Una brújula girando desesperadamente
Jorge Lemoine y Bosshardt

Querida Kel. Estoy acorralado en una página.

extraviado en un sueño sin salida

sumergido en un ciego envenenado o en un Dios

borracho que aprieta las mandíbulas.

Te mando esta paloma confidencial porque quiero saber que estás sabiendo. No sé dónde ni cuándo, apenas casi; pero sabiendo. Vos habrás sido el único testigo la única anticipación algo de ese viejo rito de ser antes la foto que el momento (de la foto). Como un motín de manos apretadas contra este diluvio de kilómetros. Sólo puedo confabular con vos por eso te derramo estos espejos. 

: hace poco, el 16 de Nov. salí de 

Casuarinas (quiero leerme decir todo esto). No tenía ganas de salir. Alguna gota cansada se resbalaba por las suelas de mis zapatos. Los relojes arreciaban sobre mi cabeza. En el avión le escribí a Naro. (Te transcribiré la carta.) Empezaba un último tramo de espasmódica nostalgia. Yo me estaba yendo un poco famélico de veredas y aventuras, de trasnochados encuentros con alguien que siempre es más uno mismo que otra cosa. La primera noche salí y troté por ahí sin resultados dignos de Don Juan. En el seminario había algunas miradas accesibles de las que yo huía con tesón cremoso. Pero las salidas... no era la primera vez. Desde aquella telenovela catalana pasaron muchas cosas, divertidas, tristes, ansiosas... finalmente efímeras. Ainara estaba a salvo en un bolsillo de un pantalón que siempre dejaba en el ropero. Desde Darla, entre Naro y yo las cosas se cambiaron de zapatos, de corbata y a veces hasta de antifaz, pero éramos los mismos. A ella le bastaba; o era lo que esperaba o conocía. Yo a veces me aburría, no siempre; a veces me enojaba, no siempre; a veces sentía lástima, algo más que no siempre, y pocas veces una especie de aviso, una señal, algo que volvía o se regeneraba.

No sé de verdad si los aviones, si los recuerdos y los sedimentos de no sé tampoco qué cosas en algún desfondado sueño. No sé nada. El caso es que había una brújula girando desesperadamente. Te escribo para saber que un poco no he mentido. Y la verdad es ésta, que lo he hecho copiosamente. Y la verdad aún más es ésta: Marilói. No importa quién, cuándo, cómo. Yo.

El problema es éste: ¿Hasta cuándo se tantea tratando de reconstruir en la oscuridad? ¿Cuál es el final de la incerteza? ¿Cuándo será cierto que no es cierto? ¿Cuándo se está absuelto del contenido de la verdad, siempre que la verdad, en sí, no sea un crimen?

Kelly, muchas veces te cuento secretos por la noche mirando los techos de todas estas ninguna parte en estos hoteles que son siempre el mismo. Hoy quiero que no seas yo mismo. Quiero decírtelo. A veces la lástima o la compasión la incerteza o la gratitud por un chorro de años me hace tenerles miedo a las retrocedidas palabras. Creo que esto no debería repetirse constantemente. Creo que no la quiero más. Antes dudaba de haberla querido alguna vez. Eso quedará enterrado entre mi sombra desordenada de hace ocho años y la desteñida memoria. Creo que algo la quise. Cómo no. Ella dijo una vez que yo la había usado. Tal vez. Tal vez mucho más que tal vez. Hoy, a veces, me oigo hablar con los amigos y (es triste decirlo) me parezco a cierta polvorienta canción de Palito Ortega. Aquella del sabor a nada.

A veces la vigencia de las emociones que saltan como un arco que se suelta, se vuelve indulgente con nosotros y nos permite vivir de cosas lentas, casi suaves, y un poco solitarias. Recuerdo unos candelabros donde enredo o enredaba los ojos con descuido durante tanta paloma volcándose lejos en otra parte donde no somos. Todas esas historias vacías que la nuestra propia es muerte.

A veces una cierta tranquilidad te indulta tantos abortados gritos, tanta lava de besos que se caen por las sienes de un sueño.

