escritor de novelas policíacas no se fue a dormir, como era la costumbre, la cita no fue tan emocionante como antes. Al finalizar, se quedaron los hombres y conversaron a solas. “¿Pasa algo mi Broso?”. Preguntó un poco temeroso.  “No, nada es que dormí en la tarde”, respondió desganado el amigo. “¿Cómo va el matrimonio?”; lo volvió a intentar. “No sé, usted dígame, habla con usted más que conmigo”. “¡No hombre!”.  “En serio y estoy cansado; si no harto. Paso las horas velándola, como si estuviera agonizando; sólo me ve y sonríe”. “Y usted ¿no le habla?”; le preguntó el Escritor genuinamente preocupado. “Ya casi no, de todos modos no me contesta, ya le digo, sólo sonríe”. “Bueno, el idioma es una barrera”, respondió más tranquilo el Escritor.  “Barrera, que usted ha sabido sortear muy bien”. Le respondió casi reclamándole.  Ambos se vieron con aquella mirada que no requería respuestas.  “Una cosa tenga por seguro, yo sería incapaz...”.  Se plantó el escritor y el amigo lo abrazó:  “Usted sería incapaz, yo lo sé; pero sus versos, esos son unos perversos”.  Le contestó y lo despidió.

Pasó una semana infeliz el Escritor.  En primera instancia había decidido ya no ir de visita los martes en la noche; pero pensar que no tendría el placer que le había llenado la otra parte de la vida; momento angular que lo había hecho volver a escribir poemas de amor, el que, en definitiva, lo había regresado de romplón al mundo de los vivos.  Todas estas ausencias juntas lo encadenaban a aquella nostalgia eterna y difusa que había sido su vida, después de la Musa. Llegó el martes y fue a dar sus clases a la escuela nocturna. Regañó a los alumnos, bosticó la lección de mala gana, dio por terminada la clase a temprana hora y se fue a la cantina a libar. Allí se encontró con su amigo el escritor de novelas policíacas. “¿Qué diablos hace aquí?”, le reclamó. “Le dejé el camino libre”, le respondió borracho el amigo.  “No me interesa su camino, no sea procaz”. Libaron juntos, y ebrios como estaban se dijeron la verdad.  El escritor de novelas policíacas le dijo que su amor con la refugiada no se había consumado. “No puedo, le dijo, sencillamente no se me da”. Le contó que la niña solamente quería oírlo declamar versos, que entraba en estado de pánico a la hora del amor; y que no se quedaba en sudar frío, que gritaba despavorida cuando él la acariciaba. El escritor, entonces, echó mano de su conocimiento de Historia Universal y le contó que durante la segunda mitad de 1992, la comunidad internacional comenzó a ser consciente y a conocer las numerosas violaciones de los derechos humanos en Bosnia-Herzegovina, en particular, las matanzas masivas de campesinos musulmanes y los abusos sexuales cometidos contra mujeres musulmanas por parte de soldados y paramilitares serbo-bosnios, en nombre de la denominada ‘limpieza étnica’. “Usted encuentra respuesta a todo en sus lecturas sabihondas; hasta del vía crucis de un hombre que se casó cacheteando con una refugiada de guerra”. “Pues, no encontrando mejor respuesta para su parálisis, mi amigo, le dijo, esa niña fue violada”. El amigo lo abrazó, como siempre arrepentido y el Escritor aprovechó para rematarlo: “Por qué cree que conmigo platica sin hablar; es porque conmigo no se siente amenazada ¡Por Dios!; sí ella sintiera que yo la viera con lascivia; usted ya sabe como reaccionaría”. Ya sobrio, el amigo le confió que estar ahí cuidándola a tiempo completo, lo estaba llevando a la pobreza; y que a decir verdad, ya tenía una mujer nacional que lo consolaba y le ayudaba a pagar las cuentas. “¡Por la madre que lo parió, cómo se atreve a faltarle de ese modo!”; espetó el Escritor. Desesperados los dos, llegaron al acuerdo de trasladar a la refugiada a vivir con el Escritor, allá a su choza del bosque, cuando menos serviría para que uno recuperara las horas de trabajo, y el otro, viviera de mentiras su ilusión. A la niña, pareció no importarle el cambio de paisaje, de casa y de colchón. Al contrario, debió parecerle la campiña de las Huertas muy parecida a aquellas en donde había crecido. El Escritor, un poco aturdido por su nueva y sui géneris situación, volvía contento al hogar.  Ella aseaba la covacha, fregaba la loza y cocinaba muy contenta.  Él la veía con lástima y sobreponiéndose le leía sus versos, le contaba cuentos de hadas y, de vez en cuando, le leía las noticias del periódico. Una noche, ella le quitó el periódico de las manos, haló la cadena del bombillo y se descubrió los senos. Él salió corriendo.  Agitado logró llegar a la casa de su amigo el escritor de novelas policíacas y esposo legal y litúrgico de la muchacha. Golpeó el zaguán desesperado; hasta que finalmente le abrió la puerta una mujer, sencilla pero igualmente bonita. No quiso entrar, le preguntó por su amigo a la mujer; quien le dijo que se había vuelto a ir a los Estados Unidos. “Gracias”, respondió; pero atinó a preguntarle: “¿Quién es usted?”. Con la convicción que adjudica la verdad, ella respondió: “Su esposa”. Entonces, el escritor la invitó a salir a la acera tendiéndole la mano y ella accedió. A la luz del poste de la esquina, la supo embarazada y le preguntó: “¿Sabe algo de la refugiada de guerra?”.  Ella se quitó el pelo de la cara y respondió: “Sí, y gracias por llevársela de aquí”.  Esa noche, fue feliz como hombre el Escritor.

No hombre; no hay pobreza ni frustración que aguante la presencia del amor. La Patria ya no lloró en la pluma del Escritor; a no ser por los copiosos inviernos, que por cierto, solamente eran un motivo para quedarse en la casa, jugando a las escondidillas que culminaban con un encuentro amoroso y que era concluyente al sentir fluir de su pluma prosas y poemas; que si cursis, valía poco la apreciación; no eran otra cosa que el amor hecho letra. No dejaba de pensar el Escritor, sin embargo, en la razón por la que él, no había encontrado esa paz con la Musa; la mujer que amó y seguiría amando sobre cualquier otra; aún tuvieran el cuerpo de Brigitte Bardot y Claudia Cardinale, juntas.  Pensaba que con la niña refugiada de guerra, no lo unía sino un cúmulo de soledad que no podía expresarse de otra manera que no fuera haciendo el amor hasta el amanecer y escribiendo poesía; mientras que con la Musa, había sido una relación de igual a igual, que no aguantó la tirantez que deviene de hablar el mismo idioma; y la frustración, sobre todo, de no haber alcanzado el éxito mundanal, que a estas alturas de la vida, lo tenía sin cuidado. 

Por esta razón, se asustó al punto del infarto, cuando la niña refugiada de guerra, lo esperó una tarde y lo primero que hizo, antes de calentar su comida en el fogón, fue mostrarle uno de sus pechos, manipulándolo como que si estuviera fluyendo leche.  “¡Ay no!  Un niño, no por favor, por favor Dios mío. ¡Noooo!”.  Él; a su edad, había dejado escapar el pequeño detalle que convierte en padres y madres a los hombres y a las mujeres que se aman. Siguió en rogativas mentales y verbales, asustado y arrepentido de haber aceptado que la refugiada se trasladara a su casa; todo por el incumplimiento de su amigo el escritor de novelas policíacas. Pero la niña insistía y como viera que esta vez, sus gestos no provocaban risa ni encantamiento; sino miedo y pavor, que era algo que ella conocía muy bien, entonces lo haló de la mano y ya en el solar le señaló las montañas remendadas de hortalizas. El Escritor, pensó que la chica quería que vivieran más lejos de la ciudad y más cerca del cielo, para que el crío naciera bien. El gesto de negación que hizo fue rotundo y entonces la niña rompió a llorar. No se quedó a consolarla.

Cuando después de vagar por la ciudad e intercambiar una que otra palabra con sus amigos, como queriendo encontrar un confidente; pero estrellándose cada vez con la indiferencia que une a los vecinos, optó por volver a la choza, ya entrada la noche.  Intentó dormir en la silla al no poder usar su mesa de trabajo porque estaba llena de ollas con leche cuajada.  Ese olor a leche, le trajo el recuerdo de la Musa amamantando al crío.  Sintió nausea y terminó de amanecer al pie del aguacatal de su abuelo. Se fue sin desayunar; enfrentándose a vivir el día más largo de su vida. Fue a media tarde a buscar a su amigo el escritor de novelas policíacas; a cambio, sólo obtuvo la información que éste se había radicado en el extranjero. Preguntó por la esposa, y le dijeron que en cuanto nació su niño, se había ido con él.   Lo que liga, liga”, pensó.

