Entre significantes y significados:

algunas encrucijadas del pensamiento de Susan Sontag

Between Signifier and Signified:

Some Crossroads within Susan Sontag’s Work
Ensayo de Andrea Kottow
Departamento de Literatura, Facultad de Artes Liberales, Universidad Adolfo Ibáñez

andrea.kottow@uai.cl

Resumen

En este artículo se revisan dos de los ensayos más célebres de Susan Sontag —“Contra la interpretación” (1964) y La enfermedad y sus metáforas (1978)— para recorrer sus líneas argumentativas, sus formas de trenzar el pensamiento y sus ideas implícitas. Reconociéndose en ambos un cierto gesto iconoclasta al ir desde el ensayo literario en contra de la interpretación, por un lado, y contra la metáfora por el otro, las siguientes reflexiones se preguntan por los paralelismos, pero también, y sobre todo, por las diferencias entre ambos textos y los gestos implicados en ellos. Si Sontag en “Contra la interpretación” aboga por el significante, suspendiendo el significado y tachando de conservador y autoritario su persecución, en La enfermedad y sus metáforas puede reconocerse la necesidad de restaurar un significado.

Palabras clave: Susan Sontag, significado, significante, metáfora, interpretación.

Abstract

This article analyzes two of Susan Sontag’s most notorious essays —“Against interpreta-tion” (1964) and Illness as Metaphor (1978)— to explore its argumentative lines and its ways of interweaving the different thoughts and their implicit ideas. In both texts it is possible to recognize a certain iconoclastic gesture, consisting in going, from the literary essay, against interpretation, on the one hand, and against metaphor, on the other. The following reflections explore not only the parallelisms, but also and more importantly, the differences between both texts, and the gestures involved in them. If in “Against interpretation” Sontag pleads for the signifier, suspending meaning (while labeling the search for the signified as conservative and authoritarian), in Illness as Metaphor is it possible to recognize a necessity of restoring a signified.

Keywords: Susan Sontag, signified, signifier, metaphor, interpretation.

Introducción

Con un grupo de colegas amigos solíamos alargar la sobremesa de los almuerzos, emulando ciertos juegos que nos recordaban a nuestra infancia. Se trataba de hacernos preguntas de cierta envergadura existencial y contestarlas cada uno con la mayor sinceridad posible, siguiendo la ronda. Si hubieras sido deportista en lugar de profesor de literatura o filosofía o historia, ¿qué deporte sería el tuyo? Si pudieses vivir en otra ciudad, ¿cuál sería? Si tuvieras que reconocer cuál es tu pecado capital, ¿qué dirías? Si pudieses cambiar una característica física de tu cuerpo, ¿qué transformarías? Nos entreteníamos horas en pensar y analizar nuestras respuestas. La conversación solía abandonar la estructura del juego cuando arribábamos a interrogantes más cercanas a nuestros quehaceres. Preguntas del tipo: si pudieras hacer un segundo doctorado, ¿en qué lo harías? Si pudieses elegir un talento en el cual destacar, ¿cuál sería? Si pudieses escribir realmente bien, ¿elegirías escribir novelas, tratados filosóficos, ensayos? Y, una pregunta que siempre me gustaba volver a pensar: si pudieses haber escrito un libro que ya está escrito, ¿cuál sería? El libro que una y otra vez acudía a mi mente al responder esta pregunta era La enfermedad y sus metáforas, de Susan Sontag. Un libro que recuerdo haber leído por primera vez cuando estaba haciendo mi magíster y trabajaba en una tesis sobre la enfermedad y la muerte en Thomas Mann y Horacio Quiroga. Recuerdo, como de pocos libros tengo memoria, la fascinación que me produjo la escritura de Sontag, la facilidad con la que parecía moverse entre diversos registros y archivos, la vasta cultura literaria que manejaba, la ligereza con la que el ensayo se paseaba por discursos políticos, imaginarios sociales, por obras literarias antiguas, modernas y contemporáneas, y la manera armónica de trenzar los pensamientos de otros con los propios. En esos momentos no sabía que me dedicaría de forma más continua a las problemáticas de enfermedad y salud, y que ese texto lo releería muchas veces más y que lo enseñaría, siempre con renovado gusto, en varios de los cursos que dictaría. Probablemente, me aventuro a pensar, si no hubiese sido por ese libro, no me hubiera visto tan atraída por los temas vinculados a la enfermedad como para consagrarles años de lectura y escritura. Y es un ensayo que, cada vez que lo hojeo, vuelve a ejercer una fuerza de atracción muy grande sobre mí.

Una de las cosas que lo vuelve fascinante es que Susan Sontag lo escribió estando enferma de cáncer. No me refiero a un cierto voyerismo perverso que goza con presenciar los padecimientos de otro, sino más bien a la respuesta que suscita la experiencia de la enfermedad en Sontag: echa mano a la teoría para responder al acorralamiento existencial. En la entrevista que le hizo Jonathan Cott años después, en 1978, para la revista Rolling Stone, el periodista se sorprende frente al hecho de que una persona acechada por la enfermedad reaccione con la escritura de un texto teórico. Sontag responde: “[...] el esfuerzo enorme hubiera sido no ponerme a pensar. Pensar sobre lo que te sucede es lo más fácil del mundo. Estás en el hospital, pensando en que te vas a morir. No pensar en eso hubiera sido un esfuerzo enorme de desapego” (Cott 25).

La enfermedad y sus metáforas puede ser comprendido, entonces, como una especie de libro terapéutico, sin nunca adoptar un tono que revele el propio padecimiento como punto inicial de la escritura. Y esto lo vuelve un libro con una fuerza inusitada, pues genera, subterráneamente, un vínculo ineludible entre obra y vida, entre teoría y experiencia.

Lo otro que me atrapó es la postura “antimetafórica” que adopta Sontag: una ensayista literaria, una lectora empedernida, una persona sumida en el arte, la literatura y la cultura, alguien que se mueve en un mundo plagado de metáforas y que debiese sentir cierto gusto por ellas, acá se opone radicalmente a su uso. En su ensayo, por lo demás, Sontag se revela como una lectora muy sensible y descifradora aventajada de metáforas.

