El Otro Juan Rulfo

por Víctor Jiménez • México

 

Juan Rulfo es un caso singular en la literatura mexicana: autor de una obra de dimensión universal ("Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aún de la literatura", escribió Borges), fue también un notable fotógrafo. Hacia 1970 supe que en esta peculiar dimensión de su sensibilidad, ocupaba un lugar importante la arquitectura mexicana, pero no todavía que había escrito extensamente sobre la misma. No es extraño que exista en sus textos sobre la arquitectura mexicana una evidente relación con su fotografía ―ya desde que diera a conocer su trabajo como fotógrafo se advirtieron los vínculos del mismo con su literatura―, pero lo que después pude apreciar es que su visión de la arquitectura mexicana, como aparece en sus escritos con este tema, comparte también un importante territorio con su creación literaria.

Dos grandes historiadores italianos de la arquitectura, Manfredo Tafuri y Francesco dal Co, concluían su obra dedicada a la arquitectura contemporánea con una frase que era la mejor síntesis de su propósito: "No [solo] de las formas de todo eso queríamos hablar, sino de lo que estas ocultan". Rulfo dedicó a la arquitectura mexicana unos 400 textos de diversa extensión, escritos a partir de su lectura de diversas obras de referencia que citó, resumió y modificó de distintas maneras, incorporando su propio conocimiento directo de muchos edificios a este conjunto historiográfico, al que también pertenecen sus fotografías de arquitectura. Lo sorprendente es que no hay mejor manera de interpretar esta inquietud de Rulfo que atribuyéndole un propósito similar que animaba a Tafuri y Dal Co.

A partir de la historia de la arquitectura, Rulfo dirige una mirada inquisitiva a no pocas cosas ocultas en el pasado de México... como lo hace, para quien lea su obra con conocimiento de ciertos episodios del mismo, desde su propia literatura. Pero no se trata de buscar la historia de México en el marco temporal explícito de Pedro Páramo, por ejemplo. Es algo más complejo: hace algún tiempo, mientras leía la obra de Lesley Bird Simpson sobre la encomienda colonial en México me pregunté si el personaje que da nombre a la novela no sería un encomendero. Me parecía tan evidente que concluí que sí lo era, pero solo hacia 1996 pude leer un manuscrito de Rulfo en que él mismo lo dice. Y no es que fuese yo un lector muy especial: lo raro es que nadie quisiera darse cuenta, en tanto tiempo, de tal cosa. No es todo; la historia de México también permite dar un sustento histórico a la peculiar condición del pueblo de Comala, y los textos de arquitectura de Rulfo lo confirman. Algo que no debería sorprendernos.

A lo largo de las dos décadas en que lo traté pude darme cuenta de que Rulfo tenía un gran conocimiento de nuestra historia (y, por lo mismo, una visión sumamente crítica de la misma). Había en él una verdadera vocación de historiador. Alguna vez elogié su biblioteca y me respondió que no era tan buena como a él le hubiese gustado, y añadió: “solo tengo literatura; una buena biblioteca es una biblioteca de historia”.

Conocí a Rulfo en 1965, cuando yo era un estudiante universitario. Hacía comentarios sobre los libros que veía en mis manos, generalmente de arquitectura: así, una de las primeras sorpresas que me llevé con Rulfo fue escucharlo hablar de Lewis Mumford. Y también en esos años me di cuenta de su peculiar manera de ver nuestro pasado.

Poco después de 1968, a propósito de la matanza de Tlatelolco, me decía que la historia de México era extraordinariamente sangrienta como resultado de la conquista española. Consideraba al siglo XVI como una especie de pecado original de la nación, aún no redimido, del que provenía el desprecio hacia la vida y la dignidad de los demás ―sobre todo los más débiles― de que hacen gala los poderosos de nuestro país. Tlatelolco era solo otro episodio en la serie de masacres inaugurada cuatro siglos y medio atrás, y pensaba que únicamente cuando nos atreviésemos a ver de frente nuestra historia, sin autoengaño, podríamos romper esa especie de fatídico eterno retorno.

