Apariciones de Fernando Pessoa

en aquel viaje a Sintra

Crónica de Hernán Lavín Cerda

Último retrato de Fernando Pessoa, 1935

Hernán Lavín Cerda relata su viaje a Sintra: el tren, la comida, la gente, el sendero que asciende hasta el Palácio da Pena y el encuentro con los vestigios del Convento de Nossa Señora. Los viajeros, el escritor y su esposa, no van solos, los acompaña la presencia caprichosa de Fernando Pessoa: “En el camino de Sintra, en el camino del sueño, en la carretera de la vida... ”, aparece en cada cruce, en cada descubrimiento, en cada evocación de su poesía. Al final del viaje ellos, igual que el poeta, siguen “por otra carretera, por otro sueño, por otro mundo... ”.

Aún transcurre el último jueves de septiembre de 2001 bajo la luz de la mañana envuelta en lluvia, la lluvia sin ritmo ni vuelo mayor, aunque obstinada como ese Dios que nunca duerme, y acabamos de subir al tren de color azul que en poco más de treinta minutos nos llevará desde Lisboa hacia la penumbra de los bosques, las fuentes de agua con el musgo que vive ahí por siempre, y los castillos de Sintra como bestias carnívoras y rampantes, cuyas torres parecen colgar de las nubes. En nuestro vagón viaja una familia de japoneses: la madre, de una edad indefinida, muy semejante al padre no sólo por el tono cetrino de la piel, y el padre, de una edad igualmente indefinida, muy semejante a la madre por el color amarillo y verdoso de la piel. Junto a ellos vienen los hijos que empiezan a moverse con los brazos y no con las piernas, aun cuando en las piernas hay un rumor que únicamente puede surgir del movimiento.

Un niño de nariz breve, incluso más breve que su boca, y dos niñas de labios un poco más grandes. Los tres actúan como gemelos: son agudos en su precocidad, ceremoniosos, y pertenecen al ciclo en que la edad no deja de ser una sombra indefinida. Sonríen al unísono, con una bondad que desconcierta, y de súbito cierran los ojos o dejan de sonreír al mismo tiempo. Mientras el tren se desliza sin abandonar su equilibrio, el niño de la nariz breve, que tal vez se llama Yukio, inicia un juego con la computadora de color anaranjado: la pantalla portátil no es mucho más grande que su nariz. Sonríe, se alegra o se confunde como si no fuese un niño, pero sonríe. Las hermanas no se confunden: sólo sonríen a medida que el tren avanza con poco ruido, al estilo de una serpiente que se va multiplicando a través de un ritmo ondulante, como de la más pura hipnosis.

Quedan atrás los edificios de color tabaco, más bien ocultos bajo el cielo gris, y aquellos árboles que también se multiplican. La sombra del tren va diluyéndose a partir de la Estación Rossio, cuando el mismo tren avanza y dibuja sobre la vía férrea un flujo de ondulaciones, más o menos suaves, que no interrumpen su cadencia. Nuestra mirada puede al fin liberarse de los japoneses y de pronto se queda inmóvil en el aire, como una mosca translúcida, hasta descender sobre uno de los últimos asientos del vagón semivacío. Descubro entonces la silueta masculina de alguien que viaja con su sombrero de fieltro de color humo, el abrigo de solapas anchas como un páramo, la corbata de pajarita, los anteojos con armadura de carey, y el bigote recortado que no es más grande que siete moscas juntas: un bigotito que participa en la escena como una fuente de hilaridad o desasosiego.

—Aquella figura, sí, la del fondo, ¿no es Fernando Pessoa en cuerpo y alma? —le pregunto a Nora del Carmen y no dejo de apuntar con el índice de mi mano derecha—. Su rostro es aún más familiar que el de Cristóbal Colón, ¿no te parece?

—Puede que sí, aunque no estoy muy segura, puede que no. Tal vez no sea de carne y hueso, pero ¿quién podría asegurarlo? Es mejor que nos olvidemos de su figura: Pessoa es un peligro y tú lo sabes. En él todo tiende a la desintegración. Mucho cuidado, mi lobo sapiens, muchísimo cuidado con esos personajes que se materializan y se desmaterializan de un momento a otro, sin que nos demos cuenta.

Sorpresivamente se dibujan en mi memoria los versos de Alvaro de Campos, uno de los múltiples heterónimos de Fernando Pessoa, a través de la versión al castellano de Octavio Paz:

Al volante del Chevrolet por la carretera de Sintra,

a la luz de la luna y del sueño en la carretera desierta,

manejo solitario, manejo casi despacio y un poco,

me parece, o me esfuerzo un poco para que me lo parezca,

que sigo por otra carretera, por otro sueño, por otro mundo,

que sigo sin haber dejado Lisboa o sin tener que llegar a Sintra,

que sigo ¿y qué más haría sino seguir y no parar y seguir?