Llegó temprano a la choza; que por cierto, por primera vez en mucho tiempo, le pareció húmeda y destartalada.  El ambiente del patio de su casa, igualmente le pareció desaliñado. No vio que en el patio, los lirios habían florecido de repente y que las ranas caminaban hacia el riachuelo del barranco. Entró y vio a la muchacha resentida, cantando una triste canción en esloveno. “Qué haces”, preguntó con cargo de conciencia; aquel maldito cargo de conciencia que no le había permitido ser feliz con la Musa, y que había convertido en la admiración eterna hacia el compañero de su Musa.  Ella por su parte, señaló con desgano un libro impreso a mimeógrafo en donde sobresalían ilustraciones hechas a mano del proceso para hacer queso de leche de cabras. “¿Cabras? No, aquí el queso se hace de leche de vaca”, respondió acompañando su expresión con los gestos del lenguaje por señas que había inventado para comunicarse con la niña.  Ella, aún molesta, le dibujó en la parte de atrás de un calendario algo que tenía que ver con la leche de cabras que servía para hacer queso de leche de cabras. “En todo caso, habrá que amamantarlo con leche materna”, dijo preocupado.  Ella alzó los hombros desdeñosa. Comieron en silencio y se durmieron. 

Él, tuvo providencialmente un sueño de madrugada. Soñó que la niña estaba en su país.  Arriaba en la montaña una rebaño de cabras. Que la cabra guía hacía sonar su cencerro al punto que lo despertó. Abrió los ojos, la sintió olorosa a leche, vio los cubos de cuajada y las mantas lavadas sujetando los redondeles de queso. La despertó. Al filo de las seis de la mañana ya era el Escritor jardinero, otra vez.  Había entendido que lo que la chica quería era tener sus propias cabras, pastorearlas en las montañas de enfrente y fabricar los quesos, que quería tener su propio dinero producto de la venta de los quesos; y sobre todo, que no había crío de por medio. Sin embargo, de ahí en adelante tomó las precauciones necesarias para no preñar a la mujer. Una segunda etapa de belleza sobrevino sobre la humanidad de la muchacha refugiada. Esta nueva forma de ser bella, tenía que ver no solamente con la madurez física, sino con la imposición de convertirse en un ente productivo. Era fascinante ver la laboriosidad de la muchacha.  En cuanto a la comunicación entre ellos, desarrollaron un singular sistema de conversación, mediante el cual, él preguntaba en idioma castellano y ella le respondía adecuadamente en esloveno. Llegaron a intercambiar anécdotas de sus vidas, mediante el novedoso sistema. Una parte de él se había ido, o quizá más propiamente, había regresado. Dejó de ser el amante bullicioso y alocado de las tardes lluviosas. Volvió, por otra parte, a guardarse para sí mismo algunos dogmas del amor romántico y que sólo se expresan mediante la poesía, aunque no siempre escrita. Era hermosa, más que nunca, no había parte de su cuerpo que denunciara algún defecto; él lo sabía muy bien, por otro lado, tenía una ocupación permanente en el cuidado de las cabras y esto la hacía lucir más pulcra, más femenina; menos salvaje. La veía y sinceramente, ya no le divertían tanto sus encantos femeninos, pero la admiraba  más que siempre. Para vivir el día, era absolutamente necesario tenerla cerca. Pero el amor de pareja deja de ser encantador, tarde o temprano. A la hora en que él abría los ojos, ella ya estaba ordeñando sus cabras. Cuando era la hora del desayuno, ella reiteradamente tostaba una hogaza de pan y la rellenaba con queso de cabra, luego en volandas, le servía un pocillo de leche de cabra hervida. Si quería escribir, no podía; los cubos de leche, las mantas de cubrir la cuajada y, sobre todo, los cuarterones de quesos ocupaban el lugar que antes ocupaban los folios sobre su mesa de trabajo. “Bueno, esto ya es un verdadero matrimonio”, se dijo a sí mismo. Y así era, con la pareja compartía los quehaceres de la casa, ponía un poco de orden y posteriormente la ayudaba a cargar en canastos el queso hasta el abasto. Era él quien se comunicaba con el tendero, él hacía las cuentas, él compraba los insumos y, finalmente, él entregaba el dinero íntegro a la chica. 

La historia se completó, cuando hubo que hacerle espacio a los nuevos cabritos que bebían leche en biberón, porque no se podía desperdiciar la leche de sus madres; todo esto, ocurría en el lugar en que una vez estuvo su cama y su mesa de trabajo. El día que le dio un gripe de escándalo, la muchacha lo sacó del cuarto para que no contagiara a los cabritos de la última camada. 

El tiempo ocupado y sin tristeza pasa rápido. Así, una vez que lo visitó su hijo en la tendezuela de libros usados, de hombre a hombre; le recomendó que arreglara lo del matrimonio de la muchacha con su amigo el escritor de novelas policíacas. No quería hacer nada al respecto, pero supo que era imprescindible resolver el entuerto, antes de verse en problemas judiciales. Fue un día lunes a la capital a buscar al abogado invidente, que además era “el escritor chilero”. Luego de referirle algunos detalles soslayados de la boda, el abogado invidente se dobló con su carcajada acostumbrada, acomodándose los lentes cuadrados y oscuros, le dijo: “Cómo podía yo casar a la húngara, o lo que sea que fuera, si no tenía papeles”. El escritor, descentrado no acababa de entender, en parte porque el ciego no dejaba de reír a carcajadas y porque además, era imposible pensar que la boda hubiese sido un montaje. “¿Y la boda religiosa?”_preguntó atragantándose_;  el invidente, sin dejar de reír le dijo: “Ahí si le quedo mal compa, yo no sé cómo lo arreglaron”.  No quiso confiarle su dilema, aunque el abogado le recomendó antes de salir, “Para mi, que la única manera es que la tome en adopción”. El escritor lo vio con una mirada repugnante, que el invidente recibió porque le repostó riéndose: “No me veas así Pepeluis que yo también me he asustado”.  Se fue.

Adoptar a su mujer como su hija era impensable, eso era un sucia estratagema. En fin, se fue acomodando a la idea de que se quedara así. Él, se volcó en su librería La Musa, en sus clases a los nocturnos, y de vez en cuando, a escribir un soneto sin sentido literario. La muchacha, mientras tanto, trabajaba de sol a sol en sus rebaños, luego, ambos consiguieron a un hombre deforme que le ayudara en asuntos de fuerza y carga;  él trasladó las entregas y los cobros para horas tempranas antes de abrir la tienda.  

De la leche de cabra y sus derivados, pasaron a las abejas. El terreno de atrás pronto se cundió de apiarios y en su otrora mesa de trabajo tuvo lugar el llenado de miel; al punto que terminó de entender aquella expresión coloquial que reza: “Hogar dulce Hogar”. Pero lo de la miel de abejas, resultó un negocio no rentable, además de peligroso. Él por su parte, no queriendo herir a la muchacha, exageró hasta conseguir una actuación circense la vez que una abeja le picó el párpado. La muchacha a regañadientes entendió que los apiarios y el dulce proceso exigía la participación de demasiada gente, provocando igualmente, un tráfico bullicioso en el hogar que antes era silente y apacible, esto sacó de quicio al Escritor. Vendieron las colmenas con todo y botellas a medio llenar. Pero la muchacha refugiada siguió adelante, volviendo rentable todo aquel conocimiento que traía de su casa paterna. Así, mandó construir hornos de adobe e inició la fabricación artesanal de pan integral de especias y  pan de miel, banano, nueces, higos, pasas y hasta croissant de queso de leche de cabra. De aquí pasó a las conservas y a las frutas cristalizadas, que volvieron a crear en la casa el olor a melaza dulce e inclemente. A estas alturas el Escritor ya no dijo nada. No era que le doliera haber perdido su cama, su mesa de trabajo; en fin, su espacio.  Honestamente, tampoco era para tanto el ir y venir de la gente. Era, más bien, que estaba perdiendo a la muchacha refugiada, como alguna vez, perdió a su Musa amada.  La muchacha, encontró su lugar en este mundo por sí sola y a él ya no le concedía el valor de su mirada, cuando menos, por el tiempo suficiente para saber en qué estaba pensando, menos aún, para saber qué estaba sintiendo. Cuando finalmente terminaba el día laboral, ella, la pobre caía como costal de harina; tan rendida y agotada que para cuando el Escritor quería acariciarla, ella apenas proyectaba sus labios cerrados en un simulacro de beso y se dormía a pierna suelta; y es que no podía ser de otra manera, ya que se levantaba al amanecer antes de que cantaran los gallos. Cuando los hornos ya estaban listos para la horneada de pan dulce; las cabras ya estaban ordeñadas y los quesos estaban listos para ser desencofrados. A las seis de la mañana, a más tardar, la fila de revendedores espontáneos era larga. Ya para las ocho de la mañana, las cazuelejas mantecadas estaban vacías, esperando ser limpiadas para la horneada de las nueve. Los canastos reiniciaban su proceso de llenado y a las once menos cuarto, la fila de revendedores del segundo turno de la mañana ya llegaba hasta la entrada. 

