Función de 'misterio' y 'memoria' en la obra de Felisberto Hernández

Ensayo de Francisco Lasarte

University of Wisconsin.

Una primera lectura de la obra desconcertante de Felisberto Hernández obliga al crítico, perplejo y afanado en su exasperación por definirla sucintamente, a valerse de adjetivos como “fantástico” y “surrealista”, que, en última instancia, son poco adecuados para captar la originalidad de Hernández. Ambos términos, junto con otros de igual imprecisión como “mágico”, “maravilloso” y “esperpéntico”, sólo sirven para describir la obra de Hernández de una manera oblicua, casi por exclusión, mediante el contraste implícito con una narrativa tradicional de tipo mimético, dentro de la cual no caben ni las tramas absurdas ni las imágenes alucinantes de Felisberto. Entre todos los términos de esta índole, quizás el más válido sea “surrealista”, siempre y cuando se le considere en su significado más amplio, como referencia a una literatura de carácter visionario que transforma la realidad cotidiana. Sin embargo, el uso de una palabra como “surrealista”, preexistente a la obra de Felisberto y ajena a ella en cuanto ésta no contiene mención alguna de otra literatura, es algo que él desdeñaría. En varias ocasiones se burla de las generalizaciones y de los lugares comunes, llamándolos “síntesis falsas” y “formas hechas del pensamiento” para luego sustituirlas con una visión de la realidad y de la literatura terriblemente original. Sería, pues, un error enfocar su obra desde fuera, cuando ésta representa un rechazo tan obvio y tan angustiado de lo convencional.

 

En efecto, se puede intentar una definición del mundo ficticio creado por Hernández desde dentro, mediante el análisis de dos conceptos que él mismo propone e investiga: “misterio” y “memoria”. La presentación y elaboración de ambos conceptos ocurre durante las dos primeras etapas de la trayectoria literaria de Felisberto, o sea en los textos experimentales e inmaduros anteriores a Nadie encendía las lámparas[1]. Pero su análisis se concentra en la trilogía de la etapa intermedia y principalmente en la segunda parte de El caballo perdido, donde abundan los pasajes especulativos. Claro que en cierto sentido toda la obra de Felisberto se puede concebir como una especulación, subordinada siempre a un propósito narrativo fundamental, sobre los límites del arte y de la personalidad humana. Sin embargo los pasajes que tratan directamente sobre “misterio” y “memoria” logran separarse del hilo narrativo de tal forma que se impone el deseo de profundizar en una personalidad y en un arte sumamente singulares. Al principio, el propósito del narrador es examinar los mecanismos de su personalidad cuando niño, pero a medida que avanza el análisis psicológico se ve que la visión infantil de la realidad también tiene una dimensión estética implícita que puede usarse como la clave del arte narrativo de Hernández. Entonces, vistas dentro de la trayectoria total, las dos primeras etapas, cuya culminación es el escrutinio de “misterio” y “memoria”, funcionan como un prólogo, como una fase tentativa y exploratoria que precede a los textos de madurez y los lleva en embrión.

 

Felisberto Hernández es un escritor poco cerebral que maneja abstracciones con torpeza, siempre en función de una experiencia íntima y con evidente desdén por el lenguaje convencional, lo que hace la tarea del crítico bastante difícil. Sus ideas y conclusiones respecto a “misterio” y “memoria” aparecen en textos caóticos, incorporados a un hilo narrativo que tiene como patrón los dictados arbitrarios de la memoria. El desorden impera por todas partes, incluso en la segunda mitad de El caballo perdido, que está compuesta exclusivamente de especulaciones sobre la memoria. Y a menudo el intento de identificar y codificar las ideas de Felisberto sobre “misterio” y “memoria” implica internarse en una especie de laberinto lleno de corredores sin salida y de puertas falsas. De todos modos, en este estudio intento demostrar que a través de los dos conceptos se puede llegar a una definición de la obra de Hernández, especialmente de las últimas narraciones. El valor estético que se le encuentra a “misterio” y a “memoria” lleva directamente a la formulación de los argumentos absurdos e imágenes insólitas que contribuyen en gran parte a la originalidad de Felisberto.

 

Desde un principio se ve que “misterio” y “memoria” están íntimamente trabados, ya que el deseo del narrador de recobrar lo “misterioso” de las cosas y de las personas lo lleva a examinar sus recuerdos. Según él, las cualidades especiales de la memoria mantienen vivo y realzan ese “misterio” valioso: “desde aquellos tiempos hasta ahora el misterio ha vivido y ha crecido en los recuerdos” (II, 102)[2]. Y es significativo que los recuerdos más cargados de “misterio” provengan de la niñez del narrador, es decir, de la época de su vida en que ni sus pensamientos ni sus percepciones se han cristalizado aún en “formas hechas”. Como se verá luego, la afinidad con la visión del mundo que tienen los niños es un elemento esencial en las narraciones de Hernández, puesto que les proporciona su punto de vista inusual.

 

Además de su función psicológica inicial, como instrumentos utilizados por el narrador para adentrarse en los aspectos singulares de su personalidad, “misterio” y “memoria” tienen un significado estético indirecto aún más importante. Ambos conceptos sirven como filtros, como prismas que refractan las percepciones del narrador, ya sean recuerdos u observaciones directas, de tal manera que producen una visión dislocada e ilógica de la realidad. Es esa idea “misteriosa” del mundo la que aparecerá reflejada en las narraciones de la última etapa, especialmente en los elementos formales de su organización y lenguaje. Pero las especulaciones sobre “misterio” y “memoria”, al mismo tiempo que anticipan la creación de ese mundo ficticio, son un documento en el cual el narrador cuestiona la validez de su papel como artista. La crisis se centra y se resuelve en los pasajes vertiginosos de la segunda parte de El caballo perdido, la que concluye con una reconciliación abierta entre el narrador y su identidad de escritor. Es una solución de índole principalmente psicológica que sin embargo contiene la base para un arte poética que luego se concretará en la creación de los textos maduros[3].

 

El término “misterio” y su variante “secreto” aparecen en diversos contextos a lo largo de la obra de Felisberto, pero en su sentido más básico se usan para describir aquellas personas, objetos y diversas situaciones que el narrador halla interesantes. Así, dice de una muchacha que “en su misma espontaneidad está el misterio blanco” (I, 50) y en otra ocasión, “me había interesado por los secretos que tuvieran los objetos en sí mismos” (II, 14). El uso más sugestivo, sin embargo, no precisa lo “misterioso” en algo específico sino en un momento o situación que produce sensaciones múltiples, como en el ejemplo que sigue:

 

Allí el misterio no se agazapaba en la penumbra ni en el silencio. Más bien estaba en ciertos giros, ritmos o recodos que de pronto llevaban la conversación a lugares que no parecían de la realidad (II, 57).

 

Es evidente que “misterio” y “secreto”, tal como lo implican las palabras mismas, aluden a una realidad oculta y elusiva que trasciende lo cotidiano y que, por lo tanto, es difícil de definir mediante la lógica de un lenguaje ordinario. De ahí que Felisberto no intente una definición racional de aquéllos y se limite a describir los momentos en que se siente la presencia misteriosa con palabras como “agazapar”, que los levantan al nivel de una experiencia poética.

