Ética y estética de Enrique Amorim

por Bernardo Ezequiel Koremblit

Un señor que se dedicaba a la crítica literaria y aparecía como crítico literario —ocurrió en febrero de 1924— publicó —no puede decirse legítimamente que eso era escribir— un artículo censurando el modo como moría la protagonista del impecable cuento de Enrique M. Amorim Una criada. El señor bibliográfico recordaba que en un relato de Flaubert —Un corazón sencillo— la sirvienta humilde, abnegada y fiel, una sirvienta noble y leal como la del cuento del escritor uruguayo, pasaba a la otra vida rodeada de sus amos, apaciblemente, asistida y reconfortada por las lágrimas de los dueños de casa que la despedían como a una hermana o una tía mayor. "Y como muere la criada de Amorim?", se preguntaba indignado este autor de notas bibliográficas sin pulso ni respiración, y contestaba poniendo el grito en el infierno: “Pues la de Amorim se pega un tiro”. Ya se comprende que ese crítico creía en la literatura de poltrona, en Felipe Derblay o el dueño de las herrerías, en los años de la primera Exposición Universal y en el imperio de la Razón y los buenos modales, que era precisamente en lo que no creía el apasionado —aunque, de otra parte, sutil, fino y realista— Enrique Amorim.

El talento y la sensibilidad helicoidales del creador de El caballo y su sombra -una novela magistral  que hace la venia a la literatura americana en la misma fila donde revistan las de Miguel Ángel Asturias, Rómulo Gallegos, Horacio Quiroga, Carlos Reyles, Roa Bastos, Jorge Icaza, Eustasio Rivera- significaron una de las primeras heterodoxias literarias de nuestro continente, y aun cuando no era él el único que advertía la quiebra de los valores en franco y confeso proceso catagenético, era indudable que el ajustado y severo pero poético novelista rioplatense fue de los primeros en romper las hormas y liquidar esa quiebra que asfixiaba nuestra literatura. El mundo, la vida, la situación moral y espiritual de América, el drama social, la política y la injusticia y el deprimente cortejo de subversión que aún no ha desaparecido —todo lo contrario— debían influir en un escritor de raza como Amorim del modo como influyeron. Era lógico que su criada se suicidara y no muriera en la cama del mal de arrugas. Era razonable, además, que Enrique Amorim declarara el 28 de septiembre de 1929: ‘‘La vieja generación de escritores es algo que literariamente no merece la pena de ser considerado”.

Los dos pasajes capitales y los dos paisajes fundamentales que penetraron en el ánimo y en el intelecto de Amorim fueron el campo ríoplatense inspirador de novelas como La carreta y Los montaraces (tres secuelas estremecedoras, la primera de las cuales evoca los mejores momentos de La tierra purpúrea') y el dolor que este siglo de hierro, cruento e injusto, inflige a los desheredados, documento visible del cual Enrique Amorim quiso ser un testimonio elocuente y radiográfico. Que el gran cuentista uruguayo haya sido más objetivo en aquel paisaje y menos objetivo en este pasaje social —y que en aquella haya alcanzado la mejor cima de su obra literaria en Nueve Lunas sobre Neuquén (política) no es el gran escritor de El paisano Aguilar literatura)— no significa que la subjetividad de Amorim padeciese la red de turbiedad que suele provocar la militancia, sino el hecho fatal —salvo excepciones, nadie escapa a él— según el cual la literatura que no tiene que ver con la literatura oscurece desdichadamente lo objetivo y aclara, también desdichadamente, lo subjetivo, pues lo pueriliza, y en ambos fenómenos perjudica al escritor. Enrique Amorim es quien es en la literatura americana por El caballo y su sombra —un ritmo, un tono sombrío y dramático, un enlace de episodios no superados en el Río de la Plata—, La trampa del pajonal —la desesperanza y la tristeza, almohadillas del gran juego de alfileres espiritual, magistralmente desarrollado— o por El paisano Aguilar —la llanura americana, el carácter de sus hombres, la extraordinaria policromía y la perfecta sobriedad en el estilo. Enrique Amorim es también aquel hombre pánico e integral a quien movía y conmovía el vértigo de la calle Corrientes, el casco de su estancia Las nubes descansando bajo la cálida y quizás doliente mirada de una colina del Salto Oriental; es aquel a quien interesaba filmar en sus latebras de trabajo a Iván Bunin y a Romain Rolland y es el mismo que conversó con el angustiado Ernst Toller en un congreso de escritores minutos antes del suicidio del genial dramaturgo. El gran escritor, el poeta auténtico es, ya se sabe, el primero en ver aquello que los demás compartirán después: Amorim, aparte de ser el singular desentrañador del paisaje y la psicología de la campaña uruguaya y el retratista a fuego de la miseria de los explotados, la amargura de los perseguidos y los pacientes de la esperanza —La carreta, Tangarupá, El paisano Aguilar— es, al fin (ya lo dijimos pero hay tautologías inevitables y pertinentes, uno de los iniciadores de esa estética literaria que preparaba el pistoletazo final contra una literatura petrificada con várices y carraspera metida empecinadamente como cuña en la segunda década del siglo. No fue un hereje ni un vanguardista joyceano pero fue de los primeros en romper exposiciones, nudos y desenlaces; y si su tarea específica no fue la de romperlos, reconozcamos al menos que vio lo que debía verse y cerró los ojos a una época que no había enterrado todavía definitivamente ni a César Duayen ni a César Carrizo ni a Juana Manso ni al melodramático entrerriano Emilio Berisso. Desde su primer libro —los versos de Veinte años—, en el cual reaccionaba contra los ya débiles parpadeos del modernismo y pasaba del esfumino al grabado pompeux ilustrador de emires, pajes, princesas, cisnes, califas, delfines, baldaquines, espesas tapicerías y demás rumbosas apoteosis palatinas posrubenianas agravadas por una poesía no precisamente de Rubén Darío sino de sus desaventajados discípulos, el creador de La luna se hizo con agua propuso e hizo la aireada respiración que desoprimía los bronquios congestionados de esa literatura del orden absurdo y asfixiante, actitud humana y posición estética que, después de sus poemas de Veinte años, derivó en la novela del campo y la estancia, en la novela social, en la crítica de arte y en la literatura de evasión (El asesino desvelado), lo mismo que en los demás aspectos de su vida: los sucesivos viajes a Europa, sus estadas en París, sus facultades de causeur —vous en parler á votre aise!—, su protección en “Las nubes” —en medio de la pusilanimidad ríoplatense también en esto fue distinto— de las víctimas de los azares políticos, muy sudamericanos, en busca de protección.