El Escritor, se refugió en su tendezuela de libros usados, iba por las noches a dar clases y después de la escuela pasaba un rato a la cantina. No bebía, como ya quedó anotado, pero aún así, al cabo se volvió asiduo del mesón. Notó el Escritor, sin embargo, que nadie en la ciudad aparentaba darse cuenta de la existencia de la niña refugiada, ni del negocio floreciente de su casa, ni de los rebaños de cabras. Tanto, que alguna vez preguntó si alguien había visto a su amigo el escritor de novelas policíacas, que hacía tres años se casó con una niña refugiada. “A ese degenerado le fue bien”, respondieron los tertulianos. Le contaron que después del casamiento, se había ido para los Estados Unidos y que cuando hizo plata se llevó, no sólo a la niña refugiada sino además, a una buena mujer que le había dado un hijo. “Parece que la húngara no preñaba”, le aclararon.  “¡Todo lo que hace un buen negocio en los Estados Unidos!”; concluyeron. “Caramba, les dijo el Escritor, aquí uno sólo les bosqueja el argumento y ustedes lo convierten en leyenda”.  Los tertulianos rieron alocada e inconscientemente.

Viendo de reojo el periódico del día, leyó una noticia en la que hablaban de un caso de corrupción en el Sistema Nacional de Justicia. La Patria le volvió a doler. Entonces, reflexionó que él, nunca había tratado de escribir ninguna novela policíaca. Midió fuerzas con sus capacidades de argumentos intrigantes y escribió, como escriben los reporteros de la prensa escrita, un novelete que nombró cuando ya la hubo concluido,  “La Esposa del Juez” y que sin querer, fue la obrilla que se discutieron los editores del País.

El dolor por la Patria desapareció temporalmente, lo sarcástico es que los guatemaltecos hemos sabido siempre que la Justicia, es una mujer con los ojos tapados, o lo que es lo mismo: “Justicia: estatua ornamental a quien el hombre le cubrió los ojos, para evitar que advirtiera los hechos atroces que encubre”. Lo rescatable de la experiencia fue, efectivamente, que el Escritor se demostró a sí mismo que podía escribir diferentes tipos de literatura. Lo inexplicable, es la desazón que al Escritor le dejó, el hecho de que de todo lo que escribió en su vida, los editores eligieran esta “novela policíaca” para publicarla, distribuirla y promocionarla. Todos sus poemas, sus novelas históricas, su prosa poética, quedó inédita. La respuesta, a esta interrogante eterna de los escritores, es una sola: “se publica lo que le gusta al público”. Amén.

De vuelta a la vida real, el ambiente de la casa del Escritor empezó a sentirse menos denso y ajetreado. Poco a poco, notó el Escritor, que la producción de alimentos era menor y que, consecuentemente, la fila de revendedores espontáneos era más corta. A la niña refugiada, la vio más mujer y menos niña. Al reducirse el ajetreo, la notó más preocupada en los asuntos de la casa y no tanto del negocio. No quiso preguntarle nada, pero por Dios, la vio venir.  La casa recuperó pues, la calma del principio de los tiempos.  Ella, acostumbrada como estaba a producir, inició algunas reformas importantes en los patios de la casa, en donde dedicó su tiempo a la siembra de un huerto florido. En la parte en la que habían estado las colmenas sembró, entremezclados, durazneros y ciruelos. Mandó a construir una pérgola de la que colgaban helechos y agapantos. Con el siguiente invierno,  el atardecer en la estancia se inundaba de “huele de noche” y con la brisa mañanera, los jazmines soltaban lloviznas perfumadas. Un día de su tercera primavera, lo invitó a dar un recorrido matutino y le mostró un precioso quiosco de madera dura. Adentro había una mesa de trabajo, una silla antigua, y una máquina de escribir Urderwood. “Está lindo, gracias, pero tengo la triste sensación de que te estás despidiendo”, le dijo. Ella, simuló un sonrisa apretando los labios, pero sus grandes ojos verdes dijeron la verdad.  Se iría con la promesa de volver. Iría a su tierra natal, vería a sus padres por última vez y regresaría.  “No vas a volver”, le dijo. “La guerra ya terminó en Bosnia, quizá para volver a empezar dentro de pronto, pero de momento ya acabó”, y dictó su sentencia capital:  “Si yo fuera tú, no volvería”, la besó y esa fue la última vez que la vio.

Volverán las oscuras golondrinas, lloraba Gustavo Adolfo Bécquer y si, efectivamente, volvieron. Quizá fue porque en la soledad, el Escritor tenía tiempo de ver los jardines floridos y de escuchar el trino de los pájaros. Veí también, sobre los cordeles de tender la ropa, las redoblantes golondrinas que emigraban de la costa Pacífica, buscando mejor clima y que se quedaban a pernoctar en ordenadas filas sobre los cables de luz. La bruma del atardecer, le dio los elementos autobiográficos para escribir “La Pajarera”, que de forma condensada narraba la historia de los pájaros, los que por ahora, devenían a ser su única y orgánica compañía. Ciertamente la obrilla era de difícil lectura, aunque no de comprensión y que, por otro lado, lo sacó de su estilo hartamente autobiográfico, según el dictamen de los críticos literarios de la época. 

“Para ese entonces escribía apresuradamente sus memorias.  Trataba de encontrar su propia voz en el canto de los pájaros que cantarriqueaban a mediana altura, y es que, del otro lado del patio había un bosque de eucaliptos. Allá en el bosque de eucaliptos una pájaro madre abnegada y sola, lloraba la ausencia de su hija. Una pajarita redonda y alborotada que se fue en busca de un pichón que se cambió de bosque.  ¡Que ingratitud la de los hijos!;  la misma mamá pájaro fue ingrata con sus padres, tanto que alguna vez, cargó calladamente con la acusación de estarse muriendo por la mera gana de llamar la atención. Al tiempo, la pajarita volvió desarticulada porque el pichón en cuya busca fue, ya tenía un nido propio y tenía esposa y también tenía un pajarito juguetón a quién de afecto le decían “el purris”. Ahora que, una madre siempre es una madre y legó a su hijita el mejor lugar del eucalipto y le dispensó haber llegado mucho después de la pajarera, aún ellas no pertenecían a la especie de las golondrinas que sí suelen andar volando ya entrada la noche. La mamá pájaro, mientras tanto, no durmió porque íntimamente reconoció que cuando ella se cambió de eucalipto, la verdad es que pasó la noche en un nido ajeno y que trajo consigo al fruto de su pasión. Con qué autoridad, entonces, podría reclamar a su hija. Con lo que no contó es que la pajarita amaneció con la desordenada cabecita para abajo, ya que por lo que se supone, murió de un fuerte dolor de pecho. Por otra parte, en ese mismo instante, una parvada loca de azacuanes cursaba el horizonte. No vienen para el bosque de eucaliptos, pero gritan como si vinieran, pensó la mamá pájaro.  Será acaso que el invierno hace ya su entrada y que ella soporte aún ver caer la nueva lluvia. Pensando en las aves, escuchó el triste cántico de una torcaza. ¡Ah! Qué forma más sutil de anunciar la noche. Que forma más irónica de mezclar el sonido final con el de la pajarera bulliciosa e incoherente.  Ese era un mensaje de muerte, talvez simbólico, pero de muerte.