 

En un sentido amplio, toda la obra de Felisberto puede concebirse como una búsqueda de ese “misterio” deseable que se revela inesperadamente en ciertas ocasiones. La atracción de lo oculto aparece expresada ya en los textos breves de la primera etapa, de donde proviene la cita siguiente: “Lo que más nos encanta de las cosas, es lo que ignoramos de ellas conociendo algo” (I, 58-59). Es una declaración que bien podría servir como síntesis de la actitud sumamente especial que motiva la creación de unas narraciones a su vez muy especiales. Pero es en los volúmenes de la trilogía proustiana donde abundan las descripciones extensas de ese ámbito misterioso. En las primeras páginas de Por los tiempos de Clemente Colling, que inicia la trilogía, hay una elaboración del interés por lo extraño:

 

Además tendré que escribir muchas cosas sobre las cuales sé poco; y hasta me parece que la impenetrabilidad es una cualidad intrínseca de ellas; tal vez cuando creemos saberlas, dejamos de saber que las ignoramos; porque la existencia de ellas es, fatalmente oscura: y ésa debe ser una de sus cualidades.

 

Pero no creo que solamente deba escribir lo que sé, sino también lo otro (II, 49).

 

La oscuridad e impenetrabilidad, cualidades ordinariamente poco apreciadas, parecen tener un gran valor para el narrador, quizás porque estimulan su curiosidad e imaginación. Y la imprecisión de los recuerdos, que borra o esfuma detalles del pasado, seguramente acentúa la sensación de un contacto con lo desconocido.

 

No es sorprendente, entonces, que el uso más significativo del término “misterio” ocurra en un número de pasajes que relatan en gran detalle los episodios de la niñez del narrador en que éste entra en el ámbito de “lo otro”. Lo que aparece descrito en ellos es un estado de receptividad extraordinario, una especie de trance durante el cual la mente del niño, habiendo dejado de funcionar de una manera lógica y convencional, capta el mundo circundante como algo maravilloso. Es una experiencia i trascendente que permite un atisbo de esa dimensión usualmente impenetrable, oscura e ignorada de las cosas donde reside el valor poético de éstas. Y la tarea principal del narrador de las dos primeras etapas consiste en describir, con la mayor precisión posible, aquellos incidentes de su pasado que se destacan en la memoria gracias a su carácter alucinante.

 

La primera mención de un episodio de esta índole tiene lugar en “La cara de Ana”, un cuento breve anterior a la trilogía que sin embargo se asemeja a ésta por estar compuesto de recuerdos de la niñez. Es un texto revelador porque establece el contraste entre dos estados de conciencia: el normal de todas las personas y el alucinado, propio del narrador. Primero, la manera “ordinaria” de percibir la realidad:

 

Cuando sentía parecido a los demás, las cosas, las personas, las ideas y los sentimientos se asociaban entre sí, tenían que ver unos con otros y sobre todos ellos había un destino impreciso, desconocido, cruel o benévolo y que tenía propósito. Este propósito era tan caprichoso que nadie acertaba a preverlo. Este destino tenía movimiento y sobre todo un extraordinario comentario. [...] En el comentario había una emoción movida, y a medida que avanzaba el comentario aumentaba la emoción; cuando yo era niño y empezaba a llorar, me empezaba el comentario de mi tristeza y seguía llorando hasta que se me terminaba el comentario (I, 65).

 

Lo que más resalta en este pasaje es la presencia de un lenguaje sumamente personal basado en la modificación del léxico ordinario, de tal forma que palabras como “destino” y “comentario” adquieren un significado nuevo y casi secreto. Es un recurso estilístico que Felisberto usa una y otra vez por toda la obra en su empeño de rechazar lo convencional y que, si bien logra esa originalidad codiciada, llega a ser un obstáculo para el crítico. Sin embargo, en la cita de arriba se ve que detrás de ese estilo nada ordinario hay una anécdota trivial. El narrador, aunque su modo de decirlo parezca negarlo, capta la realidad como todo el mundo. E inmediatamente después aparece la descripción del momento extraordinario:

 

En este mismo destino tenía también un poco de diferencia con los demás: [...] Mi comentario se retrasaba como si lo tuviera que hacer de nuevo y tardaba en llorar o reírme. Otras veces me ocurría que ese comentario no me venía y empezaba a sentir las cosas y ei destino de la otra manera, de mi manera especial: las cosas, las personas, las ideas y los sentimientos no tenían que ver unos con los otros y sobre ellos había un destino concreto. Este destino no era cruel, ni benévolo, ni tenía propósito. Había en todo una emoción quieta, y las cosas humanas que eran movidas, eran un poco más objetos que humanas. [. . .] Y aunque estas cosas no tuvieran que ver unas con otras en el pensamiento asociativo, tenían que ver en la sensación disociativa, dislocada y absurda. Una idea al lado de la otra, un dolor al lado de una alegría y una cosa quieta al lado de una movida no me sugerían comentarios: yo tenía una actitud de contemplación y de emoción quieta ante el matiz que ofrecía la posición de todo eso (I, 65-66).

 

Se trata de un intento deliberado, aunque no muy transparente, de explicar el funcionamiento de una sensibilidad singular, analizando los rasgos propios de ella para poder así mostrar qué es lo que la distingue de otras sensibilidades más ordinarias.

 

En primer lugar, es claro que el narrador se concibe a sí mismo desplazado y aislado fuera de la realidad cotidiana. Siente que no está sincronizado con el resto del mundo, y esto le permite aproximarse a él de una manera distinta, percibiéndolo como un conjunto irracional. Sus percepciones durante ese momento trascendente están basadas en lo que él llama “la sensación disociativa”, para distinguirla del “pensamiento asociativo” lógico y racional[4]. El contacto con “lo otro” produce asimismo una sensación de distanciamiento psicológico que afecta al “comentario”, es decir, las reacciones emotivas que producen el llanto o la risa. Es como si se estableciese una barrera espacial y temporal que disocia al sujeto de su circunstancia y lo libra de las limitaciones que ésta ordinariamente impone. Y aunque Felisberto no llega a decirlo directamente, la experiencia descrita sugiere la transformación de la realidad efectuada por la poesía.

 

Otro efecto de este tipo de situación es la preeminencia de lo concreto y de las relaciones espaciales entre los distintos elementos que intervienen en cierto momento o situación. La reorganización absurda de la realidad que produce ese efecto es además vislumbrada instantáneamente, en forma de un cuadro estático. Así, ocurre la siguiente transformación de un incidente trivial:

 

... empecé a sentir todas las cosas que había en la pieza y la sonrisa de Ana con la simultaneidad rara: había cuatro cosas que formaban un acorde, dos figuras paradas: el perchero y Ana, y dos acostadas: mi hermano y yo. El perchero parecía meditabundo y no tenía nada que ver con nosotros a pesar de estar allí (I, 70-71).

 

Los cuatro elementos del cuadro se imponen en un nivel irracional, en función de su valor plástico, en vez de ser percibidos a través de la lógica usual del pensamiento. En efecto, impera una nueva causalidad, cuya presencia está insinuada por las palabras “no tenía nada que ver”, que en múltiples variantes se repiten en casi todas las descripciones del contacto con “lo otro”.

