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A 50 años de su primera edición
 

A propósito de "Cien años de soledad"

Isaías Lerner

 

 

En Cien años de soledad Gabriel García Márquez narra la historia de una estirpe desde los orígenes hasta su desaparición. Aunque el autor nos da datos de ciertos acontecimientos anteriores a la fundación del pueblo donde se establecen los Buendía, la crónica cubre fundamentalmente los hechos protagonizados por esta familia por más de cien años en el pueblo de Macondo, lugar imaginario que en un principio es "una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a orillas de un río de aguas diáfanas” (p. 19)[1] Por propias declaraciones del autor la ubicación de Macondo es muy parecida a la de su pueblo natal[2], la realidad en esta población está tan mezclada con la más obvia fantasía que Macondo no parece unida a ninguna realidad geográfica concreta. Al contrario, cada vez que se intenta un esfuerzo de comunicación con el resto del país, Macondo parece fugarse de los puntos que la unen con el mundo restante. Así, un mensajero enviado a la capital ”... atravesó la sierra, se extravió en pantanos descomunales, remontó ríos tormentosos y estuvo a punto de perecer bajo el azote de las fieras, la desesperación y la peste, antes de conseguir una ruta de enlace con las muías del correo” (p. 11). Más que una ubicación en el espacio, Macondo parece una detención en el tiempo, en tiempos arbitrariamente parecidos a los del descubrimiento de América porque ”La ciénaga grande se confundía al occidente con una extensión acuática sin horizontes, donde había cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el hechizo de sus tetas descomunales” (p. 17).

A Macondo pueden llegar indios guajiros en busca de refugio a causa de una peste extraña: el insomnio (p. 39) y expediciones alucinantes llevan a sus pobladores a regiones que se parecen a un "paraíso de humedad y silencio, anterior al pecado original, donde las botas se hundían en pozos humeantes y los machetes destrozaban lirios sangrientos y salamandras doradas” (p. 17). Desde Macondo se puede huir a Curasao (p. 90) y llegar a Manaure (p. 93); un Buendía llevará la revolución a poblaciones llamadas Villanueva, Guacamayal o Urumita y vivirá con indios motilones, o saldrá con dos mil indígenas de la Guajira, o desembarcará en el cabo de la Vela (p. 116); cuando fracase, pretenderá unir las fuerzas federalistas de América Central (p. 129) y un hijo suyo desertará de esas tropas en Nicaragua (p. 131); fugazmente se dice que los nietos del fundador de Macondo hablaron antes la lengua de los guajiros que el castellano (p. 211). Una compañía aprovechará la feracidad de sus tierras para instalarse en las cercanías y, finalmente, se sabe que a la región encantada sigue una llanura de amapolas con un galeón carbonizado en el medio (p. 250) que anticipa los doce kilómetros que faltan para "el mar espumoso y sucio” (p. 18). De cualquier modo, al otro lado de la ciénaga, parece haber "pueblos que recibían el correo todos los meses y conocían las máquinas del bienestar” (p. 38).

Todos estos datos, que mezclan la certeza geográfica con la irrealidad lírica confunden intencionalmente todo intento de ubicación y permiten establecer una familiaridad con lo insólito tan aceptable que el mundo fantástico pronto socava todo intento de ejemplaridad o de documentación.

Esta fantasía no se basa en la total novedad que sorprende al lector con lo incomparable o lo no imaginado todavía. El método empleado por García Márquez consiste en invadir la realidad cotidiana con lo insólito y ubicar en esta realidad a personajes capaces de aceptar sin sobresaltos, gracias a una especie de ignorancia tradicional que no los condiciona a ningún pasado, las más variadas formas de la magia o la sinrazón. Así, los personajes comparten los rasgos de Melquíades, el sabio conocedor del destino de los Buendía, quien "a pesar de su inmensa sabiduría y de su ámbito misterioso, tenía un peso humano, una condición terrestre que lo mantenía enredado en los minúsculos problemas de la vida cotidiana” (p. 13). Todos los habitantes de Macondo están tan acostumbrados a convivir con la magia, lo irracional o lo inverosímil que los han asociado al acontecer diario y cualquier acontecimiento merece indiscriminada observación cuidadosa y resulta digno de ser aceptado como parte de una realidad que nadie trata de explicar; las propiedades del hielo o las del imán causan mayor asombro que la ciénaga encantada a la vera del pueblo; y sus habitantes, refractarios a la acumulación hereditaria del saber humano, vuelven a descubrir con estupor y desconfianza la redondez de la tierra o la existencia del ferrocarril (pp. 192-3). Aceptan el natural vuelo de las alfombras, pero el cine y el gramófono los aburre porque sólo pueden reproducir la realidad (pp. 33-4 y 194). Este desajuste con los hechos cotidianos y la vecindad con lo incomprensible dan al libro un tono general de relato místico, de historia distante, con anacrónicos elementos de la sociedad moderna que, al aludir constantemente a nuestra experiencia personal, establecen los contactos necesarios con el mundo diario, para que esta fábula de hombres no se convierta en una epopeya de héroes.