En las siguientes reflexiones quisiera proponer una lectura cruzada entre La enfermedad y sus metáforas y otro de los ensayos de Sontag que me gusta mucho y que, por diversas razones, he leído varias veces: “Contra la interpretación”. Tal como el título anuncia —también se recordará que es, a su vez, el título del libro que acoge los primeros ensayos escritos en los años 60 por Susan Sontag— se reconoce un cierto gesto iconoclasta en la formulación, pues, ¿cómo una estudiosa de la literatura podría estar en contra de la interpretación, si es a ello a lo que supuestamente se dedica?

Esta lectura dialógica entre La enfermedad y sus metáforas y “Contra la interpretación” indaga en los cruces que entre ambos ensayos pueden establecerse, en los paralelismos de los gestos que parecen fundarlos, así como también en ciertas diferencias insalvables que puede reconocerse entre ellos. El título de estas reflexiones pretende apuntar precisamente a lo señalado como “encrucijadas”.

Según la RAE, encrucijada significa:

1) “Lugar en el que se cruzan dos o más calles o caminos”; 2) “Ocasión que se aprovecha para hacer daño a alguien, emboscada, asechanza”; 3) “Situación difícil en que no se sabe qué conducta seguir”.

Se retomarán los tres significados para puntualizar ciertas hipótesis que mueven esta aproximación a los dos ensayos de Sontag. Me parece que estos dos textos, ambos fundamentales para el ensayismo de Sontag, llegan efectivamente, desde vías diferentes, a un cierto punto donde se cruzan. Este punto es el que se señala con el gesto iconoclasta que se encuentra en ambos: “Contra la interpretación” por volcarse contra la interpretación, y La enfermedad y sus metáforas por arremeter contra la metáfora. En los dos casos se trata de ir en contra de un movimiento que pareciera convertir una cosa en otra, traducir un lenguaje a otro, transponer una realidad a otra.

La segunda acepción de la RAE para encrucijada —“ocasión que se aprovecha para hacer daño a alguien”— quisiera retomarla para transparentar que mis intenciones, en ningún caso, tienen que ver con querer pillar a Sontag en una inconsistencia, o señalar contradicciones en sus disquisiciones. Sontag fue una ensayista de primera categoría, y uno de los rasgos que han marcado el género ensayístico en su devenir es que puede permitirse, o incluso quizás deba hacerlo, cierto juego de la indecisión, el probar opciones de pensamiento, moldear las reflexiones para ver qué formas pueden adquirir[1].

La tercera acepción, a saber: “la situación difícil en que no se sabe qué conducta seguir”, podría reflejar cierto lugar de la teoría, donde esta se encuentra con sus propias limitaciones. Y querría plantear que uno de esos lugares, donde la reflexión teórica quizás necesariamente caiga en sus propias trampas, podría ser el cuerpo, su fragilidad frente a la enfermedad, su vulnerabilidad ante la muerte. Temas que, como bien se sabe, son los que atraviesan de forma central el ensayo sobre la enfermedad de Sontag, más allá de su propia situación vital al escribirlo.

Más superficie y menos profundidad

Para Sontag, en su célebre ensayo “Contra la interpretación”, publicado por primera vez en el año 1964 —cuando ella tenía 31 años—, la necesidad de defender el arte, en el sentido de su justificación, se vincula con la teoría mimética, tal como se lo entendió desde la Antigüedad griega. Tanto Platón como Aristóteles imponen una mirada mimética, representacional o figurativa del arte: el arte no es realidad, la imita. Para Platón esto tiene consecuencias potencialmente peligrosas; para Aristóteles, hay una cierta utilidad en la mimesis. Si el arte es imitación de algo que se encuentra fuera de él, que estaba ahí antes que él, el arte debe, siguiendo la argumentación de Sontag, excusarse de ser solo esta especie de realidad de segundo orden. El modo en que lo hace, o la forma en que sus intérpretes lo reivindican, es diferenciando entre forma y contenido. De este modo se preserva la teoría mimética: sigue habiendo algo en la obra de arte que le es fundamental y que no se encuentra de manera inmediata en ella misma —el contenido— y, por otro lado, se redime al arte, pues lo representacio-nal se viste con ropajes más finos al ser denominado como “forma”. No solo —dice Sontag— se salva así al arte, sino, y probablemente con mayor ahínco, a sus intérpretes. Pues solo si en la obra de arte hay algo que no es evidente, que no se encuentra en su superficie, en su forma, se requiere de intérpretes que cuenten con las herramientas para acceder a su profundidad, a su contenido. Solamente los elegidos, los iniciados, los que comparten el secreto, tienen la capacidad y el conocimiento para decodificar y recodificar. Así, todo ejercicio de interpretación sería una traducción.

Piénsese, ejemplarmente, en el modelo hermenéutico por excelencia, el de los exégetas judíos del Antiguo Testamento. Ya se sabe: las escrituras sagradas participan de una doble naturaleza: corresponden a las palabras de Dios, pero fueron transcritas por el hombre. Por ello deben ser interpretadas, en pos de recuperar la verdad divina que en ellos se encuentra. El significado verdadero de las escrituras no está en su sentido literal, sino en uno que debe ser extraído del texto, por vía del procedimiento hermenéutico. Solo los estudiosos de la Torá están capacitados para emprender el camino exegético, leyendo, estudiando y conformando la literatura rabínica. Así se conforma la idea de un grupo selecto de iniciados que debe aprender arduamente el método hermenéutico y que tiene el privilegio de acceder al significado. Este constructo, que reúne la idea de un sentido oculto, inaccesible a cualquiera y que debe ser extirpado por vía del saber por un grupo sectario facultado para ello, se mantendría, según Sontag, en gran parte de lo que ha sido la comprensión de la interpretación de la obra de arte.

Susan Sontag arguye que la idea misma de contenido —casi como una especie de efecto— exige su interpretación. En este sentido, se trataría de una noción justificativa para la actividad interpretativa. Taxativamente, opina Sontag: “Prescindiendo de lo que haya podido ser en el pasado, la idea de contenido es hoy sobre todo un obstáculo, un fastidio, un sutil, o no tan sutil, filisteísmo” (“Contra” 27).