 

El papel del sujeto ante la presencia de lo “misterioso” es, como se ha visto en los diversos pasajes citados hasta ahora, principalmente el de un observador pasivo. Su actitud contemplativa es comparable a un estado de “deréglément mental” en que la mente y los sentidos perciben la realidad como un delirio alucinante. Felisberto, afianzado como siempre a su léxico engañosamente ingenuo, llama a esta actitud “estar distraído”. Por ejemplo, en uno de sus primeros textos, “El convento”, se encuentra lo que sigue:

 

Estaba distraído de una manera especial: si me hablaban podía responder alguna palabra pero sin perder el sentido distraído de las cosas. Entonces de la misma manera que sentía los asuntos del destino en que estaban juntos y de pronto se encontraban el dolor terrible y las cosas sin sentido, así sentía yo el pequeño escenario del convento (I, 75).

 

“Estar distraído” seguramente se refiere a un relajamiento del control que la conciencia activa tiene sobre las percepciones. Se establece una especie de complicidad irracional entre el sujeto que percibe y los objetos percibidos, los cuales a su vez pueden estar “distraídos”. Sin embargo, la experiencia no es del todo pasiva, puesto que la percepción de “lo otro” es posible gracias a cierta predisposición hacia lo absurdo que es innata en el narrador. Éste la reconoce en un pasaje de Por los tiempos de Clemente Colling:

Aquella tarde que había ido a encontrarme con Colling, [...] yo también había concurrido, sin saber, con colores, con sombras dispuestas a intencionarse, en sentidos un poco determinados y un poco fortuitos; había iluminado el paisaje de Colling de tal manera, que hasta aprovechaba sus defectos para ponerlos en la penumbra —y valorarlos como objetos de una penumbra sugestiva—, que al ir a reunirse, secretamente en un conjunto todavía ignorado, llevaba matices que significaban misteriosamente la totalidad presentida (II, 79).

 

Ambas citas, mediante las palabras “escenario” y “paisaje”, ponen en relieve una vez más el elemento visual predominante en todo atisbo de la totalidad “misteriosa”. Por otra parte, la subjetividad intensa de la experiencia sugiere una especie de espectáculo privado, cuya función es satisfacer la atracción natural del narrador hacia lo extraño y su deseo de encontrarse con él.

 

La formulación más completa y menos oscura del concepto de “misterio” se halla en Por los tiempos de Clemente Colling, en que el narrador evoca a su viejo profesor de piano. Allí, la curiosa figura de Colling es el punto sobre el cual convergen las personas y acontecimientos extraños que afloran en la memoria del narrador y le permiten vislumbrar “lo otro”. Uno de esos momentos trascendentes aparece descrito así:

 

El misterio empezaba cuando se observaba cómo se mezclaban en el conjunto de cosas que ellas [las longevas] no comprendían bien, otras que no correspondían a lo que estamos acostumbrados a encontrar en la realidad. Y esto provocaba una actitud de expectación: se esperaba que de un momento a otro, ocurriera algo extraño, algo de lo que ellas no sabían que estaba fuera de lo común (II, 56).

 

Es evidente que se considera la capacidad de percibir el “misterio” como un don valioso y único que distingue al que lo posee de los demás y de sus percepciones pedestres.

 

El pasaje citado arriba, como gran parte de los que describen la presencia de lo “misterioso”, usa como punto de partida personas y acontecimientos específicos del pasado. Sin embargo, al final de Por los tiempos de Clemente Colling hay una larga descripción de enfoque más general en la que se ve la función estética de “misterio” en primer plano. Contiene la recapitulación más extensa y significativa de las ideas expresadas en “La cara de Ana” y por lo tanto debe ser citada por extenso:

 

... objetos, hechos, sentimientos, ideas, todos eran elementos del misterio; y en cada instante de vivir, el misterio acomodaba todo de la más extraña manera. En esa extraña reunión de elementos de un instante, un objeto venía a quedar al lado de una idea —a lo mejor ninguno de los dos había tenido ninguna relación antes ni la tendría después—; una cosa quieta venía a quedar al lado de una que se movía; otras cosas llegaban, se iban, interrumpían, sorprendían, eran comprendidas o incomprensibles o la reunión se deshacía. De pronto el misterio tenía inesperados movimientos; entonces pensaba que el alma del misterio 'sería un movimiento que se disfrazara de distintas cosas: hechos, sentimientos, ideas; pero de pronto el movimiento se disfrazaba de una cosa quieta y era un objeto extraño que sorprendía por su inmovilidad. De pronto no sólo los objetos tenían detrás una sombra, sino que también los hechos, los sentimientos y las ideas tenían una sombra. Y nunca se sabía bien cuándo aparecía ni dónde se colocaba (II, 102).

 

Una vez más el lector tiene que internarse en la penumbra lingüística y conceptual dentro de la cual opera Felisberto Hernández para captar el significado de esta descripción. A través de su singular poder asociativo, “misterio” altera el sistema de relaciones entre los elementos de la realidad, a los cuales se les llama característicamente objetos, hechos, sentimientos e ideas. Bajo la nueva causalidad imperante, las cuatro categorías parecen perder su identidad y se reorganizan en combinaciones inesperadas y a veces inexplicables. Ocurre una ruptura de las líneas divisorias entre ellas que hace intercambiables sus propiedades, elevándolas a un mismo nivel de la percepción. Así es posible el desplazamiento de la cualidad “sombra”, que en la percepción ordinaria sólo es aplicable a los objetos, hacia los tres elementos abstractos.

 

Ahora bien, el valor estético de “misterio” yace precisamente en esa modificación de las percepciones que describe Felisberto en el pasaje de arriba y en muchos otros. Todos los textos citados hasta ahora, al mismo tiempo que describen e intentan explicar “lo otro”, reflejan en su lenguaje esa conciencia que busca y capta lo extraño. La modificación del léxico cotidiano es un rasgo estilístico que obedece tanto a los dictados de esa conciencia como a la necesidad de relatar una experiencia trascendente. Pero la influencia de “misterio” se observa más directamente en la formulación de los diversos tipos de imágenes que abundan en la obra de Hernández y que constituyen uno de los aspectos más originales y valiosos de su estilo. El asincronismo y distanciamiento producidos por la presencia de “misterio” son propicios a la creación de un lenguaje literario que se destaca por la abundancia de figuras poéticas innovadoras. Y ese efecto de desplazamiento metonímico, ya comentado, que acompaña al momento visionario sirve de patrón para las cuatro categorías generales en que se dividen las imágenes[5]: personificación de objetos, cosificación de personas, autonomía del cuerpo y de sus partes y concretización de lo abstracto[6].

 

Como ya he dicho, la etapa intermedia de la trayectoria literaria de Felisberto Hernández está compuesta de tres novelas que se valen de la memoria para evocar la niñez y la adolescencia de su narrador[7], y éste, que añora el pasado por su contenido “misterioso”, al mismo tiempo que relata lo ocurrido en aquellos tiempos lleva a cabo un análisis y evaluación de los mecanismos de la memoria. Lo hace mediante una serie de intervenciones directas que rompen la distancia e hilo narrativos y que pasan la acción a otro plano temporal, en el presente o en el pasado inmediato. O sea que en contraste con “misterio”, que aparece dentro de los recuerdos como algo experimentado por un niño bastante ingenuo, “memoria” atrae como problema al hombre adulto y conciente de su papel de escritor. Es en esos pasajes críticos, concentrados principalmente en la segunda parte de El caballo perdido, donde se puede observar el valor estético de los recuerdos.