Macondo no vive fuera del mundo sino aislado en él, de modo que toda aproximación se malogra por desajuste, por incomprensión o por simple manía. Los seres de Macondo no están solos porque son únicos sino porque no se pueden integrar. De este modo los fracasados contactos afirman más el enigma de la realidad de Macondo, que mantiene inestables relaciones con el gobierno, organiza revoluciones, se aventura en el bandolerismo, sostiene huelgas contra una compañía frutera americana, se ahoga en un diluvio de años y desaparece en remolinos de polvo y escombros.

La estirpe fundadora de Macondo lleva consigo la sentencia de su destrucción sin saberlo y la crónica de las vidas de todos ellos es un prodigioso entrecruzamiento sin comunicación exterior posible. La soledad, el desconsuelo o el desencanto están en la esencia de cada uno de los Buendía, que no pueden vivir separados porque todos son iguales y comparten el destino de soledad que los identifica y une. El relato se transforma así en una crónica del reiterado fracaso para anular el peso de la soledad y García Márquez lo ha multiplicado en los miembros de una familia imposible para anular toda preocupación documental o meramente histórica. Los Buendía son una familia que se consume después de haber agotado inútilmente las posibilidades de todas las experiencias. El libro, pues, está construido sobre la fórmula de la variación de un tema y con plena conciencia de que bajo la diversidad se halla, inmutable, la unidad básica de un destino común.

Para ello, García Márquez comienza por destruir la imagen fluyente del tiempo, para que no queden dudas de que todo es otra forma del retorno o, tal vez, la inmovilidad; multiplica las reiteraciones, las duplicaciones y parejas de elementos idénticos. Sobre el motivo unificador de la soledad, García Márquez repite, como en imágenes en un espejo, los actos similares en un tiempo circular; de este modo, la novela rehúsa la forma lineal de desarrollo y crea una especie de crecimiento desde sí misma.

Cien años de soledad está dividida en veinte capítulos no numerados de prosa narrativa en la que el diálogo y el estilo directo apenas tienen cabida. No siguen los capítulos una estructura lineal narrativa sino que presentan varios relatos de circunstancial relación que entrelazan, con saltos y retrocesos en el tiempo, las vidas de los personajes. Algunas situaciones se interrumpen para volver a ser retomadas más tarde y así se va estructurando el juego de reiteraciones que establecen un desarrollo temporal a manera de péndulo.

No es este el único objeto de las repeticiones: también sirven de elemento unificador. Desde el principio, es claro que esta estirpe vive atrapada y consumida por los recuerdos y el libro se asocia a la esencia recurrente de la memoria. Los capítulos, al cruzar personajes e historias, adquieren la forma de un nostálgico fluir en el que, como en la memoria, no hay orden cronológico ni lógico sino una especie de selección encadenada de modo intuitivo, con adelanto de datos o retrocesos en la acción. Así, por ejemplo, la inicial mención del fusilamiento del coronel Aureliano Buendía se encadena con el descubrimiento muy posterior del hielo (p. 9), que recuerda la llegada de los gitanos, que recuerdan la fundación de Macondo, etc.; el fusilamiento se menciona más de seis veces a lo largo del libro[3] uniendo situaciones aparentemente dispares. A veces la reiteración no adelanta un hecho futuro sino que es la persistencia de un recuerdo que vuelve. El día en que Aureliano descubre el hielo queda fijo en su memoria y enlaza el principio de sus memorias felices (pp. 9 y 23) con los momentos en que hace balance de su vida (pp. 115 y 149); el recuerdo se transforma así en "trampa de la nostalgia" y anuncio de muerte (p. 229). Es el caso del fusilamiento visto en la adolescencia por José Arcadio Segundo (p. 160) y asociado, más tarde, a cambios profundos en su vida (pp. 225 y 256). Otras veces, las menciones se repiten como parte del desarrollo del argumento, como el motivo de las monedas de oro[4] o la vuelta del único sobreviviente de los diecisiete hijos del coronel (pp. 207 y 316). En otros casos, en cambio, las repeticiones sirven para señalar la verdadera dimensión de un hecho y se transforman en recurso técnico capaz de reproducir la simultánea multiplicidad de los acontecimientos reales. En la página 72 se menciona, de paso, la presencia de Pilar Ternera en el taller de daguerrotipia de Arcadio; sin embargo, allí el relato se ocupa sólo de la conversación de Aureliano y Pilar, que le anuncia que va a tener un hijo suyo; sólo en la página 101 se rehace la situación, pero desde la dimensión vital de Arcadio; en ese momento mismo, Pilar Ternera, su madre, "... le había hecho hervir la sangre en el cuarto de daguerrotipia” y se le había convertido en "una obsesión tan irresistible como lo fue primero para José Arcadio y luego para Aureliano" (tbid.). Aquí, la mención intrascendente inicial adquiere importancia no prevista. Otras veces sucede al revés: los hechos aparentemente importantes se deterioran implacablemente con el tiempo; primero leemos que Remedios fue la última persona en la que pensó Arcadio antes de ser ejecutado (p. 82) y más adelante (p. 108) esta memoria postrera se descategoriza y pierde valor porque resulta de asociaciones más bien ocasionales y caóticas.