Con el ligero peso de una pluma, la mamá pájaro, voló a ras de tierra hasta llegar sin mayor dificultad hasta el bosque del otro lado del patio, ya aquí, se enredó en la corriente de viento que llevaba hojas secas y logró trabarse a mediana altura de un eucalipto joven.  Desde ahí presenció el sepelio de la pajarita redonda y alborotada que había preferido la muerte a la indignidad que provoca el despecho. La acongojada madre picoteaba en un inútil esfuerzo por revivir a la pajarita muerta...  Caro cargo de conciencia debió sentir la madre pájaro, y es que como ella muy bien sabía, las hijas hacen lo que la madre les enseñó, y éstas a su vez, enseñan lo que aprendieron de su mamá y así se va la cadena de condenación hasta la quinta generación. Vio también al truhán alicaído y cobardemente lloroso..., a este objeto de la tragedia lo vio atrás de un árbol, tratando de justificarse ante la sociedad de pájaros. Ahí estaba, para guardar su conciencia, cantando un canto triste pero no sincero. Fue cayendo en la cuenta que la vida no era otra cosa más que símbolos de cosas valiosas y de cosas baladíes. Oyó a un nuevo pájaro que parecía más la voz propia y vio a los eucaliptos de gran altura moverse serenamente. La serenidad de los eucaliptos, y sobre todo, ese frondoso verde era uno de sus símbolos favoritos. Mientras todo esto ocurría, el dolor en su pecho tenía más o menos tres días de no ceder, igual tiempo que él tenía de no salir de su casa con la necedad de oír a los pájaros y de buscar paz en la conducta de los inmensos eucaliptos.  Y también eran tres días de mentirse a si mismo, tratando de justificar sus tres tardes de dolor. No fue fácil pues, ponerse a pensar en escribir una autobiografía, quizá ya no daría tiempo.  La primera vez que lo pensó tenía apenas doce años, aunque para aquél entonces, pensaba disfrazarla de novela corta. Mintiendo, la presentaba como una fábula remota de otro autor, para sonreír y reconocer, casi diciendo la verdad, que probablemente esa era su propia versión adaptada de la historia de otro, que alguien le había contado una vez... No era poético narrar una historia cruel que se sintetizaba en el dolor del pecho.  Viéndolo así, era tan pequeña la historia que no serviría ni para abarcar una cuartilla.  Pero esa era, contundentemente la verdad. Esa infeliz verdad que era otro de los símbolos heredados de su padre, a quien por cierto, no quería sacar a colación. No quería y no podía hacerlo, porque una vez le prometió a su papá no compartir con nadie las hazañas mezcladas, generalmente, con vilezas humanas, que como la de cualquier otro mortal, era la historia de su padre. Sin embargo, cuidándose de no ponerlo en letra de imprenta, sí había contado las cosas de su padre a una sola persona, a la única en quien confió, con quien aprendió a reír y ante quien no le importaba mucho, cuando  menos, reconocer que era un simple, llano y errado ser humano. Aunque al final, aquél fue el Judas de su vida. El canto tierno de un pajarito, lo sacó del asunto de su padre, de Judas y de su dolor de pecho. Ese pequeño sonido, se le antojaba más bien los balbuceos de su pequeño hijo. Un muchachito que le devolvió las ganas de volver a empezar, aunque también, inocentemente, marcó su tiempo y arreció su dolor de pecho. Pero la causa había justificado la consecuencia, por esta última vez.  Ya iba siendo hora de la pajarera. La hora en la que el sol empieza a despedirse y la rutinaria algarabía del conteo pajarero dura hasta entrado el atardecer, para renacer, con los primeros rayos del Sol.  Por cierto, el Sol era su símbolo vital.  La luz, el calor y la energía eran su sinónimo íntimo que duró un poco más de cuarenta años, que fue cuando empezó a perder la memoria inmediata y le ocurrió, como quien dice, algo parecido a un parpadeo gigantesco del Sol dentro de su pecho. Veía la escena funeraria y recordó a una paloma que no emitió sonido el Jueves Santo, acurrucada en el anda de Jesús de Candelaria. Camino al infinito, libre como una gaviota, volando sin tener alas, vio a la paloma del anda, movida solamente por el triste ritmo de la imagen de uno que murió con un fuerte dolor de pecho. Aquel día Santo, ni las aves llamadas cuervos se presentaron al lugar de la tragedia. Igual en su caso, ni siquiera Judas estuvo ahí para perdonarlo.  Al día siguiente, expiró el Único.  El de siempre.  El de nunca jamás”.

A todo escritor le llega su época de sentirse como debió sentirse  el Quijote, necio y enamorado de un prístino personaje, que en el caso que nos ocupa, ciertamente existió.  Fue en ese momento que nuestro escritor tuvo la certeza de lo que le había pasado en la vida.  La mujer más bella del mundo había sido su mujer.  La más industriosa de todas las criaturas lo había llevado de la mano a no tener escasez, ni dolor de hambre que muerde la boca del estómago. Una que le había dado razón, en cierto sentido, a la vida.  Se supo incapaz de digerirlo tal cual se planteaba y escribió “La Pajarera”, que antecede.  Así creyó que esta prosa sería la síntesis del amor perfecto que había vivido con la niña refugiada, pero que no fue tal, aunque le permitió a un espíritu travieso e impetuoso que le llevara la mano sin que él diera cuenta de lo que estaba pasando.  Amor; concluyó, con hambre y todo, sin publicaciones, con crío en desasosiego, el  de la Musa. Con la refugiada de guerra, sexo, empatía, incomunicación productiva y temporalidad extrema; como quiera que haya sido, fue bueno que me haya pasado a mi y no a otro truhán, rubricó. Para concluir, esta remembranza del amor increíble; exteriorizó lo que supuso sería el sentimiento de la niña refugiada en cuanto su frustrado matrimonio con el escritor de novelas policíacas. Prefería pensarla como una mujer terrenal, más que como al ángel de las curiosidades que devino a ser, con todo lo bella que fuera. Terrena, apasionada y extraña, el Escritor, insistía en enmarcarla como a una hembra que cedió a la pasión inspiradora de sus versos.  Aunque a decir verdad, nunca le vio sentimiento de consternación o arrepentimiento alguno hacia aquel que legalmente había sido su esposo y, que como tal, le había confiado la vida. En fin, la vida es lo que uno piensa que es, no lo que uno espera que sea. Escribió entonces, Infiel:

Quiero contar una historia/ que nunca saqué a la luz/ y que ahora en mi memoria/ se yergue como una cruz.  Una cruz.../ que no es madera/ sino más bien es un recuerdo/ que anda por mis veredas/ queriendo convertirse en verso.  En el quiosco de la esperanza/ que alguien abandonó un día/ buscando amor y templaza/ de las épocas ya idas...  Conocí el amor infiel/ que necio y encantador/ sabía como la miel/ pero dolía como el dolor.  Por ser este mi estreno/ no tuve reserva alguna/ sabiendo que era ajeno/ yo sí me sabía suyo.  Y , ella..., sonreía siempre/ como fantasma en la noche/ sudando en una absurda fiebre/ deseo incógnito y pobre/  Más yo.., sabía todo esto/ más necio y enamorado/ navegué con viento recio como barco en marejada.  Mi corazón amañado/ se negaba a apartarse/ del pecho suyo aferrado/ buscaba como quedarse. Una noche de septiembre/ cuando casi no era más/ aparté de ella mi vientre, en un intento mortal.  En la distancia..., la miro/ nostálgico le sonrío/ viendo como su amor mendigo/ muere solo, en el hastío. 

Cuando leyó Infiel, después de corregirlo, espetó: “¡Por la vía de la gran madre, aunque no quiera, sigo hablando de mi!”. Era invierno, lo que significaba que era tiempo de escribir.  Así que recurrió a sus recuerdos y los mezcló concientemente con alguien que no era él, sino una chiquita citadina. Bien sabía el Escritor que la obra artística no tiene sexo definido, como tampoco nivel cultural  o social. La obra literaria es lo que sus personajes quieren que sea.  En eso consiste la escencia del literato y que lo diferencia del trovador. El primero, narra la vida soluble de otros que no existen, ni viven en donde aseguran vivir; mientras que el trovador, le canta a la  vida sin inventar nada.  Entonces, quiso ser trovador y escribió “Ciego e Inexistente” que decía más o menos así:

“Los goterones casuales de finales de noviembre llegaron y los transeúntes nos cobijamos bajo las cornisas de los almacenes de la Novena calle. Entonces, me vi rodeada de olores de color negro. Con mis noventa centímetros de altura estaba rodeada de pantalones de casimir y medias de seda con una vena obscura por la parte de atrás.  Lo único familiar era la mano grande de mi padre que me agarraba con fuerza, como si yo intentaría alejarme para jugar bajo la lluvia. Hubiese querido, eso sí, que alguien abriera las piernas para poder ver la lluvia cayendo sobre el pavimento, pero cuando llueve la gente junta las piernas, más que otras veces. 

De repente, a mi izquierda sentí un olor de otro color. Esto de los olores y los colores era una manía mía de identificarlos de la misma manera a ambos. Sabía como olían los árboles, y por lo tanto, sabía como olía el color verde. Sabía que el barro era marrón, entonces lo que era marrón debía ser barro. De esa manera clasifiqué el mundo en el que vivía. Los libros, por ejemplo, olían de manera diferente que las revistas, ambos eran de papel pero eran de diferente color. Dentro del intrincado mecanismo de clasificar estos fenómenos de forma particular, el olor que sentí a mi izquierda no lo había sentido nunca, o quizá sí, en el campo; los leñadores y los agricultores olían así, pero no concebía a uno de estos allí guareciéndose de la lluvia bajo la cornisa. Intenté volver la cabeza a la izquierda pero un jalón en mi mano derecha me llamó al orden, en todo caso, el olor más próximo a mi lado izquierdo era negro. Era un abrigo de aquellos que usaban los señores durante la época lluviosa del año.