 

La relación entre “misterio” y “memoria” se establece indirectamente en las primeras páginas de Por los tiempos de Clemente Colling, en un pasaje que precede a la declaración ya citada que expresa el deseo de escribir “lo otro”:

 

No sé bien por qué quieren entrar en la historia de Colling ciertos recuerdos. No parece que tuvieran mucho que ver con él. La relación que tuvo esa época de mi niñez y la familia por quien conocí a Colling, no son tan importantes en este asunto como para justificar su intervención. La lógica de la hilación sería muy débil. Por algo que yo no comprendo, esos recuerdos acuden a este relato. Y como insisten, he preferido atenderlos (II, 49).

 

Las palabras “no parece que tuvieran mucho que ver” inmediatamente señalan un vínculo entre el estado de conciencia asociado con “misterio” y el funcionamiento de la memoria involuntaria.

 

Y el sujeto que recuerda, como el partícipe en lo “misterioso”, es un espectador pasivo de las configuraciones sorprendentes que se le presentan, ya no a través de la percepción directa sino en los vericuetos de la memoria.

 

La “lógica” que siguen los recuerdos al aparecer en la memoria se asemeja a la que impera durante la presencia de “lo otro”, ya que ambas obedecen a una hilación diferente a la del raciocinio activo:

 

Los recuerdos vienen, pero no se quedan quietos. Y además reclaman la atención algunos muy tontos. Y todavía no sé si a pesar de ser pueriles tienen alguna relación importante con otros recuerdos; o qué significados o qué reflejos se cambian entre ellos. Algunos parece que protestaran contra la selección que de ellos pretende hacer la inteligencia. Y entonces reaparecen sorpresivamente, como pidiendo significaciones nuevas, o haciendo nuevas y fugaces burlas, o intencionando todo de otra manera (II, 49-50).

 

El acto de recordar, igual a la percepción de las nuevas correspondencias que ocurre en el contacto con “misterio”, no es un proceso intelectual sino una entrega instintiva a lo irracional. Se opone a la selección de la inteligencia de la misma manera que la “sensación disociativa” desplaza al “pensamiento asociativo”.

 

Tal vez sea necesario indicar aquí que el examen de la memoria y de sus mecanismos llevado a cabo por Felisberto, a pesar de la densidad analítica de ciertos pasajes, no revela nada original o sorprendente respecto al tema. En efecto, concluir que la memoria involuntaria sigue su propio proceso asociativo, lo que en esencia dice la cita de arriba, es simplemente reiterar algo obvio para cualquiera. El verdadero valor de las indagaciones sobre la memoria yace más bien en lo que revelan de la conciencia singular que las motiva. Ésta en ningún momento considera los recuerdos como el mero testimonio histórico de acontecimientos pasados sino que los aprecia por su subjetividad, por los matices que llevan más que por lo que dicen abiertamente. Como ya se ha visto, el interés en ellos obedece en parte al deseo de recobrar “lo otro” recreando los momentos visionarios de la niñez. Pero al mismo tiempo tienen los recuerdos un contenido afectivo que también atrae al narrador y que él llama a su manera “sentimiento”, “ternura”, “alma” y “tristeza”. Y es a través de ese vínculo afectivo que el análisis de la memoria funciona en un nivel psicológico.

 

La inversión emocional que el narrador tiene en la memoria y en el acto de recordar a menudo se aproxima a una obsesión.

 

Por ejemplo, la elusividad natural de la memoria, uno de sus rasgos más comunes, lo lleva a la especulación que sigue:

[Yo] sentía que los habitantes de aquellos recuerdos [...] tenían escondida, al mismo tiempo, una voluntad propia llena de orgullo. En el camino del tiempo que pasó desde que ellos actuaron por primera vez —cuando no eran recuerdos— hasta ahora, parecía que se hubieran encontrado con alguien que les habló mal de mí y que desde entonces tuvieron cierta independencia; y ahora, aunque no tuvieran más remedio que estar bajo mis órdenes, cumplían su misión en medio de un silencio sospechoso; yo me daba cuenta de que no me querían, de que no me miraban, de que cumplían resigna-damente un destino impuesto por mí, pero sin recordar siquiera la forma de mi persona: si yo hubiera entrado en el ámbito de ellos, con seguridad no me hubieran conocido. Además vivían una cualidad de existencia que no me permitía tocarlos, hablarlos, ni ser escuchado; yo estaba condenado a ser alguien de ahora, y si quisiera repetir aquellos hechos, jamás serían los mismos. Aquellos hechos eran de otro mundo y sería inútil correr tras ellos. Pero ¿por qué yo no podía ser feliz viendo vivir aquellos habitantes en su mundo? ¿Sería que mi aliento los empañaba o les hacía daño porque yo ahora tenía alguna enfermedad? ¿Aquellos recuerdos serían como niños que de pronto sentían alguna instintiva repulsión a sus padres o pensaban mal de ellos? ¿Yo tendría que renunciar a esos recuerdos como un mal padre renuncia a sus hijos? Desgraciadamente algo de eso ocurría (II, 36-37).

 

Además de ser una excelente muestra del estilo sumamente metafórico de Hernández, este largo pasaje delata una gran angustia ante la imprecisión de los recuerdos. Éstos, al ser personificados, aparecen dotados de un poder temible y envueltos en una conspiración traicionera contra su propio narrador, el que a su vez subraya la eficacia de la traición comparándola con el crimen del hijo que se vuelve contra el padre. Pero al final resulta que es el narrador quien en realidad es responsable de la sublevación de los recuerdos, por haber intentado imponerles un destino que les quita su autonomía, y esto añade un sentimiento de culpabilidad a la angustia ya exagerada que producen las divagaciones de la memoria. Hay asimismo en la declaración del narrador un fuerte deseo de abolir el tiempo para poder entrar en un contacto directo e íntimo con los recuerdos, lo que implica afirmar el mundo de los niños y rechazar la existencia de los adultos. Es evidente, pues, que el acto de recordar no es una operación sencilla que se lleva a cabo tranquilamente, sino un proceso caótico que trastorna al narrador y lo llena de conflictos psicológicos.

 

El mismo narrador proporciona la solución a esos conflictos en la segunda parte de El caballo perdido, que está compuesta exclusivamente de especulaciones densas y laberínticas sobre la memoria. En otras partes de la trilogía hay ya un elemento especulativo que matiza la narración de los recuerdos con un tono analítico, pero en los pasajes críticos de El caballo perdido se va mucho más allá y se llega a cuestionar el propio interés en el acto de recordar. Esta duda, que afecta a su vez el valor estético de una literatura basada en los recuerdos, motiva la crisis descrita y elaborada vertiginosamente en El caballo perdido en unas páginas que son lo más difícil de Felisberto. Pero al concluirse la crisis, y el proceso de desciframiento que ésta requiere del crítico, se llega a una solución que funciona tanto psicológica como estéticamente.