La persistencia de características personales se refleja una y otras veces en diferentes situaciones; por esto, cuando Aureliano rompe la vajilla y adornos de su casa (p. 277) queda justificada la mención de otra reacción desorbitada: el empapelado de billetes (p. 167); además, la repetición de actos idénticos rubrica el sentido parabólico de la vida de un personaje, como es el caso de las rifas de Petra Cotes y Aureliano Segundo: se dan en el encuentro adolescente (p. 164), en el delirio de la reproducción (p. 167) y también, simétricamente, en la destrucción final (pp. 282, 286, 288). La repetición de actos puede ser inconsciente, un rasgo de la estirpe, todavía secreto para sus actores: Aureliano Buendía: "enterró... armas en el patio con el mismo sentido de penitencia con que su padre enterró la lanza que dio muerte a Prudencio Aguilar” (p. 152). Otras veces la permanencia del recuerdo es tan fuerte que los personajes se descubren protagonistas de una situación que ya había tenido lugar y en la que había representado, sin embargo, papeles opuestos (pp. 111 y 284-5). Pero también es frecuente la situación opuesta: los personajes que están repitiendo o variando situaciones sin saberlo. Cuando Aureliano exhibe "su masculinidad inconcebible” (p. 238) en un "burdel de mentiras”, está repitiendo los actos de su tatarabuelo José Arcadio, de "masculinidad inverosímil” (p. 84); y Santa Sofía de la Piedad cree que Aureliano habla solo (p. 301) como Ursula creyó que lo hacía Aureliano Segundo, que así heredaba características de su bisabuelo (p. 162). Remedios la bella (p. 201) como más tarde Meme (p. 248) provocan de modo semejante la muerte o la ruina, en un mismo techo inverosímil, de los hombres que las aman. Otras veces, sólo comprenden las acciones de los Buendía los que, como Ursula (p. 285) o Aureliano Segundo (p. 260), ven en las actitudes de José Segundo "el destino irreparable” de soledad e incomprensión del fundador de la familia (pp. 73-4). Finalmente, será el lector el encargado de comprender por qué un personaje provoca recuerdos incomprensibles, como cuando Rebeca exclama al ver a Aureliano Triste: "Por el amor de Dios, no es justo que ahora me vengan con este recuerdo" (pp. 117 y 190).

Estas insistencias, repeticiones o reiteraciones no son exclusivo patrimonio de los personajes; el narrador las emplea como elemento formal en su narrativa; en algún caso le permite crear inconsistencias arguméntales como cuando el judío errante parece ser causa del calor tan intenso en Macondo "que los pájaros rompían las alambreras de las ventanas para morir en los dormitorios (p. 119) pero más adelante (p. 292) se cuestiona la veracidad del hecho[5]. Además, estas repeticiones sirven como remate formal en el desarrollo de situaciones arguméntales. Así, los gitanos aparecen al principio del libro, en el relato de la fundación y nacimiento de la estirpe (p. 9) y volverán al final del ciclo familiar, cuando todo está en proceso de deterioro y abandono, para entusiasmar nuevamente a los descendientes de los fundadores de Macondo, con las mismas ingenuas invenciones de un siglo atrás y reiniciar el proceso sin tiempo (p. 293). El sueño que da origen a Macondo (p. 28) tiene su simétrica mención al final de la novela, cuando se vuelve a hablar de la "ciudad de los espejos (o espejismos)" (p. 351) para permitir la confirmación de las predicciones iniciales de Melquíades (pp. 52-3).

Forma y fondo se asimilan a la condición de reflejos superpuestos y todo evoca hechos o situaciones anteriores o futuras. Si no son recuerdos son persistencias, como los nombres, que se repiten a pesar de los propios personajes (p. 184) y los amores, que nacen, fatídicamente, dentro de la misma familia; los fundadores son primos y temen supuestas degeneraciones hereditarias en los hijos, por la cercanía sanguínea, como ya se había dado en la familia (p. 25). Pero hay una extraña fuerza que acerca a todos los miembros de la estirpe. Pilar Ternera tiene alternadamente un hijo de Aureliano y otro del hermano, José Arcadio. En la extrema vejez, Pilar seguirá fiel a su destino y se convertirá en confidente de su tataranieto, quien viene a buscar similares consuelos al mágico burdel zoológico de su ignorada tatarabuela (p. 334).

