Vacilón 
Ricardo Iribarren

1

 

No importa si el párvulo dispuesto a arrojar la pelota contra los vidrios, odia a la dueña de casa, detesta a sus hijos o sigue un impulso atávico, incontrolable que lo lleva a lanzar el feroz balón contra la enorme ventana, procurando destrozarla, fragmentarla, convertirla en añicos; sobreviene el puntapié y la pelota describe una veloz trayectoria elíptica, trazando una certera y rápida parábola ; la física clásica hablaría del encuentro de dos cuerpos; de la fuerza a que actúa sobre el punto de apoyo b, produciendo el choque, la reacción, el impacto; pero con la misma rapidez de la trayectoria, una silueta se dibuja en el aire de la tarde, cargado de brisas azules y olor a magnolias y repele el balón antes que el vidrio inmaculado, destellante por las largas horas que el ama de casa dedicara a su aseo, se convierta en un frondoso puñado de agudas astillas, clavándose con un ansia ciega en la pared, en los marcos, en el alféizar; el muñeco gigantesco, sonriente, construido de metal, madera, nubes y humedades, de traje naranja salpicado de motas blancas, de gorro azul y una gigantesca sonrisa, recibe la pelota con el enorme zapato y la devuelve a los cielos; con una velocidad inaudita, el balón se pierde en los confines del día; el muñeco se curva entonces en una reverencia y queda inmóvil, agitando rítmicamente su pie derecho, quizá esperando otro pelota para enviarla a la estratósfera; se llama Vacilón: un robot creado para evitar que los balones de los niños destruyan los vidrios de la barriada.

 

Señora, ¡esto es un atropello!

¿Qué le pasa vecina?

He perdido la pelota de cuero que compré para mi hijo con los últimos ahorros de mi familia. Usted programó a Vacilón para que la enviara a la mierda.

Eso es falso. Además, yo no lo programé, fue mi marido

— ¡Entonces fue su marido el que metió la pata, el que la embarró el que la cagó!.

¡No hable así! ¡No sea grosera ¡

¡Soy grosera todo lo que quiera…!

 

Y así las vecinas se lanzan una a la otra las negras y sutiles flores de la violencia desde el mediodía hasta el despuntar del crepúsculo; el resto de la vecindad trata de reconciliarlas y terminan tomando partido por una o por otra.

 

Vacilón es perverso — afirman algunos — hace lo que le viene en gana.

 

— No tiene la culpa el chancho sino el que le da de comer — sentencian otros — Hay que reconvenirlo, regañarlo, ponerle los límites que trazan la decencia y las buenas costumbres.

 

De acuerdo con esto último, todos se dirigen a Vacilón, cuya silueta se forma, cambia o desaparece al activar los controles de una caja roja.

 

¿Por qué has despachado a la mierda la pelota? Comentan que  la fuerza de tu patada la envió a las inmediaciones del imperio Romano de Occidente.

 

El muñeco se encoge levemente de hombros sin dejar de sonreír; una vecina muy religiosa, se planta frente a él y recita aquellos fragmentos de las Escrituras que hablan de las armónicas relaciones entre las personas y explica que el repeler suavemente las pelotas evidenciaría el amor al prójimo; esa noche los vecinos cantan a coro, procurando que las armónicas voces relajen los complicados circuitos, los sutiles carbones, algunos de los cuales se forjaron en atanores angélicos, según comenta el fabricante mientras exhibe imágenes de seres alados que habrían intervenido en la construcción de Vacilón.

 

Toda la noche los vecinos adoctrinan al muñeco con palabras sabias y cantos embriagadores y al amanecer, cuando suponen que ya han influido en el cibernético cerebro y que los circuitos se han aquietado, colocan en sus pies una nueva pelota; antes de programar la patada, algunos se trepan a los altos oídos advirtiéndole una vez más que debe impulsarla con extrema suavidad; don Álvaro, el vecino más antiguo, a quien se le encomendó activar el control de la pierna del muñeco, pronuncia un breve discurso, mientras Vacilón mira al horizonte sin dejar de sonreír.