Voy a pasar la noche en Sintra para no pasarla en Lisboa,

cuando llegue a Sintra sentiré pena por no haberme quedado en Lisboa.

Siempre esta inquietud sin propósito, inconexa, sin resultado,

siempre, siempre, siempre,

esta angustia desorbitada del espíritu por ninguna cosa,

en el camino de Sintra, en el camino del sueño, en la carretera de la vida...

Disminuye la velocidad, la luz del sol se levanta y de improviso desaparece entre aquellas nubes cargadas de lluvia, mientras la locomotora del tren va penetrando al fin en la estación de Sintra. Más y más árboles entre luces y sombras húmedas, casi junto a las ventanillas de nuestro vagón, así como aquel estilo señorial de las casonas más antiguas. El tren se ha vuelto inmóvil, de pronto, y ya no avanza ni retrocede: es una gran serpiente moribunda. Los niños dan un grito en idioma japonés y nadie entiende nada, aun cuando suponemos que están muy felices porque saltan como pulgas del lejano Oriente, aunque sin perder su equilibrio. Entonces nos acordamos del bolso chino que más bien parece una langosta, así como de nuestro paraguas aún más oscuro que las nubes, y del poeta Fernando Pessoa. Pretendemos acercarnos a él, pero en lo que fue su asiento ya ni siquiera existe la sombra bajo aquel sombrero de color humo.

—¿Estás seguro de que lo viste sentado aquí? —me pregunta Nora del Carmen con algo de incredulidad.

—Sin duda —le digo cuando descendemos del tren— se nos aparece en el instante menos pensado. Es un fenómeno estimulante y desolador: su juego me agobia. Es mucho más nocivo que esta niebla de mala muerte: maldita niebla que nos persigue desde Lisboa, como diría un gringo más o menos culto... Hay que abrir las alas del cuervo, sí, casi toda la penumbra del mundo en las alas del paraguas que se achica y se agranda al estilo de un condón británico, para decirlo con una gracia mística: la exuberante gracia o más bien desgracia de algunos personajes que van envejeciendo como Jack Nicholson. ¿Vamos? Nos esperan los bosques, las fuentes y los castillos en medio de la bruma.

Empezamos a caminar con lentitud hacia el restaurante de la estación de Sintra, sin olvidarnos de los japoneses que van adelante: la nariz breve de Yukio, casi portátil, y su computadora también portátil, como si fueran un solo cuerpo. Las hermanas quieren gritar de júbilo, aunque de improviso muerden sus lenguas y ya no gritan, guturalmente, al estilo japonés. Camino debajo de un gorro que nunca me abandona, un gorro del color de las musarañas que se parece a cualquier instrumento , menos a un gorro: casi no tiene alas y su forma es aún más graciosa que el rostro de Woody Allen cuando lo persigue algún espía musulmán en la periferia de Nueva York.

No deja de llover y en el restaurante Cabo da Roca nos ofrecen un pescado frito con papas a la francesa, cebollas minúsculas y un vino de Oporto. Respondemos que sí, que no, que tal vez sea mejor una taza de chocolate caliente con un trozo de pastel bañado en crema Chantilly. La familia japonesa se va deslizando hacia el fondo del restaurante y está a punto de esfumarse como aquel cuerpo siempre débil de Fernando Pessoa. Junto a nuestra mesa redonda de color fúnebre, hay un hombrecito de baja estatura, muy gordo, con la boca chica y la nariz como de incendio, un poco larga: debe tener más de sesenta años no sólo en el espíritu, y su nariz también, por supuesto; el asunto es todavía más obvio que aquella bruma lluviosa, aunque nunca se sabe... De repente el gordo se ríe como si le fuera a venir un ataque de hipo, dice que su nombre es Mateus do Balio y que durante veinticinco años fue miembro de la tripulación del Celorico da Beira, uno de los barcos de mayor prestigio en la Marina Mercante de Portugal.

—A mí no me gustan los gringos —sonríe en un español del sur, mucho más de Andalucía que de Castilla—. Menos mal que ustedes no son gringos. Yo viví algunos años no muy lejos de Sevilla, en Jerez de la Frontera. Viajábamos al Golfo de Cádiz con la guapa y soñadora Julieta de Montenegro, una mujer formidable como los fados que a la hora del crepúsculo se escuchan en la Ta verna del Rei, en Largo do Chafariz, allá en Lisboa:

Aquela senhora tem um piano

Que é agradável mas nao é o correr dos rios

Nem o murmurio que as árvores fazem.