Arcadio, ignorante de su destino, se siente atraído por su propia madre (p. 101) y Aureliano José se enamora de manera irresistible de su tía paterna Amaranta (pp. 131-33). Esta relación de tía y sobrino reaparece, simétricamente, en la otra rama familiar, en la que un tataranieto de José Arcadio, Aureliano, se enamora de su tía Amaranta Ürsula, ignorantes ambos del parentesco que los une (p. 340). Se trata, pues, de un notable mundo que se fecunda y nace de sí mismo y, paralelamente, provoca su propia extinción. Es como si esta multiplicación de seres solitarios fuera, en realidad, falsa porque se reduce a ellos mismos y en ellos termina; porque sólo encuentran la posibilidad absoluta del amor en una relación que trae consigo la muerte. De este modo, los Buendía conservan rasgos hereditarios tan repetidos y firmes que se transmiten incesantemente, y la edad inverosímil de algunos de ellos permite el testimonio vivo de las repeticiones y las evocaciones. Los incestos son tan repetidos y enigmáticos que terminan por transmitir los mismos recuerdos ancestrales: "José Arcadio, su hermano mayor, había de transmitir aquella imagen maravillosa, como un recuerdo hereditario, a toda su descendencia” (p. 13). A su vez, los nietos de Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo "ambos recordaban la visión atávica de un anciano con sombrero de alas de cuervo que hablaba del mundo a espaldas de la ventana, muchos años antes de que ellos nacieran” (P. 296).

Unidos por la común locura que Ursula, madre y fundadora, señala a lo largo del libro[6],” los Buendía tienen rasgos comunes con sus propios nombres: "En la larga historia de la familia, la tenaz repetición de los nombres le había permitido sacar conclusiones que le parecían terminantes. Mientras los Aureliano eran retraídos, pero de mentalidad lúcida, los José Arcadio eran impulsivos y emprendedores, pero estaban marcados por un signo trágico” (p. 159). Pero esta comunidad se extiende también a las "cuatro calamidades que, según pensaba Ursula, habían determinado la decadencia de su estirpe" (p. 165): la guerra, los gallos, las prostitutas y las "empresas delirantes”.

Estas cuatro calamidades tan arbitrariamente reunidas en cómica igualación resumen, sin embargo, los esfuerzos de los Buendía por combatir la soledad y comunicarse con los seres y el mundo: todos llevan igualmente al fracaso.

Los gallos serán degollados, rematados o abandonados por cada una de las generaciones. Las empresas carecerán de sentido, como la búsqueda de la piedra filosofal para convertir todo en oro, o el dragado inútil de un río que no necesita ser navegable, o las expediciones que no logran descubrir ningún camino para comunicar Macondo con el resto de la civilización. Por otra parte, los Buendía perderán todas las guerras que inicien: "el coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos” (p. 94) y las huelgas se resolverán en insensatas matanzas que sólo recuerdan los miembros de la estirpe, pero que todo el pueblo está empeñado en olvidar (p. 261). Tal vez esto se deba a que las guerras y huelgas que promueven no tienen explicación para los mismos Buendía excepto en el propio y solitario orgullo (p. 121) y porque lo único que en ellas se llega a sentir, más allá de las actitudes imbéciles o de farsa, es solamente miedo, un miedo que desintegra a los hombres hasta hacerlos invisibles (p. 265).

En el amor y en la muerte, estos seres consuman su soledad. Ya sea por rechazo, ya sea porque implica la ruina y la destrucción de la vida, el amor es, para los empecinados Buendía, la radical forma del extrañamiento. Ya en Ursula el amor está revuelto con el miedo. En su caso, es el temor de las degeneraciones de la descendencia[7]. En sus hijos y nietos, el amor y el dolor se unen inextricablemente y vuelven en cada generación, a veces con idénticas sensaciones. Pilar Ternera, "mujer alegre, deslenguada, provocativa que ayudaba en los oficios domésticos y sabía leer el porvenir en la baraja”, inicia a los primeros descendientes en pasiones primitivas: "José Arcadio sintió que los huesos se le llenaban de espuma, que tenía un miedo lánguido y unos terribles deseos de llorar” (p. 29). Para José Arcadio siempre será el amor "un temblor de tierra” (p. 33), un esfuerzo físico incontrolado en el que necesitará perderse con desordenada frecuencia "sin saber cómo lo estaba haciendo porque no sabía dónde estaban los pies de quién ni la cabeza de quién, y sintiendo que no podía resistir más el rumor glacial de sus riñones y el aire de sus tripas, y el miedo, y el ansia atolondrada de huir y al mismo tiempo de quedarse para siempre en aquel silencio exasperado y aquella soledad espantosa” (p. 31). En este mismo desamparo del amor se hundirá su tataranieto, dejando crecer alrededor las ruinas que marcan el final de Macondo (p. 325).

Para Aureliano también el amor nace como una nueva forma del dolor: "La imagen de Remedios, la hija menor del corregidor, que por su edad hubiera podido ser hija suya, le quedó doliendo en alguna parte del cuerpo. Era una sensación física que casi le molestaba para caminar, como una piedrecita en el zapato” (p. 57). Pronto este dolor llena su vida y satura "su propia y terrible soledad” (p. 63). El fracaso conmovedor de sus experiencias de burdel, que lo distinguen del incansable hermano (pp. 51-2 y 63-4) lo acerca a Pilar Ternera que lo buscó "en la oscuridad, le puso la mano en el vientre y lo besó en el cuello con una ternura maternal. .. Aureliano se estremeció. Con una destreza reposada, sin el menor tropiezo, dejó atrás los acantilados del dolor y encontró a Remedios convertida en un pantano sin horizontes, olorosa a animal crudo y a ropa recién planchada. Cuando salió a flote estaba llorando. Después se vació en un manantial desatado, sintiendo que algo tumefacto se había reventado en su interior” (p. 65).