 

Estamos en los finales del tercer milenio.  La tecnología se adueña de los hombres y las cosas. Luego de haber chupado hasta el hastío los jugos del planeta, hemos logrado que el mismo nos entregue lo esencial de su vida en forma de angélicos tecnócratas ocupados en conjurar las fuerzas opuestas de la naturaleza y del trabajo del hombre. De ellas has surgido tú, hermoso Vacilón, símbolo de los alados conocimientos infusos aplicados a lo cotidiano. Tú, encargado de rebatir   las pelotas que los pícaros niños lanzan contra las ventanas de los vecinos. Ahora te pedimos que la fuerza de tu pie se limite a devolver el balón antes de llegar a los frágiles cristales, sin dañarlo, sin arrojarlo a lugares lejanos e inconcebibles. De este modo lograremos el balance sin par de todas las energías del mundo, las inertes, las activas, las de los mundos visibles y los invisibles. ¿Estamos de acuerdo, querido muñeco?

 

Sin dejar de sonreír, Vacilón asiente con su gigantesca cabeza. Colocada la pelota junto al enorme pie, apenas lo retira como para tomar un pequeño impulso, y la patea enviándola sobre los techos de las casas, cruzando las noches y los días, perdiéndola en un cielo que se convierte a veces en   mar encrespado y que ahora grita, salta y salmodia, recibiendo el veloz balón en sus olas eternas y crispadas.

 

La segunda pelota perdida; el fracaso de la admonición y la persuasión,  hace que los vecinos vuelvan a discutir; algunos son partidarios de medidas radicales; se tiene demasiada consideración a los robots y se olvida que son sirvientes de los hombres; muchos de los presentes pierden horas de trabajo hablando en el oído del gigante sonriente para que  siga destrozando balones de fino cuero; harían falta medidas más duras; celdas de castigo; dejarlo sin comer y sin dormir.

 

Otros vecinos insisten en que no se han agotado los recursos para persuadirlo; que no se ha orado lo suficiente  a fin que el inicial espíritu angélico vuelva a descender sobre los circuitos para suavizar, amansar, convertir en blando lo rígido y finalmente lograr que los instintos se vean constreñidos por la mansedumbre filial, ya que el robot no es otra cosa que un hijo de los hombres y los ángeles que una vez lo engendraran.

 

 

2

 

A un par de kilómetros de los lindes de la ciudad donde los vecinos procuran convencer a Vacilón para que muestre los suaves flancos de su carácter, una serpiente alta como un edificio a la que llaman Antígona, custodia los límites del tiempo; no duerme ni se alimenta y se dedica a administrar el pasado, el presente y el futuro; observa en silencio y con expresión lejana las caravanas de peregrinos que atraviesan los sutiles senderos de las horas y los días por los que marchan a las diferentes eras; a partir de Antígona, se interrumpen las autopistas, desaparecen los automóviles y los seres humanos son trasportados por bueyes, asnos y caballos; allí el hombre se asomará a su propia creación; florecerá Babilonia la grande; Tales de Mileto gritará el asombro ante las cosas; Darío el persa emitirá un aullido de triunfo y de derrota y Roma será el centro del mundo; la gente se vestirá con túnicas y sayos y las mujeres cubrirán sus cabezas.

 

Un grupo de vecinos organiza una expedición para recuperar la primera pelota arrojada por Vacilón que ha caído en las afueras de Roma el día en que Bruto mata a César; en que sus partidarios se deshacen en llantos y  desbordan las fuentes y colman los ríos; el balón está en poder de una pareja de campesinos que lo considera un regalo de los dioses,

 

Nosotros también somos dioses— afirman los vecinos al llegar a la humilde vivienda — Les pedimos este regalo y a cambio les daremos otros más valiosos.

 

Abren una caja con finas piezas de oro, plata, diamantes, lapislázuli y rubíes; los campesinos eligen diez prendas entre las más valiosas y a cambio entregan la pelota; al regresar  pasan junto a la serpiente Antígona que en todo momento mira al este y llegan al pie de Vacilón con la pelota intacta; en ese momento, una nave espacial se detiene sobre el grupo  y dos seres con tentáculos en vez de manos y pies, muestran achicharrado, convertido en una pasa, el último balón que pateara el muñeco . Los seres   se prosternan, cubren sus cabezas con cenizas y piden disculpas como si fueran los responsables de lo ocurrido; saben que las pelotas son escasas y valiosas por la tremenda mortandad de ganado y presentan la que encontraron: un testículo arrugado, seco, agreste y terroso, luego de haber resistido la fricción de una velocidad incalculable.

