Amigos protectores de Letras-Uruguay

Llevar a Gladys de vuelta a casa
(1er. Lugar Concurso Internacional de Cuentos Casa de Teatro, 2007)
por Aquiles Julián
biblioteca.digital.aj4@gmail.com
 

Cuando nos acercamos al 25, por donde está la guardia, el chofer se persignó. Más adelante estaba el peaje. En el asiento delantero íbamos sentados él y yo. Cargaba conmigo la güira y el pincho de tocarla. Detrás, sumida en el silencio, iba Gladys.

A Gladys la conocí en el negocio de doña Chea. Fui a recalar allá, luego de que el combo en que yo tocaba se desbarató y me quedé en olla: sin trabajo, sin ingresos. Juany, mi mujer, no aguantó la crujía y aprovechó para irse a Luperón, Puerto Plata, con el niño; así que también me quedé sin mujer, sin hijo y sin trastes, porque cargó con todo. 

Entonces Pancho me hizo un contacto con doña Chea, su tía, que quería animar su negocio de comida. Ella tenía un restaurante típico: “El Patio Cibaeño”, en Gazcue, decorado con motivos rurales, y le iba bien: a la gente le gustaba el sazón y la comida criolla. También iban muchos turistas: americanos, canadienses, españoles, alemanes, italianos… Los llevaban a conocer esa imagen romántica del país, del campesino dominicano, de nuestras costumbres, y doña Chea quería que le armara una especie de ballet folklórico con los dependientes del negocio.

Yo sabía algo de eso: estuve en el Ballet Folklórico Universitario, en la UASD. Me gusta la música, el baile, las coreografías… Del ballet folklórico salté a dar brincos, hacer coro y a tocar la güira en “Los Sabrosos”. El combo tocó sus fiestas, grabamos un CD que pegó par de temas en la radio, animábamos en night clubes, lavaderos de carros, discotecas, hoteles, en fiestas patronales, quince años y fiestas de promociones de bachilleres, hasta que finalmente nos desperdigamos porque con la crisis de los bancos en el 2003 las fiestas se esfumaron y así mismo se esfumaron “Los Sabrosos”.

Nada, que terminé sin un peso, con mi look de artista: el curly, la ropa colorida, sin ganas de hacer otra cosa que no fuera bailar y tocar… y sin nadie que me contratara. Estaba convenciendo a un par de amigos guitarristas para irnos de noche al Malecón, visitar los restaurantes y tocar donde nos permitieran, a ver qué picábamos, cuando me encontré con Pancho en la calle El Conde.

Pancho era ahora el doctor Francisco García Morales, abogado. Venía de su bufete camino al Palacio de Justicia, en Ciudad Nueva. El y yo nos conocimos como miembros del Ballet Folklórico Universitario en sus tiempos de estudiante. Luego, cada uno cogió su camino. Yo abandoné la carrera de contabilidad por la música. Veía cuánto ganaba un contador y cuánto ganaba un músico, y en ese momento la elección fue obvia: ¡La música! Pero las cosas no salieron como pensé.

En el proceso me enredé con Juany, la preñé y nació Martín Alberto, mi hijo. A Juany la conocí también en el Ballet Folklórico, estudiaba periodismo, y también dejó la carrera y el grupo debido al embarazo. Al principio todo era hablar de un futuro que nos parecía tan cercano que casi podíamos tocarlo: fama, dinero, viajes, joyas, jeepetas, buenas casas, cuentas bancarias, fincas… Pasábamos revista a lo que tenía Fefita, lo que tenía Anthony Santos, lo que tenía Luis Vargas… En nuestra mente todo eran cosas buenas, y en eso vino el lío del Baninter y el mundo se nos fue abajo. El combo se desperdigó porque las fiestas escasearon y yo terminé sin mujer, sin hijo, sin casa y sin trabajo. Entonces apareció Pancho.

Pancho sí terminó la carrera: estudiaba derecho cuando lo conocí. Su tía, doña Chea Morales, quería que él se ocupara de montarle el ballet folklórico porque sabía que él estuvo en el de la UASD, pero Pancho se negaba, pese a que su tía le había pagado los estudios, porque decía que un doctor en derecho no podía estar bailando mangulina o balsié en un restaurante; que él no iba a tirar su carrera al zafacón. Y en eso aparecí yo.

Conmigo Pancho se quitó ese peso de arriba: ayudaba a su tía, ayudaba a un amigo, y evitaba la presión de la tía que lo veía como un malagradecido, porque de ese negocio todavía él mismo comía, pues Pancho no tenía mucha clientela aún.

Y yo resolví, porque doña Chea me dio un cuarto en el restaurante debido a que llegué recomendado por su sobrino que me puso en el cielo, y de paso, también, le cuidaba el negocio. Doña Chea me aseguró comida y trabajo. A cambio, yo le formaría el ballet folklórico con los empleados del restaurante: meseras y meseros que harían algunos números para entretener a la concurrencia.