También su tataranieto Aureliano acudirá al "postrado barrio de tolerancia”, cien años después, para aliviar su pasión por Amaranta Ursula pero ahora es Nigromanta la que "lo llevó a su cuarto alumbrado con veladoras de superchería. .. y se encontró de pronto con un hombre cuyo poder tremendo exigió de sus entrañas un movimiento de reacomodación sísmica” (p. 326).

A lo largo de la novela, los Buendía reiteran el vacío del amor en las situaciones más absurdas, cómicas o conmovedoras. Los amores infrecuentes que nacen de la atracción de la soledad reviven las más variadas formas de las relaciones míticas. Los héroes griegos están presentes sin necesidad de ser nombrados, para renovar las múltiples formas de una desesperada incomunicación. Abstinencias forzadas por la consanguinidad (p. 26) o por las prescripciones de cómicas religiosidades (pp. 181-2) se enfrentan con delirantes fiebres fecundadoras (p. 166), repetida e inalterablemente, a través de las generaciones. Y si los hombres de la familia mueren en soledad o en el desengaño, las mujeres protagonizan, sin excepción, la componente pasional que las lleva a delirios destructores y a terribles ansiedades; así, Rebeca ”. . .se levantó a media noche y comió puñados de tierra en el jardín, con una avidez suicida, llorando de dolor y de furia, masticando lombrices tiernas y astillándose las muelas con huesos de caracoles. Vomitó hasta el amanecer. Se hundió en un estado de postración febril, perdió la conciencia, y su corazón se abrió en un delirio sin pudor” (p. 63). Amaranta, encerrada en el baño ”se desahogaba del tormento de una pasión sin esperanzas escribiendo cartas febriles que se conformaba con esconder en el fondo del baúl” (p. 65). Remedios, de sobrenatural belleza, enloquecía a los hombres pero no podía enamorarse de ninguno porque "no era un ser de este mundo” y se elevará a los cielos en cuerpo y alma (p. 205). Meme se "volvió loca” por Mauricio Babilonia y esa pasión que le hace perder el sueño y el apetito y la arrastra a la más absoluta soledad, termina en una entrega incondicionada: "Se entregó a Mauricio Babilonia sin resistencia, sin pudor, sin formalismos, y con una vocación tan fluida y una intuición tan sabia, que un hombre más suspicaz que el suyo hubiera podido confundirlas con una acendrada experiencia” (p. 247).

Amaranta Ursula vive el amor como una feroz batalla que no se detiene ante la ruina y el desorden del mundo: "Entonces empezó a reír con los labios apretados, sin renunciar a la ludia, ... hasta que ambos tuvieron conciencia de ser al mismo tiempo adversarios y cómplices y la brega degeneró en un retozo convencional y las agresiones se volvieron caricias... Una conmoción descomunal la inmovilizó en su centro de gravedad, la sembró en su sitio y su voluntad defensiva fue demolida por la ansiedad irresistible de descubrir qué eran esos silbos anaranjados y los globos invisibles que la esperaban al otro lado de la muerte” (p. 335).

A pesar de su intensidad, todas estas pasiones están destinadas al olvido y a la muerte; así, Rebeca se encierra hasta borrarse del recuerdo de todos cuando su marido muere de un misterioso balazo cuyo olor a pólvora persiste más allá de la muerte y de los años. Amaranta muere virgen, según propia declaración en el lecho de muerte, después de haber rechazado sistemáticamente a Pietro Crespi, a Gerineldo Márquez, a Aureliano José (p. 240). Por su parte, Remedios no alcanza a comprender la pasión mortal que despierta en los hombres y los lleva al suicidio. Meme, que inventa absurdos encuentros en el baño con su amante, enmudece para siempre cuando lo matan de un balazo (p. 252). Amaranta Ursula muere en el parto de su único hijo sin poder contener el río de sangre que le quita la vida; también el hijo, como su padre, está condenado a desaparecer (p. 347).

Todos los hijos del general Aureliano Buendía son ultimados por el gobierno; el padre ni siquiera recuerda a las diecisiete mujeres y no se siente capaz de reconocer a los respectivos hijos. Su único amor ha muerto hace años "con un par de gemelos atravesados en el vientre" (p. 80). Ursula, ciega, es la única que llega a comprender algunos rasgos de la personalidad de sus hijos; con "la lucidez de la decrepitud" (p. 214), descubre que en Aureliano, los numerosos hijos de sus múltiples afectos fugaces, no cuentan ante la verdad paradójica que signa su vida: su radical incapacidad para el amor. En cambio Ursula sabe que Amaranta, que baja virgen a la tumba, se ha debatido toda la vida "entre un amor sin medidas y una cobardía invencible, y había triunfado finalmente el miedo irracional que. .. le tuvo siempre a su propio y atormentado corazón” (p. 214).