 

Los vecinos la exhiben a Vacilón que continúa sonriendo en dirección de los techos de pizarra, los pararrayos y las veletas; no pierde la expresión divertida, casi infantil, cuando una anciana de aspecto angelical sube hasta su oído sirviéndose de una escalera y desde la altura profiere una lista de groserías sin nombre; tampoco se inmuta cuando un grupo de vecinos entre los que se cuenta el dueño de la pelota, llegan hasta él y frotan en las tenues mejillas los restos del balón, pintando el rostro con una fea sustancia arcillosa.

 

¡Llega el doctor Aurelio! — grita alguien

 

¡El doctor Aurelio.-…! ¡el doctor Aurelio!

 

Vistiendo una túnica de trabajo verdosa y grácil, con grandes anteojos y los cabellos despeinados, el doctor Aurelio monta una carroza adornada con plumas de rinoceronte  desde la cual saluda acompañado de siete muchachas muy bellas, ataviadas tan sólo con bikinis que apenas cubren los senos y los pubis y calzadas con gruesas y brillantes botas; los caballos que arrastran el carruaje llevan coronas, ya que según el médico, los nobles brutos serían príncipes, princesas y reyes sometidos a un sortilegio en este mundo.

 

La energía de Vacilón está alterada — afirma con seguridad luego de revisar el muñeco y sus secretarias, sin dejar de moverse rítmicamente al compás de un Rap ultramoderno, muestran las enormes jabalinas que serán utilizadas como agujas; el doctor habla a la multitud expectante.

 

Las agujas  tienen pequeños receptores que aportarán a Vacilón la fuerza celeste para conectarse con los lejanos astros y lograr que una partícula de ira generada en su nacimiento, no se traslade a su pie derecho. Sólo así podremos salvar las pelotas de la destrucción.

 

3

 

En tanto los peregrinos van y vienen a las distintas épocas de la historia   custodiadas por Antígona, la boa gigantesca que guarda y mantiene los minutos, las horas y los años; desde los inicios del hombre hasta la era angélica y atómica; desde los milenios a las fracciones de segundo son restaurados y archivados en la sangre de la enorme serpiente, quien decide si los viajeros deben marchar al futuro o al pasado más remoto; muchos afirman   que esta selección es un capricho de la serpiente, pero los más aseguran que sus decisiones se basan en una sabiduría que excede el pensamiento de los hombres.

 

Algunos peregrinos del siglo XIX vestidos con elegancia, cruzan el sendero de Antígona; otros, pobremente ataviados, escapan de la restauración monárquica; un grupo de hombres prehistóricos caminan descalzos dejando sus huellas en las hirvientes rocas que rodean a la serpiente, la que impasible y serena  contempla todo con ojos rasgados y profundos, mientras hombres mujeres, niños, animales y plantas atraviesan la seda exigua y levemente espinosa que mana de su cuerpo y se extiende como una rara y permeable cortina .

 

Muchos se preguntan: ¿qué hay en el cerebro de la serpiente? ¿Qué siente el extraño ofidio? Antígona está atenta a lo que ocurre tres kilómetros más allá con Vacilón y su patada a la que los vecinos tratan de conjurar.

 

4

 

— La maravilla de la acupuntura está obrando sobre los circuitos angélicos — exclama cada tanto el Doctor Aurelio frente a la multitud enfervorizada mientras señala al muñeco que no deja de sonreír; las agujas cuelgan como racimos de su nariz y sus orejas, mientras que  el resto se reparten en el pecho, el vientre, las piernas y el pubis; en las puntas, los receptores aportan  energía celeste y la distribuyen a través de los canales del Chi; la fuerza restauradora se concentra en  el perímetro del muñeco, haciendo que brille con tonos tornasoles; los vecinos no se mueven del lugar, fascinados por los destellos de Vacilón que les recuerdan los años de infancia,   los primeros amores y  una tarde en la que caminaran entre   árboles de azahar, contemplando la suave geometría de las corolas.