Y, claro, no todos servían para bailar. Habían algunos tiesos, de cuerpos duros, sin oído para el ritmo y a los que de seguro no los saltaron cuando chiquitos: eran un desastre en la pista, aunque varios de ellos, temerosos de que los despidieran, insistían en que podían, que daban para el baile, pese a perder el ritmo continuamente: sentí pena de verlos esforzarse en algo para lo que no habían nacido, simplemente por el temor de perder el empleo. Pero otros eran bailarines por naturaleza, y la mejor de todos era Gladys.

Ella había nacido en Río San Juan, por Nagua. Allá vivía su mamá quien le criaba una hija, Rosa Julia, a quien Gladys siempre llamaba Mi Morena. El papá de la niña parece que era uno de esos que preñan y espantan la mula, así que Gladys terminó con una barriga y su vida a cuesta.

La mamá, que era viuda, se le quedó con la niña y ella vino a trabajar a la capital para las tres, pero no tenía ninguna preparación especial.

Empezó como doméstica pero no aguantó los maltratos. Se mudó con Radhamés Holguín, un policía que añadió a los maltratos el hambre y terminó separándose y viviendo sola, cuando consiguió trabajo de camarera en “El Patio Cibaeño” con doña Chea Morales. Gladys la conoció en su último empleo como doméstica; era una residencia que quedaba a dos casas del local de “El Patio”, en la Socorro Sánchez, en Gazcue, así que cuando decidió dejarse de Radhamés, el policía, fue a “El Patio” y habló con doña Chea y allí mismo la contrataron.

Así la conocí. Cuando llegué ya trabajaba allí con los otros, con Berto y Clara y Alfonsina y Carmelo y Dolores y Marcia y María y Altagracia y Eugenio y todos los demás, sirviendo mesas, arreglando mesas, llevando cuentas… Esa era la rutina hasta que sonaba la tambora, subía la música y yo agarraba la güira, la guayaba haciéndola casi hablar para ganar la atención de la gente, y anunciaba un regalo especial del personal de “El Patio Cibaeño” para los distinguidos visitantes que nos honran con su presencia… y ¡a bailar se ha dicho!

- ¿Su mujer? –el chofer susurró, me miró e hizo un gesto hacia la parte trasera.

Me sentí incómodo. No tenía interés en dar explicaciones.

-No. Compañera de trabajo –le respondí.

- ¿Ah ,sí? –hizo un gesto vago y volvió a concentrar su atención en el camino.

Gladys sobresalió desde el comienzo porque era rumbosa, canera, su cuerpo se movía de manera increíble, como si todos los huesos le bailaran al compás y se estremecieran al mismo ritmo; como si caderas, hombros, piernas, brazos, cuello saltaran, brincaran, se contonearan de forma única, como si bailar fuera su razón de vivir.

Era flaca, espigada, ligera; un tirigüillo de sonrisa ancha y dientes relucientes, que se reía con mambo y desde que soltaba la carcajada hacía reír a cualquiera.

No sólo bailaba bien, muy bien, sino también era imaginativa. A ella se le ocurrió el baile de la botella, el tocar la güira con los pies, el baile de la tambora y muchos otros inventos para sorprender y alegrar a la gente. 

Todos se contagiaban con su alegría, su picardía desbordante, y la fiesta se instalaba que daba gusto. Íbamos a las mesas a sacar a bailar a los clientes y era divertido ver a los americanos y europeos dado saltitos torpes con el merengue, sin atinar una en la bachata, verdaderamente perdidos en la salsa, pero riendo, gozándosela, disfrutando, permitiéndose ser felices de manera inesperada, porque fueron sólo a comer y encontraron ese jolgorio de sobremesa que les inundaba el corazón de alegría y les hacía la noche inolvidable sin costo adicional.

El ballet de Blanquito (así me dicen, aunque mi nombre es Eusebio Rodríguez, de los Rodríguez de Maimón) empezó a ser reclamado: “¿A qué hora es que bailan las muchachas?”, preguntaban; y era como decir que ellos pedían a Gladys porque el día en que ella, por la razón que fuera no estaba, nada era tan brillante, tan incluyente, tan desbordante, tan perfecto.

Doña Chea le cogió afecto, aunque ella en sí le tenía afecto a todos los empleados, porque decía que eran sus hijos, ya que Dios no le dio hijos. Su sobrino, Pancho, era su adoración. Ella lo había criado desde niño porque su hermana Ivelisse, la mamá de Pancho, murió en el parto de un segundo hijo junto a la criatura, y el padre se fue del país y andaba perdido en Nueva York. 

Para doña Chea cada muchacha y cada joven de su negocio era como un pariente, y ella la tía a la que se le había encomendado la persona.

- Aquí tienen que andar rectos, yo no tengo vagabundos en mi negocio –nos decía. Y tenía sus reglas, la primera: “No meterse con los clientes, respetar el negocio”. 

La regla era válida. Algunos clientes se emocionaban más de la cuenta y querían conquista fácil; se prendaban de las cinturas cimbreantes, de los golpes pélvicos, de aquella inocente lascivia del baile. Y todo funcionaba bien, porque nosotros respetábamos a la doña.

Sí, todo hubiese seguido estando bien, de no haber llegado el alemán.

