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El vapor caletero 
por Mariano Latorre

Me embarqué por cuarta vez para el norte un atardecer del mes de marzo. Volvía a reanudar mis clases de inglés en el liceo de Tacna, adonde fui nombrado apenas recibí mi título de profesor. Vine con la esperanza de conseguir mi traslado a Santiago; pero todas las gestiones fueron infructuosas. Mis certificados, que me acreditaban como un pedagogo abnegado (un visitador dijo de mí en pintoresca frase que tenía amor a la fatiga), de nada me sirvieron. La Universidad, como el día en que me acerqué a ella a recibir mi título, me produjo una impresión de hostilidad y de incomprensión que no he modificado después. Una agria sensación de angustia me punzaba el alma al subir la vieja escala de un vapor caletero de la Compañía Sud-Americana, el mismo en que me había embarcado tantas veces; sin embargo, desde el fondo de mi cerebro, la juventud (tenía entonces veinticinco años) lanzaba un llamado apremiante a la vida y al amor.

En la mañana, tropecé en una librería inglesa del Puerto con una señora extranjera muy elegante. Hojeaba revistas en una mesa, más allá del mostrador del almacén, y pude deleitarme, sin ser visto, en la gracia rubia de su silueta. Mi sangre moza, algo contagiada con el realismo romántico de Tomás Hardy, corrió apresurada en las arterias cuando, al oírme preguntar en inglés por un libro, fijó en mí un instante la claridad de sus ojos grises.

He soñado muchas veces con un tipo de mujer así: una heroína de Hardy, suave y resplandeciente, hacendosa y culta a la vez, y rubia, porque el moreno subido de mi cara y mi pelo obscuro exigen, como una legítima compensación, la tez clara y los cabellos de oro.

Traté de seguirla por esas calles, sin que ella me advirtiese, pero tomó el camino de Playa Ancha y desistí de mi persecución. Debía recoger mi pasaje antes del almuerzo. Su recuerdo me acompañaría durante el viaje y más allá. Estaba seguro. Me embarqué, como digo, al atardecer.

La escena de a bordo, que me era habitual, se repitió una vez más. Amontonaban los pacotilleros sus canastos de verdura, sus aleteantes montones de gallinas y pavos en la cubierta de tercera clase, llenando el barco de acres olores. Despedíanse las mujeres del pueblo de sus parientes. Se miraban silenciosos sin decirse palabra y alguna pobre vieja enjugaba una lágrima con un pañuelo sucio. Chirriaban las grúas depositando en la bodega fardos de pasto, sacos y cajones. En vuelos cortos chillaban las viejas gaviotas porteñas junto al casco o atravesaban aleteando los mástiles tiznados.

Bajé a mi camarote, y hundido en mi soledad, me cogió la salida del barco.

Subí después a cubierta. El viejo vapor cabeceaba ya en las largas ondulaciones de alta mar que, en un abrazo silencioso, envolvían el casco y desaparecían. Un sol de sangre, arrebujado en nubes tostadas, ponía en las olas manchas palpitantes y esta nota roja, quemada, parecía la única muestra del otoño del mar.

Sonó la campanilla de la comida y bajé al comedor. Una alegre concurrencia llenaba las mesas. Flotaba ya esa intimidad alegre de las navegaciones: señoras, caballeros, niños, el viejo capitán MacDonald, grave como si presidiese el comedor de un acorazado, reían, conversaban. La mesa era principesca: nueces, pasas del Huasco, dorada mantequilla, sabroso queso del sur. Al sentarme en un ángulo del comedor, mi corazón saltó con brusco vuelco. La dama que vi en la librería del Puerto, de cuidados cabellos de oro, envuelta la espigada silueta en elegante tocado, estaba en la mesa del capitán. Sus ojos, me pareció advertirlo, tuvieron un rápido roce con los míos. Puedo asegurar que desde este instante todas mis cavilaciones desaparecieron y bendije al viejo vapor caletero, que, con su cubierta abarrotada de pollos, verduras y corderos malolientes, navegaba sin apuros por un mar encrespado ya con los vientos de otoño. El desfile de señoras y caballeros empezó apenas los cristales, metidos en los calados de la cornisa, sonajearon con argentino clic-clic. Un gesto de dolor parecía habérseles estereotipado en las comisuras a los que subían apresurados a los camarotes. Mi inglesa no se quedó sola en el comedor. También salió con su porte distinguido, impasible, fría como una estatua. Era, indudablemente, una mujer acostumbrada a navegar. ¿Quién podría ser? ¿Tal vez una turista excéntrica que se embarcaba en el vapor caletero para estudiar el ambiente chileno? ¿Quizá la mujer de un ingeniero de Chuqui o de un alto empleado comercial de Antofagasta o Iquique?