Excurso sobre el exceso

Detengámonos un momento en el último término utilizado por Sontag en esta categórica aseveración: filisteísmo. Este señala a personas sin formación, que se expresan con desprecio y sin conocimiento de causa sobre el arte. Un momento en la historia donde se hizo vasto uso de esta palabra fue en el Romanticismo alemán. Ser filisteo era sinónimo de simpleza, de carencia de horizontes, y se aplicaba a burgueses ramplones, preocupados en exceso de asuntos mundanos y sin capacidad de sentimientos profundos, que eran los que el arte requería para su comprensión y los que, además, provocaba en quien lo apreciara. Piénsese en la contraposición de Werther y Albert en la novela emblema del Sturm und Drang alemán, Las tribulaciones del joven Werther, de Goethe. Werther es el personaje romántico por excelencia: pintor, amante de los paisajes naturales y entregado a un amor imposible, el que siente por Lotte, quien está comprometida con el filisteo Albert, un burgués sólido y racional, que no pierde ni el tiempo ni el dinero —el tiempo es oro, se dice— en divagaciones sin destino. Werther es, sin lugar a duda, el personaje más atractivo de los dos, el que conquista las simpatías del lector, quien termina identificándose con él en su desprecio por la banalidad y el pragmatismo de Albert. Esta idea —la de la confrontación del romántico y el racional, el idealista y el pragmático, el artista versus el burgués— está en el seno del romanticismo, y una y otra vez vuelve a emerger en el transcurso de la historia y de la literatura.

Recuérdese, por ejemplo, al farmacéutico Homais en Madame Bovary de Flaubert, que empuja a Charles Bovary a operar el pie equino de Hyppolite, convencido de que la ciencia y el conocimiento llevarán al mundo por la frondosa senda del progreso. Más allá de la irónica mirada que Flaubert posa sobre la ingenua fe en el supuesto avance de la sociedad por vía de la razón, Homais es una figura que se contrapone a su ayudante León, un romántico como la misma Emma, quienes gozan con la naturaleza, la lectura, la música y el sumergimiento en las profundidades de los anhelos del alma.

Otro de los muchos textos que revive esta contraposición entre el arte y la burguesía, entre el sentimiento y la racionalidad, es un cuento temprano de Thomas Mann, “Tristán”. En él, un marido gordo, rubio y de rostro enrojecido, debe llevar a su joven muj er Gabriele, hermosa, frágil y pálida, a un sanatorio en las montañas, pues esta no ha podido recuperarse tras el nacimiento de su hijo, igual de regordete y rubí que su padre. En el sanatorio diagnostican a Gabriele una enfermedad a los pulmones y la internan, ante lo que el padre y el hijo, rebosantes de salud, abandonan el sanatorio. El relato se tiñe de la mirada de Spinell, un escritor diletante y tuberculoso que queda prendido de inmediato de la enfermiza mujer. Todo el cuento está estructurado en torno a esta oposición del artista y el burgués, la sensibilidad y el filisteísmo. Quien tiene la capacidad de apreciar el arte se encuentra del lado del polo de la enfermedad y ostenta cierta incapacidad para la vida; el burgués, en cambio, está hecho para la vida, pero no tiene sino una mirada despreciativa frente al arte, incapaz de comprender su lugar en el mundo.

Volvamos a Sontag: uno de sus primeros trabajos, al mudarse recién separada con su hijo pequeño a Nueva York, fue en la Universidad de Columbia, donde consiguió ser docente de Filosofía de la religión. Simultáneamente Sontag trataba de abrirse paso como articulista y crítica de arte en la difícil escena neoyorquina. El primer texto que publicó en la renombrada New York Review of Books marcaría un hito en su carrera. Allí abordaba a Simone Weil, autora que formaba parte de sus objetos de estudio más académicos y que habría podido convertirse en el tema de su tesis doctoral, que Sontag, no obstante, nunca finalizaría. Sontag se había visto tempranamente atraída por esta contradictoria figura femenina. Weil fue de salud frágil, se sumó siendo joven a los movimientos obreros, sindicales y luego anarquistas, trocando luego su activismo político por una inclinación cada vez mayor al misticismo y el catolicismo.

En el artículo sobre Weil, publicado en 1963, Sontag la muestra como una figura que cristaliza ciertas contradicciones de la sociedad contemporánea. Se pregunta Sontag por qué nuestra era, marcada por el imperativo de la salud, el equilibrio y la razón, se muestra fascinada por artistas, pensadores y escritores que encarnan justamente lo contrario, y de los que Weil sería un ejemplo paradigmático. El ensayo abre con la provocativa aseveración: “Los héroes de la cultura, de nuestra civilización liberal burguesa, son antiliberales y antiburgueses” (“Simone Weil” 83). Son esos escritores “reiterativos, obsesivos, mal educados”, los “fanáticos, los histéricos, los destructores del yo”, los que se contraponen a “esta época espantosamente pulcra en que vivimos” (83). Sontag argumenta que el tono de la cordura no resulta ni atractivo ni convincente, y que intuimos una fuerza indiscutible en el sufrimiento y la aflicción, a pesar de que contradiga las premisas según las cuales organizamos nuestras vidas. Escribe Sontag: “[...] escritores como Kierkegaard, Nietzsche, Dostoievski, Kafka, Baudelaire, Rimbaud, Genet —y Simone Weil— tienen autoridad sobre nosotros precisamente por su aire enfermizo. Su morbosidad es su garantía, y es lo que impone convicción” (84).

Lo que me interesa recoger de este ensayo brevísimo de Sontag sobre Weil es esta contraposición entre burguesía y arte, entre filisteísmo y esteticismo, entre cordura y exceso, salud y enfermedad o, dicho en otros términos, entre ilustración y romanticismo: las mismas oposiciones que veíamos en el Werther de Goethe, en Madame Bovary de Flaubert y en Tristán de Thomas Mann. Aunque Sontag afirme que la “concepción sana del mundo es la verdadera” (84), nuestra simpatía se encuentra del lado mórbido. Werther muere y Albert triunfa, Emma Bovary sufre una muerte terrible y Gabriele sucumbirá a la tuberculosis. Sí, son los raros, los enfermos, los locos y los románticos, los que mueren, quienes despiertan nuestros afectos.