El era rubio, de un rubio quemado, y una falsa juventud, porque se le sentía lo vivido, que era mucho. Le decían Wolfgang, hablaba español, residía acá, en la capital y quedó prendado de Gladys.

Al cruzar por Villa Altagracia el chofer hizo un gesto de molestia con los labios, una mueca de desprecio y señaló a los ranchitos de madera en las laderas de las lomas.

- Mírelos. Sacaron la autopista de Villa Altagracia, dizque para evitar accidentes, y ellos mudaron Villa Altagracia otra vez para la autopista. ¡Quién puede con la gente! – entonces encendió la radio y sintonizó un programa de bachatas. Una bachata estridente llenó la cabina llorando un desamor. Fue como un pescozón para mí. Supongo que me puse colorado, como me pongo cuando me incomodo.

- ¿Tendría la bondad de apagar la radio, señor?

- Es un viaje largo –me respondió sin mirar.

Yo extendí la mano y la apagué.

- Excúseme –le dije. 

El chofer se volvió a mirarme, disgustado. Luego se concentró en la carretera y aceleró el vehículo.

Al principio ella no le hizo caso. El iba con amigos, cenaba y pedía algunos números: “La Botella”, “La Tambora”… Y también se unía al coro cuando le pedíamos a Gladys: “Molenillo, molenillo…”, y Gladys enloquecía su cintura en piruetas imposibles, giros sorprendentes, siguiendo el ritmo que le marcaba el coro, al que se sumaban otros parroquianos, y entonces cambiábamos el lema: “Batidora, batidora…” y Gladys, de tirigüillo se volvía tigresa, una explosión pélvica, movimientos que se derraman, una cadera encendida que revienta aun la imaginación más lerda, una sexualidad ingenua, casi infantil, y al mismo tiempo provocativa, desafiante: una promesa de un placer frondoso y sólido, torrencial y volcánico.

El alemán siguió yendo, llevando amigos, casi una figura que se hizo parte del lugar. Incluso lo extrañábamos cuando faltaba. “¡Qué raro que hoy no se apareció el alemán!”, decíamos.

Todos veíamos sus ojos clavados en Gladys y todos sabíamos los fuegos que ella le encendía en el cuerpo, y nos reíamos. En los recesos, la llamaba, la presentaba a sus amigos, elogiaba su baile, su figura… Todos pensamos que eso no iba a pasar de ahí: una fantasía que le dejaba un comensal casi fijo al restaurante, un pargo, como decíamos acá, que gastaba y gastaba cada noche para ver a Gladys moverse más allá de cualquier límite imaginable. 

A Gladys le hacía gracia la admiración del alemán, sus ojos prendidos de su cadera, sus atenciones y palabras galantes, sus insinuaciones delicadas, nada groseras ni indecentes, su pasión sin esperanzas. Con él desarrolló una coquetería especial, un dejo singular para su admirador. Y todos nos burlábamos de aquello, y creímos que no pasaba de ahí, pero de pronto ella empezó a decirme: 

- Blanquito, me gustaría irme fuera, a ver si le hago una casa a mi niña y a mi mamá.

- Gladys, deja de estar pensando en eso. ¿De qué vas a vivir? ¿De bailar?

- Blanquito, aquí no me tratan mal. La doña es muy decente, pero no se gana mucho. Yo tengo una niña y tengo a mamá, allá en Río San Juan, y lo poco que puedo mandarle me lo quito de la boca, pero tampoco a ellas les da para nada. Yo quisiera algún día ser dueña aunque sea de una cajita de fósforos, pero mía y de mi hija. Afuera por lo menos se gana bien cuidando gente mayor o limpiando casas.

- Gladys, deja de estar pensando en pendejadas. Tú no sabes lo que es la vida allá afuera. No es como la pintan. Es dura, difícil. ¡Y más para uno! Allá el latino no vale. No te creas las apariencias. Allá uno no es gente. Aquí por lo menos somos dominicanos.

- ¿Y de qué me sirve eso a mí? –Ahí no supe qué contestar.

Así era noche tras noche. Diciendo que se estaba poniendo vieja. Que ella sabía que no iba a vivir de bailar y servir mesas toda la vida. Que si su mamá, que si su hija,… Y de repente las conversaciones variaron. Empezó a mostrarse optimista, alegre, cantarina. Un manantial de sonrisas, de alegría pícara, de cooperación: un cambio del cielo a la tierra. Yo mismo quedé sorprendido: un día quejándose, viendo todo oscuro y lóbrego, y al día siguiente emocionada y feliz. “Las mujeres son raras”, pensé. Pero Gladys tenía su música por dentro.

Un día me preguntó: 

- Blanquito, si me meto con un cliente, ¿doña Chea me botará del trabajo? –Entonces caí en cuenta, como quien dice.

- ¿Tú estás loca? La doña es muy recta, Gladys. Y sabes cómo te quiere. ¿Tú le vas a dar esa mortificación?

- Blanquito, una tiene derecho a buscar su felicidad –Me miró esperando que yo tuviese misericordia y no la condenara.