Terminé de comer, y subí a la cubierta. Nadie paseaba por allí. Negra era la noche sobre el mar, y en aquella negrura, que salpicaba apenas el temblor de la saltas estrellas, se oían el sordo golpe de las olas en los costados y el leve rumor del agua deshecha. La enorme masa de la chimenea fingía ocupar todo el rectángulo de la cubierta. Oíase el jadeo de la máquina bajo mis pies. Brilló el punto rojo de un cigarro en la obscuridad. Una sombra maciza, rechoncha, se acercaba en mi dirección.

Buenas noches, señor saludó amablemente, deteniéndose. 

Reconocí al contador del barco. Lo había visto ya en viajes anteriores. Era un hombrecillo moreno, ventrudo, de tiesos pelos obscuros, un típico chileno de la costa. Me invitó a bajar al comedor, que se había convertido en sala de póquer. Me excusé, como siempre. Tenía sobre la materia mi opinión formada. A través de mis viajes por la costa, eran muchas las experiencias recogidas, aunque sustentase sobre el póquer familiar ideas muy diversas sobre todo por tratarse de un juego inglés. Al calor de una estufa confortable y frente a una bella mujer de cabellos rubios, no es en manera alguna, una entretención peligrosa.

Mi hombre se alejó sin insistir. A los pocos minutos bajé por mera curiosidad. Se había constituido ya la clásica mesa de póquer, pero esta vez, a la escena que yo conocía, se le habían agregado dos notas exóticas. Dirigía el juego un hombronazo obeso, cuya grasa rojiza se desbordaba, a pesar de la holgura de su chaqueta de corte inconfundiblemente yanqui, y mi inglesa, que, con su cara de esfinge, mantenía las flamantes cartulinas entre sus dedos largos, afilados, de buena raza.

Algo muy agradable, hecho de las más puras savias de mi alma, se extinguió dentro de mí al verla entre aquellos hombres. que, para excitar sus nervios ensordecidos por la monotonía de la vida, exponían su tranquilidad en los azares de un juego infantil. La pregunta que me hice a mí mismo, el día anterior, volvió a clavarse en mi cerebro con un rojo interrogativo. "¿Quién será esta mujer?"

Recordé súbitamente a una cortesana inglesa que conocí en Iquique También Nelly Brown era fina y esbelta, y su distinción impecable ocultaba viciosas taras masculinas: una enorme afición al whisky y a los juegos de azar. Esta oportuna asociación me tranquilizó por completo.

Una cómica pregunta del hombre de la cabecera, en quien reconocí inmediatamente a un yanqui de baja clase, terminó de borrar mi amargura.

-¿Toca a mí, cabalero?

Dirigíase a un viejo de barba gris, de frente estrecha, limitada por un matorral de pelos mal peinados, aún con la huella rojiza del tafilete. Parecía un campesino de Huasco o de Elqui, que volvía de consultar médico en Valparaíso. Era un hombre silencioso, inmutable. Fumaba un pobre cigarrillo de hoja, la contradicción de aquel exuberante espécimen de Yanquilandia, que sonreía comunicativo, dirigiendo preguntas amables a cada uno de los jugadores, en los escasos minutos que empleaba en barajar y repartir las cartas.

-¿Usted toca, cabalero? ¿Coquimbo muy bonito?

El aludido esta vez, un jovenzuelo sonrosado, con aspecto de empleado de Caja de Ahorros, respondía, sonriendo complacido:

-No, señor, voy a Antofagasta.

-¡Oh! Antofagasta mucho salitre, ¿no? comentaba el yanqui, impertérrito, entregando las cartas.