El olor a campesino se metió dentro de mi y aunque la gente empezó a desplazarse yo seguí allí sembrada intentando pesar el olor, para identificarlo. Mi padre, había entablado conversación con un señor y yo necia decidí no volver a ver, hasta no estar segura de qué o quién era el olor a mi izquierda. El campesino, huele a hierva junto con tierra y Sol.  Este olor sólo olía a trabajo. Ya desocupado el ambiente, el olor se quedó solo a la altura de mi nariz; es decir, a unos ochenta centímetros del piso que olía a mojado. Lo separé tanto como pude, y descarté que fuera de un agricultor.  Imposible porque el olor, era en definitiva, de sudor capitalino; fue entonces que se mezcló, a la misma altura pero con mucha más fuerza, con un olor a boca y dientes sucios. 

Me percaté que mi padre ya se iba; no porque le oyera despedirse, sino porque le sentí olor a monedas en su mano libre; entonces tuve que decidir, si finalmente, volvía a ver o no al extraño olor de la izquierda. No quise hacerlo, ni aún cuando mi padre pasándome por encima su brazo derecho depositó las monedas en un pocillo.  Frustrada, no hablé durante el camino, tampoco oí cuando mi papá me refirió quién era el señor con quien hablaba. 

Este rumbo bajo la Novena calle no era frecuente para mi padre y, por lo tanto, no lo era para mi; hasta que varias semanas más tarde volvimos al almacén en donde nos habíamos refugiado cuando la lluvia. Papá entro al almacén y yo hice como si veía los juguetes de la vitrina, buscando en mis registros el olor que me confundió. No lo encontré. Olí a pino, a polvo bajo el pino, a pino cortado de tres semanas antes, olí a pared recién pintada con pintura látex de color hueso; olí, por supuesto, a cobre o a latón, olí negro como siempre; pero el olor confuso no llegó. Nos fuimos. Mi padre que buscaba un repuesto para su máquina de coser, debió bajar la Novena calle buscando en otro almacén. Llegamos hasta la novena avenida, luego doblamos rumbo al norte y papá se detuvo en tres o cuatro almacenes más.  El olor de los almacenes de la Novena avenida era el olor de diciembre. Nada nuevo ni excitante. 
Sin embargo, creí reconocer el olor confuso en la octava calle sobre el Portal del Comercio. Había mucha gente que compraba cosas para navidad, pero en alguna parte del Portal, estaba el olor que me ocupaba. Papá preguntó si quería ver vidrieras, para ver ropa y regalos, mientras llegaba el día de pago. Le dije que sí. Llegamos a un olor de borrachos, aunque realmente olía a aserrín apelmazado... Del bar iba saliendo un viejo amigo de mi padre. Se saludaron y el hombre le contó algo que yo ya sabía porque había olido su olor a desengaño. Lo invitó a tomar un trago, pero mi padre se excusó en mi para no aceptar la invitación. Mi padre no solía beber, menos en un día y horas hábiles. Yo supe que esa era la oportunidad para quedarme sola en busca del olor que me ocupaba. Entonces, le dije “cómprame un helado de vainilla”. Al amigo desengañado de mi padre, le gustó la idea y mientras desandamos el pasaje terminó de convencerlo de que necesitaba de su sabio consejo ante el desengaño, no tanto, tomarse un trago con él. En fin, papá pidió un helado, yo supe entonces que me dejaría sola un rato. Me dijo que me sentara y luego no tuvo que explicarme nada. Ya sola salí corriendo por el mismo pasaje. Sentí el olor de la humedad que la ausencia del Sol le daba a los negocios, cualesquiera que fueran sus actividades propias. Yo siempre había sentido animadversión por el olor de la humedad. Era símbolo de pobreza citadina y en este lugar, no era otra cosa que el olor de los negocios de los guatemaltecos, porque el olor de los negocios grandes que daban a la calle y a la avenida importantes, olían a tabaco puro de los turcos propietarios. En fin, llegué a donde olía a ciegos y supe que ese olor de las personas del quiosco de los números de lotería, era el mismo olor que me confundía. “Así huelen los ciegos”, pensé. Sabiendo que el olor que buscaba era de ciego, ahora tenía que buscar a alguien que oliera a ciego y cuya boca estuviese a no más de ochenta centímetros del suelo. Un niño o un enano, pensé. Un niño no puede estar solo en la calle, me confirmé.  Entonces, un enano que además sea ciego.  Llegué a la boca del Pasaje Rubio sobre la Sexta avenida, sólo para que el hilo conductor del olor se confundiera con el de diesel de los carros. Pero en el fondo del bullicio y del tráfico de la Sexta, estaba el olor del enano ciego. Debía volver a sentarme en la banca de la heladería antes de que volviera mi padre. Entonces salí del Pasaje Rubio y encaminé hacia el norte sobre la Sexta. El olor que buscaba terminó de confundirse con el olor a zapatos de plástico y de telas también sintéticas de los almacenes. Resolví volver a la heladería, justo cuando mi padre venía solo por el lado del Portal. “Perdón, me dijo, pero era importante para él”. Sonreí condescendiente, cuando una oleada del olor volvió a enloquecerme. Halé a mi padre y volvimos a la Sexta y a la salida del Pasaje. Papá puso en mis manos unas monedas y me condujo el brazo hacia un pocillo de peltre en el que un hombre obeso y partido por la mitad, mendigaba posado sobre la banqueta. El hombre tenía la cara harta de chipustes y los ojos cerrados y mi padre me contó que estaba allí desde el origen de los tiempos y que, además de mendigar, se dedicaba a prestar dinero a interés...”  
 

En su fuero interno, el Escritor, sabía que ni a mentadas le salía lo de trovador.  “Ya está de Dios”, se consoló a sí mismo. Los editores, por su parte, lo sentenciaron a que volviera a escribir una novela de intriga y pasiones, como fuera en su momento, “La Esposa del Juez”. Hizo un buen intento con una novela que se llamó: “Una Mujer con los ojos tapados, un caso de injusticia en Guatemala”.  Pero, para esos tiempos, ya los esbirros, ahora vestidos como el “Quinto Idiota”, lo tomaron a título personal y la historia simplemente se perdió.

Hacía tiempo que se había acabado la alacena que la niña refugiada había dejado en plateros y barriles. Hacía tiempo, entonces, que el Escritor iba a almorzar a la cantina, pero ese día, harto de comer tiras de panza en chirmol de miltomate, se dio el lujo de ir a comer a un modesto restaurante italiano del lugar. Allí, comiendo un espagueti con albóndigas acompañado de una ensalada de lechuga y aguacate; lo sorprendió el escritor de novelas policíacas. El Escritor, se levantó y se preparó mentalmente para liarse a golpes con su amigo. El amigo, hablando como pocho le dijo: “¡Qué carajos te pasa eh!”, al tiempo que lo abrazaba efusivamente. Nuestro escritor, un poco aturdido, bajó la guardia y le respondió el abrazo palmeándole la espalda. Hablaron toda la tarde; más en toda la tarde, ninguno de los dos tocó el tema de la niña refugiada. Hablaron en cambio de inmigración y de ir en busca del sueño americano. Hablaron de que  ahora era mejor ir a trabajar a  España o a Francia y no a los Estados Unidos. Ahora que, cada vez que se acercaban al tema de la extranjería, de vivir en otro país como inmigrante o de la vida misma; concientemente, ambos hombres se aturdían y rozando el espinoso evento que los unía, pasaban a otro tema. Recordaron sus tiempos de jardineros poetas. El escritor de novelas policíacas le contó que, efectivamente, él se había dedicado a la jardinería en Pasadena California, lugar en el que participaba en el Desfile de las Rosas, el primer día del año y que había publicado algunos trabajos sobre el tema, además de un tratado sobre elaboración de bonsái de sombra. “Es decir, que estoy hablando con un jardinero poeta consagrado”, bromeó ácidamente el Escritor. “Pues, de eso a seguir siendo inédito...” le respondió el amigo, sin malicia pero igualmente hirente. Volvieron a hablar de flores, fue en este momento que nuestro escritor, inconscientemente, le contó que él tenía un jardín florido con un pequeño quiosco en el centro. Ambos aterrizaron. El escritor de novelas policíacas quiso terminar la conversación, pero el Escritor lo detuvo y le dijo;  “Como amigo y como hombre, quiero agradecerle el favor”. El amigo, entonces, preguntó: “¿Fueron felices?”; obteniendo por respuesta: “No, solamente resolvimos mutuamente”.  El Escritor sonrió como sonríen los gatos viejos, se limpió la boca con la servilleta y preguntó:  “Y Usted, ¿ha sido feliz?”.  A esto el amigo respondió: “No.  Yo ni siquiera he podido resolver”. Se despidieron con la mirada húmeda. A nuestro escritor la condición no le era para nada ajena, así que se repuso y sonriendo ya de salida se volvió, diciendo: “Saludos a su linda esposa”; mientras el otro soltó la carcajada y respondió:  “¡Váyase al diablo!, yo de Usted, ni loco le hablo a mi mujer”.