Repetida en cada uno de los personajes, esta incapacidad de amar da como resultado la variación de las múltiples formas de la soledad, cualidad que se menciona incesantemente, como elemento unificador de la estirpe[8]. Del mismo modo, en identificación con el fluir del tiempo, el libro va alternando el crecimiento aparente de la familia con su inevitable destrucción. Uno a uno sus miembros se acercan a la muerte y la enfrentan con invariable dignidad, como una nueva forma del acontecer diario. El narrador se ve obligado a desplegar una inverosímil habilidad imaginativa para ir desprendiéndose de la nube de personajes que deben desaparecer. Ya Remedios se ha elevado al cielo sin sorpresas mayores. Las otras serán desapariciones secretas, como la de Santa Sofía de la Piedad (p. 305) o no resueltas, como la de Petra Cotes. Hay muertes violentas, como las de los diecisiete hijos del coronel, o la de José Arcadio, el frustrado papá. Otras son muertes anónimas, como la de Meme (p. 252), Gerineldo Márquez (pp. 270-1), Rebeca (p. 292), José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo (p. 299) o Fernanda (p. 308). Algunas permiten el empleo de una especie de humor negro basado en el absurdo, como la de José Arcadio (pp. 117-8) o la de Pilar Ternera (p. 336). Las de Amaranta (pp. 238-40) o Ursula (pp. 290-1) quedan envueltas en una atmósfera de irrealidad poética por la brusca asociación de elementos cotidianos y por la relación inexplicable de esos elementos y la presencia corpórea de la muerte, al estilo del apólogo oriental, a lo que se agregan misteriosos cambios en la atmósfera.

A veces, la irrealidad invade por completo las situaciones y la muerte se mezcla con la vida. Así, José Arcadio Buendía conversa con los muertos (pp. 124-5) que terminan por ocuparse de su bienestar y de su higiene hasta que, amarrado a un árbol, elige morir en uno de los cuartos en los que se instala cuando sueña; Arquímides realiza la quimera de volver de la muerte hasta que se decide por morir en la muerte misma (pp. 22, 49, 69, 303) y Aureliano José quiebra su ya trazado destino con una muerte equivocada (p. 136). Tal vez entre los mejores momentos de la novela se cuentan los de las evocaciones en el momento final de algunos personajes, especie de recapitulaciones supremas de sus permanentes soledades, antes de entrar en el desencuentro final, como sucede con Arcadio (pp. 107-9) y el coronel Aureliano (pp. 227-9). Entonces la fugaz revista de una vida se mezcla con minúsculos olvidos cotidianos o tristes necesidades orgánicas: "Entonces fue al castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño. La familia no se enteró hasta el día siguiente, a las once de la mañana, cuando Santa Sofía de la Piedad fue a tirar la basura en el traspatio y le llamó la atención que estuvieran bajando los gallinazos" (p. 229).

En una saga de esta índole, de espaldas a lo épico, coronada de derrotas, prisiones ignominiosas, fusilamientos frustrados, encadenamientos y rendiciones, hondamente enraizada en los desvalores de las vidas comunes, el narrador termina por quebrar también las leyes históricas eliminando la noción del tiempo[9]. Los personajes tienen a veces nociones claras de que el tiempo los traiciona; José

Arcadio Buendía sabe que el tiempo se ha detenido y se instala en el mundo de los muertos (pp. 73-4) y mucho tardarán sus descendientes en descubrir esa realidad inapelable: "En el cuartito apartado, adonde nunca llegó el viento árido, ni el polvo ni el calor, ambos ... descubrieron que allí siempre era marzo y siempre era lunes, y entonces comprendieron que José Arcadio Buendía no estaba loco como contaba la familia, sino que era el único que había dispuesto de bastante lucidez para vislumbrar la verdad de que también el tiempo sufría tropiezos y accidentes y podía por tanto astillarse y dejar en un cuarto una fracción eternizada” (p. 296).

El tiempo del casamiento de Amaranta se aplaza y se detiene para siempre (pp. 76-80) y aunque a veces creen los habitantes de Macondo que el tiempo pasa (pp. 111, 150, 224, 284) pronto pueden comprobar que no es así porque las vidas se repiten y el destino de los hombres es meramente circular (pp. 111, 192, 169, 253, 285, 334). La medición del tiempo es imposible y así, en el instante en que Remedios la bella descubre su rostro a los hombres, para "todos los que tuvieron el desdichado privilegio de vivirlo ... aquél fue un instante eterno” (p. 171). Por su parte "el gobierno conservador ... con el apoyo de los liberales estaba reformando el calendario para que cada presidente estuviera cien años en el poder” (p. 173). Ursula descubre en la vejez algo que ella misma no lograba definir pero que concebía confusamente como un progresivo desgaste del tiempo: "Los años ya no vienen como los de antes, solía decir, sintiendo que la realidad cotidiana se le escapaba de las manos” (p. 211).