Pero cuando conoces a alguien y se te mueven los zapatos en los pies como queriendo irse, cuando conoces una quinta o décima persona por primera vez y ésa sí es la primera, cuando no te reconocés en los espejos y llenás cuadernos con burbujas y te animás a ciertas desvergüenzas y te descalzas el temor de las palabras prohibidas y decís beso y amor y te animás de repente a las monstruosas verdades, entonces te parece que la mayor de las culpas es el suicidio y que no vale esperar a los sesenta para ya no tener treinta y que sea de verdad demasiado tarde.

Éste es el problema. Estos días no caben en una sola carta. Hay demasiadas cosas, colgajos de enmohecidas canciones, harapos de lámparas que arrastro apagando rumbos a cada paso funerario. Y esos otros de jugar a ser ardilla, de correr por el aire con la boca y transitar con páginas la noche buscando la palabra exacta, el homenaje, el pedestal, la rosa.

Ya sé que todo andaba mejor y de repente cayeron almanaques al galope.

La única vida definitiva es el pasado. ¿Pero de qué sirve quedarse sospechando cicatrices en los pies, llagas aquietadas y ciertos roncos consuelos sin saltar, sin decidirse a haber nacido, sin perder de un solo trago el último tren del suicidio que todos traemos puesto?

Kelly, sólo quería empezar a decirlo, porque me parece que voy a poner una bomba de espinas y no quiero salpicar muy lejos. Por favor no mastiques techos amargos, esos de los insomnios. No te preocupes. ¿Qué carajo digo? Y Lautaro me mira desde las fotos con sus ojos de sonido fosforescente. ¿Pero qué puedo hacer? Empiezan las justificaciones: Yo desparramaría una gratitud opaca o más bien odiaría a gritos, si a una cierta edad, de repente hubiera sido siempre la culpa de las anclas involuntarias de papá o mamá. Pero no sé de haberlo sido. Qué sé yo. Los chicos pueden entender, o tal vez hay cosas más difíciles de entender aún.

Lo que más me demora es la fragilidad, quizá, de Ainara; no me gusta romper, pero una operación a tiempo duele menos que una vida de ataques al hígado. ¡Ojalá que ojalá! Que todo sea bien, que sea cierto alguna vez que no hay mal que por bien no venga. Ainara no sabe de Marilói. Ése es mi hachazo subrepticio que quisiera no dar. Porque tal vez es un escudo. Yo no lo creo, pero no tengo derecho a no dudarlo. No quisiera mezclar una cosa con otra; quiero saltar con los dos pies en el aire, no uno en el muelle y otro en el barco. Cerrar una puerta y si después veo la otra todavía, dormir una noche a la intemperie y soñar que entro a la mañana. No quiero acarrear culpas para nadie. Entrar en el jardín con los pies contaminados. Todo el mundo tiene derecho a no ser causas tenebrosas. Yo la quiero a Marilói. ¿Cómo puedo recordarme mañana? Pobre Naro, yo no sé siquiera si me quiere o simplemente no quiere cambiarse de zapatos. Tener nuevos callos, qué sé yo. Yo le he dicho un poco de mis hollines, de mis turbios renglones de apagada memoria, de mi pus en marcha, pero no hay palabras suficientemente pañuelos, estas cosas se hacen siempre mal, porque son malas. Te mando también una carta que le escribí a Ainara para que puedas sopesar los rincones oscuros de mi aliento. Esa carta la leeré con ella bajo el quincho o qué sé yo dónde, en cualquier caso debe conocerla. Ya no hay inocencia suficiente para mentiras piadosas. A pesar que me reservo una.

Le he pedido a Naro que vaya a Casuarinas, al principio reculó al teléfono cuando me oyó tan distante. Ahora ya ha decidido ir. Si en casa, sin necesidad de atender a otra cosa que al sol y a la gente, entre todas las cosas mágicas, la navidad y la mayor medida de esta especie de delito, mi decisión no retrocede, será una consolidación definitiva. Tal vez se me coagule una mariposa en la boca; de todos modos el primer tal vez no nos pertenecía. Vaya a saber quién tuvo la culpa de la primera inocencia.

Hablaremos copiosamente en Casuarinas. Ahora te dejo con un beso enorme, con un abrazo como el del día que te casaste con una flor esculpida con los dientes. 

Te quiero.

Rolfi

Jorge Lemoine y Bosshardt
De "Te acorralaré hasta matarte"

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