Me intrigaba el extraño personaje. Revolucionaba, desde luego, mis nociones sobre el yanqui. A través de mis recuerdos y lecturas, podía ser dividido en dos clases perfectamente demarcadas: el yanqui tosco, calzado con claveteadas botas de minero que viene a Chuquicamata o a El Teniente, y el yanqui impecable, de rasurada barba y correcto smoking, que figura en las películas de Broadway y en las ilustraciones de los magazines. Este -yanqui ventrudo, cuyo pescuezo se apelmazaba en grasosos repliegues sobre el cuello de goma, no podía ser clasificado en ninguna de estas dos categorías. Existía, entonces, una clase intermedia, de la cual yo no tenía noticias en aquel momento. Lo veía fumar incansablemente cigarrillos aromáticos, que, podría decirse, envolvían el salón en su propia persona, mientras en sus manos expertas se posaban los naipes, como si una misteriosa fuerza los atrajera hacia él, domesticados La escena era monótona, silenciosa, salvo las preguntas idénticas del yanqui:

-Usted toca, cabalero.

-No, señor; a usted le toca.

-¿Mí toca?

Y en los intervalos de las jugadas, sus ojos cínicos, penetrantes, enigmáticos, se fijaban en otro jugador para preguntarle con una cómica tenacidad:

-Muy bonito Iquique, ¿no?

-No, señor; voy a Caldera.

Y las cartas, como si fuesen aladas, describían una rápida parábola para caer frente a cada jugador.

Muy tarde se levantó mi inglesa. No miró hacia el lugar donde yo estaba. Saludó, sí, con una sonrisa que iluminó su cara, al yanqui del póquer. Su alta silueta de finas caderas, de pechos delicadamente insinuados, que coronaba la perfección dorada de su cabeza, atravesó el saloncito y desapareció en la escalera de cubierta. La vi, poco antes, guardarse en su bolso de plata los sucios billetes ganados, en correctos paquetitos. Durante un largo rato, sumido en la alucinación de mi deseo, la miré como si realmente permaneciese sentada en el vacío sillón giratorio.

El yanqui aprovechó el instante para ofrecerme el asiento con un ademán que pretendió ser afable:

-¿Usted juega, cabalero?

Vi, al mismo tiempo, la mirada angustiosa con que el jovenzuelo aguardaba mi respuesta, quizá esperando reponer sus pérdidas a costa mía. Contesté lacónicamente y en inglés:

-No juego, señor.

A lo que él respondió, en su castellano grotesco, sin duda para que todos le oyesen:

-Mí invita usted, cabalero, mí no obliga.

Aproveché el momento, para subir a mi camarote. Mientras hojeaba mi Mark Twain, volvió a invadirme súbitamente la amargura de mi vida solitaria. Dejaba quizá para siempre la capital. Iba a confinarme a un poblacho de provincia, a un liceo donde mañana y tarde debía enseñar los verbos ingleses a unos muchachos desconocidos, a quienes no me ligaba afecto alguno. Veníame a la memoria la pesada sucesión de las clases, a lo largo de los meses y de los años. ¿Habría algún resquicio en esa esclavitud de las horas para mirar con benevolencia el problema de la vida? Sin embargo, la disciplina pedagógica se había hecho en mí una segunda naturaleza, y obraba en mis actos con tiránico mandato, empequeñeciéndolos y quitándoles, a veces, su impulso más noble.

El vapor ancló a mediodía en Coquimbo. Me entretuve en observar el desembarco de pasajeros en la tranquila bahía que cerraban colinas gredosas, por cuyas laderas las casas, de un gris sucio, parecían trepar dificultosamente.

A ratos, por encima de mi cabeza y en el extremo de una enorme grúa, veía pasar las cuatro patas esparrancadas de un buey, espantado de sentirse en el espacio. Oía, después, sus bramidos en el entrepuente. Seguían amontonándose sandías y zanahorias en la cubierta.

Vi bajar al campesino y a su familia: una mujer monstruosamente gorda, dos muchachas flacas, un chiquillo sucio, acompañados de la bulliciosa parentela que los había venido a buscar a bordo.

En ese instante, el jovencito atildado que iba a Antofagasta se me acercó con un amistoso "Buenos días, señor".