La mezcla de lo real con lo fantástico ha salvado a Cien años de soledad del peligro del apólogo moralizante. También lo impide expresamente, la voluntad de soledad y exterminio estéril que García Márquez ha creado para cada uno de los Buendía. A pesar de que la trama roza constantemente los grandes mitos y las creencias de todos los tiempos, la comparación o la ejemplaridad están cuidadosamente evitadas por el aire de "narración pura” que García Márquez ha impuesto a la novela. En ella se pasa revista, en desfile caótico, a diluvios y ascensiones celestiales, matanzas políticas y justicias vendidas al poder, opresión de los pobres y robos de tierras sin que el autor quiera hacer técnicamente evidente el menor signo de voluntad de mensaje. El lector, sin embargo, simpatiza entrañablemente con los personajes y la verosimilitud que adquieren los hechos más fantásticos o maravillosos obliga a aceptar sus raras experiencias como una necesidad vital. La anécdota cobra así trascendencia y el lector establece los lazos con su propia realidad concreta. En algún momento, como en el caso de la compañía bananera, el libro parece tocar el alegato o la historia moralizante, pero el absurdo se apodera pronto de la situación para eliminar alusiones realistas empobrecedoras y, al mismo tiempo, permitir al lector asociaciones personales (pp. 255-6).

La prosa de García Márquez, a lo largo de las trescientas cincuenta densas páginas de la novela, mantiene un nivel artístico difícilmente comparable en la actual novelística hispanoamericana. No se trata de un período complejo de abundante subordinación; antes bien, la prosa de García Márquez se caracteriza, en general, por el empleo frecuente de la frase corta en la que el brillo resulta de la capacidad para la adjetivación múltiple, del uso notable de la repetición y las construcciones comparativas, de la riqueza léxica de infrecuente belleza, del uso sabio del ritmo, especialmente al final del período, dado por miembros crecientes en arquitectura paralelística, como en la descripción del ataque a los huelguistas por el ejército (pp. 259-60).

Las asociaciones sensoriales de la más diversa índole crean un desborde barroco de alusiones de rara hermosura y de resonancias nuevas, que no rehuye la repetición y la estructura cuatrimembre, como en la ascensión de Remedios (p. 205). García Márquez posee especialmente una cuidada noción del ritmo y de las unidades de significación que le permiten usar el asíndeton para dotar al período de armoniosa arquitectura sonora (así, p. 31); al mismo tiempo, las alusiones cromáticas señalan una curiosa persistencia del amarillo y anaranjado, asociados con lo maravilloso o lo inefable; son amarillas las flores que brotan del vaso de Melquíades (p. 68), las flores que llueven sobre el pueblo cuando muere José Arcadio Buendía (p. 125) o las mariposas que siguen a Mauricio Babilonia "como si hubieran nacido de pronto en la luz” (p. 245); y son "silbos anaranjados" los que esperan a Amaranta Ürsula "al otro lado de la muerte” (p. 335). García Márquez no emplea diversos niveles de lengua, pero el uso esporádico del estilo directo, en cervantina mezcla con la narración, le permite crear contrastes en el cambio casi imperceptible del narrador (p. 42), o mediante la intromisión del estilo legal en el relato (p. 256).

Este cruce de planos alcanza maestría singular en el joyceano monólogo de Fernanda del Carpió, mujer de Aureliano Segundo, en el que el léxico, la correlación temporal, el paso del estilo indirecto al directo, la acumulación de exclamaciones y frases parentéticas crean la sensación de un fluir incontenible que desata la subsiguiente explosión de Aureliano Segundo (pp. 273-77). Un humor, a veces irónico, a veces francamente directo, recorre todo el libro, superponiéndose al acontecer estremecedor de sus personajes. Se basa fundamentalmente en la creación de situaciones imprevistas, en respuestas absurdas y en la exageración monstruosa de la realidad, relatadas en el parejo tono de seriedad de cronista objetivo que domina el texto. Son inolvidables las experiencias de alquimia de José Arcadio Buendía, la antológica visita de las compañeras de colegio de Meme (p. 223 y ss.), las preocupaciones abstinentes de Fernanda o las parrandas sin freno de Aureliano Segundo. Otras veces, el humor es macabro, como cuando se intenta sacar el olor a pólvora del cadáver de José Arcadio (p. 118) o los tataranietos juegan con Ursula como si fuera un muñeco (p. 273) o le hacen creer que está muerta (p. 290).

Hemos notado ya la riqueza léxica del libro. Tal vez convenga señalar el uso feliz de americanismos, generalmente usuales al norte de América del Sur, Centroamérica y México. No se trata sólo de los nombres de frutos y plantas o alimentos como malanga, ñame, guineo o totumo; también entran variados aspectos léxicos, formas expresivas y denominaciones americanas y especialmente colombianas: machucante, corozo, cumbiamba, totuma, coroto, cachaco, huacal, chafarote, fregar, vaina, chéchere, marimonda. Es notable, además, el empleo artístico de formas familiares, a veces con bello traslado metafórico: desmirriado, parranda, antier, escampada, pendejo, manglar, estropicio. También la creación léxica se suma al extraordinario rejuvenecimiento de la lengua que logra García Márquez: caminadera, borboritación, desclomplicada, descomadrejear, emberenjenado. En algunos casos, usos demasiado regionales crean, más allá de su cualidad sonora, dificultades de comprensión: niños-en-cruz, mamasanta, cherembecos. El uso de arcaísmos regionales, como fierro, o literarios, como fijodalga, acentúan la ironía con que se describe a un personaje.