 

En grandes rasgos, la segunda parte de El caballo perdido relata la evolución de las ideas del narrador sobre la memoria dentro de un patrón dialéctico que, en el estilo típico de Felisberto, aparece dramatizado y descrito como una verdadera metamorfosis de la personalidad. Así se puede discernir cómo, durante el curso de una noche angustiosa, el narrador se vio a sí mismo cambiando lentamente de una persona a otra y por fin convirtiéndose en una tercera. El recurso de la metamorfosis, desde luego, permite , evaluar y comentar un proceso esencialmente abstracto en términos psicológicos y vivenciales. Cada una de las personalidades encarna una actitud vital distinta ante la memoria y su contenido subjetivo. Las dos primeras aparecen en oposición, representando sucesivamente el compromiso total en los recuerdos y el rechazo absoluto de ellos. Y finalmente se llega a la tercera, mediante la cual se sustituyen ambos extremos por una síntesis que incorpora aspectos de cada uno.

 

En un punto de sus especulaciones, el narrador descubre que su interés por los recuerdos encierra el deseo de escaparse de la realidad adulta. Se retira al pasado de la niñez y de “lo otro” para reprimir ciertos aspectos de su personalidad que parecen llenarlo de vergüenza y hacerlo sentirse culpable. El reconocimiento de esa tendencia escapista está expresado en este pasaje bastante críptico:

 

Algunas mujeres veían al niño de Celina, mientras conversaban con el hombre. Yo no sabía que ese niño era visible en el hombre. Pero fue el mismo niño quien observó y quien me dijo que él estaba visible en mí, y que aquellas mujeres lo miraban a él y no a mí. Y sobre todo fue él quien las atrajo y las engañó primero. Después las engañó el hombre valiéndose del niño. El hombre aprendió a engañar como engañan los niños; y tuvo mucho que aprender y que copiarse. Pero no contó con los remordimientos y con que los engaños, si bien fueron aplicados a pocas personas, éstas se multiplicaban en los hechos y en los recuerdos de muchos instantes del día y de la noche. Por eso es que el hombre pretendía huir de los remordimientos y quería entrar en la habitación que había tenido antes... (II, 38).

 

Aunque los detalles particulares nunca llegan a precisarse, es obvio que el sentimiento de culpabilidad que obsesiona al narrador proviene de su actitud y comportamiento con las mujeres. La imagen compleja en que se combinan el niño y el hombre insinúa el temor a una sexualidad infantil y avergonzante.[8]. Y es para evitar ese aspecto doloroso de su existencia adulta que el narrador quiere regresar al mundo idealizado y supuestamente feliz de su niñez (“la habitación que había tenido antes”).

 

El deseo de escaparse del presente es tan fuerte que éste prácticamente desaparece, eclipsado por un tiempo pasado que llega a imponerse incluso sobre el futuro:

 

Pero no, yo me echo vorazmente sobre el pasado pensando en el futuro, en cómo será la forma de estos recuerdos. Por eso los veo todos los días tan distintos. Y eso será lo único distinto o diferente que me quede del sentimiento de todos los días. El esfuerzo que haga por tomar los recuerdos y lanzarlos al futuro, será como algo que me mantenga en el aire mientras la muerte pase por la tierra (II, 80-81).

 

Ya en el primer tomo de la trilogía los recuerdos están transformándose en la única preocupación e interés en la vida del narrador. En una imagen que capta eficazmente lo obsesivo de esa afición, el futuro es concebido sólo como un tiempo más para dedicarle a los recuerdos, y la analogía final entre evitar el presente y escaparse de la muerte subraya la intensidad de la tendencia escapista. Solamente se cuestiona el impulso de aniquilar el presente cuando el narrador teme que su obsesión por los recuerdos va a privarle de su capacidad artística. Esto es lo que ocurre al interrumpirse el hilo narrativo de El caballo perdido para dar inicio a las largas especulaciones:

Ya hace días que estoy detenido. No sólo no puedo escribir, sino que tengo que hacer un gran esfuerzo para poder vivir en este tiempo de ahora, para poder vivir hacia adelante. Sin querer había empezado a vivir hacia atrás y llegó un momento en que ni siquiera podía vivir muchos acontecimientos de aquel tiempo, sino que me detuve en unos pocos, tal vez en uno solo; y prefería pasar el día y la noche sentado o acostado. Al final había perdido hasta el deseo de escribir. Y ésta era precisamente la última amarra con el presente. Pero antes que esta amarra se soltara, ocurrió lo siguiente [...] yo pensaba: “Si me quedo mucho tiempo recordando esos instantes del pasado, nunca más podré salir de ellos y me volveré loco: seré como uno de esos desdichados que se quedaron con un secreto del pasado para toda la vida. Tengo que remar con todas mis fuerzas hacia el presente” (II, 26).

 

El narrador considera tan atroz la posibilidad de perder su identidad como escritor que la compara con la locura y la parálisis completa. Y es para evitar ese destino que comienza a remar, iniciando el proceso introspectivo que mediante la metamorfosis lo hará llegar a tierra firme.

 

Antes de que comience la metamorfosis, sin embargo, hay un momento de gran angustia motivado por la elusividad de los recuerdos, cuya falta de precisión aparece descrita en un pasaje extraordinario:

 

Y fue una noche en que me desperté angustiado cuando me di cuenta de que no estaba solo en mi pieza: el otro sería un amigo. Tal vez no fuera exactamente un amigo: bien podía ser un socio. Yo sentía la angustia del que descubre que sin saberlo ha estado trabajando a medias con otro y que ha sido el otro quien se ha encargado de todo. No tenía necesidad de ir a buscar las pruebas: éstas venían escondidas detrás de las sospechas como bultos detrás de un paño; invadían el presente, tomaban todas sus posiciones y yo pensaba que había sido él, mi socio, quien se había entendido por encima de mi hombro con mis propios recuerdos y pretendía especular con ellos: fue él quien escribió la narración. ¡Con razón yo desconfiaba de la precisión que había en el relato cuando aparecía Celina! A mí, realmente a mí, me ocurría otra cosa (II, 28-29).

 

Para no tener que admitir lo poco confiable que es su memoria, el narrador inventa un socio que está conspirando con los recuerdos para estropearle la narración. Esta formulación de un doble, aunque permite al narrador negar que la imprecisión ocurre en su propia memoria, es un escape fatal porque lo obliga a desdeñar el fruto de su labor artística. Produce una escisión psíquica que exacerba la angustia y enajenación asociadas ya desde un principio con el problema de la memoria.

 

El narrador no cuestiona su tendencia a refugiarse en el mundo de la infancia hasta que comienza la metamorfosis y ésta le proporciona un punto de vista más objetivo:

 

Al principio, cuando en aquel anochecer empecé a recordar y a ser otro, veía mi vida pasada, como en una habitación contigua. Antes yo había estado y había vivido en esa habitación; aún más, esa habitación había sido mía. Y ahora la veía desde otra, desde mi habitación de ahora, y sin darme cuenta bien qué distancia de espació ni de tiempo había entre las dos (II, 35).

