La responsabilidad de Lezama

ensayo de Brett Levinson
University of Chicago

José Lezama Lima

De los muchos comentarios raros que nos ha dejado José Lezama Lima, ninguno nos parece más extraño que el siguiente: “toda amistad...,” escribe, “se me presentó como una forma de devoración” (Interrogando 15). Detrás de estas palabras se esconden no sólo las teorías de Lezama sobre la amistad, sino también sus ideas sobre asuntos más generales: la comunión, la comunidad, la comunicación y, de hecho, ei comunismo. Al parecer, estudiar tales temas es alejarse de tanto el enfoque principal —poiesi como el objeto clave —la imago— del proyecto poético de Lezama. Lo que veremos, sin embargo, es que la amistad y la comunidad, poiesis e imago, forman un mundo inseparable en el contrapunteo lezamiano. Mi propósito no es desenredar aquel nudo, sino reatarlo diferentemente.

Comienzo señalando el anagrama amigo/imago. La amistad y la imagen se cruzan, aunque de una manera torcida. ¿Pero cómo? la respuesta exige una explicación de la imago. Generalmente, la imagen íezatniana ha sido entendida como la inalcanzable unidad de una poiesis fragmentada. Es decir, se ha leído Lezama como si fuera un artista en busca de un dominio trascendental, un Paraíso —“aun cuando Lezama rechaza abiertamente esta lectura en el poema “Resistencia”: “No caigamos en lo del Paraíso recobrado” (Poesía 191-2), Lezama escribe allí. Lo cual significa: “No caigamos en la ideología absurda de la caída, en al creencia en otro mundo mejor y armonioso.

De hecho, la imago poco tiene que ver con tales unidades. En cambio, la imagen juega dos papeles —aparentemente contradictorios— en el sistema lezamiano: la imagen fragmenta y recoge “suma”, la historia. Lo fragmentario, o mejor dicho, “el fragmentar”, se manifiesta en las palabras siguientes: “En incletenibles, indescifrables dimensiones, el hombre logró establecer como fortines o avanzadas substituciones y reconocimientos dobles, refracciones de equivalencia” (Obras 788-4). La imagen, Lezama indica, es una “avanzada substitución”: una repetición o refracción dupla que se encuentra al origen de la historia. La historia, formada mediante estos reflejos torcidos, avanza como un continuo no linear, un flujo —de hecho, Lezama lo denomina el flujo poético— un flujo de rupturas, interrupciones, irrupciones, fisuras y discon tinuidades.

Esto nos lleva a la imago como un principio de recolección. Lezama escribe en Oppiano Licario: “En el flujo de un instante se suman todos los fragmentos y se describe una parábola cuyo final se desconoce. En el flujo la violencia acumulativa ele ía instantaneidad se apodera de todo el desarrollo, y las metamorfosis de la instantaneidad forman un nuevo cuerpo” (866). Este “nuevo cuerpo” es la imagen, la fuerza que, sin fin (“cuyo final se desconoce”), suma y cose los fragmentos, intersticios y grietas el entre-deux— del flujo violento.

Las imágenes como interposiciones naciendo de la distancia entre las cosas. La distancia entre las personas y las cosas crean otra dimensión, una especie de ente del no ser, la imagen que logra la visión o unidad de esas interposiciones. (Obras 179).

Este trozo, sacado del ensayo “Las imágenes posibles”, debe leerse cuidadosamente. Lezama no está sugiriendo —ni aquí ni en ningún otro lugar— que los fragmentos de la historia progresan hacia una unidad trascendental “no caigamos en lo del Paraíso recobrado”); está diciendo, al contrario, que la “unidad de esas interposiciones” (la imagen) es una suma de suturas múltiples, un flujo de separaciones tejidas.

Ahora bien, estas discontinuidades históricas que el flujo poético asimila constituye el dominio que Lezama llama poiesis. Estapoiesis, por lo tanto, no se refiere a la poesía propiamente dicha, sino a las fisuras que existen dentro de la historia, pero que resisten y transforman esa misma historia: “Tiempo poemático, forma sutil de resistir sin hacer historia”, Lezama escribe (Obras 166). Es decir, la poiesis es tanto irrepresen-table (“Es imposible representar la corriente del devenir que choca con la discontinuidad”. Lezama nota [Obras 146]), como imposible pero no es ahistórico, trascendental. Cito a Lezama otra vez: “pues cuanto más nos acerquemos a un objeto o a los recursos intocables del aire, derivaremos con más grotesca precisión que es un imposible, una ruptura sin nemósine de lo anterior” (Obras 152; énfasis añadida). En otras palabras, la poiesis está ligada a la noción lezamiana de lejanía —la “distancia” que no se debe entender como una meta inalcanzable, Paraíso, sino como el límite interno, el imposible enire-deuxincorporado por la historia, por el tiempo.