Para enderezar la mesa de la vida, no hay como afrontar la realidad. Nuestro escritor caminó calmo y sereno para su clase nocturna. Estuvo más sonriente que de costumbre.  Bromeó con sus alumnos y, en lugar de impartir clases, les contó que en un lugar muy lejano, en un jardín plantado por una princesa de los Balcanes, llevada por los vientos del amor, ha mucho tiempo, había existido un escritor enamorado... La prueba de que la princesa era real y no producto de su imaginación, eran las mañanas remecidas por la bulliciosa pajarera de los eucaliptos que estaban del otro lado del patio; y por la noche, era el olor a “huele de noche” que inundaba su choza en el bosque. Que además, servía de motivación para escapar del tedio mediante la literatura. Entonces, notó el Escritor que ya no necesitaba el estímulo previo de un argumento para sentarse a escribir, siendo esta la mejor parte de la práctica literaria. Este notorio avance lo llevó de la mano a escribir un cuentito que había fraguado en la infancia el día que murió su hermanita parapléjica. El relato contaba la historia de “La Niña”:

“Cuando Olina saltó de su cama, porque Olina usaba cama y no cuna; y algo más, usaba la misma cama que su mamá y su hermana.  Cuando lo hizo, también hizo un descubrimiento: en aquel cuarto de paredes blancas y piso de tierra, de mediano tamaño y poca luz, encontró que en una cama cercana a la suya había una niña. Se acercó, a veces gateando y a veces dando pasitos inseguros apoyándose en los viejos muebles.  Cuando estuvo cerca de ella, vio primeramente su cara pálida, su rostro inexpresivo, sus ojos morenos que estaban clavados en las telarañas de las vigas de aquel que, ahora resultaba ser, el cuarto de todos...Nadie le explicó a Olina, qué era lo que realmente pasaba, y desde entonces, empezó a entender por ella misma, sin que nadie le dijera nada... Olina era más pequeña que aquella Niña, pero por alguna razón el calificativo le correspondía a la niña de la otra cama.  La Niña apenas se movía, no hablaba, no hacía ni decía nada. Cómo pues, hacía que todos hicieran de todo, sin que nadie dijera nada... Olina quiso invitar a la Niña a reír, haciendo muecas y diciendo palabras en lenguaje de chiquillos, como alguna vez había visto hacer a alguien. La Niñas ni se movió. Muy rara vez, la Niña hacía un torpe y arrítmico parpadeo; Olina se alegraba y no desprendía su atención de los ojos morenos de la Niña. Entusiasmada, interrogante, Olina hacía planes; pero entonces, la Niña volvía a clavar sus negros ojos en las telarañas de las vigas... Como quiera que fuera, Olina decidió que se quedaría en aquel cuarto de paredes blancas, piso de tierra, de mediano tamaño y poca luz. Esperaba confiadamente que algo pasara; aunque aún no podía entenderlo bien...  Ella, Olina dedicaba su mejor esfuerzo para hacer que el día de la Niña fuera divertido.  Le hablaba y Olina misma se respondía. Alguna vez le contó una historia terrible, pero no pudo conseguir que la Niña se asustara. La otra vez, hizo sonar la campanilla de un reloj despertador que se encontró en un cajón.  Colocó el reloj sobre la almohada y presionó el botón de alarma. La Niña hizo un gesto que a Olina le parecía una sonrisa. Olina pensaba que las cosas iban mejorando y, repetía el experimento del reloj... La chicharra del reloj solamente conseguía que la Niña convulsionara el rostro, aunque gesticulaba una sonrisa agria y pesada que no parecía divertida. Olina dejó de hacerlo. Olina se atrevía, de vez en cuando, a salir del cuarto de paredes blancas a un corredor tan grande, que allí mismo había comedor, cocina y dormitorio para visitas. En efecto, una mesa verde, un hogar hecho de adobe al lado de la mesa verde y una hamaca de pitas de colores; eran en conjunto, los muebles de aquel corredor. Cuando la tristeza cundía su espíritu pensando en que la Niña no jugaría con ella, quizá hasta nunca llegaría a quererla; Olina solía echarse en la hamaca tratando de encontrar la forma de hacerla reaccionar de aquel sueño despierto, del letargo en el que vivía desde el día en que Olina la descubrió.  A la puesta del Sol, a lo lejos,Olina oía un noticiero de radio.  Después, volvía al cuarto de paredes blancas y piso de tierra, mediano tamaño y poca luz... Una mañana de junio, Olina salió al patio; ya podía hacerlo bien. Estaba cortando unas flores de Santa Catarina que daba un árbol, árbol que había nacido en el patio de manera accidental.  Las flores del árbol eran blancas, aunque a Olina el color de las flores la tenía sin cuidado. En un momento, sólo por un momento, se dejó escuchar algo.  La Niña tosió, gimió y hasta gritó. Flores en mano e ideas alocadas en la cabeza, salió corriendo al cuarto que era de todos. Olina creyó que encontraría a la Niña sentada en la cama, aquella cama cercana a la suya. Sonriendo, Olina pensó que la Niña había despertado de su sueño despierto. Pensó que jugarían, que reirían y, talvez, la Niña llegaría a quererla. Ella, Olina, le explicaría todo. Le enseñaría el cuarto que era de todos; el corredor, el patio, el árbol de Santa Catarina. Cuando cruzó el corredor que era comedor, cocina y cuarto de visitas, a punto de atravesar la puerta que daba al cuarto de todos, una mano la detuvo. Fuerte, casi violentamente. La mano era de la mamá de la Niña, que casualmente, era también su mamá...Le vio la cara. Por primera vez la vio toda. Le vio especialmente a los ojos.  Los ojos de la mamá de la Niña estaban llorando. Pero sólo sus ojos, porque el resto de su cara tenía un gesto de alivio, como dando infinitas gracias a Dios. El día pasó pronto. Así como pronto se llenó el corredor que era comedor, cocina y cuarto para visitas, sólo que ahora el corredor era en su totalidad sala de estar. Ahí estaban muchas mujeres y muchos hombres vestidos de negro; todo parecía como que en aquella casa algo importante iba a suceder. Olina quiso entender, pero nadie le dijo nada. Cuando pudo entrar al cuarto, se encontró con que aquel cuarto que era de todos, pasó a ser solamente de la Niña.  Ella, la Niña estaba en el centro de  aquel cuarto, recostada como siempre, sólo que ahora de verdad dormía y sonreía. Su rostro estaba lozano, rosadas sus mejillas. Por primera vez, la Niña había cruzado sus brazos sobre su pecho. Estaba allí toda vestida de blanco. A la mañana siguiente, todo amaneció oliendo a flores del mismo color de las del árbol de Santa Catarina.  Al atardecer la gente se fue.  En medio del murmullo de sus voces suaves se fueron despacio y se llevaron con ellos una cajita adornada con blondas de tafetán blanco. Se llevaron también las flores blancas... Mientras se iban, Olina quedó sentada bajo el árbol de Santa Catarina que había nacido accidentalmente en el patio. Algo le decía que los siguientes años de su infancia, los pasaría corriendo por ese mismo patio, quizás se atrevería a llegar a la montaña cercana, que se sentaría a horcajadas en un árbol con forma de águila y volaría hacia el Sol. Cruzaría un par de palabritas con la Niña y a la puesta del Sol, haría el viaje de regreso en una gusano formado por una línea de arbustos que rodeaban la redondez del cerro. Vio la puesta del Sol, dorado y brillante y vio como la gente caminaba despacio, todos vestidos de negro con la cajita blanca en hombros; hasta que ya no vio más...Sus ojos no resistieron más la fuerza brillante del Sol, entonces los cerró por largo rato; al abrirlos de nuevo;  ya el Sol se había ido, pero volvía la gente vestida de negro con sus voces suaves; todo indicaba que le habían dejado al Sol la cajita adornada con tafetán blanco.  Tuvo la certeza de que ya libre, la Niña algún día decidiría llegar de visita a aquel corredor tan grande que igual era cocina, comedor y dormitorio para visitas. A lo mejor vendría, de vez en cuando, a cortar flores de las que daba el árbol de Santa Catarina que había nacido en el patio de manera accidental. Quizá alguna vez sentiría su calor en aquella cama que era de su mamá y su hermana.  Mejor aún, sería Olina misma quien subiera a la nube blanca con forma de mamá osa, en donde, seguramente, dormiría la Niña. Una sonrisa se dibujó en sus labios, mientras se apartaba el cabello de la cara y fijaba sus ojos en la nube que creía era la cajita de orlas de tafetán blanco que se posaba sobre la montaña, viendo al Sol esconderse detrás de ella. Una mano fuerte aunque amorosa la invitó a incorporarse. Un rostro tranquilo recibió su mirada.  Un abrazo tierno la sedujo hasta hacerla apoyarse en un pecho recio que invitaba a dormir. Y ella soñó con ese viaje; quizá pudiera llevarse el reloj despertador; se llevaría una media docena de flores de Santa Catarina; la misión fantástica sería ir a preguntarle al Sol, si podía ordenarle a la nube blanca que bajara y trajera consigo  a la Niña, para que jugara con ella en el cuarto que era de todos...”   