Las tres últimas señales con que cerraremos esta tan insuficiente nota sobre el gran escritor muerto el último 28 de julio —tres días después de cumplir sus únicos sesenta años— pueden contribuir al retrato que hemos intentado: Enrique Amorim introdujo en sus novelas y cuentos de la campiña a dos personajes no tratados por otros escritores de su cuerda, incluyendo a Benito Lynch: el nuevo poblador, llegado de otras tierras, y el nacido en la estancia que volvía a ella luego de su incursión por la ciudad. De esta manera, atendía a la verdad del campo actual y lograba la simbiosis de situaciones formada por los elementos diferentes que eran el viejo criollo, el joven paisano y el estanciero moderno. Luego, que Amorim sabía cómo lo creable es tan valedero como lo documentado y fotografiado. Pues, ¿qué importa si existieron esas quitanderas trotadoras de los campos uruguayos o si, como se ha dicho, las imaginó el novelista para que La carreta fuese la denuncia de una vejación y una prostitución ambulante? Existieron aunque no hayan existido porque una literatura que reconoce a lo posible tanta validez como a lo real —que siempre es estrecho y mezquino— es irrefutable, aprobable y duradera (Balzac, Moravia, Baroja, Martin du Gard, Dostoyevsky). Por último, cómo no recordar a Erasmo, que habiéndose pasado la vida hablando y escribiendo en latín, terminó sus días pronunciando en su propio idioma el lieve god aprendido en la infancia?: Enrique Amorim se despidió con Mi Patria, libro henchido de lirismo y con el cual regresó a la poesía y a la afinada voz de sus poetas veintenarios, libro despedida con el que recuperaba el espíritu, la vocación y las facultades que siempre tuvo para una auténtica literatura y para cumplir el destino de un escritor auténtico.

 

por Bernardo Ezequiel Koremblit
 

Publicado, originalmente, en: Ficción. Revista-Libro Bimestral Núm.  28 Noviembre-diciembre de 1960

Ficción se editó entre 1956 y 1971 - Lugar de edición: Ciudad de Buenos Aires

Link del texto: https://ahira.com.ar/ejemplares/ficcion-no-28/

Gentileza de Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas que es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte.

 

Ver, además:

 

                     Enrique Amorim en Letras Uruguay

 

                                                      

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

instagram: https://www.instagram.com/cechinope/

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Ir a índice de crónica

Ir a índice de Bernardo Ezequiel Koremblit

Ir a página inicio

Ir a índice de autores