Apuntes de un viajero

El Escorial y Jacinto Benavente
por Julio Imbert

 

Jacinto Benavente

“En un determinado momento del mundo allí

estuvo el corazón de España, que fue como decir del mundo”'-

Durante el invierno de 1945 la compañía argentina de Enrique de Rosas sostenía en el Teatro Nacional de Comedia, de Buenos Aires, un éxito popular con Los intereses creados, de Jacinto Benavente. Por entonces embarcaban en España, en el Cabo de Buena Esperanza, el ilustre autor y la actriz Lola Membrives, y su elenco, pues se proponían ofrecer al público porteño, en el teatro Cómico, dos estrenos absolutos de aquél, cuyos títulos eran Titania y La Infanzona. Arribaron a nuestro puerto el 29 de agosto. Fue una fiesta para Enrique de Rosas y sus compañeros, quienes tendrían con ellos al padre de Crispín, personaje que interpretaba el mismo de Rosas.

La noche que Benavente asistió, volví por el teatro; ya había visto yo una interpretación de la famosa obra. En un avant-scéne, acompañado por el conde de Buines y otros personajes, estaba sentado don Jacinto; sentado hasta que debió ponerse de pie, para responder al llamado del público que celebraba con aplausos y gritos la exitosa jornada.

Recuerdo que don Jacinto no ocultaba su alborozo. Pequeñín, casi nada, se empinó un poco por sobre el antepecho del palco y, entre otras cosas olvidadas por mí, dijo que se hallaba en Buenos Aires por tercera vez. “No hay viaje más agradable’’—agregó— “que viajar sin propósito alguno. Ya lo dijo Shakespeare, que bien sabía de la vida, que es el supremo viaje viajar por viajar. Viajar también puede ser un arte...” Luego añadió un elogio (el mejor recibido en su vida, dijo el propio de Rosas'), subrayando que, de tocarle interpretar el papel de Crispín, lo hubiese hecho tal como acababa de personificarlo aquél.

Titania se estrenó en el Cómico el 25 de setiembre[1]. Igualmente asistí. A la salida, en el hall del teatro, apreté efusivamente la mano del dramaturgo. Mis entusiasmos juveniles me llevaban a aquellos arranques. La diminuta mano de don Jacinto  —su vieja y laboriosa mano— casi se deshizo en la mía como si yo apretara un trozo de manteca. Parecía feble, sin huesos: una mano de niño recién nacido (era casi octogenario). En seguida aflojé, para no quedarme con ella entre los dedos. Y aunque en cierto modo lo hubiera querido, en cierto modo se me quedó. Para siempre. Porque aún la siento.

Días después me “crucé” con el ilustre autor, que avanzaba algo fatigosamente por la calle Maipú, hacia el Norte, colgado del brazo de su secretario, don Luis Hartado: alto, grandote, de buena planta. Me di vuelta y los seguí. Vagaba yo en aquella hora, sin destino. Ellos tomaron la calle Córdoba y se metieron, luego de andar varios cientos de metros, en el hotel Lancaster. Anoté la dirección y, semanas después, vuelto yo a Rosario, y aun don Jacinto en Buenos Aires (La Infazona se estrenó los primeros días de diciembre de 1945, pasando luego a Chile el autor y la compañía), le envié uno de mis primeros libros de poemas, al que contestó para mi asombro con su endiablada y arrítmica letra, fechando su carta el 22 de noviembre. Dudé si debía agradecerle a mi vez tanta gentileza, y en la duda dejé todo como estaba, temblándome la mano de emoción. “Si vuelvo a verlo”, me dije, “le estrecharé nuevamente la mano y le agradeceré su amabilidad”.

Mas prometí hablar del Escorial. El aparente disloque tendrá su explicación, sin embargo. Este fabuloso monumento que es El Escorial, de estilo grecorromano, fue levantado con piedra berroqueña o granito. No respira, pues; no tiene poros. Su carne es de una compactibilidad que concuerda con su misma forma de paralelogramo rectangular, sin una línea sinuosa u ondulante que le permita alguna sensible apariencia. Por detrás —una relativamente pequeña planta, asimismo rectangular, como una cola mocha— estaban las alcobas reales, ¡as de los infantes y el palacio mismo. Par encima, es decir, los tejados, son de pizarra y planchas de plomo.