Susan Sontag, y aquí retomamos la discusión de “Contra la interpretación”, se vuelca, en un gesto iconoclasta, contra los valores burgueses y se siente fuertemente atraída por las vidas que los sortean o burlan. El arte, en este sentido, se vuelve atractivo en su posibilidad de alterar el orden burgués, colmándose de elementos vanguardistas. Como bien destaca la biografía de Daniel Schreiber, Sontag se abre paso como intelectual en el Nueva York de los años 60, encarnando esta especie de enfant terrible que arremete contra la crítica de arte tradicional y contra la consideración exclusiva de la alta cultura como arte. La estrategia que ocupa Sontag en su texto implica tratar de filisteos a aquellos que creen ser los únicos facultados para hablar de arte. Los así llamados críticos de arte no serían sino un puñado de burgueses preocupados por mantener su posición de privilegio, excluyendo a aquellos que supuestamente no conocen las reglas para el desciframiento de la obra de arte. La actitud desafiante que adopta Sontag en “Contra la interpretación”, donde aboga por dejar atrás actitudes que mostrarían desprecio frente al arte, se complementa con su intento de ampliar los márgenes de aquello que se entiende por arte. En una época donde la crítica literaria aún seguía ciertos patrones disciplinares conservadores, que dejaban fuera otras manifestaciones artísticas consideradas como cultura popular o industria cultural, Sontag reclama una nueva validación. Refiera al cine y las artes visuales, los happenings, la performance y las acciones de arte. Entonces, parte de su bofetada a los conservadores se vincula con privarlos de su supuesta exclusividad de ser los guardianes del arte y los únicos facultados para interpretarlo.

Por una erótica del arte

Para Sontag la forma moderna de la interpretación, presente en la crítica literaria y estética del momento, resulta, en contraposición a la antigua —cuyo valor residía en seguir haciendo accesible ciertos textos del pasado a las nuevas generaciones— agresiva e irrespetuosa. Aunque también en la interpretación antigua Sontag reconoce ciertos gestos en el procedimiento de la interpretación que lo vuelven un mecanismo de dominación[2].

Lo que ambos momentos hermenéuticos tendrían en común es que siempre “la interpretación presupone una discrepancia entre el significado evidente del texto y las exigencias de (posteriores) lectores. Pretende resolver esta discrepancia” (Sontag, “Contra” 29). En el caso de lo que Sontag denomina la interpretación antigua, es la convicción del valor fundamental que tiene un texto lo que impulsa a comprenderlo más allá de los obstáculos que el tiempo, los códigos culturales o el lenguaje han impuesto entre el texto y sus lectores. Pero esta salvedad no existiría para el ejercicio hermenéutico moderno, lo que lleva a la interpretación a ser “reaccionaria, impertinente, cobarde, asfixiante” (30). Sontag luego sigue arremetiendo contra la interpretación, sosteniendo que “es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte. [...] Es la venganza que se toma el intelecto sobre el mundo. Interpretar es empobrecer, reducir el mundo, para instaurar un mundo sombrío de significados” (30-31).

Aboga por abandonar las preguntas típicas con las que suele enfrentarse un texto: ¿Qué quiere decir? ¿Qué sentido tiene? ¿Qué significa? Estas preguntas son sintomáticas para la preeminencia del modelo hermenéutico en la aproximación a la literatura. El que lee estaría impulsado en su acto de comprensión a reescribir lo escrito. Frente a esta opción, Sontag plantea que no hay nada que reescribir, no hay nada que traducir, que trasponer. No debemos sospechar que hay algún significado inaccesible, o solo accesible para los iniciados, detrás o debajo de la así llamada forma. Lo que importa es “la inmediatez pura, intraducible, sensual” (33). Frente a la pregunta de cómo puede o debe hacerse crítica de arte y comentario literario, Sontag opta por transitar por la superficie de las obras: “La función de la crítica debiera consistir en mostrar cómo es lo que es, incluso qué es lo que es, y no en mostrar qué significa” (39). “Contra la interpretación” cierra con esta seductora frase: “En lugar de la hermenéutica, necesitamos una erótica del arte” (39).

No solo por este cierre que introduce el término del erotismo, sino también por la actitud que Sontag invita a adoptar frente a las obras, este ensayo puede emparen-tarse con El placer del texto (1973), de Roland Barthes. El crítico francés defiende una erótica de la lectura en contraposición a una visión que podríamos denominar como pornográfica. Si la pornografía tiene que ver con una mirada que debe llegar hasta las últimas consecuencias, un evidenciar algo que suele estar oculto y remoto, la erótica juega con lo que se hace visible y que se deja entrever. No se trata de volcar hacia afuera algo que se encuentra adentro, sino de difuminar las fronteras entre el afuera y el adentro. Erótico es el juego entre lo oculto y lo que deja de estarlo; pornográfico es abrir para visibilizar:

¿El lugar más erótico de un cuerpo no es acaso allí donde la vestimenta se abre? En la perversión (que es el régimen del placer textual) no hay “zonas erógenas” (expresión por otra parte bastante inoportuna); es la intermitencia, como bien lo ha dicho el psicoanálisis, la que es erótica: la de la piel que centellea entre dos piezas (el pantalón y el pulóver), entre dos bordes (la camisa entreabierta, el guante y la manga); es ese centelleo el que seduce, o mejor: la puesta en escena de una aparición-desaparición (Barthes 19).

Haciendo el paralelismo con lo planteado por Sontag, podríamos entender la hermenéutica como un modelo pornográfico de penetración, mientras que la erótica tiene que ver con el goce en y de la superficie. Al poner en el centro un significado que hay que sacar de las profundidades a la superficie, la hermenéutica hace de esta última una barrera que hay que traspasar. Al igual que la pornografía, elimina molestos vellos y pliegues de piel para volver más nítida la imagen de lo que “verdaderamente” importa; la hermenéutica ilumina el sentido, viendo más allá del significante, de la forma, del estilo. Estos últimos no son más que accidentales o arbitrarios, vallas a ser traspasadas con los seguros saltos de un entrenado atleta. En el llamado a la erótica del texto de Barthes puede verse un intento por privilegiar una sensualidad desplegada en la superficie del texto. En este sentido, también es reconocible una cierta cifra epocal en Sontag y Barthes, vinculada a lo que más arriba se denominó iconoclasta, pero que también podría asociarse a cierta anarquía. Posiciones que defienden una mirada más salvaje sobre el arte, menos asegurada y resguardada por instancias institucionales y/o autorizadas[3].

Transponiendo ahora esta terminología de la pornografía y de la erótica, de la hermenéutica y del privilegio de la superficie que me interesaba poner en juego aquí, la actitud antiinterpretativa de Sontag es una defensa del plano del significante frente al del significado. Describir, ir de significante en significante, deslizándose por las palabras, gozando con su materialidad sin tratar de traspasarlas, sin intentar convertirlas en otra cosa. “Contra la interpretación”, entonces, es un ensayo en contra del significado y a favor del significante.