- Pero no con los clientes, Gladys. Deja a los clientes quietos. No te metas con ellos. A la doña es capaz de darle un patatú si sabe una cosa así, y menos de ti…

-Blanquito, yo no mando sobre mi corazón…

- Oye, Gladys, deja la vaina. ¡Qué corazón del caray…! Corazón te voy a enseñar yo a ti si la doña se entera y nos bota a todos de “El Patio”.

- Ella no va a hacer eso, nos necesita.

- Gente que baile es lo que más hay en este país, mi hija. Nosotros no bailamos ballet, es merengue y bachata. No te busques un lío de gratis.

- Oye, Blanquito, no vayas a decir nada –sus ojos me suplicaron piedad.

- Yo no soy chivato, Gladys. Ojalá que ni se te ocurra hacer eso –la miré severo, casi conminatorio.

- Ya lo hice.

Entonces miré sus ojos cargados simultáneamente de miedo y de esa secreta lumbre de los enamorados y me di cuenta de que estuve ciego todos esos últimos días. 

Ya no se quejaba, cantaba, estaba contenta y yo creía que era simple alegría, que se le había quitado de la cabeza ese disparate de irse fuera, que yo la había convencido, pero no: Gladys estaba afixiada… ¡Y de un cliente! Si la doña se enteraba yo estaba seguro de que la echaba de “El Patio”. Sus reglas eran claras: cero enredarse con clientes. Ella no se metía en nada más de la vida particular de sus empleados, pero en eso era celosa y ya había dado dos o tres ejemplos de que no iba a dar a torcer su brazo en ese punto.

Un miedo lento y profundo, como un tornillo afilado, se me enroscó mordiente en el corazón. Una fiera torva que me roía y roía, un presagio de catástrofe. Coincidencialmente para ese tiempo dejó de frecuentar “El Patio” el alemán. Al principio su ausencia nos extrañó a todos. “Seguro se cansó”, después aseguramos y lo relegamos a un recuerdo esporádico, sobre todo cuando Gladys bailaba.

Gladys siguió riéndose, contenta, como si todo su mundo hubiese cambiado repentinamente, y la doña como que se olió algo porque me preguntó una noche: 

- Blanquito, ¿Y qué le pasa a Gladys que anda tan alborotada? Ni que se hubiera sacado el premio… -Yo temblé.

- Gladys, no vayas a decirle nada a nadie de lo tuyo. No te metas en líos –le supliqué más tarde.

- ¿Y a quién voy a decirle lo mío, Blanquito? Al único de aquí que le tengo confianza para contarle mis cosas es a ti. Así que si no se sabe por ti, mucho menos por mí.

- Ten la boca cerrada, por Dios.

- Mira, Blanquito, yo como quiera no voy a durar mucho aquí. Pero tampoco quiero hacerle coger una malasangre a la doña. 

- Deja de hablar así, mujer. Agradécele a doña Chea…

- Oye, doña Chea es para mí como mi segunda mamá. Le agradezco más de lo que te imaginas. Es que creo que el alemán y yo nos mudaremos juntos.

- ¿Con el alemán es la vaina? –me hice el desentendido, aunque la ausencia explicaba la cosa: se estaban viendo en otro lado.

- Sí, está esperando un dinero que le va a llegar y vamos a alquilar un cuarto para vivir juntos. Ese hombre me quiere de verdad.

- Ojalá se te dé.

- No lo azare, hombre. Yo sé que El Lobito va a cumplirme.

- ¿Cuál Lobito? –pregunté.

- Wolfgang, le digo El Lobito. El me dijo que su nombre era lobo, en alemán. 

- ¿No será un tíguere en vez de lobo? –quise darle un poco de cuerda.

- No lo ofendas delante de mí. El no te ha hecho nada. Al contrario, le hablo bien de ti y él nunca me ha dicho ni ji. Deja que lo trates…

- ¿Yooo? ¡Ni loco! No voy a tratarme con clientes –entonces reparé en su expresión desconsolada. –Perdona. Es que me preocupa mucho en lo que te estás metiendo.

- Oye, te digo que El Lobito es serio y esto es en serio. Talvez hasta me lleve para su país.

- ¿Para Alemania? ¡Pero ni siquiera sabes alemán…!

- Aprendo –Y me lanzó una sonrisa desarmante, toda su dentadura reluciendo, confiada. Total, que me callé, pero por dentro sentí como que me derribaba, que todo vacilaba, que mi presente pendía ahora de un fino y endeble hilo, y eso me creó un desasosiego que fue creciendo con los días.

A la altura de Bonao, el chofer dijo que iba a parar en Plaza Jacaranda a desentumirse, cambiar el aceite y tomarse un café, porque el viaje estaba muy aburrido. “Si quiere baje y si no me espera, pero tengo que hacer una escala técnica y mear”, me informó.

Cruzó la pista y entró al parqueo de la plaza, detuvo el vehículo y se bajó sin mirarme. “¡Póngale seguro, si sale!”, me dijo de manera seca, rencoroso, por lo de la radio.

Hacía calor. Decidí bajar. Yo también necesitaba estirar las piernas. Gladys esperaría allí por nosotros.