 

Para que é preciso ter um piano?

O melhor é ter ouvidos

E ouvir bem os sons que nascem.

Julieta fue para mí una mujer fantástica y macanuda, como aún se dice en Argentina, pero desapareció sin advertírselo a nadie, como en un suspiro, entre un relámpago y la descarga eléctrica de otro relámpago. En fin, así es la vida y no hay que ponerse muy triste, sólo un poco, pues la vida da muchas vueltas. Cuando ella se fue en un silencio insoportable, yo me puse a comer como los gringos, a lo bestia, y aquí me tienen: mido un metro con cincuenta y cinco centímetros, peso noventa y siete kilos, y acabo de cumplir sesenta y cuatro años el 11 de septiembre, a la misma hora en que los aviones se estrellaban contra las Torres Gemelas de Nueva York.

—Su historia es apasionante, a pesar de todo —dice Nora del Carmen con una sonrisa equilibrada y piadosa, como de niña japonesa—. Está lloviendo con menos furia, ya sin ganas, y es un buen momento para irse. Adiós, don Mateus: fue un placer haberlo conocido. Si alguna vez reaparece Julieta de Montenegro, dígale que desde hoy ocupa un lugar en nuestro corazón y abrácela con alegría. ¿Vámonos? Abramos el viejo paraguas sin perder el control. ¿Vámonos?

Aparecen de súbito los niños japoneses desde el fondo: brincan sin temor como pulgas felices, aunque Yukio no deja de observar el brillo de su computadora portátil . Detrás de ellos y de sus padres, abandonamos el restaurante Cabo da Roca y nos vamos en un abrazo lleno de humor, bajo la protección más o menos fúnebre del paraguas. Entonces van apareciendo los caminos sinuosos por donde anduvo el poeta Lord Byron en el siglo XIX. No existe una sola calle que no esté cubierta de árboles cuyas hojas aumentan de tamaño y respiran en un círculo donde se multiplican los más variados tonos del color verde. Hay siluetas lanceoladas, ovales, agudas, dentadas o con lóbulos redondeados. Junto al verde van apareciendo los colores del tabaco o de la caoba, aunque por aquí no hay caobas ni plantaciones de tabaco. Estos colores se desprenden de las hojas que están a punto de caer sobre la tierra húmeda; todo es húmedo en el mediodía de un jueves que permanece inmóvil en el cielo de Sintra. Nuestro paraguas se desliza en silencio como las alas de un cuervo marino, y nosotros, abrazados, nos deslizamos bajo la oscuridad del paraguas. “Aquí no existe la dimensión original del tiempo, sigue la duda y la penumbra crece”, como decía Jorge Luis Borges después de leer a Lord Byron. A lo lejos, sumergido en la niebla, divisamos las dos torres cónicas del Palácio Real, que ordenó construir Juan I a fines del siglo XIV. El espíritu del paisaje pertenece al medioevo y hay palomas blancas, cenicientas, cuando sobre los tejados perdura el color de la sangre. Abundan los arcos ojivales y de medio punto. Luego de una pausa, continuamos en el camino que sube y baja como si estuviéramos en una colina. Es imposible mantener el equilibrio ante un ámbito de robles a lo lejos, cerca y lejos, que cuelgan del cielo entre la bruma que de pronto se abre y se cierra.

—¿Escuchas la lentitud de aquella voz que parece venir del bosque?

—La oigo apenas —sonríe Nora del Carmen sin que nuestro viaje se interrumpa bajo el paraguas—. La siento como un rumor indefinido.

—Es nuevamente la voz de Fernando Pessoa, pero a través de Alvaro de Campos. Mira, escucha el desliz de aquella voz en el viento:

Maleable a los movimientos subconscientes con que guío el volante,

brinca debajo de mí y conmigo el auto que me prestaron.

Sonrío del símbolo, al virar hacia la derecha.

¡En cuántas cosas prestadas camino por el mundo!

¡Cuántas cosas que me prestaron manejo como mías!

¡Lo que me prestaron, ay de mí, eso soy!

 

A la izquierda la casucha, sí, la casucha al borde del camino,

a la derecha el campo abierto, con la luna a lo lejos.

El automóvil que hace poco parecía darme libertad

es ahora una cosa que me encierra,

algo que sólo puedo manejar si me tiene encerrado,

algo que sólo domino si en él me incluyo y él en mí se incluye.

 

Atrás, a la izquierda, la modesta casucha, menos que modesta,

qué feliz debe de ser ahí la vida: sólo porque no es la mía.