 

Mediante la imagen de las habitaciones contiguas se vuelve a reconocer la barrera insalvable entre pasado y presente que el tiempo levanta y se rechaza el deseo imposible de vivir totalmente en los recuerdos. Pero a medida que avanza la noche, el narrador se da cuenta que el proceso de transformación lentamente va debilitando su interés en la memoria y que lo lleva a una posición antitética: el desdén absoluto por los recuerdos. Es un cambio que implica la desaparición de la carga afectiva que llevan éstos y que por lo tanto es poco apreciado:

 

Entre la persona que yo fui y el tipo que yo iba a ser, quedaría una cosa común: los recuerdos. Pero los recuerdos, a medida que iban siendo del tipo que yo sería [...] iban teniendo un alma distinta. Al tipo que yo sería se le empezaba a insinuar una sonrisa de prestamista, ante la valoración que hace de los recuerdos quien los lleva a empeñar. Las manos del prestamista de los recuerdos, pesaban otra cualidad de ellos; no el pasado personal, cargado de sentimientos íntimos y particulares, sino el peso del valor intrínseco.

 

Después venía otra etapa: la sonrisa se amargaba y el prestamista de los recuerdos ya no pesaba nada en sus manos: se encontraba con recuerdos que le señalaban, simplemente un tiempo que había pasado: el prestamista había robado recuerdos y tiempos sin valor. Pero todavía vino una etapa peor. Cuando al prestamista, le aparecía una sonrisa amarga por haber robado inútilmente, todavía le quedaba alma. Después llegó la etapa de la indiferencia. La sonrisa se borró y él llegó a ser quien estaba llamado a ser: un desinteresado, un vagón desenganchado de la vida (II, 34-35).

 

El “prestamista” en que se transforma el narrador representa una actitud desinteresada y fría ante la memoria que se opone por completo al emocionalismo puro del momento escapista. Para aquél los recuerdos no son ni una manera de evitar la realidad ni un documento avergonzante ni un placer estético, o sea que han perdido ese “misterio” que los tornaba tan valiosos. Es algo que el narrador lamenta de modo inimitable:

 

Solamente me había quedado la costumbre de dar pasos y de mirar cómo llegaban los pensamientos: eran como animales que tenían la costumbre de venir a beber a un lugar donde ya no había más agua. Ningún pensamiento cargaba sentimientos: podía pensar, tranquilamente, en cosas tristes: solamente eran pensadas. Ahora se me acercaban los recuerdos como si yo estuviera tirado bajo un árbol y me cayeran hojas encima: las vería y las recordaría porque las tenía encima. Los nuevos recuerdos serían como atados de ropa que me pusieran en la cabeza: al seguir caminando los sentiría pesar en ella y nada más (II, 39-40).

 

La etapa del “prestamista” también puede verse como una posición psicológica que lleva a escapar de la realidad, ya que al perder los recuerdos su carga emotiva desaparece toda responsabilidad por los hechos pasados. Como solución al problema de la memoria, la actitud del “prestamista” es tan contraproducente como la del sujeto totalmente comprometido y, mientras prevalece, resulta ser una fuente más de angustia.

 

La verdadera resolución sólo se obtiene a través de una síntesis de las dos posiciones que rechaza a la emoción pura y al intelecto puro como formas iguales de la enajenación:

 

Pero ahora me encontraba como arrojado sobre una playa y con un gran alivio. Iba siendo más feliz a medida que mis pensamientos palpaban todos mis sentimientos y me encontraba a mí mismo. Ya no sólo no era el otro, sino que estaba más sensible que nunca [...]. Me sentía capaz de perdonar cualquier cosa, hasta los remordimientos (II, 41).

 

Y por fin, en las últimas páginas del texto, hay una revaloración de la función de la memoria desde una perspectiva nueva y más equilibrada que considera al “socio” como colaborador en vez de enemigo:

 

Sin embargo aquella madrugada yo me reconcilié con mi socio. Yo también tenía variedad de costumbres tristes; y aunque las mías no venían bien con las del mundo, yo debía tratar de mezclarlas. Como yo quería entrar en el mundo me propuse arreglarme con él [...]. Entonces descubrí que mi socio era el mundo. De nada valía que quisiera separarme de él. De él había .recibido las comidas y las palabras. Además cuando mi socio no era más que el representante de alguna persona —ahora él representaba el mundo entero—, mientras yo escribía los recuerdos de Celina, él fue un camarada infatigable y me ayudó a convertir los recuerdos —sin suprimir los que cargaban remordimientos—, en una cosa escrita. Y eso me hizo mucho bien (II, 43-44).

 

El largo proceso introspectivo ha producido un cambio fundamental en el narrador que lo ha reconciliado con su personalidad y con su papel de escritor. Ya no busca un refugio ciego en el pasado sino que se enfrenta con la realidad de los adultos con cierta madurez. Repudia asimismo la disociación del “prestamista” porque ésta sofoca la vida emotiva, y lo hace aunque represente tener que aceptar los remordimientos. Pero lo más importante es que siente su trabajo artístico como algo auténtico.

 

Al concluir El caballo perdido, cuando el narrador ya no es la víctima de su obsesión, se resuelven también ciertos aspectos problemáticos de la memoria:

 

Pero yo sé que la lámpara que Celina encendía aquellas noches, no es la misma que ahora se enciende en el recuerdo. La cara de ella y las demás cosas que recibieron aquella luz, también están cegadas por el tiempo inmenso que se hizo grande por encima del mundo. Y escondido en el aire de aquel cielo, hubo también un cielo de tiempo: fue él quien le quitó la memoria a los objetos. Por eso es que ellos no se acuerdan de mí. [...] yo creo que aquel niño se fue con ellos y todos juntos viven con otras personas y es a ellos a quienes los muebles recuerdan. Ahora yo soy otro, quiero recordar a aquel niño y no puedo. No sé cómo es él mirado desde mí. Me he quedado con algo de él y guardo muchos de los objetos que estuvieron en sus ojos; pero no puedo encontrar las miradas que aque-líos “habitantes” pusieron en él (II, 45).

 

Con estas palabras, que concluyen la novela, el narrador reconoce la diferencia entre el pasado y el presente, así como la inevitable deformación que el tiempo produce en los recuerdos. En contraste con su intención anterior de abolir el tiempo, ahora acepta las limitaciones impuestas por una barrera temporal insalvable. Al decir que los objetos no lo pueden recordar a él, admite que en efecto se debe distinguir entre el niño y el adulto, entre el pasado y el presente.

 

La solución psicológica obtenida al final de El caballo perdido es válida también en un contexto estético, ya que indica la dirección que va a seguir la actividad literaria posterior de Felisberto. Aunque nunca está declarado explícitamente, lo que se ha descubierto respecto al significado personal de la memoria sugiere una analogía entre el acto de recordar y la creación artística. “Memoria” e imaginación, por ejemplo, aparecen vinculadas en la siguiente imagen: “La imaginación, como un insecto de la noche, ha salido de la sala para recordar los gustos del verano y ha volado distancias que ni el vértigo ni la noche conocen” (II, 30). Pero aún más significativo y revelador es un pasaje de El caballo perdido que elabora la comparación básica entre la memoria y el arte hasta formar una analogía triple: crear-recordar-soñar. Dando a conocer su temor de que el componente valioso de las memorias le pueda ser negado, el narrador dice: “Pero mi terror más grande era por las cosas que [mi socio] suprimiría, por la crueldad con que limpiaría sus secretos, y porque los despojaría de su real imprecisión, como si quitara lo absurdo y lo fantástico a un sueño” (II, 42). La imprecisión a que se refiere es, indudablemente, aquella penumbra llena de “misterio” que produce una experiencia estética trascendental. Y el nexo establecido entre los recuerdos y los sueños, al valorizar la lógica onírica de la memoria, prefigura las narraciones dislocadas y absurdas de la tercera etapa.