 

Con este tratamiento se convertirá en un dulce muñeco y no aplicará a las pelotas la fuerza incontrolable que proviene del averno — afirma el boticario de la cuadra que aún vende medicamentos antiguos en frascos color caramelo.

¡Será bueno, será muy bueno como un niño bueno! — dice la anciana doña Pepa mientras la prótesis dental bailotea en su boca.

 

Es la hora de retirar las agujas; ante un toque de trompeta, las hermosas asistentes del doctor Aurelio se descalzan para trepar por el muñeco; sus delicados pies y sus hermosas manos, se aferran a la carne húmeda y tenue y al son de una música sincopada, quitan jabalina por jabalina; les basta una leve presión para que cedan y abandonen los poros de la carne casi celeste.

 

Una muchacha rubia, mostrando sus redondas nalgas, trepa hasta el pubis de Vacilón y con un gesto triunfal retira la última aguja; entonces, el cuerpo del muñeco se tiñe de una sustancia etérea, morada, con tintes verdosos; el sol de la tarde al caer sobre la eterna sonrisa, traza notas de luz que se repiten formando una melodía y el cuerpo del muñeco brilla aún más, llenando el lugar de una extraña, intensa y hermosa luz, como si se tratara de otro sol o de otra luna; los vecinos gritan de admiración.

 

¡Es otro Vacilón! — repiten y repiten señalando los fulgores traviesos que recorren los brazos, los zapatos; que se trepan a sus ingles y se sumen en los resplandores solemnes del pecho, el cuello y las extremidades.

 

El Doctor Aurelio está radiante; sus hermosas secretarias, calzadas otra vez con las argentinas botas, lo rodean abrazándolo.

 

¡El muñeco está curado! — anuncia el médico con tono triunfal y la multitud lo ovaciona,   arroja papeles, silba y  enloquece; los viajeros del tiempo que acaban de recorrer los circunvalares caminos de la serpiente Antígona, se suman a la gloriosa ovación.

 

Ahora la prueba definitiva — el médico muestra una enorme pelota de cuero de cebú amarillo  que pasta en las laderas heladas del Monte Fuji, y tres de sus secretarias la colocan junto al pie del muñeco — Verán que su patada apenas llegará a cubrir el espacio que se tiende entre una acera y la otra.

 

Vacilón vuelve a tomar el corto impulso llevando su pie hacia atrás.

 

Un estallido de luciérnagas.

 

Un vuelo de mariposas.

 

Con el puntapié de Vacilón, todo se detiene; el tiempo cuelga del aire de la tarde y por un momento los hombres sabrán que aquel día no tendrá crepúsculo; que no llegará la noche; los viajeros del tiempo serán arrastrados por olas negras   que invadirán las calles; los vecinos se verán unos a otros con los ojos desorbitados, las lenguas negras saliendo de las bocas y las carnes cayendo de a pedazos.

 

Pocos sabrán que la fuerte y preciosa pelota hecha del cuero del último cebú amarillo que pastara en las  laderas del Monte Fuji, habrá golpeado la cabeza de Antígona, la serpiente del tiempo, quien caerá muerta a un costado de sus sedosos senderos; que la tela tenue que surgía de su cuerpo, se habrá rasgado para siempre, haciendo estallar los días, las horas, los años, las centurias y los milenios.

 

Agonías súbitas y nubes provenientes del averno; abismos abiertos en la tarde, tragando a toda una generación; ya no tendrán sentido los logros de la historia y todo se hundirá en el súbito olvido.

 

En medio de la noche sin espacio y sin tiempo, espesa como una gelatina,   el muñeco brillará más que nunca y cuando el propio planeta se reduzca a una minúscula partícula,  seguirá incólume, con su sonrisa tendida a los vientos de la tiniebla eterna.

 

El tiempo volverá a engendrarse; regresará la vida, y otra humanidad se creará a sí misma y derivará por los peñascos del espacio y en vez de la serpiente controlando  los minutos, las horas, los días y las centurias, el enorme muñeco inmóvil y sonriente enviará con su patada a los peregrinos hacia uno y otro sendero de la historia.

Ricardo Iribarren

Dirección Nacional de Derechos de Autor — Registro Número 10—208—387

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