Después de lo que me dijo, estuve esperando día tras día la catástrofe. Gladys, por el contrario, estaba siempre contenta, siempre eufórica, siempre cantando canciones que celebraban el amor. Mucho Ricardo Montaner, mucho Marco Antonio Solís, algunas repetidas hasta el cansancio, como himnos.

Para esa época ella se inventó las dramatizaciones, y también comenzamos las imitaciones… Montamos “Pedro Navaja”, “La Chica Plástica” y “Decisiones”, de Rubén Blades; montamos “Amigo de Qué”, “De Mujer a Mujer”, de Toña La Negra; Arelys lloraba cantando el drama de los hermanos que se amaban: “No sabían que ellos eran hermanos, hasta mucho después de quererse…”, Creamos el doble de Shakira, Alejandro Sanz, Luis Miguel, Paulina Rubio…, pelucas, ropas extravagantes, movimientos exagerados que se suponía imitaban al artista, y un doblaje en que también exagerábamos los sentimientos. Y además añadimos atrevimientos, como ése de acompañar con güira y tambora temas clásicos: la Novena Sinfonía a la dominicana… Los europeos se desternillaban de la risa. Ya el sitio no daba abasto: la gente venía y se quedaba, faltaban mesas, sillas, y doña Chea incluso pensó en comprar la casa de al lado para ampliar “El Patio Cibaeño”.

Y de pronto el semblante de Gladys se nubló. La alegría de unas semanas atrás dio paso a un remedo de alegría, cambio sutil al inicio y luego más acentuado. Si le preguntabas qué le sucedía decía que nada, que todo estaba bien. Incluso le pregunté por el alemán, que hacía semanas que ya no iba al restaurante, y me dijo que todo seguía bien entre ellos, pero que no quería hablar de eso. Y así pasó como un semana, hasta un jueves, en que Gladys parecía estar indispuesta. Se veía pálida.

-¿Te sientes mal? –le pregunté.

- No. Estoy bien, Blanquito. Parece que la comida me cayó un poco pesada, pero ya me tomé una Sal Andrews y me estoy reponiendo –me respondió.

-¿Pasa algo? –insistí. 

- Te dije que no. Estoy bien –me esquivó la mirada.

- Gladys… -La miré profundo, escarbándole dentro. Se escabulló.

- Vamos a comenzar el show –me urgió.

Bueno, arrancamos. Y parecía que la música, el baile, la curaban. Se animó, se olvidó de todo y se entregó a bailar, pero en una de las vueltas como un trompo que le daban, cayó como una guanábana, y sólo se oyó el cacazo ¡Can!

Creímos que era un accidente pero estaba blanquita, lívida, como sin sangre. Y sin juicio, sin sentido.

Todo el mundo se alteró, los clientes se alborotaron, y la doña rápidamente pidió a Daniel, su chofer, que nos llevara a mí y a Gladys en su carro, a la clínica Abréu.

Allí explotó todo. La entraron en Emergencia, nos sacaron a la recepción y nos pidieron que esperáramos. Como a la media hora salió un médico.

-Saludos. Soy el doctor Nadal. ¿Usted es el esposo? –me preguntó el médico.

- No, compañero de trabajo. Ella es soltera –le dije.

- ¿Soltera? Uhm –Se rascó la barbilla. Sopesó internamente qué decir. Luego, respiró hondo y se dirigió a nosotros en su mejor tono profesional.

–La paciente padece un shock severo. La subimos a cuidados intensivos. Pero también tiene una hemorragia aguda, posible perforación del útero y una infección avanzada. El cuadro es típico de un aborto autoprovocado y del descuido. La situación es grave por la contusión en la cabeza y el estar sin sentido –dijo el doctor.

¡¿Aborquééé?! –Daniel y yo reaccionamos a coro, alarmamos.

- La paciente tiene una fuerte hemorragia vaginal complicada con una infección aguda y estamos tratando de que recupere el conocimiento –reafirmó el médico.

El chofer y yo nos miramos. ¿Gladys embarazada? ¿Y ahora? ¿Y la doña?

- Tenemos que dejarla interna. ¿Quién se hace responsable? –preguntó el doctor Nadal.

Daniel, el chofer, me miró y yo dije que tenía que llamar a la doña.

No quise decirle por teléfono qué pasaba. 

- Doña Chea, el médico dice que hay que dejarla interna. ¿Qué usted me dice? –le pregunté.

Y luego, al médico: “Que sí, tenemos seguro y además el negocio se hace cargo”.

- Pase a caja, por favor –el médico se distanció, supongo que porque éramos empleados, gente de segunda para él.

- ¿Podemos verla? –pregunté.

- No. Está en coma y la tenemos en cuidados intensivos ahora. Está grave. Necesitamos sangre B positivo. Averigüen quién puede donar –me dijo, luego me dio la espalda y se retiró.

Sangre, aborto, clínica… La cabeza la tenía alborotada. ¿Y cómo esta muchacha permitió eso? Y ahora, ¿cómo iba a reaccionar la doña?

Daniel y yo nos devolvimos a “El Patio” sin decir nada, preocupados. Supongo que ambos sabíamos lo que venía.