Pero para verdaderamente comprender lo que está enjuego aquí uno tiene que analizar la relación entre la imagen y la memoria. Como ya han señalado varios críticos, para Lezama la memoria es la fuerza que transforma, recrea, y relee el pasado. Pero lo que estos críticos no ha visto, a mi juicio, es que los intereses más radicales lezamianos no estriban en estas transformaciones mnemónicas. Se basan, en cambio, en la substitución de la memoria por la imagen (“la reminiscencia reemplazada por la imagen” [Oppiano 301]); en un mecanismo (la imagen) que aparece precisamente cuando la memoria y la reminiscencia fallan, cuando el pasado no se puede recobrar: “La lejanía en que está guarnecida la reminiscencia le impide acompañarnos cuando la necesitamos” (Obras 149). De hecho, mientras la memoria lezamiana puede recrear y alterar lo que una vez apareció en la historia, no puede ir “más allá de recordar las cosas que no han sucedido” (Obras 142). Este es el trabzyo de la imagen.

La imagen, sin embargo, no es responsable por el recuerdo, sino por la protección de estos pasados “más allá de lo que no ha sucedido”. Sólo la imagen puede guardar y recoger la posibilidad quaposibilidad, las rupturas y discontinuidades —poiesis— que, moran, precisamente, más allá de la memoria, más allá del recuerdo de los acontecimientos. En breve, la imagen es el “espejo pineal” (Paradiso 726): el espejo imposible que recoge la historia de lo desconocido, de lo irrecuperable, de la ruptura. Esto explica porque, según Lezama, el poeta es responsable por el pasado más radical, porque el poeta es el guardián de lo “inexistente”: “El poeta como guardián de la sustancia de lo inexistente como posibiliter (Obias 774).

La poiesis y la imago, por lo tanto, cuidan (sin representar) un pasado insólito: lejos de ser “ahistórica”, la poiesis, asume una responsabilidad ética por la historia, “un ethos en creación” (Obras 779), como Lezama la llama.

Pero este “guardián de lo inexistente” (el poeta) es importante por otra razón. El hecho de que la imagen recoja y proteja lo imposible significa que “lo más allá de lo que no ha sucedido” se preservan en el aquí y el ahora. Para Lezama el pasado irrecuperable no vuelve; encerrado dentro de la imagen, minease ausentó: “Lo que ha sucedido, no volverá a suceder, sino, por el contrario, está sucediendo de nuevo, propagado por la dimensión... de una refracción incesante” (Obras 590). La imagen, mediante su “refracción incesante”, su “soldar de nuevo” de los fragmentos (los “átomos”), se liga no al eterno retorno del pasado, sino al eterno retorno de lo que ya está aquí (para repetir: “Lo que ha sucedido, no volverá a suceder, sino, por el contrario, está sucediendo de nuevo”). Lo cual significa: en la poiesis lezamiana el pasado más distante no es lo que se mira desde la perspectiva de un después; se compone de acontecimientos que se confrontan desde adentro, cara a cara, en el presente.

Parece que hemos perdido el camino: el problema de la amistad con que abrimos este estudio. Pero al enfocarnos en la historia de la Revolución Cubana podemos volver a esta discusión original. Quiero destacar que este análisis de la Revolución Cubana es, sobre todo, un análisis de la relación entre la historia y la ideología; lo que diré de la Revolución se podrá decir de cualquier sistema político, sobre cualquier nacionalismo, por ejemplo, el de los Estados Unidos. Pero, desde luego, es la ideología de la Revolución Cubana la que más importa en un estudio de Lezama,

Ahora bien, con mi referencia a “la historia de la Revolución Cubana” no me estoy refiriendo a los años de Castro como tales, sino a la historia de Cuba que la Revolución ha creado: la historia de la Cuba prerrevolucionaria narrada por la Cuba de la revolución. Sin embargo, el término “Cuba prerrevolucionaria” no está precisamente bien aquí y eso es lo que importa. De verdad, la razón por la cual la “historia de la Revolución Cubana” ha sido tan clave para la Revolución misma es que la Cuba pos-1959 ha sido capaz de convertir la Cuba pre-1959 en una etapa de la Revolución. En otras palabras, para la Revolución Cubana, Cuba (y América Latina) sólo tiene una historia, la de la Revolución: una lucha de quinientos años progresando hacia un destino universal, el destino del pueblo, un pueblo que funciona como la unidad trascendental de la ideología cubana.