Metáforas y enfermedades

Desde las primeras palabras desplegadas en el hermoso y muy citado comienzo de La enfermedad y sus metáforas (1979), cuando Sontag dibuja la imagen de salud y enfermedad como dos reinos diferentes, se evidencia su postura antimetafórica. Si bien su objeto de estudio no es la enfermedad física sino la enfermedad como alegoría o símbolo, aquí ella quiere demostrar que la enfermedad no es una metáfora y que la manera más sincera de enfrentarla sería desmitificándola:

Mi tema no es la enfermedad física en sí, sino el uso que de ella se hace como figura o metáfora. Lo que quiero demostrar es que la enfermedad no es una metáfora, y que el modo más auténtico de encarar la enfermedad —y el modo más sano de estar enfermo— es el que menos se presta y mejor resiste al pensamiento metafórico (11).

Dos aclaraciones antes de sintetizar el núcleo de la argumentación de Sontag. En este ensayo, el término de la metáfora no es utilizado de forma apegada a ninguna teoría retórica ni estética específica. Una metáfora, en su acepción más amplia, es un hablar figurado que opera por sustitución. Y así, de esta manera general, la entiende Sontag[4]. Para ponerlo en los términos propuestos para acercarse a los dos ensayos de Sontag: en la metáfora se transpone un significante de una cadena de significantes a otra cadena diferente de significantes, en la cual, a primera vista, no tiene nada que hacer o donde su aparición sorprende. Lo que queda entonces excluido de esta transposición metafórica es el significado, que está fuera —antes y más acá— de los significantes. Lo que intenta hacer Sontag, a mi parecer, es restaurar un lugar para el significado, en este caso el de la enfermedad. La enfermedad, al convertirse en metáfora, queda sujeta a un juego libre de transposiciones significantes, frente al cual Sontag arguye un significado único e indiscutible. De esta manera, Sontag emprende una defensa ética de un significado necesario de la enfermedad.

La segunda aclaración tiene que ver con las diferencias y semejanzas que puede haber entre leer un texto literario —objeto del que se ocupa Sontag en “Contra la interpretación”— y leer una enfermedad, tema de La enfermedad y sus metáforas. Las metáforas de las enfermedades se encuentran dispersas en discursos políticos y médicos, imaginarios sociales, inconscientes colectivos, obras de arte y producciones literarias. Sontag opera como una semióloga: lee un conjunto de signos que pueden encontrarse en espacios diversos y dispersos. Y para efecto de la metáfora que se genera, no es relevante de dónde provenga o, dicho de otra forma, qué texto la escribe. A pesar de esta homogenización de texto y enfermedad, creo que se le impone a Sontag una diferencia radical entre leer textos y leer enfermedades. Y esta diferencia sea quizás la que también haga que, por un lado, Sontag pueda erigirse en una defensora del libre juego de significantes y, por el otro, en férrea guardiana de un significado que no debe ser trastocado por otros.

Para Sontag, la metáfora es una permutación indebida. Otros términos que en el transcurso de su argumentación irán emparentándose con el de metáfora son el de fantasía, mito, mitología popular. La capacidad de despliegue metafórico de una enfermedad depende de su grado de misterio y el carácter secreto que tenga. A menor conocimiento certero, para Sontag sinónimos de científico y/o médico, mayor el vacío a ser colmado con fantasías, con metáforas. Estas terminan siendo, para la ensayista, mentiras que se oponen a la verdadera enfermedad. Sontag se plantea al comienzo del ensayo:

Las fantasías inspiradas por la tuberculosis en el siglo xix, y por el cáncer hoy, son reacciones ante enfermedades consideradas intratables y caprichosas —es decir, enfermedades incomprendidas— [.] mientras no se comprendieron las causas de la tuberculosis y las atenciones médicas fueron tan ineficaces, esta enfermedad se presentaba como el robo insidioso e implacable de una vida. Ahora es el cáncer la enfermedad que entra sin llamar. La enfermedad vivida como invasión despiadada y secreta —papel que hará hasta el día en que se aclare su etiología y su tratamiento sea tan eficaz como ha llegado a serlo el de la tuberculosis—” (13).

Es decir, a menos conocimiento médico y certero acerca de las enfermedades, mayor potencial metafórico, mitológico, ficcional. Y a la inversa, en la medida en que la medicina arroja luz sobre lo que se encontraba en penumbras, decrece el atractivo por configurar una enfermedad como metáfora. Los mitos en torno a las enfermedades serían nefastos para quienes las padecen, pues enturbian una posibilidad más directa y franca de enfrentarse a ellas. Por lo tanto, el ensayo de Sontag pretende contribuir a la desmitologización de las enfermedades, específicamente aquellas que envuelven a la tuberculosis y el cáncer.

Típicas fantasías que rodean estos cuadros patológicos y que Sontag va rastreando serían, por ejemplo, para el caso de la tuberculosis, su etiología, anclada en la sensibilidad de un alma demasiado etérea para enfrentar las durezas de la vida, y para el cáncer, la proveniencia de la frustración sexual, vital, existencial. Sontag acuña el término de “fantasía punitiva” para designar el elemento castigador que tendrían estas asociaciones. El enfermo se vuelve el culpable de su enfermedad: él las ha provocado con actitudes, formas de ser, caracteres y/o temperamentos. Esta culpa por haberse autocausado su enfermedad se vendría a sumar a los padecimientos propios del cuadro patológico mismo: “Las teorías psicológicas de la enfermedad son maneras poderosísimas de culpabilizar al paciente. A quien se le explica que, sin quererlo, ha causado su propia enfermedad, se le está haciendo sentir también que bien merecido lo tiene” (La enfermedad 69). De este sufrimiento anexo es del cual Sontag pretende liberar a los enfermos, impulsada por una posición ética, difícilmente discutible.

Excurso sobre literatura y enfermedad

Daniel Schreiber relata en su biografía no solo el gran éxito que tuvo Sontag con su ensayo sobre la enfermedad a nivel de crítica y círculos intelectuales, sino también el importante eco que suscitó en el mundo de muchos enfermos. Sontag recibió numerosas cartas de agradecimiento de pacientes de cáncer, quienes se reconocían víctimas de los prejuicios que Sontag describiera con tanta lucidez en su texto. Algunos declaraban en sus misivas que solo a partir de la lectura de La enfermedad y sus metáforas habían decidido someterse a un tratamiento o a rebelarse contra médicos con los que no se sentían cómodos[5]. Así, este texto se convirtió en libro de cabecera para muchos enfermos de cáncer, así como también para sus médicos.