Yo quise de inmediato informar a la doña. Cuando llegué a “El Patio” los clientes prácticamente se habían ido, el local estaba casi vacío, sólo dos o tres mesas ocupadas, y todo el personal se precipitó sobre mí para preguntar por Gladys, pero los evadí y le dije a la doña que quería hablar con ella.

-Dígame, Blanquito.

Cuando le oí el dígame me asusté más. Si la doña te trataba de usted, significa que estaba seria, que no quería confianza.

Bajé la mirada. No sabía cómo empezar.

- Blanquito, dígame.

- Parece que Gladys estaba preñada, señora –farfullé, sin atreverme a mirarle a la cara.

La doña endureció el tono.

- ¿De quién, Blanquito? ¿Sabe de quién?

No sé, señora –mentí. 

Ella me miró inquisitiva. Doña Chea sabía descubrir cualquier cosa oculta, sus ojos removían todo dentro de uno y de los escombros sacaba la verdad. Era un don que ella tenía.

- Blanquito, ¿usted no se habrá atrevido a faltarme a la confianza que le tengo, verdad?

Me puse rojito. Sentí la sangre caliente llenándome la cabeza, las orejas como tizones, los ojos ardiendo.

- No, señora, nunca. Yo nunca le he faltado ni lo haría, doña Chea –balbuceé como pude.

-¿Fue alguien de aquí, del negocio?

- No sé, señora. Le juro que no sé. No pudimos hablar con ella. No le había vuelto el juicio y no nos dejaron verla. La tienen en cuidados intensivos. Pero el doctor nos dijo que parecía que había abortado: tiene una hemorragia, una infección… Parece que el asunto es grave. Pero de aquí, lo dudo, porque a usted la respetamos mucho.

- Pero. ¿esa muchacha estaba embarazada? ¿Y cómo fue que no me dijo nada a mí?

- No sé, señora. Creo que aquí nadie lo sabía –intenté explicar. 

- ¡Ah, pero eso lo voy yo a averiguar! Esta noche, cuando termine el trabajo, que nadie se vaya, hasta que yo hable con todos. ¿Cómo es que Gladys va a estar preñada y nadie se iba a dar cuenta y avisarme?

Sentí como si me acusara y me escabullí de su presencia. Me sentía sucio, indigno, traicionero. Le había ocultado a doña Chea el romance de Gladys, pero ¿cómo decírselo y provocar que echara a Gladys a la calle? A ella no le iba a temblar el pulso, sobre todo si Gladys se había enredado con un cliente. Eso doña Chea no lo permitía. “Este es un restaurante decente. Aquí la gente viene a comer y a pasar un buen momento. Nos reímos con ellos, los tratamos con la mayor decencia y los entretenemos, pero que nadie se equivoque, ésta no es una casa de citas, aquí yo no voy a permitir que me confundan. Si no se quiere ser decente, pues quien sea que se vaya para un cabaret que eso es lo que más hay en este país, pero que no me dañen mi negocio con vagabunderías”. 

La reunión fue como una piedra pesada cayendo encima de todos. La alegría que se había pasmado por el internamiento de Gladys ahora se trocó en pesadumbre total; nos sentimos culpables, acusados y condenados.

Todos pusieron cara de asombro. ¿Gladys embarazada? ¿Y cuándo? ¿Y de quién? Y eso enfureció a doña Chea que dijo que no era verdad que Gladys iba a enredarse con un hombre, salir con una barriga y nadie allá iba a saberlo. Que ella nos tenía a todos como si fuéramos sus hijos y sus hijas, pero que eso no, que esconderle las cosas no, que así como se escondió aquello sabrá Dios cuántas otras cosas más no le habrán escondido y que eso es ser malagradecidos con ella, porque nos trataba con toda la consideración del mundo… Y ya se imaginan esa cantaleta dicha casi a las tres de la mañana, con todo el mundo cansado, asueñado y con ganas de irse a dormir.

Cuando parecía que la tormenta cedía, doña Chea, desfogada, despidió a la gente para su casa, y a mí, sin embargo, me pidió: “Blanquito, quédese”. 

Yo no iba para ningún lado, porque dormía allí, en el restaurante, pero esa petición me asustó. ¿Me iba a tirar doña Chea la canana del lío de Gladys y me iba a cancelar? Se me engurruñó el corazón. Aquellos años en “El Patio” le habían devuelto a mi vida una alegría nueva, fresca, un sentido de equipo, de pertenencia, de razón de ser: alegrar vidas, darle un buchito de cariño a gente que iban hambrientas no sólo de comida, sino de compartir, de interactuar, de también ser parte de algo tan efímero y, sin embargo, tan trascendente para nuestras vidas como ese remedo de show, ese ballet folklórico en que cada uno de los mozos y mozas de “El Patio Cibaeño” nos sentíamos representantes de nuestra gente, de nuestras raíces, de nuestra nación, y les abríamos a los visitantes el corazón amplio de la República: tradiciones, sabores, colores, sonidos, meneos, creatividad, alegría, juego, comparsa, bullicio… aquello que era típico y compartíamos, un trocito de patria para probar, algo que era muy nuestro y que brindábamos, un jalao, un piñonate, una cocada, un dulce, una malarrabia o un chacá, un postre de cultura de aquí, dominicana. Ahora todo eso trastabillaba pendejamente.