 

Entonces, “memoria” tiene una función doble, psicológica y estética, tanto dentro de la trilogía proustiana como en el contexto de la producción total de Felisberto. La crisis y las especulaciones complejas descritas en El caballo perdido demuestran que la creación de una literatura basada sobre los recuerdos es una forma artística inadecuada y peligrosa que tiende a una especie de solip-sismo escapista. Al concluirse la sección crítica, tras un proceso de desciframiento penoso para el narrador y el lector, se llega a una solución del problema de la memoria que le permite a aquél continuar escribiendo. Al dejar la etapa del “prestamista”, el narrador vuelve a recobrar la subjetividad fundamental requerida para llevar a cabo una creación artística. Los recuerdos y su carga de “misterio”, en vez de ser una vía de escape paralizadora, proporcionan la inspiración estética que conduce a la obra de arte.

 

Aunque las novelas de la trilogía intermedia son narraciones valiosas en sí que merecen ser estudiadas por su mérito narrativo, aquí las he considerado sólo en el contexto de la trayectoria literaria total de Felisberto Hernández, y en su función de prólogo a los textos posteriores. Este análisis se ha limitado, pues, a aquellos pasajes de la trilogía que por su intención especulativa contienen la clave estética de la obra de Felisberto. Las especulaciones caóticas y oblicuas que se encuentran en ellos tienen como propósito una evaluación de la psicología de su narrador, que se halla desdoblado en el niño que presencia “lo otro” y el adulto que recuerda, y escribe. Pero a medida que se va profundizando en la dimensión psicológica de las dos confrontaciones, va esbozándose, inevitablemente, el significado estético que éstas tienen. Después de todo, la búsqueda de lo “misterioso” en el pasado resulta ser el intento de captar una experiencia esencialmente estética y subjetiva en un texto que es a su vez una experiencia de ese tipo.

 

Ahora bien, los mecanismos de “misterio” y “memoria”, tal como han sido descritos en la etapa intermedia, operan en la formulación del universo dislocado de las narraciones de Felisberto. El relajamiento metonímico de la percepción producido por “misterio” puede verse reflejado en las distintas clases de imágenes que, con eficacia creciente, ocurren a lo largo de toda su obra. “Memoria” funciona más bien sobre los argumentos de las narraciones, cuyo sistema de yuxtaposiciones inesperadas y transiciones ilógicas parece imitar la causalidad propia de los recuerdos. Y en contraste con “misterio”, “memoria” opera diatónicamente, ya que después de la crisis de El caballo perdido se abandona la publicación de textos basados en los recuerdos y comienzan a aparecer cuentos más originales y más autónomos. Es en esta última etapa donde la combinación eficaz de imágenes y argumentos resulta en una narrativa de primer orden.

 

Como José Pedro Díaz[9] ha descubierto, las imágenes que se utilizan en la descripción y análisis de la memoria a menudo sirven de punto de partida para algunas de las situaciones narrativas en los cuentos de la etapa posterior. Por ejemplo, en cierto momento durante la crisis, el narrador dice que era como “aquel caballo perdido de la infancia” (II, 40), una imagen repetida y elaborada en el cuento “La mujer parecida a mí”, cuyo protagonista es un caballo perdido. En otras partes de la trilogía se emplea el agua como imagen para representar la memoria, de modo que flotar en ella significa recordar y “remar con todas [las] fuerzas hacia el presente” (II, 26) no dejarse dominar por los recuerdos. Es una metáfora actualizada más tarde en “La casa inundada”, donde la señora Margarita se dedica a dar vueltas en el patio en un bote de remos con el fin de recordar a su marido muerto. Y se pueden encontrar otros casos de esa transformación del lenguaje figurado de la etapa intermedia en incidentes literales dentro del argumento de algunos de los cuentos posteriores.

 

La formulación del nuevo sistema de correspondencias debido a “misterio” y “memoria” depende asimismo de la presencia de un sujeto esencialmente pasivo, cuyo inicial relajamiento de los sentidos permite la ruptura de la lógica del “pensamiento asociativo”. Entonces, tanto la percepción de “lo otro” como la memoria involuntaria producen ese estado especial de receptividad durante el cual se satisfacen la curiosidad innata del narrador y su predisposición hacia lo extraño. El acto de recordar, a la par del contacto con “lo otro”, es concebido como el abandono contemplativo a un orden impuesto desde fuera y comparado a menudo con la experiencia de un espectáculo como un ballet, una representación dramática o una película muda. Es decir que se impone una reorganización radical de la realidad, basada en la “sensación disociativa”, sobre la conciencia del narrador, de modo que éste actúa más como un mediador que un creador activo al transformar sus percepciones en arte.

 

La memoria sirve como un filtro deformador que distancia al sujeto del mundo recordado, mediante un efecto semejante al de la aislación producida por la presencia de “misterio”. En “Las hortensias”, el protagonista hace fabricar muñecas de tamaño humano que coloca en poses dramáticas dentro de grandes vitrinas para poder verlas luego y tratar de imaginar lo que cada escena representa. Al explicar su pasatiempo dice: “el hecho de ver las muñecas en vitrinas es muy importante por el vidrio; eso les da cierta calidad de recuerdo” (V, 27). Esta declaración, que se encuentra en una de las narraciones más extraordinarias de Hernández, es importante desde el punto de vista estético, ya que la actividad del protagonista de “Las hortensias” es análoga al proceso artístico que resulta en los textos de la última etapa narrativa. El mundo estilizado que se encuentra detrás del vidrio y que existe principalmente como una proyección de la conciencia singular de su observador pasivo es una representación sumamente eficaz del universo ficticio dislocado e irracional de aquellas narraciones. Ambos son en última instancia un espectáculo privado en que imperan los efectos de una imaginación desbordada.

 

Tanto la idea de un narrador pasivo como el concepto complementario de una literatura autónoma aparecen en la “Explicación falsa de mis cuentos”, el único texto de Felisberto que se aproxima a un arte poética. A pesar de ser caprichoso e irónico, es significativo y merece ser citado en su totalidad:

 

Obligado o traicionado por mí mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos. No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Esto me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos no tienen estructuras lógicas. A pesar de la vigilancia constante y rigurosa de la conciencia, ésta también me es desconocida. En un momento dado pienso que en un rincón de mí nacerá una planta. La empiezo a acechar creyendo que en ese rincón se ha producido algo raro, pero que podría tener porvenir artístico. Sería feliz si esta idea no fracasara del todo. Sin embargo debo esperar un tiempo ignorado: no sé cómo hacer germinar la planta, ni cómo favorecer, ni cuidar su crecimiento; sólo presiento o deseo que tenga hojas de poesía; o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos. Debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretenda ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea. Al mismo tiempo ella crecerá de acuerdo a un contemplador al que no hará mucho caso si él quiere sugerirle demasiadas intenciones o grandezas. Si es una planta dueña de sí misma tendrá una poesía natural, desconocida por ella misma. Ella debe ser como una persona que vivirá no sabe cuánto, con necesidades propias, con un orgullo discreto, un poco torpe y que parezca improvisado. Ella misma no conocerá sus leyes, aunque profundamente las tenga y la conciencia no las alcance. No sabrá el grado y la manera en que la conciencia intervendrá, pero en última instancia impondrá su voluntad. Y enseñará a la conciencia a ser desinteresada.

