Poeta menor
Sebastián Jorgi

La vida del poeta Ignacio Ludueña se desarrollaba por los carriles de la más absoluta normalidad. Empleado del Ferrocarril, durante las horas libres se dedicaba con pasión a escribir poemas, vocación que le venía desde la adolescencia. A los cuarenta años había obtenido un premio literario en el concurso organizado por el Ateneo Popular de Escalada. Se trataba de un extenso poemario dedicado a los talleres del Ferrocarril Roca, situados a unos cuatro kilómetros de la estación Temperley. Por su forma de ser y porque no era un tipo de soportar problemas domésticos ni imbricaciones matrimoniales, había optado por quedarse soltero. Ponía toda su fuerza y su intelecto en la lectura de los grandes poetas y en escribir. Pero en el ambiente literario nunca había tenido una actuación de relevancia: era considerado un poeta menor.

Su vida normal y meticulosa tuvo una interferencia, debido a una molestia que Ludueña comenzó a experimentar en la pierna derecha. No le hizo mucho caso al principio, hasta que un día lo invadió una especie de tembleque. Su médico le recetó unas píldoras para que tomase cada ocho horas. Se había retirado del consultorio aquella tarde con esa sensación de alivio que dejan los profesionales médicos cuando dicen:

—No es nada, Ludueña, tómese estas píldoras y la semana próxima lo vuelvo a ver. Es un mal pasajero.

Al abordar el colectivo, un fuerte tirón lo dejó semiparalizado. La pierna parecía que se le rebelaba, como si estuviese acelerada con respecto al resto del cuerpo. Una mujer le cedió el asiento. Al disponerse a sentar, la pierna lo envió hacia un costado. Algo le corría por la misma.

—Siéntese —insistió la mujer.

La maldita pierna pataleaba ahora hacia el otro costado, poniéndose dura por momentos. Le fue imposible tomar asiento. Sabía que todos lo miraban.

—Gracias —dijo, avergonzado.

En los últimos años se había entregado por entero a la poesía y estaba falto de gimnasia. Siempre dedicado a la lectura, el cuerpo había perdido agilidad. Bajó del ómnibus al fin, con la ayuda de un jovencito que se aprestaba a abordar. Para llegar a su casa, debía cruzar el parquecito de los monoblocks y la Plazoleta Emilio Zola, inaugurada hacía poco tiempo. Ludueña había querido bautizar a la plazoleta con el nombre de Rimbaud pero la biblioteca socialista del barrio impuso su criterio, más que todo, por el desconocimiento que tenía un caudillito izquierdista en la comuna. Quién es ese tal Rimbaud, había sentenciado peyorativamente en una reunión barrial, por lo que Ludueña se mandó una perorata incomprensible para la mayoría de los vecinos. Se explayó sobre Las Iluminaciones y sobre Una temporada en el infierno de una manera tan detallada que más de una vecina desprevenida lo tildó de “viejo loco”. Sólo una muchacha, una humilde sirvienta que atendía a un par de ancianos en uno de los monoblockes, lo había apoyado representando a los vecinos más antiguos de todo el barrio, hasta se podría decir, de toda Escalada. Amanda había dicho solamente: mis patroncitos apoyan la moción de don Ludueña, porque la poesía está olvidada en este país. Y Ludueña se había sentido enormemente halagado ante esta postura y la indignación lo había sumido cuando el beligerante “socialista” apostrofó a la Amandita de “negra sucia, provinciana iletrada” y otros rótulos que indignaron a Ludueña de tal modo que intentó fajar al caudillo.

Desde aquel momento, Ludueña había comenzado a visitar a los Testa, los vecinos más antiguos del barrio. Pero éstos apenas hablaban, tomaban mate todo el santo día y sus ojos permanecían vaya a saber en qué íntimos y lejanos recuerdos. Ni se hablaban entre ellos y parecían entenderse con la Amandita por señales y gestos. Ludueña supo entonces que la ocurrencia de Amandita de apoyarlo en aquello de la estatua a Rimbaud había sido exclusivamente suya. Había partido de ella, pero no porque supiese algo de poesía y mucho menos de Rimbaud, sino porque le había dado lástima verlo a Ludueña solo ante la muchedumbre.

—Y me ha dado lástima, don Ignacio, verlo así, golpeado por esos insensibles.