Si alguien me vio desde la ventana, pensará: aquél sí que es feliz.

Tal vez para el niño que mira tras los vidrios de la ventana de arriba

he sido (con el auto prestado) como un sueño, como un hada real.

Tal vez para la muchacha que ha mirado, al oír el motor,

[por la ventana de la cocina, sobre el piso de tierra,

soy algo de ese príncipe que duerme en todo corazón de muchacha,

y ella quizá me ha mirado a hurtadillas, tras los vidrios, hasta que me perdí en la curva.

—Casi todo es verdad en esas palabras que fueron articulándose en mí, paso a paso —dice Nora del Carmen y señala con el índice de su mano derecha—. Casi todo es belleza y verdad. Mira esos arcos y esas torres. Creo que estamos muy cerca del centro histórico de Sintra.

—¿Por qué has dicho casi, así es, dos veces casi?

—Porque nada es definitivo en este mundo —dice con una sonrisa enigmática—. Apuremos el ritmo pues la hora avanza no sólo en el reloj, aunque Pessoa diga que el tiempo no existe.

Seguimos caminando sin hacer ruido, lejos del Chevrolet de Alvaro de Campos, aquel Chevrolet cuyo porvenir no se esfumará entre las callejuelas de Sintra. Al fin hemos llegado a la fábrica Das Queijadas da Sapa, que se ubica en el número 12 de la Volta do Duche. Las queijadas pertenecen a la tradición de Sintra y son unos pastelitos deliciosos que se hacen con huevo, canela y queso fresco. La fábrica se fundó en 1786 y dispone de un salón de té desde donde observamos las torres del Palácio Real. A lo lejos, entre palomas de color pizarra, vuelan en círculo algunos pájaros, no más de tres, que parecen aves de cetrería, sí, halcones de garras muy agudas. Fernando Pessoa, a través del poeta Alberto Caeiro , hubiera dicho:

Mas as cousas nao tem nome nem personalidade:

Existem, e o céu é grande e a terra larga,

E o nosso cora^ao do tamanho de um punho fechado...

Bendito seja eu por tudo quanto nao sei.

É isso tudo que verdadeiramente sou.

Gozo tudo isso como quem sabe que está aquí ao sol.

—Aunque sea inmortal e inmóvil, el tiempo avanza más allá de su propia sombra —digo después de endulzarme el espíritu con la última quejada—. Vámonos hacia los dominios del rey Fernando II de Portugal, aquel antiguo príncipe de Sajonia-Coburgo y Gotha, quien vivió desde 1816 hasta 1885, menos cerca del júbilo interior que de la belleza artística, como dijera un guía no solamente espiritual, de cuyo nombre por desgracia no me acuerdo.

El poder de la penumbra

Nora del Carmen extiende el brazo izquierdo más allá del paraguas y su mano descubre que ya casi no llueve. Se alumbra el aire, no más de siete segundos, y luego se apaga, deslumbrándonos. Después de intentarlo tres veces, consigo que la langosta de plástico cuelgue de mi hombro derecho con su perfil de bolso chino. Cerramos el paraguas que ha sido más fiel que nadie y empezamos a caminar hacia las Escadinhas da Fonte da Pipa. La humedad y el musgo se adueñan del espacio donde van apareciendo los cedros y los robles, las camelias y los helechos arborescentes. Alguien canta como una lechuza, aun cuando las lechuzas son invisibles y no cantan durante el día. No dejamos de subir hacia una de las cumbres de la sierra de Sintra. Nos han dicho que la flora es mestiza y por aquí se cruzan varias especies nórdicas y tropicales. La neblina impide que las veamos, pero cada una está en su sitio y espera que el poder del sol acabe con la lluvia. La subida se vuelve cada vez más difícil, aunque vamos por un camino sinuoso y muy bello: humedad, musgo de años en los troncos de los árboles, una telaraña de hojas muertas, y el canto repentino de aquellos pájaros ocultos.

¿Quién anda por ahí? Algo se mueve entre las ramas de un roble centenario, pero nadie responde. De pronto surge un Chevrolet aún más fúnebre que el de Pessoa: va subiendo con una lentitud de paquidermo y alcanzo a percibir que en el volante no hay nadie, como si fuese un automóvil fantasma. Es el instante preciso para que aparezca el miedo. Y así ocurre: aparece junto a los helechos arborescentes, como un gato salvaje, y desaparece más allá de las camelias. De un recodo del camino brotan algunos ciervos de piel cetrina; sin embargo, los ciervos no son más de cinco piedras que fueron esculpidas por la mano de un artífice misterioso.