Sirva de ilustración de los alcances del ensayo de Sontag una anécdota sacada del acervo de la literatura chilena. En el último poemario que escribió Enrique Lihn antes de morir de cáncer y que no alcanzó a finalizar, se encuentra un poema que Adriana Valdés, editora póstuma del libro Diario de muerte, titulara “Hay solo dos países”. Los primeros versos de este poema dicen así:

Hay sólo dos países: el de los sanos y el de los enfermos

por un tiempo se puede gozar de doble nacionalidad

pero, a la larga, eso no tiene sentido

Duele separarse, poco a poco, de los sanos a quienes

seguiremos unidos, hasta la muerte

separadamente unidos [...]

Roberto Merino relata en su antología Luces de reconocimiento, en la crónica “El lado de allá, el lado de acá”, cómo un día llega a una librería del centro de Santiago y es increpado por su dueño. Este está entre eufórico e indignado, pues cree haber descubierto un plagio. Le muestra los versos escritos por Lihn en su lecho de muerte arriba citados y los confronta con las primeras líneas de La enfermedad y sus metáforas:

La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar (Sontag, La enfermedad 11)

Parece indiscutible la cercanía de las palabras de Sontag y Lihn. Pero tanto más atendibles son las reflexiones de Merino al retomar esta escena de la librería: “La frontera entre la lectura y la escritura se suprime en cuanto comienza a difuminarse la que divide a la vida y a la muerte” (52). Merino, quien sabe de enfermedades y de hospitales por experiencia propia, refiere a cómo las palabras pierden su pertenencia y terminan siendo, de alguna forma, posibles tablas de salvación (aunque sea momentánea).

En su libro sobre los últimos momentos de vida de Enrique Lihn, Adriana Valdés cuenta que Lihn pedía a sus amigos que le llevaran textos que lo pudieran acompañar en este proceso de agonía. Es muy probable, por lo tanto, que alguien le trajera el ensayo de Sontag y que sus palabras le hayan producido un profundo impacto y las haya convertido en suyas, en ese hermoso poema que funde y confunde las palabras ajenas con las propias, volviendo absurda esta distinción, cuando se ha iniciado la paulatina borradura de la línea que divide la vida de la muerte.

Sirva el recuento detallado de este episodio para subrayar el impacto que tuvo el ensayo de Sontag para el contexto de los enfermos de cáncer a fines de los años 70 y 80, donde con más fuerza que hoy los prejuicios hacían de la enfermedad un padecimiento vergonzoso. En segundo término, el episodio invita a reflexionar sobre las metáforas de la enfermedad. La misma Sontag inicia su ensayo con una metáfora: habla de la enfermedad como de una ciudadanía, es decir, como un asunto identitario y de pertenencia simbólica. La gran cantidad de referencias que en su ensayo atrae para comentarlos, son literarios[6]. La ensayista se pasea por diversas obras de diferentes épocas y distintos géneros. Todo capta su interés: novelas, cuentos, diarios íntimos, cartas, textos (auto)biográficos. Metáforas de tuberculosis se entretejen con imágenes del cáncer: la concepción de figuras literarias se superpone con interpretaciones acerca de los propios procesos de enfermedad. Y Sontag lee cuidadosamente, captando las sutilezas y los gestos contradictorios que aparecen cuando lo único que no puede recuperase tras su pérdida está en juego: la vida.

Retomemos algunos ejemplos propuestos por Sontag en su ensayo para entrar en diálogo. Uno de los escritores cuya obra gira en forma continua sobre la enfermedad es Thomas Mann, a quien Sontag admirara desde pequeña y quien representara para ella una de las cúspides de la literatura y la cultura europeas. Desde sus inicios literarios en variados cuentos, pasando por sus novelas Los Buddenbrook, La montaña mágica y Doktor Faustus, Thomas Mann varía su leitmotiv de la enfermedad de múltiples formas. A partir de su temprana fascinación por Nietzsche, se inclina a representar la enfermedad como un polo de mayor interés que la salud, que es asociada, tal como he comentado más arriba con relación a su relato “Tristán”, a la banalidad de la burguesía productiva. Pero justamente la romantización de la tuberculosis (lo único que quiere Hans Castorp al llegar a Davos a ver a su primo tísico es pertenecer a ese bizarro y elegante mundo de los enfermos) vehiculan asimismo una crítica a una modernidad que avanza sin miramientos a un progreso que terminará consumiéndose a sí mismo. En este sentido, la crítica que acarrea consigo toda la conjugación del tópico de la enfermedad en Mann parece anticipatoria de la que pocos años después articularan, entre otros, Horkheimer y Adorno en su Dialéctica de la Ilustración, uno de los análisis más agudos acerca de las trampas de la modernidad.

Sontag acusa, sin embargo, a La montaña mágica de romantizar la tuberculosis y despliega a partir de ahí su argumento antimetafórico:

[.] en la novela se refleja otra vez el mito: la enfermedad refina, sí, el espíritu del burgués. Morir de tuberculosis seguía siendo misterioso y (con frecuencia) edificante, y siguió siéndolo hasta cuando ya casi nadie en Europa occidental ni Norteamérica moría de ello. [.] resulta casi inconcebible que se haya tergiversado de manera tan descabellada la realidad de una dolencia tan espantosa (La enfermedad 39-40).

La novela contribuiría al mito “inconcebible” y “descabellado”, ocultando la verdad última de la enfermedad, a saber: que ella consiste en dolor y muerte. Para Sontag, desde este punto de vista, habría que combatir las ficciones.

Pero, ¿esto no implica atentar contra los mecanismos más propios de la literatura?

Subordinar la literatura a la moral no parece propio, en absoluto, de Susan Sontag. La posición ética que asume en este ensayo pareciera enceguecerla frente a otros impulsos que habitan en las metáforas revisadas por ella. Y quizás esta incapacidad de ver provenga no solo de su propia condición de enferma de cáncer, sino también de un uso demasiado laxo de la noción de metáfora, donde no parece importar dónde ni cómo esta funciona.