- ¡Hey! –llamó el chofer. –Si va a mear, vaya, porque de aquí nos vamos en un volao sin parar. –Agitó una empanada en el aire, señalándome el baño. –Haga lo suyo ahora, que no pienso pararme en todo el camino.

No tenía ganas de nada. Me sentía vacío, derrotado, así que retorné al vehículo.

- Vaya y orine, le digo –me conminó –que no voy a estar parándome en el camino, para ver si a la vuelta por lo menos puedo oír lo que me dé la gana.

Lo pensé bien y me fui al baño. Al rato nos montamos en el vehículo, cruzó la autopista y tomamos con Gladys de nuevo el camino hacia el Nordeste, hacia Río San Juan.

Cuando la gente se fue, doña Chea me miró muy seria a los ojos, como buscando desenterrar debajo de mis silencios y medias palabras, la verdad oculta. Su expresión era amarga, desengañada, como quien tiene que matar a un hijo.

- Blanquito, esto me va a doler muchísimo –Hizo una pausa y el corazón se me desplomó. “Me jodí”, pensé. Por la mente me pasó rápido la vuelta a las precariedades de la calle. ¿Dónde iría a vivir ahora? ¿De qué viviría? Sentí que tenía culpa por no haber avisado lo que sabía, pero no podía hacerle eso a Gladys y me sentí acorralado por dos lealtades encontradas.

- Yo tenía a Gladys como una hija –doña Chea se acomodó en el asiento. Era gorda, masas sólidas pero con forma: grandes caderas, muslos, pechos. –No voy a desampararla ahora que está en la clínica. Pero desde que salga, hágame el favor y llévemela usted mismo a su casa, allá en el campo. No quiero que su mamá piense que ella está aquí trabajando y ella por ahí haciendo quién sabe qué. Yo cubro los gastos y le voy a dar a ella su liquidación, para ver si con eso comienza un negocito o hace algo, porque sé que es bien pobre, pero aquí no puede seguir… Ella defraudó mi confianza”.

Mientras doña Chea hablaba el alma me volvió al cuerpo. Casi puedo decir, Dios me perdone, que me alegré, porque no era conmigo la cosa.

- Blanquito –y me miró fijamente-, yo voy a creer en usted, que no sabía nada. Pero de ahora en lo adelante, preocúpese por saber y cuide esto, que de esto es que todos vivimos –dijo eso y se levantó, cansada, derrumbada emocionalmente. Y en cada movimiento había dolor, mucho dolor.

Yo esa noche intenté dormir.

¡Tum! ¡Tum! ¡Tum! “¡Blanquito, despiértate!” ¡Tum!, ¡Tum! “¿Y qué sueño del carajo es que este hombre tiene? ¡Blanquito, despiértate!” 

- ¿Qué es? ¿Quién es? –balbuceé, emergiendo de un sueño que me atenazaba, que no me quería soltar. 

- ¡Despiértate, hombre! ¡Es Daniel! ¡Despiértate! –seguían tumbándome la puerta.

Me levanté con dificultad de la cama, me sentía molido, el cuerpo hecho un solo dolor sordo.

- ¿Qué pasó? ¿Qué hora es?

- Son las seis –era Daniel, el chofer de la doña. -¡Despiértate! Tienes que llamar urgente a la clínica. Dijeron que fueran de emergencia.

-Ahora me cepillo y voy –dije. 

- ¡Qué cepillarse ni cepillarse! No te van a oler la boca por el teléfono. Llama ahora que fue de emergencia que pidieron que llamaran –me urgió.

-¿Y la doña? –le inquirí.

- Está rendida. Anoche dizque la oyeron llorar mucho, en la casa, casi hasta el amanecer. Nadie le dijo nada, pero me llamaron y prefirieron no despertarla. Quieren que descanse.

-Okey. Echa para acá el teléfono –Marqué y pedí al doctor Nadal. Luego de un rato, me lo pusieron.

- Aquí, doctor Nadal. ¿Con quién hablo?

- Doctor, es Blanquito, Eusebio Rodríguez, el de la muchacha de “El Patio Cibaeño”…

- Ah, usted –sentí un débil titubeo en su voz. –Venga de una vez…

- ¿Paso algo, doctor?

- Venga ya mismo –pero en su voz no había urgencia.

Luego no sé qué hice, sólo sé que estaba allí, esperando al doctor Nadal en la recepción color crema de la clínica Abréu, por la parte Sur que da al Parque Eugenio María de Hostos. Daniel y yo nos mirábamos, asustados, preocupados, sin saber… En la recepción nos dijeron una y otra vez que esperáramos a que bajara el doctor Nadal.

El doctor salió del ascensor y en la cara se le veía la desolación de la mala noticia.

Al llegar al cruce de San Francisco, el chofer miró los puestos de chicharrones y cerdo asado, redujo la velocidad para doblar a la derecha, pero no se detuvo.