—¿Cuánto falta para llegar a la cumbre? —sonríe Nora del Carmen al estilo de los niños japoneses, aunque hay inquietud en su sonrisa—. Esto es como subir al cielo o más bien a la bóveda del infierno. ¿Vale la pena el sacrificio? ¿Qué hay en la punta de este cerro dominado por las tinieblas?

— Hay un castillo de perfil irreal por lo fantástico: lo rodean cúpulas, pórticos de estilo árabe y torres almenadas. Me entusiasma el esplendor del púrpura, del blanco, del celeste y del amarillo: es una fiesta de colores cálidos. Lo verás, no falta mucho: ya lo verás cuando el camino se abra como una gran puerta en las alturas del cielo. He soñado con este viaje a Sintra para subir al castillo de Fernando II de Portugal. Lo soñé desde siempre .

De nuevo cae la lluvia y abrimos el paraguas, sin interrumpir el ascenso hacia los dominios de aquel rey que combinó las más diversas líneas arquitectónicas. Después de otra vuelta en el camino, emerge desde el fondo una pequeña casa de ladrillos oscuros y tejas rojas, un rojinegro medieval, además de dos ventanas con cristales tan húmedos como las hojas de los robles. Una casita de duendes o de brujas. Junto al cancel hay una figura femenina que nos hace señas con un pañuelo blanco. Vamos hacia ella y descubrimos que se trata de una mujer de poca estatura, con ojos oscuros como de animal del monte, labios aún más oscuros, nariz de águila, y una edad incalculable.

— Buenas tardes, c’estle jour etla nuit, buonasera. Me llamo Marcelina D’Agostino y nací no muy lejos de la ciudad de Valencia, junto a las aguas del río Turia, en el Castellón de la Plana. Vivo sola en esta casa, vuestra casita de Sintra, desde hace mucho tiempo: ya perdí la cuenta de los años. El tiempo, como decía mi abuelo Dionisio, es un animal muy bruto, muy animal, menos bruto que implacable. ¿Qué andan haciendo por aquí? Siempre llueve lluvia en este lugar del mundo. La antigua lluvia no deja de llover, aun cuando a veces el cielo se abre y brilla el sol. Che ore sono?

—Son las tres de la tarde con treinta minutos —digo después de observar puntualmente mi reloj de segundero escarlata—. ¿Qué sucede con el castillo del ocre y del púrpura? ¿Está cerca o muy lejos? ¿Nos falta mucho, todavía, para llegar al puente levadizo o al foso de los leones?

—Vuestra imaginación no tiene límites —sonríe doña Marcelina mientras abre y cierra los ojos con parsimonia, como si viviera en otra dimensión de lo real—. ¿Metafísico estáis, mi señor del paraguas que más bien es un buitre? No. No les falta mucho para llegar al castillo del rey que no se llama castillo, sino Palácio da Pena. Don Fernando fue un monarca de aspecto liberal, muy artístico y muy filosófico. Mandó construir su Palácio alrededor del monasterio de los Jerónimos, que es del siglo XVI. Esas ruinas se conocen como el Convento de Nossa Senhora da Pena. El rey de Portugal, además de haber sido el benefactor de las Bellas Artes, fue Gran Maestre de la Cruz Roja. Su Palácio da Pena es una ensalada rusa donde coexisten todos los símbolos. Allí recibió a los artistas más célebres de su época en compañía de su segunda esposa, doña Elisa Hensler, una cantante de origen suizo. Yo conozco el exterior y el interior como la palma de mi mano, a pesar de que no he vuelto a subir desde la primavera de 1987. Me duelen mucho las rodillas, c’est la vie, mejor dicho lo que aún está detrás de las rodillas, esa región misteriosa que nadie sabe cómo se llama. También debo confesar que tuve una discusión a grito pelado con Ophélia Monteiro, la terrible Ophélia, esa mujer con ojos de lobo que dirige la vigilancia en contra de los turistas. ¡Es una bestia peluda!, como decía mi padre, y lo mejor es alejarse de las bestias peludas, ahora y siempre. Tengan mucho cuidado con la Monteiro: su nariz es más curva y más larga que la mía. Más de judío que de portugués, aunque en Portugal abundan las narices más notorias que notables: unas narices de gran abundancia. Sigan su camino de luz, aun cuando la niebla y la humedad envuelven a la luz. Ya me vino el sueño. No dejen de subir y subir, adelante, no están muy alejados de la cumbre. Lo primero en aparecer serán las torres y las ruinas de la capilla románica del Castelo dos Mouros. Un poco más lejos, entre la bruma casi eterna, surgirá la sombra del Convento dos Capuchos.