Asimismo, Sontag cita en varias ocasiones a Kafka, quien muriera, como bien se sabe, a los 41 años, de tuberculosis. En sus Diarios, que Kafka llevó durante más de 20 años, reflexiona en numerosas ocasiones sobre la enfermedad que aqueja a sus pulmones. Como demuestra Sontag, Kafka ve su padecimiento como consecuencia de su incapacidad de vivir, de su negación a amar, de la imposibilidad de subordinarse a un determinado estilo de vida. Algo taxativa y con cierto tono despreciativo, Sontag escribe: “Las cartas de Kafka son un compendio de especulaciones acerca del significado de la tuberculosis [...]” (39). Y sí, Kafka le entrega un entramado simbólico a su enfermedad, un tejido narrativo en el que ella ocupa un lugar coherente con la visión que tiene de sí, de su entorno y del mundo. En muchos sentidos, esto implica, nuevamente, una romantización, donde la enfermedad es solo la última consecuencia para un alma demasiado sensible para esta vida. Se le puede discutir a Kafka desde la comprobación científica de Koch, pero ¿no reside la vida, también, y quizás en gran medida, en las narraciones que construimos? Habitar el mundo consiste en simbolizarlo, en relatarnos nuestras experiencias y otorgarles significados, en urdir una trama. Otra vez, me parece que la postura moral que adopta Sontag vuelve opaco todo el relato que está detrás de las anotaciones de Kafka con relación a la tisis.

La enfermedad ha sido metaforizada desde los inicios de la literatura occidental, y los entramados simbólicos ostentan una gran variedad. Desde metáforas moralizantes a imágenes que acusan al entorno de patógeno, la presencia de lo mórbido puebla todo el espectro de lo literario y es uno de sus tópicos más fascinantes y complejos. Sin lugar a duda, Sontag maneja un gran abanico de estas representaciones. Pero, y he aquí el asunto, la decisión férrea que toma al comienzo de desmitologizar las enfermedades la vuelven rígida frente a la riqueza de la literatura, acusándola, finalmente, de contribuir a las mentiras y ficciones inadecuadas.

Conclusiones

Quizás lo más bonito y algo paradójico de La enfermedad y sus metáforas sea precisamente la cantidad de obras literarias que visita: desde clásicos de la enfermedad, como Mann y Kafka, pasando por los diarios de Katherine Mansfield, citas de Novalis, de Keats, Shelley, Ibsen, Stendhal, etc. La cultura literaria de Sontag es tan asombrosa como abrumadora, y da cuenta de una lectora voraz y atenta, que es capaz de poner a Kant al lado de Wilhelm Reich. Susan Sontag se desliza de significante en significante, recorriendo imágenes de enfermedades en los más variados textos. Sin embargo, en este ensayo no hay placer en este discurrir. No se produce una erótica del arte, pues Sontag abogará por el significado[7]. La enfermedad no es una metáfora; es una realidad. En este sentido, no sería significante, sino significado. Lo que los significantes harían con la enfermedad es opacarla, velándola, escondiéndola, mistificándola, por lo que habría que liberarla de ellos. Volver al significado, en el sentido de un sustantivo irreemplazable. La enfermedad y sus metáforas, entonces, es un ensayo contra el significante y a favor del significado. En otras palabras, una refutación, 12 años después, del ensayo con el que irrumpió en la escena cultural estadounidense: “Contra la interpretación”.

Imagino que para Sontag sumirse en las metáforas de enfermedad le produjo algún alivio; ella misma padecía cáncer al momento de escribir este libro. Y la única manera de salvarse ella y no sucumbir al sufrimiento de una patología con pésimos diagnósticos era deconstruir esas simbolizaciones de enfermedades. Estando ella acechada por la enfermedad y el ejercicio de desmenuzar las metáforas literarias era una manera de creer en la recuperación, en la salud.

En su biografía, Schreiber recalca que Sontag siempre pensó que podría vencer la enfermedad. David Rieff, el hijo de Susan Sontag, recuerda que su madre prácticamente nunca habló de la muerte, incluso cuando ya estaba muy enferma. Seguía planificando publicaciones y trabajando como si el silenciamiento de la enfermedad pudiese evitar el fin. A lo que quisiera apuntar es que la enfermedad es una de las experiencias límites que pueden volver opacas las palabras, que pueden suscitar “pensamiento mágico”[8], que transforman nuestros modos habituales de ver y narrar el mundo.

En este sentido, insisto, no se trata de evidenciar las inconsistencias del pensamiento de Sontag, sino más bien de adentrarse en los distintos puntos de fuga que tienen sus ensayos y que muestran la complejidad de sus reflexiones, las aristas y opacidades del lenguaje, así como las intrincadas maneras en que se entretejen vida y obra. Susan Sontag fue, en primerísimo lugar, una lectora: lectora de arte, de fotografía, de cine, de literatura, de teoría, de filosofía. Una lectora, también, de múltiples signos sociales y culturales. Y una lectora del cuerpo, la enfermedad y la muerte. Y quizás sea esta última lectura la más difícil de todas, pues es ahí donde emergemos desde nuestra propia materialidad y finitud como seres marcados por la necesidad de reafirmar nuestro propio sentido.

Referencias

Barthes, Roland. El placer del texto. Trad. Nicolás Rosa. México, Siglo XXI, 1996.

Cott, Jonathan. Susan Sontag: la entrevista completa de Rolling Stone. Trad. Alan Pauls. Santiago de Chile, Ediciones UDP, 2014.

Lihn, Enrique. Diario de muerte. Santiago de Chile, Ediciones UDP, 2010.

Merino, Roberto. Luces de reconocimiento: Ensayos sobre escritores chilenos. Santiago de Chile, Ediciones UDP, 2008.

Real Academia Española. www.rae.es. 21 enero 2019.

Schreiber, Daniel. Susan Sontag: Geist und Glamour. Berlín, Aufbau, 2007.

Sontag, Susan. Contra la interpretación. Trad. Horacio Vázquez Rial. Madrid, Alfaguara, 1996.

      --. Susan. La enfermedad y sus metáforas. El sida y sus metáforas. Trad. Mario Muchnik, Buenos Aires, Taurus, 2003.

Notas:

[1]  En su biografía Susan Sontag. Geist und Glamour, Daniel Schreiber muestra en varias ocasiones cómo Sontag era una pensadora en constante movimiento que llegaba incluso a renegar de planteamientos hechos en otro momento de su devenir escritural. Sobre todo, con relación a los ensayos de los años sesenta, aquellos que la hicieran famosa y que fueron celebrados ampliamente, convirtiendo a Sontag en un icono de la cultura pop, la autora se manifestó en varias ocasiones posteriores con autocrítica y distancia. Entonces no es solo propio del género ensayístico los giros en las opiniones, sino también parte muy propia de la figura de Sontag no acomodarse en ciertos planteamientos tomados como seguros e incuestionables.