A partir de aquel momento, Ludueña compartía con ella algunas conversaciones en la Plazoleta o en ocasionales salidas al Mercado o a la Feria de Lanús Este. Ya muchos ni lo saludaban, menos al verlo acompañado por una sirvienta, por una “negra de afuera”, como decía la esposa del caudillito. Hasta le daba cierta vergüenza a él mismo, a Ludueña, todo un empleado del Ferrocarril Roca, siempre de cuello y corbata, con un portafolios brilloso, en donde no portaba más que libros y poemas elucubrados en esos momentos de ocasional libertad, robados al tedio y a la rutina oficinesca. Había surgido entre Ludueña y Amandita una relación como de amistad, hasta el punto que un sábado él la invitó a tomar un submarino en el Tren Mixto de Constitución. Te espero en la estación debajo del reloj, le había dicho él, a lo que Amandita había contestado algo así como no sé qué decirle don Ludueña.

Había aceptado al fin y así fue que en varias ocasiones Ludueña se sintió muy feliz de estar acompañado por esa jovencita, a la que él doblaba en edad, a la que apabullaba hablándole de Bécquer y de Amado Nervo, de Juan Ramón y de Rubén Darío; hasta le recitaba largos versos que ella escuchaba con cierto embeleso aunque sin comprender del todo.

No estaba Amandita en el banco de la Plazoleta. Arrastró la pierna hasta que pudo cruzar la mitad del terreno. La fatiga lo obligó a descansar unos minutos. Dejó por un momento el portafolios en el banco. Sintió pasos detrás y al volver la cabeza, vio el matrimonio socialista que venía en dirección del mismo pasillo que él ocupaba. Hacía tiempo que no intercambiaban el saludo, por lo que Ludueña miró hacia adelante como ignorándolos. Sin embargo, otro fuerte tirón de la pierna le arrancó un quejido.

—Ah...ay...

El matrimonio, que había optado por seguir con el ceño fruncido y altanero su camino, miró a Ludueña... Aunque ya habían pasado unos metros, la mujer soltó el bracete de su marido y se detuvo. Ambos se miraron como preguntándose qué hacer. El caudillito se rascó la cabeza y le hizo seña a su mujer que debían seguir su camino. Fue cuando Ludueña volvió a la exclamación de dolor, que trató de disimular más por vergüenza que por orgullo.

—Este...don Ludueña —se atrevió a decir el político—. ¿Se siente mal? ¿Se ha golpeado?

—No...no...es que...tengo unos tirones en la pierna derecha...

—Lo llevamos hasta su departamento, señor —dijo la mujer, más desenvuelta que el atribulado político.

Ignacio Ludueña, incómodo ante la situación de sus encontrados adversarios vecinales, no supo qué decir. No se podía mover mucho, ya que la pierna le dolía cada vez más. Sí, atinó a responder afirmativamente al brazo tendido por la mujer.

—Agarralo del otro lado, Bartolito.

—Sí.

—Muchas gracias —dijo Ludueña, presa ahora de una alegre sensación, pese al dolor que le ocasionaba la maldita pierna derecha.

—¿Lo vio un médico?

Respondió con un gesto a la pregunta de la señora y luego explicó el asunto de las pastillas que le había dado. Sacó la receta de su bolsillo y se la mostró a la señora. Esta miró a su esposo, como haciéndole una seña de que debían ir hasta la farmacia.

—Si se apoya un poquito más en mí, señor Ludueña, lo alcanzo hasta su departamento, mientras Bartolito va a la farmacia a buscarle el remedio, eh.

—No...no se molesten, ah...ay.

Ludueña hizo un ademán para sacar el dinero de la billetera, pero el caudillito ya se había ido a la farmacia. Sintió algo así como que el mundo era maravilloso y recordó la canción que cantaba Louis Armstrong.

—La perinola, cómo duele, no se imagina, señora...

—Vamos, un pasito más, señor Ludueña.

—No sé cómo agradecerles este gesto, justo ustedes, señora, yo...

La voz de Ludueña estaba quebrada, casi en llanto. La voz se le había adelgazado hasta ser un hilo tenue. La mujer atinó a sonreír y también hizo silencio. Unos minutos después volvió a alentar:

—Un par de pasitos y ya estamos en el ascensor, señor Ludueña, no se deje vencer por un dolorcito, vamos, vamos, ¿cómo anda su poesía?

—Por lo visto, mejor que yo, lo que es decir, bastante bien —rió él.