Su cara bobalicona y su presuntuosa chaqueta entallada rebosaban optimismo. Era gárrulo como una muchacha.

¿Se fijó usted en el viejo y la familia? Qué ordinario, ¿no? No debe ir muy contento, porque el gringo se lo ganó todo, es decir, todo no, porque algo nos toca a los demás, en especial a la gringa.

Lo miré atentamente, y sin poderlo remediar, se me escapó la pregunta:

-Es amiga del míster, ¿no?

El jovenzuelo repuso, complacido:

-Parece que no, pero conoce al contador. Debe viajar con frecuencia a Valparaíso. El gringo es un tahúr, no me cabe duda, pero a mí me acompañaba la suerte..., dos escaleras reales, ¿qué le parece?

Y pasando de un punto a otro con gran volubilidad, agregó: 

-¿Ha visto usted esta indecencia de vapor caletero? Anoche ya quitaron las nueces y el queso. Mañana quitarán la mantequilla. Es una vergüenza, ¿no? Los que van a Iquique comerán las sobras. No es tan grande la diferencia de precio, mire, con los vapores ingleses. Yo viajo siempre en ésos..., pero esta vez no pude...

Costóme trabajo librarme del jovenzuelo charlatán. No es empleado de una Caja de Ahorros, sino de un Banco. Tiene ese aspecto cuidadoso, barnizado, si pudiéramos decir, de las oficinas que manejan dinero.

Hoy, en alta mar, ha sido desolado el aspecto del barco. Casi todos los pasajeros se han retirado a los camarotes. Sopla un fuerte viento que arranca penachos de espuma a las olas y el vapor cruje como un viejo con las articulaciones gastadas. Nada de la bella inglesa. He visto pasar dos veces al gringo del póquer, acompañado del contador. Se paseaban furiosamente, con cierto balanceo de las piernas, como si cumpliesen una prescripción médica, de la cual dependiese su salud.

Tampoco he bajado en la noche a la sala de fumar. He leído hasta muy tarde a Mark Twain en sus graciosas historietas del Oeste, y he encontrado la siguiente frase: Hyphenated-American, o americano con guión, podríamos decir en castellano, para designar a los americanos de origen alemán o italiano, que me trajo a la memoria el yanqui del póquer. Esta frase del humorista me lo ha explicado todo De ahí su cuadrada cabeza, su ruda cordialidad, tan poco frecuente entre los americanos e ingleses que yo conocía, y tan común entre los alemanes. De ahí esas maneras desenfadadas que infundían confianza a los jugadores y personas que lo rodeaban, y la visión del gordo jugador me trajo a la memoria el recuerdo de la inglesita que durante un día entero llenó mi pensamiento, la graciosa naturalidad de sus ademanes, el encanto pálido de su rostro, el claro fulgor de sus cabellos. ¿Qué trágico spleen la impulsaba a jugar en esa forma, a la vista de todos y con gente que veía por primera vez? Me imaginaba románticamente que yo podía apartarla de ese resbaladizo camino, aconsejarla quizá con apasionado empeño; pero no contaba con el servilismo de mi temperamento pedagógico que ahoga en mí todo impulso, destruye la nobleza de cualquiera idea que pueda ser interpretada por el rector del liceo o el Consejo de Instrucción en forma desfavorable. 

A la noche siguiente bajé al salón de fumar. La escena no había cambiado gran cosa. Presidía siempre el yanqui con guión. A la derecha, su amigo el contador. Mi bella inglesa, impasible, manejaba sus cartas, y el jovenzuelo, que no levantó los ojos cuando entré, jugaba nervioso, demudado, con un frío estupor en su semblante, ahora pálido. Había un nuevo jugador en el lugar del viejo campesino de Coquimbo, un hombrón pletórico, con aspecto de abastero enriquecido, que en las malas jugadas daba golpes violentos en la mesa.

El yanqui le decía entonces con su humorístico desparpajo:

Usted tener buen punch, cabalero.

Al verme, me saludó cordialmente: Good eveningy luego, bromeando, me invitó a sentarme: ¿Usted juega, caballero? y soltando una ruidosa risotada que infló aún más sus mofletes encendidos, rectificó: Ahí, sí, usted no juega.