[2] En este tipo de aseveraciones, la postura de Sontag se vuelve antimoderna o cuestionadora de una cierta forma de entender y promocionar la modernidad que recuerda a los planteamientos de Nietzsche en La muerte de la tragedia. Para Nietzsche, como bien es sabido, la tragedia declina en su grandeza cuando el espíritu socrático rompe el perfecto equilibrio entre los principios apolíneos y dionisíacos, marginando a las fuerzas centrípetas de Dionisio a una función accesoria. En este sentido, es la racionalidad moderna, en sus primeras manifestaciones, la que —con su afán de explicar todo y volverlo transparente a la ratio humana— es la responsable de expulsar el mito y convivir con cierta opacidad. Un argumento parecido se encuentra en la Dialéctica de la Ilustración, cuando Horkheimer y Adorno leen algunos episodios de La Odisea bajo el prisma de la presencia de una razón instrumental. Odiseo, al vencer al Polifemo, lo hace con su astucia y gracias a sus capacidades intelectuales. No obstante, debe pagar un precio, consistente en la negación del nombre propio: lo salva su bautizo como “nadie”. De manera parecida, la escena de las sirenas es retomada en la Dialéctica bajo la mirada de que Odiseo, para salvarse de la tentación del canto de las sirenas, debe taponear los oídos a su tribulación y hacerse amarrar al mástil, es decir, debe renunciar a la belleza absoluta, nuevamente por vía de la razón. Hay un resto que no puede ser administrado ni controlado por la racionalidad, y frente a lo cual solo cabe la negación y/o renuncia.

[3] Una de las razones por las cuales Susan Sontag también era objeto de miradas de sospecha por parte de la escena intelectual de Nueva York en los años sesenta era su francofilia. Sontag sentía debilidad por la solidez de la cultura europea y especialmente por la francesa. El año que vivió en París, Sontag se empapó de la vibrante escena intelectual parisina, fascinándose con el cine de Godard y Resnais así como con el Nouveau Roman de Sarraute, Robbe-Grillet, Duras y Butor, que exigían, a su vez, renovadas miradas críticas. Sontag sería una de las primeras en hacer circular las ideas de Levi-Strauss y también de Roland Barthes en Estados Unidos. En este sentido, no parece aventurado hacer este vínculo entre Sontag y Barthes para, más allá de las similitudes en su visión sobre el estilo, la superficie y el significante como lo atendible para la mirada teórica, también destacar este gesto antiautoritario que, a su vez, puede encontrarse en Rizoma, el prólogo a Capitalismo y Esquizofrenia de Deleuze y Guattari, del año 1972. Estos últimos, al desechar el modelo del libro árbol vuelven el texto una máquina anárquica de significaciones que, según quien lea, se dispara rizomáticamente en direcciones insospechadas. Los años sesenta y el comienzo de los setenta son una época marcada por posturas antiburguesas, visiones desafiantes sobre la tradición, sobre la cultura en su comprensión conservadora y por el intento de renovar los lenguajes. Sin lugar a duda, esta postura antiinterpretativa adoptada por Sontag en su ensayo se lee también, más allá de su originalidad, paradigmáticamente como un signo de los tiempos.

[4] En su prólogo a El SIDA y sus metáforas, escrito 10 años después de La enfermedad y sus metáforas, Sontag vuelve al concepto de metáfora, y lo vincula ahora explícitamente a la noción aristotélica desplegada en la Poética, donde, también de manera muy general, la metáfora es el efecto del acto de darle el nombre de una cosa a otra.

[5] Hay que aclarar que Sontag publicó, antes de la aparición de La enfermedad y sus metáforas, tres ensayos, escritos en el transcurso de unos pocos meses, con los títulos “Illness as metaphor” “Images of Illness”, “Disease as Politicial Metaphor”, que aparecieron en los primeros meses del año 1978 en el New York Review of Books. En otoño del mismo año, los ensayos fueron publicados en formato libro.

[6] Es importante subrayar este hecho, pues es una de las cosas que diferencia La enfermedad y sus metáforas del ensayo que Sontag escribiera diez años después como respuesta a la crisis del SIDA y que se titula: El SIDA y sus metáforas. En este último texto, Sontag se concentra mucho más en la utilización política y discriminatoria de las metáforas en torno al SIDA, visto como una plaga, una peste que opera como una especie de castigo divino y que llama a rectificar comportamientos desviados. Para ello, retoma discursos políticos, artículos de prensa, prejuicios sociales y eslogan propagandísticos, más que textos literarios. En La enfermedad y sus metáforas, en cambio, su gran fuente son textos literarios, incluyendo a muchos autores clásicos, así como diarios de vida y cartas. Esto nos abre la pregunta acerca de si es posible analizar las metáforas en independencia del lugar donde se articulan.

[7] Particularmente desde el siglo xix en adelante, donde la salud se convierte en un valor indiscutible, a ser preservado a toda costa, dado que es no solo la herramienta de trabajo sino también de inscripción social para la burguesía, las metáforas castigadoras de enfermedad se agudizan.

[8] Hago referencia acá al hermoso texto de Joan Didion, El año del pensamiento mágico, en el cual la escritora relata el año después de la muerte de su marido, coincidente con una enfermedad grave de su hija, que la tuviera varios meses en coma. El acorralamiento por el duelo y la acechanza de la enfermedad, así Didion, producen en ella una cierta desracionalización, de la que es consciente, pero a la que se aferra como manera de supervivencia.

Ciclo de charlas "Los Excéntricos". Susan Sontag, por Andrea Kottow

Ensayo de Andrea Kottow
Departamento de Literatura, Facultad de Artes Liberales, Universidad Adolfo Ibáñez

andrea.kottow@uai.cl


Publicado, originalmente, en:
Aisthesis: Revista Chilena de Investigaciones Estéticas Núm. 66 (2019): 251-267 • ISSN 0568-3939

Aisthesis: Revista Chilena de Investigaciones Estéticas es editada por el Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile

Link del texto: https://revistaaisthesis.uc.cl/index.php/RAIT/article/view/8376

 

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