- A la vuelta me llevo por lo menos cinco libras para ir comiendo por el camino y llevarle a mi mujer que es loca con el chicharrón –dijo, sin esperar que yo opinara nada –Hay que comer y gozar, que éso es lo único que uno se lleva.

Luego se aclaró la garganta y escupió por la ventanilla un gargajo.

El doctor Nadal se acercó y también se aclaró la garganta, pero él no escupió, sino que tragó en seco.

- ¿Quién de ustedes es familiar de la paciente? –preguntó. 

- Somos su familia, como quien dice –le respondí. –Trabaja con nosotros. Su mamá y su hija están en el interior, en Río San Juan. El negocio se hizo cargo de todo.

El doctor nos miró y movió la cabeza como afirmando algo, entonces escupió su veneno, como descargándose de un peso enorme.

- Hicimos todo lo posible, pero no hubo manera… Lo lamento mucho.

Entonces hubo un fuego violento que subió dentro de mí, un rugido de sangre que anegó mis ojos, que lo nubló todo, que me derrumbó sin misericordia. El doctor, mientras tanto hablaba y retazos de lo que decía llegaban a mí: “infección ascendente”, “endometritis y miometritis agudas”, “cuadro séptico”, “coma”, “paro cardíaco”, palabras de médico para pintar de explicación científica la atroz gravedad inexplicable de la muerte.

Cruzando entre los arrozales camino a San Francisco de Macorís el chofer casi atropella a una señora que iba cruzando la carretera. Echo unos San Antonio. Maldijo a la vieja porque de atropellarla tendría que pagarla como nueva, y aceleró camino a San Francisco, mascullando que no quería regresar muy tarde a la capital. 

Un vacío enorme se fue formando en mi estómago, ganas de que la tierra me tragara vivo, de que todo se fundiera y nos derritiéramos sobre los surcos, termináramos entre el lodazal del arroz, vueltos plantas, vueltos escarabajos, vueltos garzas, vueltos nada.

La cara de doña Chea parecía un paraje quemado hasta la destrucción. De pronto era mustia, envejecida, acabada. Ojos hinchados, llorosos aún; gestos de impotencia, de desolación sin fin. Un tono de voz ronco, hundido. 

- Tome, Blanquito. Esto es lo que le tocaba a esa infeliz de liquidación y ahí también hay un regalito mío para la familia. No es mucho, pero usted sabe que me hice cargo de todo. Esa muchacha tenía mi cariño. Hubiese querido otra cosa para ella. Yo misma tengo el corazón lleno de dolor. Dios sabe todo lo que he llorado. Que la mamá coja esto y mire a ver qué negocio se inventa, cómo se defiende. Es lo único que se me ocurre. Ande, vaya, y aquí tiene para los gastos. Vaya, Blanquito. Lléveme a Gladys para su casa.

Aquí, con cada kilómetro, el miedo se me agranda. ¿Qué voy a decirle a la familia, a su mamá, a su Morena? El alemán había desaparecido, nunca volví a saber de él. La ambulancia corre a más de 100 kilómetros por hora, pero hay tramos en los que hay que reducir, porque la carretera está en reparación. El chofer empieza a silbar una bachata y espera que yo diga algo, pero no tengo ganas de hablar, de argumentar, de discutir con nadie.

Detrás están las pertenencias de Gladys: una maleta con su ropa, un radio toca cd, un par de cajas de cartón con zapatos, chucherías… Poca cosa, sin ningún valor… “Eso es todo”, pensé; toda una vida para dos o tres corotos inútiles, sin valor. ¿Qué iría a hacer la mamá con esas cajas, esa maleta, esos trapos? ¿Qué futuro tendría en lo adelante la niña? Gladys nunca pensó que saldría así de “El Patio”, que ese sería su futuro, que el único viaje verdadero que haría sería éste. 

Miré al chofer, despreocupado, silbando su bachata. Al acercarnos a San Francisco hizo sonar la sirena. Miré al compartimiento de atrás, las cajas, la maleta y el ataúd con Gladys. Y entonces me di cuenta de que yo no volvería ya al ballet, que también para mí todo había muerto, que el baile y la güira me habían perdido para siempre. Entendí que también allí iba el cadáver de mis sueños de arte, de música, de giras… Miré hacia el frente, el sol lamía los arrozales; carros, camionetas, nos rebasaban, venían, y a nadie le importaba nada. Aquí iba yo con Gladys en su cajita de fósforo, pensé, y eso a nadie le importa. Ni al chofer, ni a la gente que nos cruzamos en el camino… El mundo no necesitaba de mí, de Gladys ni de nadie. Giraba indiferente a mi dolor, a su tragedia. Nadie tenía que ver con que Gladys volviera hoy y en esta forma de regreso a su casa. Tomé la güira y el pincho y los tiré con rabia hacia las zanjas, mientras la sirena anunciaba aspavientosa nuestra entrada en San Francisco.

Aquiles Julián
biblioteca.digital.aj4@gmail.com
 

Gentileza del blog de Aquiles Julián http://elblogdeaquilesjulian.blogspot.com/

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