 

Lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene su vida extraña y propia, pero también sé que viven peleando con la conciencia para evitar los extranjeros que ella les recomienda (V, 7-8).

 

Iniciada con un tono juguetón, la “explicación falsa” paulatinamente se convierte en algo más serio y más genuino, a medida que revela ciertas características fundamentales de las narraciones. De la misma manera que “misterio” y “memoria” se oponen al funcionamiento de la inteligencia, la espontaneidad artística aparece contrastada con el trabajo deliberado de la conciencia activa. Y la imagen de los cuentos-plantas que crecen bajo la mirada de un observador neutral sin interferencia extranjera alude a la originalidad y autonomía de ese mundo ficticio.

 

Todo lo que ha sido comentado hasta este momento, “misterio” y “memoria”, sus propiedades y su influencia en la deformación del mundo narrativo, puede ser enfocado también en función de la personalidad infantil. La búsqueda de “lo otro” dentro de los recuerdos es a la vez un intento de recobrar el punto de vista del niño, su sensibilidad hacia lo extraño, lo singular y lo absurdo. Al declarar aquél que “en aquel tiempo mi atención se detenía en las cosas colocadas al sesgo” (II, 54), no hace más que comentar sobre las percepciones del niño, las cuales demuestran una flexibilidad que la mente rígida del adulto ha perdido para siempre. Es una idea que se desarrolla más extensamente en el pasaje que sigue:

 

Muchos años después me di cuenta que quería rebelarme contra la injusticia de insistir demasiado en lo que más sobresalía, sin ser lo más importante. Y si podía sobreponerme a ese ruido que cierta crítica hace en algún lugar del pensamiento y que no deja sentir o no deja formarse otras ideas menos fáciles de concretar; si podía evitar el entregarme fácilmente a la comodidad de apoyarme en ciertas síntesis, de esas que se hacen sin tener previamente gran contenido, entonces me encontraba con un misterio que me provocaba otra calidad de interés por las cosas que ocurrían (II, 56).

 

Esa fertilidad en la percepción es, en efecto, lo que motiva las narraciones de Felisberto, que también busca el misterio elemental del mundo, y llega a él sólo a través de su visión fresca y desenfrenada.

 

Es evidente, pues, que los conceptos “misterio” y “memoria”, explorados en algunos textos de Felisberto Hernández, dejan vislumbrar los procesos mentales que llevan a la creación de su extraordinario universo narrativo. Sin ser utilizados conscientemente en la formulación de las narraciones, los mecanismos de “misterio” y “memoria” operan en la conciencia y en la percepción de tal modo que se obtiene en aquéllas una visión alucinante de la realidad. Tanto los argumentos como las imágenes de los últimos cuentos, lo más logrado en la obra de Felisberto, se remontan a ese estado de conciencia en que todo se refracta y se disocia. La memoria involuntaria y la percepción de “lo otro”, dos experiencias llenas de ambigüedades que despiertan la sensibilidad estética del sujeto, lo desplazan dentro de esa penumbra ontológica sumamente propicia para la creación de una obra de arte.

 

Notas:

 

[1] La obra de Felisberto Hernández puede dividirse en tres etapas bien definidas. La primera de ellas está compuesta de cuatro libritos que contienen textos muy breves: Fulano de tal (1925), Libro sin tapas (1929), La cara de Ana (1930) y La envenenada (1931). La segunda la forma una trilogía de novelas proustianas: Por los tiempos de Clemente Colling (1924), El caballo perdido (1943) y Tierras de la memoria (escrita poco después de las dos primeras pero sólo publicada póstumamente en 1965). Y la tercera incluye los cuentos de Nadie encendía las lámparas (1947), los de La casa inundada (1960) y otros publicados en revistas y periódicos después de 1943.

 

[2] Cito los textos de F. Hernández de las Obras completas, Montevideo, 1967-70. El número romano corresponde al tomo, el arábigo a las páginas.

 

[3] Formalmente Tierras de la memoria pertenece a la segunda etapa, y es muy probable que su primera versión fue compuesta en 1943 o 1944. Sin embargo, el hecho de que Felisberto se negara a publicarla en aquel momento es más significativo. Implica que con El caballo perdido se produce una ruptura estética que niega la validez de una literatura basada sobre los recuerdos y que lleva a la publicación de los textos de la tercera etapa. El primero de éstos es “El balcón”, publicado en La Nación de Buenos Aires el 16 de diciembre, 1945. La versión de Tierras de la memoria publicada en 1965 es un texto que Felisberto estuvo corrigiendo en sus últimos años y que tampoco quiso publicar.

 

[4] La oposición entre la sensación y el pensamiento, entre los sentidos y la mente, aparece reiterada a través de toda la obra de Hernández. Establece una distinción entre la sensibilidad artística del narrador y la percepción ordinaria de las demás personas.

 

[5] En un estudio de enfoque más amplio, éste sería el momento apropiado para elaborar una descripción de las imágenes en sus diversas categorías y luego tratar de llegar a alguna conclusión sobre su significado. Lamentablemente este trabajo se limita a buscar la estética que sirve de punto de partida para la formulación de imágenes, dejando el análisis estilístico a fondo que merece Felisberto para otra ocasión. De todos modos, su originalidad lingüística ya se ha visto y se seguirá viendo en los pasajes que citaré para mostrar la función de “misterio” y “memoria”. Quedan excluidos los textos de la tercera etapa; éstos, aunque contienen las imágenes más logradas de toda la obra, carecen de esos pasajes introspectivos en los que examino “misterio” y “memoria”.

 

[6] El motivo del espectáculo ha sido estudiado detenidamente por Alicia Borinsky, “Espectador y espectáculo en «Las hortensias» y otros relatos de Felisberto Hernández”, CuA, 22 (1973), 237-246.

 

[7] De las tres novelas sólo Tierras de la memoria describe la adolescencia del narrador, y los pasajes sobre “misterio” y “memoria” aparecen únicamente en Por los tiempos de Clemente Colling y El caballo perdido; o sea que se establece un nexo fuerte entre ambos conceptos y la visión que el niño tiene de la realidad.

 

[8]  La timidez del narrador y su actitud infantil hacia las mujeres aparecen descritas y analizadas obsesivamente en Tierras de la memoria y reaparecen como tema en las narraciones de la última etapa. La inmadurez del narrador es un aspecto muy importante de la persona literaria creada por Felisberto, la que tendrá que ser analizada detenidamente en otro estudio.

 

[9] “Felisberto Hernández: una conciencia que se rehúsa a la existencia”, en Obras completas de Felisberto Hernández, t. 4, Montevideo, 1967, p. 104.

 

Ensayo de Francisco Lasarte

University of Wisconsin.

 

Publicado, originalmente, en: Nueva Revista de Filología Hispánica Vol. 27 Núm. 1 (1978)

Nueva Revista de Filología Hispánica es una publicación editada por el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México

Link del texto: https://nrfh.colmex.mx/index.php/nrfh/article/view/1707/1700  /  https://doi.org/10.24201/nrfh.v27i1.1707

 

Ver, además:

 

                     Felisberto Hernández en Letras Uruguay

 

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