Por esa misma época, a principios de la década de 1970, me pidió el proyecto de una casa de campo, y venía con frecuencia a mi oficina. Era común que llegase con un libro de arquitectura que me regalaba, y finalmente apareció un día con una caja como de zapatos, llena de negativos. Así continuó, hasta que en mi librero llegaron a acumularse miles de ellos. Supe entonces que se había dedicado a la fotografía y de manera muy seria, y que la arquitectura ocupaba una parte importante de su trabajo fotográfico. Además me pude enterar de que Rulfo había leído a todos los autores especializados en la arquitectura antigua de México y que podía hablar con soltura del tema. Me parecía natural (no sé por qué) esta erudición de Rulfo y me acostumbré a la misma. Le propuse hacer una exposición con sus fotografías de arquitectura en la Universidad, y el proyecto avanzó con gran lentitud. Su hijo Pablo y yo hicimos una selección que Rulfo conoció pero nunca se exhibió.

En 1980 se divulgó por primera vez su trabajo fotográfico de manera amplia, con todos los temas que este abarcaba. Rulfo falleció en 1986 y la exposición sobre arquitectura solo pudo tomar forma en 1994, más de 20 años después de pensar por primera vez en hacerla.

Al comenzar la construcción de su casa de campo íbamos una vez a la semana en automóvil, con su familia, al pueblo donde se localizaba la obra. Con alguna frecuencia nos deteníamos en el camino a visitar templos, conventos y lugares así, y ya no me extrañaba que Rulfo hablase con soltura de entablamentos, capiteles y otros elementos arquitectónicos frente a aquellos edificios. A lo largo de un año de estos viajes, o sentados frente a una fogata en su huerta de Chimalhuacán Chalco, al pie del Popocatépetl, pude advertir que Rulfo veía el presente a través del pasado de México bajo la forma más concreta.

En una ocasión, frente al templo del lugar, me mostró la gran puerta del atrio. Daba al campo, y me dijo que alguna vez el pueblo se había extendido hacia allí; que en la actualidad solo era un pequeño barrio de lo que había sido en el siglo XVI. Esta puerta con arcos aparece en una de sus fotografías, y nunca he podido verla sin recordar lo que entonces me dijo, cuando le pregunté sobre la suerte de los pobladores de Chimalhuacán, me respondió que los españoles se habían llevado a los hombres a combatir a Jalisco, y nunca volvieron. Las mujeres se fueron muriendo: “la conquista fue algo muy cruel”, concluyó. Muchos años después, en una conferencia, retomó la historia de este pueblo y dijo que en el siglo XVI había tenido 20 000 habitantes, y “ahora —hablaba en 1983— tiene 600”.

Estas historias aparecen de manera constante en los textos que Rulfo dedicó a la arquitectura de México. Escribía a partir de autores que a veces solo mencionan estas cosas de pasada, o que incluso no dicen una palabra sobre ello, pero Rulfo encontraba el dato y lo incorporaba a su texto, dándole una posición destacada: sobre Atotonilco el Grande, por ejemplo, recoge: “Al oriente de la población encuéntranse también las ruinas de un pueblo que llamóse San Nicolás, al que la tradición le asigna mucha importancia en el siglo XVII”. De Tepeapulco cita: “En el rancho de Santa Clara se observan las ruinas de un pueblo nahoa que debe haber sido muy importante. En la hacienda de Malpaís hay vestigios de otro que se supone fue destruido por la erupción de un volcán”. Un caso extremo es el de Ixcuincuitlapilco, ya que dice: "La iglesia de San Mateo, de una nave, carece de interés. En los alrededores de la población se encuentran algunas ruinas". En Tizayuca llama su atención algo semejante: “Cerca de la población, en el paraje llamado Jilhuacán o Tilhuacán, de la hacienda de San Miguel y en el rancho de los Mogotes, existen cimientos y ruinas que parecen ser de remota antigüedad, probablemente de pueblos cuyos habitantes perecieron durante la época del matlazahuatl”. De Atolinga dice: "No cuenta con buenos edificios. En las mesas de Tezabiosca y Teocalis existen algunas ruinas y vestigios de los antiguos cúes prehispánicos, destruidos durante la conquista”. Y también este texto: "A 16 kilómetros al norte de Villanueva se encuentra el cerro de 'Los Edificios', donde se hallan las ruinas de Chicomoztoc, vestigios de lo que fue una poderosa ciudad”. O el que dedica a Susticacan: “Fue fundado a mediados del siglo XVI. Actualmente se encuentra casi abandonado, presentando el aspecto de una vieja hacienda. Cuenta con las ruinas de un viejo convento edificado en la época colonial, así como dos iglesias y una capilla. El aspecto que presenta el pueblo es casi desolado”. Suman decenas las menciones de este tipo que recogió en sus textos sobre la arquitectura mexicana.