La broma tuvo éxito. Hasta la inglesa movió, a manera de sonrisa, el impecable óvalo de su cara. Me invadió una sorda cólera; pero el equilibrio pedagógico me dominó una vez más. Dije con una amabilidad que me extrañó a mí mismo:

-Si molesto, señores, me retiro.

Y por hombría, por testarudez, permanecí en el sillón. Mi tranquilidad era exterior, sin embargo. Sentíame ridículamente cohibido, mirando, para disimular, las barnizadas maderas de la cámara. Hubiera dado cualquier cosa por un cigarro, pero no fumaba por ahorro. Mi disciplinada vida de buen empleado ahogaba los ímpetus de hombre fuerte que había en mí. ¿Cómo podía parecerle bien a la inglesa? ¿Qué atractivo podía encontrar en mi obscura tez de nativo, en la incoloridad de mi carácter? Sin embargo, yo que soñé con encontrar ese ideal de mujer en las aulas de una universidad americana, hubiera sido capaz de muchas empresas, porque llegase a amarme mi bella desconocida.

Al recogerme aquella noche a mi camarote, deslizándome sin saludar a nadie, una mano nerviosa apretó mi brazo. Era el joven empleado de Banco, que me dijo con voz entrecortada y apremiante:

-Señor, deseo hablar dos palabras con usted.

Lo invité al camarote. Estaba muy pálido, casi desencajado. Olvidó hasta de afeitarse. Sin tomar asiento, me dijo con voz obscura:

-He perdido un dinero de mi padre en Valparaíso.

Se detuvo indeciso, y luego, violentamente, me espetó la confidencia:

-Él lo necesita para el pago de unas letras. No sé, señor, qué hacer.

-¿Qué suma es, señor? le pregunté, por amabilidad.

No tenía dinero, ni aunque lo hubiera tenido me habría desprendido de esa cantidad. El ejercicio de la profesión y la forma laboriosa con que se gana la vida corrigen los impulsos a dilapidar que uno haya heredado de un antecesor manirroto.

-Cinco mil pesos contestó como si esperase la pregunta. 

Brilló en sus ojos una duda alegre. Se imaginó, tal vez, que su problema estaba resuelto y sus palabras confirmaron mi hipótesis. aprovechó el instante para presentarse pomposamente:

-¡Oh, señor, yo no podría permitir! Usted apenas me conoce. Soy José Muñoz, de la familia Muñoz Ruiz, de La Serena; pero mi padre está establecido en Antofagasta. Si usted necesita...

Y como notase en mi cara el ceño duro, cerrado, con que el hombre defiende su dinero, agregó, para tranquilizarme:

-Es sólo una pequeña cantidad. . ., para pagar una cuentecita de hombre en el vapor, unas copas, ¿comprende usted? Sólo diez pesos.

Me di cuenta de que mi actitud moral era sencillamente inferior a la suya en aquel momento. Le di los diez pesos, desprendiéndolos en el bolsillo del pantalón de un paquete de a ciento, a trueque de romperlo, para que mi interlocutor no se percatase de que había allí más billetes.

Apuntó mi nombre en una libretita, y me dijo, ya tranquilizado, en el momento de la despedida:

-Hace muy bien en no jugar, porque, mire... Es una coincidencia extraordinaria que ganemos hasta llegar al puerto en que desembarcamos. Fíjese en el huaso de Coquimbo, que se quedó pelado... El gordo y yo, que llegamos mañana a Antofagasta. Luego le tocará a la gringa. Para mí, es una majamama entre el gringo y el contador. Bueno, señor, disculpe la molestia. Supongo que mañana nos veremos.

Me dormí sobre una de las páginas de Mark Twain. Veía al americano abriendo hábilmente un naipe nuevo, haciendo sonar las cartas con insólita vibración al barajarlas, al mismo tiempo que miraba a la mesa con sus ojillos fríos y procaces, y, dulcemente, acariciaba la remota esperanza de que la inglesa, al perder su dinero, se confiase a mí como el jovenzuelo. Yo la ayudaría, argumentándole para alejarla del mal camino, como el empleado de Banco me había argumentado a mí, y le agregaría, para reforzar mis palabras, las observaciones sobre los americanos con guión, que, bajo una capa de gentleman, encierran almas que no tienen para las mujeres la vieja caballerosidad anglosajona.

