Degustar La Última Copa 
Apuntes sobre La última copa de Saúl Ibargoyen
Dán Lee

1:52 p.m. Miércoles.

Punto final. La última copa ha llegado a su postrera gota después de una lectura agria, tambaleante, fétida, real. Tan real que el lector, aturdido, de vez en cuando deseará alejar la nariz de las páginas, pues el andamiaje de la obra y las descripciones utilizadas por el autor no dan espacio a respirar fuera de los vahos alcohólicos y las ácidas regurgitaciones de los personajes.

Saúl Ibargoyen quiere llevarnos por los callejones del vicio alcohólico no de la mano sino a empujones, con los ojos vendados, empujándonos contra paredes escarapeladas, trompicándonos hasta el blando suelo lleno de miasmas para que salgamos de ahí, de la lectura, con raspones, chichones, con la cara embarrada; porque no hay forma de salir limpio de La última copa. No hay manera de vivir los despertares, los delirios, las pasiones, poemas y descensos infernales de el personaje -sin nombre, por cierto- sin sentir un fino tentáculo entrar por las pupilas y atenazar la entraña. No hay manera de alejarse del personaje, de no ver pasar las noches junto a él, de no gozar el vómito sobre la alfombra o la embriaguez desnuda bajo la lluvia.

Del personaje anónimo sólo sabemos lo que su conducta nos comunica. De niño la curiosidad, el apetito, la soledad del extranjero. De muchacho la impetuosidad, la pasión, la soledad del segregado por motu propio. De hombre la desilusión, el alma bohemia, la soledad del filósofo que es capaz de decir “los tragos todos son uno solo; tal vez como las mujeres, que todas se resumen en la que uno está amando”. Asistimos a los primeros tragos de este individuo, a las atropelladas y líquidas noches de pasión de hombre nuevo, a sus experiencias delirantes de hombre viejo: puercas, llenas de poesía y ropas sucias de humores y gelatinas corporales. No es exageración. El lector tendrá la oportunidad, gracias a las descripciones del autor, de vivir en primera fila de ring side las situaciones en las que el protagonista cae –nunca mejor empleado el verbo-. Para muestra, un botón (el personaje, caminando en la lluvia, tropieza con el cadáver de una gata): “La felina era una ex mamá; el vientre acuchillado, rajado, partido, se abría impuramente bajo el aguaje que moderaba a veces sus enviones. Pegándose a él todavía, como continuándolo, los cuerpos de las crías, expulsados a filo de metal y pisoteados por paseantes con prisa o probables predadores, seguían ahogándose y desangrándose en la sordidez de las baldosas”. Como esta, hay decenas de figuras a lo largo del libro. Algunas bellas, otras horrendas, pero todas con un alto grado de valor estético, pues Ibargoyen siempre busca crear su lenguaje, encontrar la metáfora propia, la imagen personal, la combinación de palabras única e irrepetible que lleve al lector a percibir exactamente lo mismo que el personaje.

Esta inmediatez entre las percepciones equívocas e imperfectas del protagonista y la experiencia del lector no sería posible sin el desempeño a tono del narrador. La voz que describe y relata las acciones es cómplice de la borrachera extrema. Pareciera que por momentos vacila, pierde la vertical. Muchas veces no sabe a ciencia cierta si lo que relata sucedió o no, como si la escena que cuenta estuviera mal iluminada o la memoria le fallara. Honesto, no lo piensa mucho para expresar sus dudas: “...una mujer todavía joven, sin rostro reconocible o conocido, lo sacudió a medias para despertarlo. ¿Cómo traspasó o traspasaron el zaguán , el vestíbulo y el antecomedor?, ¿quién lo sabrá? ¿Cómo terminó tirado en la cama doble, de pantalones desajustados, camisa arrancada y un zapato solo?, ¿quién lo podrá saber?”.

Entonces, ¿quién es el narrador? ¿Por qué posee una voz imprecisa, incierta? ¿Por qué deja dudas en el aire? Porque en el sopor alcohólico por el que transitan los tragos de La última copa las certezas han sido desterradas, las acciones deben acontecerse en vértigos y las ideas, tanto las firmes como las bamboleantes, deben errar en saltos de aterrizaje forzoso.

He mencionado que el personaje es un bohemio. Y lo es, pero no debe confundirse el espíritu libre con la falsa alabanza al espíritu etílico. Quien busque en La última copa un pretexto para embriagarse y contar al alcohol entre los elementos necesarios e indispensables para la labor del poeta, se verá decepcionado. El protagonista es un adicto. Nadie lo juzga, y asimismo nadie lo venera. Lo encontramos chapoteando en vómitos, entre gozos putañeros efímeros e intensos, con compañeros de farra que no saben distinguir si se han desnudado o no al orinar; abandonado, sucio, vagando en cueros, buscando sus poemas entre la basura, en perpetuo conflicto con los sobrios –como muchos otros borrachos-. No hay, como en Baudelaire, una loa al sabor y las propiedades del vino; no hay un Chinaski ingenioso que muestre sus mejores destellos de humor y alegría estando beodo. No. El personaje es un poeta pedo; no más, no menos.

En cuanto a la estructura... éste es uno de los libros por los cuales vale la pena seguir leyendo y escribiendo; con los que uno se pregunta qué es en realidad una novela. Los episodios se suceden sin un orden cronológico claro (tal vez al final sí se acomoda un poco). Los únicos encabezados existentes son “el hombre”, “el muchacho” o “el niño”, los cuales nos permiten conocer el momento al que nos acercamos en la vida del personaje. De ahí en fuera, las partes podrían leerse en cualquier (des)orden sin impactar en demasía el efecto final (excepción hecha del último capítulo, que cierra con certeza el libro).

Un detalle que no puedo dejar de mencionar es la enorme diversidad de formas de describir una vulgar guacareada. El autor despliega una gran cantidad de recursos poéticos aplicados a la descripción de este fenómeno que van del extremo de casi provocar la náusea o de plano ver al vómito como una región de belleza recién descubierta. Van dos ejemplos: 1. “El charco púrpura de la vomitada era como un espejo desmenuzado en trozos y salpicaduras brillantes y hediondas” (pausa); 2. “El efecto se produjo rápidamente; las tripas se revolvieron como víboras en un fuego implacable y estallantes emitieron vinos y licores en fermentación. Una sola explosión gástrica alcanzó para higienizar brutalmente el triperío; el piso de la cocina recibió en sus equilibradas baldosas aquella acerba hediondez” (Qué feo ¿no?).

No estamos, pues, ante la “novela” que encontraríamos en la mesa de novedades de Sanborn’s, pues desde la estructura plantea riesgos al lector, quien debe andar como entre pirañas, con cuidadito si quiere degustar la profusión de metáforas con que Saúl Ibargoyen, sin deseos de ocultar su destino de poeta, pincela su prosa. Si no, ¿por qué llama al espacio debajo de una mesa de madera “región sagrada de estambres y carnes de árbol”, o describe el bajarse de una silla así: “descendió de la inmóvil bestia vegetal”? Puede deducirse entonces que el autor apunta y espera hacer blanco en un lector ágil, atento, con deseos de sumergirse y dejarse llevar por las corrientes, a veces espesas y a veces torrentes vertiginosos, de estos licores.

Espero en serio que sean muchos los atrevidos que quieran brindar con nosotros, que deseen libar, degustar con tiento La última copa, y que cuando lo hagan tengan en cuenta, como escribió Saúl Ibargoyen, que “en la cuestión de los tragos, como en la guerra o en el amor, sabemos –si es que sabemos- cuándo empieza pero no cuándo termina”.

Dán Lee

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