Igualmente se encuentran en estos escritos, a cada página, los templos y conventos erizados de almenas, con muros circundados de contrafuertes como verdaderos bastiones y bóvedas rematadas con casamatas y polvorines: es decir, esas construcciones de carácter militar concebidas para llevar a cabo la "colonización religiosa" de México (como la llama Rulfo en una breve nota). Edificios que, con nítida elocuencia documental, hablan en sus propios términos de la naturaleza de la misión desempeñada por los religiosos españoles en nuestro país a lo largo de tres siglos. Y tema, igualmente, del que abundan ejemplos en sus fotografías de arquitectura. Pocos motivos pueden prestarse mejor que este para ilustrar lo que las formas arquitectónicas ocultan, aunque cabe preguntarse si en realidad estas fortalezas no lo están proclamando de manera muy explícita. Cita Rulfo, por ejemplo, a un cura del siglo XIX que describe así el convento de Tula: “Estuvo ocupado por los religiosos franciscanos, el cual, como la mayor parte que hay de esta orden en nuestro país, está construido con la arquitectura propia para servir de fortaleza y manifiesta, por lo tanto, el aspecto de un castillo. Se puso el mayor cuidado en cubrir sus flancos con torres y garitas para doblar las líneas de defensa y para hacerlo de una dureza cuanto se puede hacer con la mampostería”. De Atlatlahucan destaca Rulfo: “Las almenas, componente indispensable de todos los conventos-fortaleza de los primeros años de la conquista, coronan los muros, rodeando en un alarde de excesiva defensa hasta el claustro”. Y también, sobre Milpa Alta: "Visitando la bóveda se ven los camarines donde se guardaba la pólvora, circundados por un pretil almenado cuyos bastiones hacen el efecto de que se está en una fortaleza medieval”.

El otro gran tema que atrae la atención de Rulfo, a juzgar por sus textos y fotografías de arquitectura es el de las ruinas de ciertos edificios, como pirámides, iglesias y conventos abandonados o reducidos a unas cuantas paredes y habitaciones destechadas... Algunas veces se trata de edificios cuya falta de importancia arquitectónica se declara desde las primeras líneas de los textos (como en Ixcuincuitlapilco), y también de manera explícita Rulfo acostumbra decir que son su ruina, desolación y tristeza lo que les presta algún interés. En sus fotografías se puede percibir de manera inequívoca esta misma reflexión, que en los textos alcanza con frecuencia una nota de melancólica ironía: "sí —parecería decir Rulfo—, los frailes destruyeron los antiguos templos y las imágenes de otros dioses... pero en este pueblo sus habitantes han quemado repetidamente la iglesia, y son numerosas ya las ruinas de templos cristianos que se suman a las de los antiguos centros ceremoniales”. Esta es la descripción de la iglesia de Lolotla que recoge Rulfo: “fue edificada por fray Antonio de Roa en 1538, la cual ha sido vanas veces destruida por incendios intencionales. Es el edificio principal del pueblo, pero se halla en ruinas: su techo abierto, paredes ennegrecidas, ventanas cubiertas con petates, altares e imágenes muy antiguas, deterioradas; las campanas rajadas y faltas de sonoridad, los entarimados podridos por la lluvia. Tal es el aspecto desconsolador que ofrecen esta iglesia y este pueblo… La torre, así como lo que fuera el convento, están en ruinas”. Y la siguiente es la descripción que hace Rulfo del templo de Metztitlán: “En su exterior, el espesor de sus lisos muros, coronados por almenas, sus macizos contrafuertes y la impresión general de templo fortaleza, hacen que sea uno de los primeros en su género en el estado de Hidalgo. El convento es asimismo interesante. Sus corredores están ricamente decorados al fresco, teniendo bóvedas de crucería en cada uno de sus ángulos. Con todo, el abandono, el tiempo y la desolación, muestran ya sus huellas en este enorme edificio, que debe ser conservado por su grandiosidad. La bóveda de cañón que cubre el templo se encuentra cuarteada de extremo a extremo; las lluvias han entrado por las paredes agrietadas, y destruido altares de valor incalculable. El viento sacude sin cesar pinturas al óleo ya semidestruidas, y afuera se nota ya el desmoronamiento de algunas ruinas, como la doble Capilla Abierta”.     