Entre esta y las de más allá, el Escritor de nuestra historia, siguió escribiendo las páginas inéditas de su vida. Y es que profesar la literatura es un ansia nunca satisfecha. Trásfugo del materialismo obtuso, casi siempre representado por las vacaciones inasequibles, por los deseos insatisfechos y, en caso ulterior, por las cuentas diarias no pagadas; el escritor de origen sigue escribiendo su propia versión de la vida. La gente que lo ve, y es más, la que lo rodea, cuando con dicha suerte cuenta, lo ve apegado al papel en el mejor de sus momentos; o en otro tiempo, agarrándose a trompadas con las gárgolas de sus castillos fantasmales. Para fortuna del escritor de origen, el día o la noche llega en que la Divina Providencia, se apiada de su alma en pena y,  entonces, fluye como río de aguas bravas, la nueva obra literaria de sus lamentos. Que sí se publica o no, esa es historia de otra hora, o lo que es lo mismo, “esos son otros veinte pesos”. 

Entonces, a sabiendas que su lírica era por demás ajena a la realidad de todos los demás, tomó en serio el consejo de los editores, quienes a voz en cuello le gritaban que dejara de escribir poesía, y que empleara el ingenio donado por el “Trono de la Gracia”, en escribir novelas de amor, de intriga y, si le alcanzaba, que escribiera novelas policíacas. Intento vano, porque entonces, sin pensarlo dos veces, cedió su cita con el editor mayor con tanto abrojo ganada; a su amigo, el escritor de novelas policíacas.

Fue en su busca, a la casucha aquella en la que había conocido a la muchacha refugiada. Nada había cambiado en la callejuela de marras. La calle empedrada, los geranios en los balcones, el rojo óxido de las casas coloniales.  La farola de la esquina y el zaguán con aldabón con forma de cabeza de león de la casa de su amigo. “Tiempos aquellos, señor don Simón”, susurró para si mismo. Su amigo ya no vivía en el lugar; en cambio, lo mandaron a un lujoso condominio de casas con terraza española y cúpulas blancas, una actualizada copia de las casas coloniales. Después de identificarse para que el guarda garitero lo dejara entrar a pie, finalmente hizo sonar el aparato intercomunicador de la casona. Quien salió a atender la puerta, fue la hija menor de su amigo, el escritor de novelas policíacas. Con un poco de pena, le confió que buscaba a su padre para tratar con él un asunto literario. La muchacha le contó que su padre, paciente diabético, se encontraba recluido en el hospital. “¡Dios eterno; ahora que las cosas se nos estaban componiendo!”, dijo consternado.  “¡No está muerto!, sólo tiene una crisis de azúcar”, le repostó la muchacha malencarada.

Se montó a una camioneta extra urbana, y finalmente tuvo frente a sí, no al escritor de novelas policíacas, sino a un hombre enfermizamente obeso que jadeante se quiso incorporar de la cama de hospital para recibirlo. “No se apure Broso, solo hágame campito que yo me siento en la cama”, le dijo. “¿Cómo se siente?, le preguntó mientras le sobaba el pie hinchado. “Pues mire, aquí finiquitando el sueño americano”. El Escritor sonrió nostálgico y reflexionó en voz alta, “Es mejor quedarse en el terruño aunque sea comiendo caldo de quiletes”, a lo que con sarcasmo respondió el amigo enfermo,  “Entre otras cosas...”. Ambos rieron con sorna...

Dentro de lo trágico que pudo ser su entrevista, cuando la gente se quiere bien, encuentra los recursos para recordar las épocas ya idas. Se rieron de sus tiempos de jardineros poetas y de media cuchara de albañilería en el hotelazo de la entrada; repasaron, como si hubiese sido ayer, los tiempos en que recogían periódicos atrasados para leer sobre las novedades literarias. De los tiempos, en que le apostaban a conquistar a las muchachas con los mismos versos, recitados y dedicados especialmente a la niña de turno. A la Musa la recordaron entre lágrimas sentidas y, a la muchacha refugiada, la celebraron como a una bellacada a dos manos. Rieron ellos, los demás pacientes y hasta los médicos de turno.

“Pues bien, dijo el Escritor, no creo que sea prudente hablarle del tema”;  aunque el otro respondió, “Cada vez que lo escucho, es para algo muy importante; ahora que, yo estaba pensando en donarle a mi mujer...”. Los médicos no entendieron el chascarrillo, mientras el escritor de novelas policíacas dijo: “Ahora que ya me voy a morir... digo”. El Escritor, entonces aún sonriendo le contestó: “Una vez le pasa al ciego Broso; además, ya no estoy yo para esos trotes”.  La carcajada fue generalizada. Limpiándose la boca babosa, el Escritor procuró enseriarse y retomó: “Pues, yo venía a ver si le interesa publicar sus novelas policíacas”. “¡Caramba!, como me lo contaron se lo cuento!”. “¿Usted, editor de novelas policíacas?”. Volvieron a reír, aunque cada vez se fueron internando en el silencio fatal de la verdad... “Sí habla en serio, tire al fuego todas las novelas mías que encuentre; pero una... ‘El Comandante’;  esa es mi autobiografía y la de la muchacha refugiada...”.  Sus ojos casi ciegos, brillaron con el brillo de la causa personal ganada y, continuó: “Si en algo me estima, que sé que sí, publique ‘El Comandante’; entonces yo habré descansado en paz...”. El amigo respondió: “¡Delo por hecho!, amigo mío. Si no publico algo mío, no me importa, ‘El Comandante’ será publicado, ¡aunque deje la vida en el intento!”.

En fin, de alguna manera lo instruyó para que localizaran los manuscritos de sus novelas policíacas. “Cosas veredes Sancho amigo...”; le dijo el escritor de novelas policíacas mientras se despidió con un abrazo y un beso de hermanos. Cuando venía de regreso en la camioneta atiborrada hasta las cachas, supo el Escritor que no volvería a ver con vida a su amigo el escritor de novelas policíacas. Esa entrevista en el hospital había sido el recuento final de su amistad y, en el fondo de su alma, se alegró de haber sido él quien capitulara la parte bonita de la vida de su amigo. Ahora se dijo, es cuestión de honor lo de la publicación. Quizá no llegue a tiempo de verlas publicadas, pero de que se publican, se publican, sentenció.

Dedicó los siguientes días a revisar los manuscritos. Hizo correcciones de forma, más no tocó el fondo. Cuando hizo la primera lectura de ‘El Comandante’, enfermó de sorpresa.  La novela no era policíaca, aparentemente era una biografía de un guerrillero guatemalteco y su novia una militante de la resistencia comunista que aquel, había conocido en Praga, capital de la República Checa. Es decir, él fue amigo del alma de un guatemalteco militante revolucionario en activo y, por si fuera poco, también fue marido a medio tiempo de una espía de la resistencia comunista, quienes se conocieron durante la Primera Conferencia de los Países no Alineados, que contó con la presencia de Cuba. “¡Con que razón entendía el español perfectamente, la desgraciada!”, se recriminó la inocentada. Ciertamente, la novela cambiaba nombres e identidades, como era común a los escritores revolucionarios de la época, pero sus verdaderas identidades eran secretos a gritos en toda la región. 

Sobrevivieron de aquella legión “Los Compañeros” de “Marco Antonio (el bolo) Flores”; además de algunas otras obras noveladas, editadas y distribuidas en el extranjero. Pasó, nuestro escritor, muchos días anegado entre la cólera y la autocompasión. No era la militancia política de “los amigos” lo que lo molestaba; era el engaño al que él solo se había sometido.