Al día siguiente, al fondear el vapor en Antofagasta, me quedé deliberadamente en el camarote, para no despedirme del joven. Abierta la puertecilla, veía brillar la luz del sol de mediodía. Pasaba un lento vuelo de patos en el horizonte. Toda la refulgencia de aquella luz del norte, cruda e implacable, parecía depositada sobre los cerros amarillos, donde blanqueaban enormes letreros comerciales. Ni una mancha de verdura en las quebradas resecas. La ciudad se amontonaba en sus faldas, fundida casi en el aire traslúcido, a la margen de la sábana azulina del mar, ebrio de cielo y bordado de fugaces vellones de nieve.

Terminaba las últimas páginas del libro de Mark Twain. De pronto, la enorme figura del yanqui me interceptó la luz y el panorama. Ocupaba casi toda la puerta con su obesa humanidad, movía en sus encías un puro desmesurado. En sus ojillos azules y desleídos había una animación extraordinaria. Una mano en su holgado pantalón, al aire el pechazo redondo, inflado, que se movía como el flanco de un toro.

-Morning me saludó amablemente.

Me produjo la impresión de que venía en mi busca ex profeso. Consideró oportuna, quizá, la entrevista después de un almuerzo copioso en la cámara del capitán MacDonald. Es probable que le tuviera intrigado este pasajero que sabía inglés y no jugaba póquer.

-¿Lee usted? me preguntó en inglés.

Le mostré vanidoso la portada de Mark Twain, pero mi hombre parecía no tener inquietudes literarias.

Mark Twain, Mark Twain contó inconscientemente, casi masticando las palabras mezcladas con tabaco. Sí, sí. Yo no leo agregó resueltamente; no tengo para qué leer, no necesito leer.

Atravesó el umbral y se dejó caer confianzudamente en el sofá del camarote. Allí me miró un segundo con atención y, quitándose el puro de la boca, me lanzó a quemarropa la pregunta que yo esperaba:

-Dígame, señor... 

-Barahona.

-Barajona, ¿por qué no juega usted?

Lo miré en esa forma indecisa, solapada, en que solemos mirar los chilenos, los chilenos de pura raza. Respondí, por fin:

-Nunca juego con desconocidos. Me atengo al proverbio inglés: "Guarda los peniques, que las libras se guardan solas".

Su cara, ensanchada por la grasa de los carrillos, distendió sus comisuras en la sonora risotada habitual.

-Está bien, está bien.

Sus ojillos, encendidos tal vez por copiosos toasts, se hacían confidenciales, perdían su frío cinismo. Vibraba en todo él el deseo de hablar, de confiarse a alguien. Desbordaba satisfacción, vanidosa confianza en sí mismo. No era éste, no, un ejemplar de los sajones herméticos y fríos que yo conocí en Iquique. Destruía la famosa frase de Novalis: "Todo inglés es isla".

Me alargó un puro que llevaba en el bolsillo superior de su chaqueta. Ante mi gesto dubitativo, me lo metió él mismo en la boca y me dijo, mientras encendía el cigarro:

Hace muy bien, joven. La franqueza se paga con la franqueza. Sé que usted no me denunciará al capitán y aunque me denunciase . . .

Hice un gesto vago para indicar que la posibilidad de la denuncia era una cosa muy lejana.

En Nueva York me llaman Jack Poker, porque esta baraja inglesa no tiene secretos para mí.

Repentinamente un naipe apareció en sus manos, y con la habilidad de un prestidigitador, entre sus dedos gordiflones bailaban ya el reverso azul o las pintas de las cartas, semejantes a pequeñas alitas rojas o negras. Juntáronse, luego, como en un resorte bien aceitado que recoge sus muelles. Se abrieron, después, en abanico, en la actitud de escaparse volando, y se replegaron instantáneamente en la palma de Jack Poker.