Conviene decir aquí que estos textos fueron recogidos o escritos por Rulfo en los primeros años de la década de 1950: es decir, cuando está escribiendo El llano en llamas. Tal vez por ello es posible advertir una relación entre las descripciones de los templos de Lolotla y Metztitlán, por ejemplo, y la iglesia de Luvina: “Allí no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como por un cedazo. (...) Aquella noche nos acordamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo estuvimos oyendo pasar por encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo estuvimos oyendo entrar y salir por los huecos socavones de las puertas; golpeando con sus manos de aire las cruces del viacrucis: unas cruces grandes y duras hechas con palo de mezquite que colgaban de las paredes a todo lo largo de la iglesia, amarradas con alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como si fuera un rechinar de dientes”.

“Allí no había a quién rezarle”: en una entrevista con Joseph Sommers Rulfo habló de la “fe deshabitada” de los personajes de Pedro Páramo, relacionándola con el fanatismo de los cristeros, que “creían combatir por su fe, por una causa santa, pero en realidad, si se mirara con cuidado cuál era la base de su lucha, se encontraría uno que esos hombres eran los más carentes de cristianismo”. Agregaba Rulfo: “hay que entender la historia para entender este fanatismo”, y pasaba a continuación al siglo XVI y al exterminio de la población indígena. Nos hace recordar así, de manera inevitable, a aquellos que, en ese mismo siglo, tomaron posesión a sangre y fuego de un país mientras “creían combatir por su fe, por una causa santa...”

Parecería que, para Rulfo, la ruina de los edificios levantados en México durante aquella época fuese parte intrínseca del dilatado colapso del mundo colonial. Si las imágenes que evocan los textos de arquitectura de Juan Rulfo no son otras que las de sus fotografías, y tampoco son ajenas a las de su literatura, podríamos encontrar en las últimas palabras de su descripción del templo de Metztitlán, cuando habla del “desmoronamiento de algunas ruinas, como la doble Capilla Abierta”, un anticipo de aquel “se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras”.

 

7 enero 1986 -- Muere el escritor Juan Rulfo

 

Conferencia Juan Rulfo: narrador del tiempo y de la muerte

Publicado el 17 may. 2017

Con motivo del centenario del nacimiento de Juan Rulfo (1917-1986) la Biblioteca Nacional de España en colaboración con la Fundación Juan Rulfo, Casa América, la Universidad Autónoma de Madrid (Facultad de Filosofía y Letras) y la Fundación Ortega y Gasset-Gregorio Marañón, rindió homenaje el pasado 16 de mayo al escritor mexicano con la conferencia, Juan Rulfo: narrador del tiempo y de la muerte, a cargo de Jorge Edwards. La presentación correrió a cargo de Jorge Eduardo Benavides.

 

por Víctor Jiménez • México
"La Jiribilla" - Nº 230

La Habana, Cuba, 1 al 7 de octubre de 2005

 

Ver, además, Juan Rulfo en Letras Uruguay

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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