Mi crítica aquí no se dirige a la Revolución Cubana misma sino a la apropiación de la historia por la ideología. Lo que quiero mostrar es que la poiesis lezamiana ataca directamente tal aprobación, Lezama emplea la poiesis para criticar la estructura básica de toda ideología. Esta crítica empieza con los puntos que ya he destacado: la historia latinoamericana existe por cuanto es violada y recogida por la miago. Lo que este proceso genera no es sólo la “historia misma” (la historia tal como es representada, es decir, apropiada) sino también —y más importante— ia historia de lo desconocido: “crea no la tradición y el orgullo banal de lo ya hecho, sino la gran tradición, la verdaderamente americana, la de impulsión alegre hacia lo que desconocemos” (Imagen y posibilidad 194). Este desconocido, a su vez, es irrecuperable, no porque está ausente, sino porque está presente, devolviendo; una disyunción irrepresentable: “un desconocido que nos habita y nos rige”, como Lezama dice en “Señales” (Imagen y posibilidad .194).

La pregunta que aquí surge es: ¿Cómo puede el poeta asumir una responsabilidad política, y ética por este “desconocido que nos habita y nos rige?”. La respuesta es: mediante una ética-política de la alteridad. Pero todo eso exige mucha explicación.

Permítanme regresar a la Revolución Cubana. Esa Revolución, como ya he notado, intenta apropiar el pasado por un destino singular —el destino del pueblo—, un telos universal: por lo Mismo, un Mismo que Lezama llama lo homogéneo. La poiesis lezamiana hace lo contrario: protege la historia de precisamente este Mismo; le ofrece alejamiento al extranjero, a la alteridad. Lezama cuida estas resistencias que irrumpen dentro de la Totalidad y que la interrumpen; las resistencias que impiden la realización de la totalidad: poiesis mantiene y cuida la disyunción, el antagonismo. ¿Con qué fin? ¿Por qué? Porque, para repetir, según Lezama la historia latinoamericana preserva las posibilidades imposibles, el potens. Poiesis cuida estas posibilidades; el poeta “cuida un germen, nada menos que la semilla del potens, de la infinita posibilidad” (Interrogando 20). El poeta, sin embargo, no habla por esa alteridad—tal “hablar” sería simplemente otro tipo de apropiación. El poeta, al contrarío, guarda la otredad del otro, lo deja ser. La poesía, para Lezama, no es una apropiación sino una ex apropiación.

¿Cómo entender esta ex apropiación? La respuesta tiene que ver con el anagrama imago/amigo, por un lado, y con el pasaje citado más arriba en que Lezama asocia la devoración y la amistad. La imagen devora la historia, incluso la historia de la ruptura; la incorpora. Pero desde luego este acto de incorporación es también un acto de violencia: de agresividad, de digestión, de transformación. Sin embargo, mediante esta violencia —de alguna manera— la imagp (como el amigo) cuida al otro. Lo cual significa: la ¿mago ampara la otredad del otro al violarlo, transmudarlo y transformarlo. El otro debe permanecer un flujo si va a resistir lo Mismo —mejor destruirlo y reconstruirlo que perderlo.

Ahora, por fin, podemos empezar a meditar sobre los temas principales de este trabajo: comunidad, amistad y responsabilidad, Lezama escribe:

He sido un solitario que cultiva el diálogo con fanatismo. Creo en la intercomunicación de la sustancia, pero soy un solitario. Creo en la verdad y el canto coral, pero seguiré siendo un solitario... Creo que la compañía robustece la soledad, pero creo también que ío esencial del hombre es su soledad y la sombra que va proyectando en el muro... {Interrogando 14).

¿Cómo entender este “coral solitario”, esta “intercomunicación a solas”, esta comunidad del individuo? Que Lezama estuviera “fanáticamente” obsesionado con el diálogo —comunicación, comunidad— y un “solitario” sólo puede explicarse de una manera: Lezama había incorporado su comunidad. Era un cuerpo, pero un cuerpo que había asimilado muchos cuerpos. ¿Pero qué “cuerpos”? ¿Qué comunidad? Lezama contesta sin ambigüedades: la comunidad de los muertos vivos, la comunidad de los que han sido enterrados vivamente dentro de la historia: el desconocido. La ya citada, “intercomunicación de la sustancia”, en otras palabras, alude a un diálogo entre Lezama y esta sustancia muerta, la sustancia incorporada “que nos habita y nos rige”. En el último instante, por lo tanto, el diálogo lezamiano se situó entre Lezama y su propio otro.