En ese maremagno de contradicciones, se dio cuenta de que nunca supo el nombre  verdadero de la muchacha refugiada. “Si lo he de saber, se decía a sí mismo; cuando menos, lo he de tener escrito en algún lugar”. La verdad de las cosas, aunque el Escritor no lo recordara o, quizá, no lo quisiera reconocer, es que nunca le preguntó a la muchacha refugiada, cuál era su nombre de pila, ya que de siempre la llamó “la muchacha refugiada” en público, y Brishí (por su parecido con Brigitte Bardot), en la intimidad. De ella, sólo sobrevivió un cofre de madera con rebordes de hojalata, que después del descubrimiento pasó varios días sin abrir. No le confió a nadie, ni siquiera a su hijo, el delicado asunto. El día que tomó el valor para abrir el cofre, lo hizo solo y con la sensación de que hacerlo sería el acto postrer de su existencia; no tanto en la vida física, sino en su vida como hombre. Finalmente, lo abrió. Encontró mucho dinero en diferentes denominaciones, particularmente “dinares y  tolares”, las monedas de uso corriente en Eslovenia. Encontró periódicos viejos sobre la Guerra fría, además de reportes sobre el conflicto interno, librado por los países de nuestra región. Encontró una nota de despedida de la muchacha refugiada;  en  la  que en perfecto  castellano le  pedía perdón, y le agradecía los favores recibidos. Allí se enteró de que el amigo viajó a los Estados Unidos como testigo protegido de la C.I.A.; mientras que a ella, la tuvo que dejar en Guatemala, porque el gobierno norteamericano le negó la visa; aunque al parecer, no la tocaron a cambio de información fidedigna sobre el movimiento revolucionario en Centro América.  Por un momento, el estupor de ser traidor le corrió espina dorsal arriba; pero después de un meteórico recuento mental que hizo de sus conversaciones con ella, de los panfletos contenidos en sus cajas de libros, en los libros apilados en los estantes de la librería la Musa y demás recónditos lugares; efectivamente no había nada que pudiera servir a la espía. Entonces entendió; que sí había habido intervención  Divina; cuando de la nada, se volvió un pervertido sexual con los cromos de Las majas de Francisco de Goya. Durante ese episodio, él había roto, después de mojado; quemado y enterrado las cenizas de toda la propaganda subversiva que tenía.  O sea que, ya no más inocentadas, la mujer se fue de su casa, cuando supo que realmente no había nada que pudiera servirles a los anticomunistas. En fin, ojalá sus encantos naturales no seduzcan a Pedro Joaquín Chamorro en Nicaragua o a Mario Payeras en la montaña guatemalteca. Ojalá ninguno de los “comprometidos” con la causa revolucionaria centroamericana; se le cruce a esta desgraciada.  Primeramente Dios que no, se persignó.

Dentro de los perturbadores hallazgos del cofre, encontró algo aún más importante. Era el diario de una médico, aparentemente, secuestrada por la guerrilla guatemalteca, en la cual narraba las crueldades de ambos bandos durante el conflicto armado interno.  Entonces, tomó la decisión de no publicar la obra de su amigo el escritor de novelas policíacas.  No lo merecía, además de que no eran tal cosa; eran más bien, un compendio de hechos sanguinarios y confusos. Consideró valioso, eso sí, la historia de la médico desconocida y que, pensó, había sido una víctima inocente del Comandante; además que dentro del trasiego de balas se había convertido en la novia de su amigo el escritor de novelas policíacas. A este último, el Escritor lo reconoció mediante el retrato hablado que de él hacía la médico que había escrito el diario. Buscó con lupa en las páginas del cuaderno de notas a la espía checa, pero no la encontró. Esta debió ser su aventura posterior, se dijo. Hizo el intento de corroborar la historia de la médico, pero fue inútil; nadie le supo dar razón de quien había escrito la historia. Así que la dejó como estaba.

Su hijo, al frente de la situación, le preguntó un día: “¿Está seguro papa; mire que ese hijo de su madre nunca fue su amigo”.  “Si lo fue.  De hecho fue el único amigo que tuve en la vida”, respondió con nostalgia y prosiguió: “No publicaré la historia malamente contada de su líder, el tal Comandante; eso no merece ser honrado. Publicaré eso sí, el diario de la médico guatemalteca, es un deber patrio...”, concluyó.

Ciertamente, los escritores revolucionarios, habían peleado, además de su propia revolución, la publicación de sus experiencias en la selva.  De ahí, la valiosa literatura de Mario Payeras el insigne creador, que no autor, de “El Mundo como flor y como invento” y entre otras muchas joyas de la literatura nacional, su “Asedio a la utopía”, Ensayos políticos 1989-1994.  De este autor nacional, como ningún otro; nuestro escritor poseía casi a nivel de venerada reliquia los “Poemas de la Zona Reina”.  Así, la literatura también fue arma de ambos bandos en el dolor perpetuo de la Patria.  Hubo autores que contrarrestaron el sentimiento nacionalista de los literatos.  “No se trata de juzgar, dijo el Escritor a su hijo, ni mucho menos sentenciar un ideal; lo que si vale es que la pluma, bien blandida, puede hacer más que la metralla”.

Las demás obras, podían o no ser autobiográficas del escritor de novelas policíacas; entonces como un acto de contrición para honrar su palabra, incluyó la que más se parecía a una novela, y que además contenía datos biográficos que él conocía de su amigo. 

Después de meses, tomó la decisión de llevarlas al editor mayor; quien apenas las hojeó y autorizó la dichosa publicación. El Escritor, se apresuró a aclararle al editor mayor:  “Las novelas policíacas no son mías, son de un querido amigo ya fallecido”. “Lo sé,  esto, no es un acto literario, sino un acto de justicia social”, le respondió circunspecto el editor mayor.

El escritor volvió a su choza del bosque.  Destruyó los jardines floridos y usó la madera del quiosco para cocer frijoles negros en la fogata del patio. Se hizo baños de salvia y de hojas de eucalipto. De allí en adelante, usó para bañarse ‘bolas de jabón de coche’. Es decir, quería purificarse. 

El día en que su hijo lo encontró haciendo un sahumerio es su casa, lo abrazó y con ternura le dijo: “No friegue papa, ¿usted haciendo actos de brujería?”. Nada en el mundo era más importante para el Escritor que la opinión que de él tuviera su hijo. Entonces, fue que se decidió a hablar. “No es brujería hijo, siéntese bajo el aguacatal que sembró el abuelo, voy a contarle la verdadera historia de mi vida, de mi amor por su mamá, y de las burradas que cometí en nombre de la poesía”.  Acto seguido, le narró la historia hasta aquí contenida.    

El día llegó en que se realizó el acto de entrega de las ‘novelas policíacas’; el que se realizó en un salón barroco del hotelazo de la entrada del pueblo; el Escritor lloró cuando vio el jardín plantado por los jardineros poetas, y dedicó su último verso a las lilas sobrevivientes.  Él recibió la, aparente, obra de su amigo. Su hijo, se encargó de novelar la historia que su padre le contó el día de las confesiones, bajo el aguacatal de su abuelo. También estaba invitada la familia del escritor de novelas policíacas, ya extinto; pero se excusaron ya que habían partido a seguir buscando el sueño americano. Como siempre, en nombre de la sincera amistad que su padre había profesado a nuestro escritor, no tuvieron empacho “en cederle el honor de recibir en su nombre, la honra literaria que la muerte le había arrebatado”.

Cuando el Escritor ya no encontró los lentes, aún los tuviera puestos, cuando siguió escribiendo aunque ya hubiese desbordado la hoja; cuando no abrió más al público su librería La Musa, porque dejó de ser la fuente del sustento diario, convirtiéndose a tiempo completo en el refugio acucioso de la vida y que por todo aviso, garrapateó un cartel que colgó de la puerta del local que decía literalmente: “Aquí ya no se venden libros, sólo se prestan”. Ese día, recibió la oferta del editor mayor para hacer una antología de su poesía.

No accedió, en cambio dejó certificado que su obra maestra fue su hijo; quien lo hizo tres veces abuelo y quien le dedicó diez y seis, de las cuarenta obras que escribió y publicó; porque veinte se las dedicó a la Musa de su padre; o sea, su propia madre; y cuatro más, se las dedicó a su amigo, el compañero de la Musa...  

Así se encapsula la vida del Escritor y de su amigo el escritor de novelas policíacas. Entre los haberes del Escritor, que seguían siendo libros, manuscritos, poemas y citas literarias; alguna vez, cuando él se había ido definitivamente, su hijo encontró cientos de manuscritos de la más alta calidad literaria. ¿Publicaciones?, una que otra que siguieron perdidas en los anaqueles empolvados de los críticos y editores, o las dos cosas al mismo tiempo... 

Olivia López Betancourt©

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