Él sonreía ante mi asombro con la satisfacción de un artista Me hizo, después, difíciles pruebas de adivinación de cartas y agregó con una explicación espontánea:

-¡Ah! Yo no marco las cartas. No robo a nadie. El dinero viene a mí honradamente, por la superioridad de mis cualidades ¿Qué culpa tengo yo de estar tan por encima del nivel común en mi profesión? Porque resulta que el perfeccionamiento excesivo está, para la gente vulgar, a la altura del delito. Sin embargo, yo los entretengo como un actor y me valgo de pequeños trucos inocentes... para que no sientan sus pérdidas.

"En los garitos de Nueva York hay muchos como yo. A veces uno de esos senadores puritanos que aspiran a una canonjía oficial se hacen una aureola de moralidad atacando el juego y la policía nos barre de los casinos. Entonces cada uno parte en dirección distinta, al Far West, a Alaska, a Sudamérica. Yo vengo dando la vuelta por la costa. En los vapores costeros hay menos peligro. La gente sube y baja de los puertos como en un tranvía. En los otros, los viajes son más largos y la gente se fija más.

Comprendía ahora perfectamente bien esas preguntas cómicas a los jugadores: "¿Taltal, muy bonito, cabalero?" "Antofagasta mucho salitre, ¿no?", con que posiblemente rectificaba los datos suministrados por el contador.

Dejaba perplejo apagar mi cigarro. Una pregunta temblaba en mis labios hacía algunos segundos. En el precipitado latir de mi corazón nacía una esperanza que rozaba mi alma con alada dulzura. Era como si llegase, al fin, algo largamente esperado. Pregunté con ansiedad:

-¿La señora inglesa también ha perdido? Jack Poker arrugó el entrecejo y tomó el puro entre los dedos para contestar:

-En los negocios no hay que meter a las mujeres. Es peligroso. Son inesperadas...

-¿Pero. . . ?

-El contador, sin embargo...

Jack Poker interrumpió su frase, guardóse atropelladamente el naipe como un niño cogido en una falta. El contador apareció en el umbral. En sus ojos fríos brillaba una amenazante severidad Sin saludarme, se dirigió secamente al yanqui, sobre el cual parecía ejercer cierta tutela. La del empresario sobre el artista, quizá ¡Eh, Míster Paulsen, le busco hace media hora! El capitán nos espera para bajar a tierra.

Jack Poker se despidió de mí cordialmente. Su corpachón exuberante rebosaba satisfecha bonhomía. A modo de cumplimiento me hizo la pregunta que posiblemente me habría dirigido de entrar yo a la partida de póquer nocturna; esta vez en su castellano característico:

-¿Usted no bajar a Antofagasta?

Y yo, contagiado por su alegría y para molestar al contador, haciéndole entrever mi intimidad con el yanqui, le contesté:

-No, señor, yo voy a Iquique.

Alcanzó a decirme aún jocosamente:

-Iquique muy bonito, ¿no?

Subí a cubierta a los pocos minutos. Vi con asombro que la esbelta silueta de la inglesa, siempre enigmática, descendía los sucios tramos de la escalera hacia un bote que danzaba medio atracado a la pisadera. Amontonábanse maletas, cajas y mantas en la popa. Puso con ágil salto su elegante pie en el bancal. Vislumbré el contorno de una pantorrilla ideal. El bote, a un vigoroso esfuerzo del remero criollo, se encaramó en las olas y se separó rápidamente del vapor. En ese instante, Jack Poker y el contador se acercaban apresurados a la borda. Alcancé a oír las palabras escandidas del chileno para que el yanqui lo entendiese.

-To... mó... pa... sa... je... has... ta... I... qui... que... y... de... sem... bar... có... en... An... to... fa... gas... ta... Eso es.

El yanqui guardó silencio un segundo como si tradujese las palabras; luego sonrió:

-Ella lo puede hacer, ¿no? ¡Mí dijo usted dos veces!

La cara redonda, olivácea, del contador no expresó nada; pero torciendo un pómulo que dejó ver los incisivos en un rictus de rabia, rugió:

-Gringa de... Se ha llevado más de mil pesos.

Jack Poker, apoyado en la baranda, pareció no oírle. Miraba sin enojo alejarse la silueta de su compatriota, ya perdida o en relieve sobre las olas, en dirección al muelle, raya de tinta suspendida en el añil inquieto del mar.

FIN

por Mariano Latorre
De "Chilenos del Mar"
Santiago de Chile, Imprenta Universitaria, 1929

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