—Dicen que el poeta Fernando Pessoa aparece por aquí a menudo —sonríe Nora del Carmen y trata de abrir y cerrar el paraguas en una leve convulsión, como en un tic nervioso—. ¿Usted lo ha visto?

—Por supuesto, hija mía —exclama doña Marcelina D’Agostino—. Don Fernando, quien es más filósofo que poeta, sí, con un poco de mayor locura, viene de vez en cuando en su Chevrolet que se parece mucho a una carroza fúnebre. No habla con nadie, pero saluda a todos quitándose el sombrero igualmente fúnebre. Dicen que no deja de cultivar el humor, que piensa de improviso lo que ninguno piensa, y que sorprende por su mirada y su insólita simpatía. Cada vez que su figura flota sobre el camino, desde el fondo del Chevrolet, se escucha su voz en medio del aire de Sintra: es el eco de sus poemas el que se desliza entre las hojas húmedas de los robles. ¡Descúbranlo, está colgando de la rama oscura de aquel cedro, más allá de los robles! Aunque más fúnebre que el Castelo dos Mouros, el Chevrolet brilla hoy por su ausencia. Entre un silencio y otro silencio, escuchen la música de aquella voz:

¿Dejo sueños tras de mí o es el auto el que los deja?

En la carretera de Sintra, al claro de luna, en la tristeza, entre los campos y la noche,

manejando el automóvil prestado con desconsuelo,

me pierdo en la carretera futura, me disuelvo en la distancia que alcanzo...

Y en un deseo terrible, súbito, violento, inconcebible,

[acelero.

Pero mi corazón se quedó en el montón de piedras, [esquivado al verlo sin verlo,

en el montón de piedras a la puerta de la casucha,

mi corazón vacío,

mi corazón insatisfecho,

mi corazón más humano que yo, más exacto que la vida.

—Es una experiencia casi sagrada —digo agitando la mano derecha en actitud armoniosa—. Todo se ha vuelto verosímil y alcanzo a oír el eco de aquella voz en calma; sin embargo, no percibo la línea ni el volumen de su figura que cuelga de aquel cedro tan oscuro. No soy un animal muy metafísico: no soy lo que usted cree que soy, pero quién sabe, ni Dios lo sabe. ¿Por qué no nos vamos ahora mismo? Pessoa nos acompaña, vuela el tiempo que aún se mantiene inmóvil, vámonos hacia las nubes. Adiós, doña Marcelina, buonaiera, c’est le jour et la nuit. Ya son más de las cuatro. Adiós y muchas gracias. Que los dioses la protejan como usted lo merece. Nunca olvidaremos que la sabiduría con algo de humor es aérea y terrenalmente más valiosa.

Arrivederci, mes amis, vayan con Dios. Que el Dios del cielo y de la tierra los escuche, y que el diablo se haga el sordo, así es, el cojuelo más sordo que las ruinas de la capilla románica entre la espesura de la niebla, junto al Castelo dos Mouros.

Entonces reanudamos el viaje, paso a paso, mientras doña Marcelina D’Agostino dibuja la señal de la cruz en el aire y nos da su bendición. El ascenso hacia el Palácio da Pena se vuelve cada vez más difícil. Lo espectral domina el paisaje: ha vuelto la lluvia que parece venir del océano Atlántico, pero ahora es más persistente. Pobre paraguas: lo abrimos sin misericordia y es como el vientre de una bestia marina. Vamos subiendo con dificultad en un abrazo muy lluvioso, por encima de las ondulaciones del camino cuyo aspecto es semejante al de una serpiente cubierta de hojas moribundas. Hay muros en ruinas que parecen lomos de algunos bisontes, aunque bajo el poder del musgo inmóvil. Sobre los troncos de los árboles ocurre lo mismo. Musgo y más musgo: tallos menudos y apiñados. Nadie se salva del musgo en lo alto de Sintra: ni las piedras, ni la lluvia, ni el oxígeno del aire. Todo se ha vuelto musgoso en las alturas, y acaso lo fantasmal no pueda vivir sin la presencia del musgo. Una belleza romántica y algo convulsa. Un crecimiento silvestre, mitológico, sin equilibrio. Con la humedad tenebrosa, los árboles son como los que emergen del abismo en la escritura de J.R.R. Tolkien. Quisiera ver el desliz del tiempo en el círculo de mi reloj, aun cuando la lluvia me lo impide. Han de ser las cinco de la tarde, pienso desde el refugio del paraguas, aunque Fernando Pessoa dice que no es bueno pensar bajo la bóveda de un paraguas. ¿Serán las cinco o las seis? Espero que nos permitan viajar física y metafísicamente por las entrañas del Palácio da Pena.