A los diez minutos de llegar al departamento, el ocasional ayudante apareció con el paquete de píldoras. La mujer había recostado a Ludueña en el sofá y le hacía un té. Ludueña no cesó de agradecerles y les dijo que debían irse. La mujer dijo algo así como que primero tomara las píldoras. Que no tenían apuro. Al rato, ante el aspecto de reposición que había tomado Ludueña, decidieron irse.

—Cualquier cosa nos llama por teléfono —dijo ella.

El marido le tendió una tarjeta: “Bartolomé Sacco, procurador” alcanzó a leer Ludueña. Volvió a agradecer, mientras el político lo acompañaba hasta la cama. La señora le trajo un vaso de agua fresca y la colocó sobre una servilleta en la mesita de luz. El remedio debía tener cierto efecto tranquilizante, ya que lo venció el sueño. Bostezó un par de veces y se durmió. Qué tanto lío por un simple tirón en la pierna. Se habían portado sus adversarios, después de todo. Qué rara es la gente. ¿Alcanzamos a conocerla en realidad? Un hálito de satisfacción lo invadió. Al otro día, habría de contarle sin más a Amandita su encuentro con el matrimonio Sacco. Grandes poetas como Shelley y como Lope, también habían sufrido malestares en la pierna derecha. Una especie de autocomplacencia lo puso ancho y más que nada, la extraña actitud de los vecinos.

Se durmió. Una serie de ruidos y de pasos sobresaltaron su descanso. Creyó que estaba soñando, pero no: alguien estaba metiendo bulla en la habitación. Al prender el velador, lo que vio lo mantuvo al borde de la desesperación. Su pierna derecha, como bailoteando, saltaba y hacía barullo por todo el lugar. Recordó en un instante a Gregorio Samsa, el personaje de La metamorfosis de Kafka y El leve Pedro, una travesura cuentística de Enrique Anderson Imbert en la que el protagonista se va levitando y se esfuma de la Tierra con inusitada rapidez. Se intentó convencer de que era presa de una horrenda pesadilla. No: su pierna se había desprendido del cuerpo e iba de aquí para allá. El miedo ya fue todo Ludueña. Pero había un pavor mayor aún que lo acechaba, en el caso de que fuese presa de los medios. Gracias al desprendimiento de la pierna, él pronto sería noticia al fin, no por su poesía, naturalmente, sino por el extraño acontecimiento que lo sobrecogía. De pronto aparecían los ancianos Testa y Amandita, ella tendiéndola la mano y ellos tomando mate al borde de su cama, como custodiándolo, como cuidándolo. Ahora la pierna pendía en el lugar donde solía estar el retrato de sus padres y él, Ludueña, seguía haciendo ingentes esfuerzos por darse a entender a Amandita pero la voz no le salía. Le contaba del acto piadoso de los Sacco pero ella sólo atinaba a sonreír y los viejecitos continuaban tomando mate sin parar. ¿Esto era la muerte? Trató de recordar algún verso de Rimbaud de Una temporada en el infierno pero no pudo e hizo un esfuerzo por incorporarse de la cama que resultó vano. De golpe la cinta de la imaginación fue para adelante, a un tiempo en que la biblioteca socialista llevaría el nombre de Ignacio Ludueña y una de las salas de lectura tendría el nombre de Rimbaud, sí, claro que lo estaba viendo, seguro que estaba viendo a muchos jóvenes colegiales consultando la sala en la biblioteca del barrio, con un retrato descolorido de Rimbaud y otro de él mismo, Ignacio Ludueña, enmarcado en un cuadro, luciendo cuello y corbata, con una expresión de dolor, provocada por el problema de su pierna derecha. No, tiene que despertarse, llamar a Amandita o a algún compañero de oficina y entre otras cosas, deberá decirle que la quiere, sin rodeos ni subterfugios el próximo sábado en el Tren Mixto. Sí, deberá obviar algún pasaje de Las Iluminaciones y decirle a que la ama. Ya no siente dolor, no será necesario esperar hasta mañana para verla y contarle todo este asunto que lo tiene a maltraer. Ha sentido el alivio previsto por las píldoras y ahora no tiene más que vestirse otra vez, bajar y atravesar la Plazoleta Emilio Zola, cruzar el pasaje Bartolomé Sacco y llegarse hasta el Monoblock E donde lo estará esperando Amandita, el ángel negro al que ha dedicado toda su obra inédita.

Sebastián Jorgi

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