En cambio, el esfuerzo por evitar la propaganda cae, sin embargo, en algunos usos periodísticos de tono polémico: sicarios 'policía’, por ejemplo. No obstante, la lengua de los anuncios comerciales ayuda a crear descripciones irónicas: cutis de lirio. Probablemente habrá que atribuir a los correctores de la editorial alguna vacilación ortográfica: ahuyama por auyama; pero corre por cuenta del autor la libertad en la correlación de los tiempos verbales (p. 102, por ejemplo).

En Cien años de soledad García Márquez logra la culminación brillante de un ciclo[10]. En efecto, los personajes de la novela ya habían aparecido en novelas y cuentos anteriores de nuestro autor. Aquí se los reordena, se da principio y fin a la saga, y también se los vincula con los personajes de otros libros que no aparecen en esta última y definitiva versión, como cuando se mencionan los funerales de la Mamá Grande (p. 69) García Márquez universaliza el mundo literario y también une a sus personajes con los de otros autores, pues Aureliano Segundo resulta amigo de Lorenzo Gavilán "un coronel de la revolución mexicana, exilado en Macondo, que decía haber sido testigo del heroísmo de su compadre Artemio Cruz (p. 254); y Gabriel, el amigo del último Aureliano, vive en París en el "cuarto oloroso a espuma de coliflores hervidos donde había de morir Rocamadour" (p. 342); este recurso de estirpe cervantina adquiere así nuevo aspecto. Mientras en el Quijote lo que Cervantes quiere hacer es pulverizar los límites que separan la realidad de la ficción y hacer más "histórica" su obra y más "reales” las aventuras del hidalgo manchego, multiplicando los planos novelescos de modo que la narración resulte verdadera por oposición con los personajes "intrusos" de Avellaneda, Gabriel García Márquez se apoya en estos nombres de ficción para asegurar la absoluta fantasía de sus héroes, solamente responsables de su comunicación con otros seres imaginarios.

Los nombres de Joyce, Faulkner, Virginia Woolf, Rivera y Gallegos se han relacionado con García Márquez para señalar influencias más o menos evidentes, más o menos circunstanciales; habría que agregar a la lista a Cortazar, a Fuentes y también a Cervantes y Unamuno. Un análisis más minucioso arrojaría otros nombres, no sólo de escritores sino también de directores de cine (Fellini, Bergman, Antonioni, por ejemplo). Será un ejercicio útil para demostrar que Gabriel García Márquez ha asimilado la realidad artística de nuestros días y la devuelve transformada en una obra enteramente original, de brillante estilo, riqueza infrecuente de imágenes y una fuerza vital desbordante.

Notas:

[1] Todas las citas corresponden a la segunda edición, publicada en junio de 1967 por la Editorial Sudamericana de Buenos Aires. La primera edición, del mismo año y por la misma editorial, apareció en el mes de mayo.

[2] Cf. Luis Harss, "Gabriel García Márquez o la cuerda floja”, Mundo Nuevo, VI, diciembre 1966, p. 64a. Este trabajo está recogido en el volumen del mismo autor, Los nuestros, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1966.

[3] pp. 21, 50, 68, 75, 82, 87, 94.

[4] pp. 168, 209, 278, 314, 317.

[5] Para una versión anterior, cf. Los funerales de la Mamá Grande, "Un día después del sábado”, Xalapa, Universidad Veracruzana, México, 1962. La Editorial Sudamericana de Buenos Aires acaba de reimprimir este libro.

[6] pp. 41, 131, 157.

[7] En otros casos de consanguinidad se habían dado (p. 25).

[8] Las más importantes menciones aparecen en pp. 37, 49, 63, 73, 82, 96, 111, 127, 133, 135, 138, 143, 144, 146, 149, 156, 174, 189, 190, 191, 206, 222, 285, 303, 305, 308, 309, 316, 324, 333.

[9] El propio García Márquez ha declarado en Caracas que lo que tenía que hacer era utilizar el tiempo con la misma libertad con que utilizaba el espacio... usar el tiempo en varias dimensiones. Cf. Emir Rodríguez Monegal, "Diario de Caracas”, Mundo Nuevo, XVII, noviembre 1967, p. 11b.

[10] Cf. Luis Harss, art. cit., p. 77a.

 

 

ANÉCDOTA DE "CIEN AÑOS DE SOLEDAD" CONTADA POR GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

 

Muchos años después… Gabo en México

Publicado el 18 jun. 2015

Gabriel García Márquez fue un escritor colombiano y mexicano. Vivió muchos años en México y participó como guionista en el cine mexicano.

No te pierdas este documental que narra la vida del premio Nobel de literatura.

 

Isaías Lerner
Cuadernos Americanos Año XXVIII Nº 1 febrero 1969

 

Editado por el editor de Letras Uruguay, se agrega foto y videos.

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