—¡Observa muy bien esa línea de luz! —sonríe Nora del Carmen y luego estornuda con júbilo—. Se abrió de repente el cielo para que aparezcan los altos muros del Castillo de Fernando II, aquel antiguo rey de Portugal. Creo que al fin hemos llegado, a pesar de todo. Quien lo sigue lo consigue, como decían en Sudamérica.

A la izquierda aparece un lago con algunos cisnes de plumaje blanco y negro: todo el paisaje permanece inmóvil bajo el poder de la bruma. ¿Lo vemos o lo soñamos? Muy al fondo, los jardines casi invisibles de la Quinta Velha. Ahora subimos hacia la rampa que se extiende bajo la gran puerta mudéjar: ya estamos en el patio del Palácio da Pena, sobre el cual se abre un pasaje que discurre por encima del arco de Tritón. Penetramos con asombro, sin prisa, en un laberinto de salones cuyo mobiliario pertenece a una mixtura de estilos: arábigo, renacentista y barroco. En su aspecto exterior, la visión arquitectónica del Palácio también corresponde a una mezcla: abundan los signos árabes, góticos, manuelinos, renacentistas y barrocos. Sin embargo, los colores vivos se pierden bajo el espesor de la niebla que va deslizándose como un monstruo del mar, un monstruo más bien anfibio, bajo los arcos y más allá de las columnas y las torres almenadas.

Aparecen de pronto los vestigios del Convento de Nossa Senhora da Pena: el claustro manuelino y la capilla donde se alza el altar de alabastro. Sólo aquí dominan los azulejos. Vamos de una sala de recepción a un fumadero donde ya nadie fuma, ni siquiera los ángeles de estuco que parecen colgar del cielo pintado de albiceleste. Surge entonces una gran bóveda con crucerías blancas y de color tabaco; no hay artesonado que no juegue entre los límites del tabaco y del blanco, de acuerdo con el gusto del rey artista, don Fernando II de Portugal, quien se consagró al estudio de la cerámica, la acuarela y el grabado al agua fuerte. Llegó a ser Presidente de la Real Academia de Ciencias y Bellas Artes, y fue el protector de la Universidad de Coimbra. Más allá del recinto de los jarrones translúcidos de aquella China de los mandarines, van surgiendo las primeras sombras que se deslizan entre el salón árabe y la sala de la reina. Más azulejos y vitrales. Hay una profusión de tapices, colgaduras, espejos y muebles de gran tamaño. Descubrimos la crónica de una batalla dentro de un cuadro de madera en sobrerrelieve. Y al fin esas figuras de porcelana del Japón: dos muñecos que no pueden ocultar el brillo de la sonrisa cómplice en los labios.

Ahora vamos por pasadizos y túneles que desembocan en sótanos donde sólo es real el vuelo de algunos fantasmas. ¿Gil Vicente, Luís Vaz de Camoes, Lord Byron y Álvaro de Campos? ¿Vendrá del aleteo de algún murciélago aquel rumor? A pesar de la humedad, hay telarañas que cuelgan de sí mismas, como si no pertenecieran del todo al Palácio da Pena. La araña mayor viaja a través del aire, más allá de los hilos, y en su desliz se dibuja el péndulo de un trapecista. Más humedad y niebla en los túneles que de pronto se vuelven aún más subterráneos, aunque parezca inverosímil. ¿Cómo llegó aquí la neblina? De improviso se escucha la lengua de los japoneses: una música entre gutural y cortante, como de algarabía que no se desborda. Los tres niños brincan de júbilo, pero sin abandonar la precisión de un ritmo que no deja de ser extraño para nosotros. Yukio nos ha descubierto una vez más y se ríe con entusiasmo, no obstante el frío, la humedad y la niebla.

Nora del Carmen me sugiere que abandonemos los túneles y subamos por una escalera de caracol. Así lo hacemos sin premura, con el caracol de la escalera en los ojos, y sin perder el equilibrio. Al fin aparece la sala con los gobelinos de Jean-Baptiste Colbert, aquel ministro de Luis XIV que los hizo manufacturar en el París de 1667, y las alfombras de Persia, ese antiguo reino ubicado en el suroeste de Asia. Del muro principal cuelga un gobelino de color gris, ocre, celeste y púrpura: al fondo aparece la figura de Luis XIV con medias rojas, peluca áurea y empolvada, y por encima un penacho de plumas azules. Los zapatos son como el ámbar y se apoyan en un tacón alto. Desde la mano derecha se extiende el báculo que simboliza el poder de la monarquía absoluta. Alrededor del rey se reúnen muchas pelucas, no todas áureas, y muchos tapices: las cabelleras postizas son las dueñas del gobelino que fue diseñado por Charles Le Brun, aquel sublime tapicero en los días de Luis XIV.