Así que, Lezama asumió varías responsabilidades: responsabilidad por la comunidad que lo habitó, responsabilidad por el otro, responsabilidad por sí mismo como otro, responsabilidad por los muertos. Creo, sin embargo, que todas esas responsabilidades se pueden reducir a una: la responsabilidad hacia la comunidad cubana. De hecho, lo que Lezama dice sobre Martí nos dice más sobre Lezama mismo que sobre Martí:

La majestad de su ley y la majestad de sus acentos, nos recuerdan que para los griegos mártir significa testigo. Y si sólo podemos creer, según la extraña sentencia de Pascal, a los testigos muertos en la batalla, es en las decisiones [sic] de su muerte, donde nuestra forma como pueblo adquirió su esplendor al unir el testimonio con su ausencia, dar una fe sustantiva para las cosas que no existen, o a la terrenal gravitación de las más oscuras imágenes. (Imagen y posibilidad 198).

Los textos de Martí, como los de Lezama, ofrecen “testimonio” por pueblo cubano no por el jmeblo en un sentido ordinario, sino por el pueblo de las “cosas que no existen”, de “la terrenal gravitación”, en suma, por la Cuba enterrada, la otra Cuba. Este testimonio, a su vez, “re-viva” y “cuida” este pueblo sumergido. En otras palabras, la comunidad lezamiana le abre sus puertas al extranjero, comparte su espacio con la ruptura, traba amistad con la fisura, comunica con estos “no seres” que han sido cortados —es la comunidad de los que nunca han tenido una comunidad.

Sin embargo, para Lezama “este cuidar del extranjero” mediante la devoración exigió también una autodevoración; la “responsabilidad” por el pueblo del extraño exigió autorresponsabilidad, autodigestión: “autodestrucción” según el “diccionario” lezamiano. Esta idea se manifiesta en el comentario sobre Martí: es mediante su propia muerte que los testigos ofrecen testimonio y preserva a los otros, al pueblo (“los testigos muertos en la batalla, es en la [sic] decisiones de su muerte, donde nuestra forma como pueblo adquirió su esplendor al unir el testimonio con su ausencia”).

¿Cómo explicar todo eso? Como he estado sugiriendo, para Lezama el poeta hereda un regalo, un don —el don de la historia. Este regalo, sin embargo, no es una comodidad sino una otredad y una responsabilidad, una responsabilidad que le obliga al poeta devolver los dones, como Lezama nota, “con ios dones acrecidos”. Acrecidos ¿con qué? Con precisamente la traza individual, la ruptura del donador mismo, añadido al continuo temporal. Esto, entonces, explica el pasaje en que Lezama sugiere que es la soledad que más importa la estampa individual y solitaria en la historia. En otras palabras: yo, el individuo, soy responsable por todo ser histórico, pero nadie puede asumir mi responsabilidad, nadie es responsable por mí. Yo el poeta me doy por todos pero nadie puede darse por mí.

La obra entera de Lezama se puede entender en términos de este “dador”, este responder a la otredad de la historia, la otredad de la ideología. Pero lo que se debe señalar también —y aquí concluyo— es que este “otro”, según Lezama, no es sólo el espacio del extraño y de la responsabilidad —también es el espacio de la libertad. Como Lezama nota en una carta a AJvarez Bravo: “La imagen y su absoluto, y la metáfora en su libertad que avanza trazando su análogo, engendran la poesía como absoluto de la libertad. En esa libertad transcurre mi obra” (Suárez-Galbán 76). Tales libertades, sin embargo, no eran para Lezama simplemente libres; como la resistencia, vivían como prisioneros de la historia, pidiendo una respuesta mediante un tipo de escritura que era tanto destructivo como afirmativo, tanto una aniquilación como una bienvenida. En otras palabras: para Lezama la libertad no existía sin la presión de la opresión; pero la opresión y la ideología no existían sin la presencia de vina libertad que devora las entrañas de tal opresión.

Lo que estoy sugiriendo aquí —lo que Lezama está sugiriendo— es lo siguiente: La historia latinoamericana —tan violenta como haya sido— no es sólo la historia de ley y opresión, sino también de transgresión y liberación del potens; no sólo una negación sino también una afirmación. Desde luego, esta liberación, esta afirmación están atrapadas dentro de una máquina ideológica de una violencia tremenda, de un antagonismo infinito. Pero el espacio antagonista corta en ambas direcciones; si es el espacio donde la opresión instala sus fábricas, también es el sitio donde la libertad trabaja.

 

Brett Levinson
University of Chicago

 

Publicado, originalmente, en Revista Chilena de Literatura N- 42, 1993

La Revista Chilena de Literatura, fundada en 1970, depende de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Departamento de Literatura, de la Universidad de Chile.

Link del texto: https://revistaliteratura.uchile.cl/index.php/RCL/article/view/39821

 

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