—Olvídate por un instante del gobelino y mira a tu derecha —sonríe Nora del Carmen apuntando con el índice de una de sus manos, tal vez la zurda—. Parece que es un grupo de sordomudos españoles, por lo que oigo y veo.

—¿Qué ves? Más allá de Luis XIV, aquel pelucón envuelto en la niebla, yo no veo casi nada.

—Todos vienen con insignias de España en las solapas y en las viseras de sus gorras de gran tamaño. Por lo que alcanzo a percibir, las sordomudas son aún más gordas que los sordomudos, aunque ellos también son gordos.

—¿Por qué hacen tanto ruido con las narices y las lenguas? Algún vigilante debería hacerlos callar. ¿Por qué no dejan de meter bulla?

—Porque son españoles —dice Nora del Carmen y se queda inmóvil durante siete segundos, sumergida en una idea abstracta—. Creo que el porvenir es un milagro que sólo pertenece a los sordomudos de España. Nadie se comunica de un modo tan profundo y humano como los gordos y las gordas que no hablan y no oyen. He visto que no existe la depresión entre los sordomudos españoles: no existirá nunca. Ellos hablan hasta por los codos, con euforia, y su entusiasmo va más allá de los codos. Agitan sus lenguas y sus manos como los árabes más antiguos; su algarabía es un ejemplo, sin duda, no solamente para los sordomudos de todo el planeta.

Luego de observar a los españoles que sonríen y gesticulan con una felicidad envidiable, mis ojos se desvían y no dejan de ser fieles al desliz de aquella penumbra donde aparece de pronto un hilo de la luz del sol: el hilo cruza bajo el arco de perfil árabe y penetra en una torre almenada, más allá de la sala de los gobelinos.

—Olvidémonos de los sordomudos —digo mientras descubro el avance del tiempo en la esfera de mi reloj—. Hay que abandonar el Palácio da Pena y volver a Lisboa con sus colinas, antes de que el poder absoluto de la noche se haga cargo de nuestros ojos, para decirlo con algo de elegancia.

Junto al arco de color marfileño se eleva la figura de Ophélia Monteiro, quien cultiva el celo de vigilarnos a todos. Ella se protege con su uniforme azul, aquel azul tan oscuro como el de los miembros de la Gestapo. Doña Ophélia es muy alta y robusta, de ojos como los de quienes habitan en el Cáucaso, y una película de bigote gris, no muy perceptible, aparece sobre el labio que lo cubre todo, por supuesto. No es tan peluda como algunos creen, pero quién sabe. Esta mujer ha logrado que doña Marcelina D’Agostino pierda el control de su inteligencia emocional, como diría un experto en el campo de las emociones que a menudo nos agobian.

—¿Alcanzas a ver lo que yo veo, por detrás de la gorra de Ophélia? —dice Nora del Carmen y señala con el índice de la mano zurda.

—No veo la sombra que tú ves, Lisboa nos espera, ya casi no la veo.

—Es la silueta de Fernando Pessoa una vez más, bajo el sombrero absolutamente oscuro. Lleva los anteojos con armadura de carey, como siempre, y esa corbata fúnebre que tanto se parece a un colibrí suspendido en el aire.

En ese momento escuchamos su voz como en una nueva dimensión de lo real, más allá del mundo:

En la carretera de Sintra, cerca de media noche, al claro de luna, al volante,

en la carretera de Sintra, qué cansancio de mi propia imaginación,

en la carretera de Sintra, cada vez más cerca de Sintra,

en la carretera de Sintra, cada vez menos cerca de mí.

Mientras empezamos a descender con lentitud y melancolía desde el Palácio da Pena, bajo el poder de la penumbra, Nora del Carmen sugiere que no debiéramos abrir la boca.

—¿Durante cuántos minutos? —le pregunto después de sonreír como Alberto Caeiro.

—Todo el tiempo que sea posible —dice en un murmullo y permanece sin mover los labios, todavía más rigurosa que los sordomudos de España.

 

por Hernán Lavín Cerda

 

Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México  24 / artículos / Febrero de 2006

Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México

Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/0b3e4232-7eda-4046-88b1-75b4c1305418/apariciones-de-fernando-pessoa-en-aquel-viaje-a-sintra

 

Ver, además:   

 

                     Fernando Pessoa en Letras Uruguay 

                    

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