Pero para dar una idea aproximada de su magnitud, digamos que todo esto consume medio millón de pies cuadrados; y que dentro de sus muros hay 4.565 habitaciones y 1.620 desvanes, 10.000 ventanas y 12,000 puertas, 14 zaguanes y 86 escaleras, 16 patios, 11 aljibes y 88 fuentes, por los cuales el palacio quiere demostrar vanamente que no es sólo muerta macicez. Si la paciencia del visitante le permitiera sumar el largo de sus patios, de sus corredores, etc., llegaría a la longitud de 33 leguas. ¿Quién, que visite El Escorial, puede afirmar que lo ha visto todo? No hablo aquí de las obras de arte que alberga, de sus frescos, de sus cuadros, de sus estatuas, de sus volúmenes, de sus códices, de sus reliquias, de sus joyas. Mi redacción quiere escapar siempre al prolijo examen propio de las “guías”, tan completas muchas de ellas, y a las que se debe frecuentar, no obstante, como somera referencia. No puede contarse al lector lo que es digno de contarse y el lector no conoce. Pero he querido dar una idea de su magnitud, y ello no se logra sin cifras.

Quiero solamente contar una breve historia de algo que siempre me ha impresionado mucho. Me refiero al célebre crucifijo de Benvenuto Cellini[2], que hoy se conserva en el Coro del Escorial, y que el gran Duque de Florencia obsequió a Felipe II. Porque, ¡con qué religiosidad se reverenciaba el arte entonces! La pesada joya fue transportada en hombros desde Barcelona...

El Escorial

Hay que recordar que el mismo Cellini valoraba en mucho su trabajo. ¿Cómo es? Cellini nos lo describe en sus Memorias, agregando cuáles eran sus propósitos. Cuando Su Excelencia ilustrísima le pregunta en qué trabaja, le responde: “Señora mía, me he complacido en emprender una de las obras más fatigosas que se han hecho en el mundo; y es un crucifijo de mármol blanquísimo, en una cruz de mármol negrísimo,, y es del tamaño de un hombre vivo”. El había destinado su crucifijo a Santa María Novella, de Florencia, y “ya había clavado los pernos para colocarlo”, mas se sintió contrariado cuando los frailes le negaron lo que él pedía: que le dejaran hacer bajo los pies del crucifijo —que él llamaba “hermoso”—, en el suelo, una modesta tumba para que lo enterrasen cuando muriera.

¡Cuánto debía andar la pesada carga, y qué otro su destino!

Uno no puede escapar a la idea granítica que da el Escorial, ni siquiera contemplando su flora. Allí abunda el boj, y a pesar de sus florecillas blancas conque se enmona en primavera, yérguense los bojes con sus tallos rectos y su dura y compacta madera, excelente para el grabado y la tornería.

Víctor Luis Molinari dice que e¡ tiempo parece detenerse allí, al pie del Guadarrama, y que la pétrea presencia del Escorial nos habla de una tenacidad que todos sabemos que no podrá morir. “España refirma allí su fe contra todo tiempo —agrega—. Y la lección se hace pura en sus patios interiores, milagrosos de equilibrio técnico y de belleza perdurable...”

En lugar de tomar un ómnibus, desde el “Escorial de Abajo”, habíamos largamente serpenteado una cuesta, a píe, hasta arribar al “Escorial de Arriba”. Antes de regresar, recorrimos las pintorescas callejuelas del pueblo empinado de San Lorenzo, en cuyo corazón encontramos enclavado un monumento dedicado al padre de Crispíru don Jacinto Benavente.

Y he aquí que, inesperadamente, en un rincón insospechado, vuelvo a encontrarme, casi veinte años después, con aquel que corría a saltitos —respondiendo al silbido de doña Lola Membrives—, cuando quedaba rezagado por la charla de algún acompañante, luego de la función, dispuestos para la trasnochada cena en un restaurante cualquiera de nuestra calle Corrientes.

Y ésta fue mi hora de agradecimiento. Aunque no pude darle esta vez la mano. Porque si bien su mano seguía siendo diminuta, ahora era de bronce. De bronce; sin poros, sin respiración, compacta, dura. Como para estar a tono con el Escorial,

Notas:

[1] “De Titania, reina de las "hadas, enamorada de un asno en Sueño de una noche de verano de Shakespeare, toma don Jacinto nombre y ejemplo para su novísima Comedia homónima”, comentó un periódico.

[2] La firma de este crucifijo, cuya paternidad fue muy discutida, dice: Benveriutus Zelinus Civis Florent. faciebat 1562.

 

por Julio Imbert

(Especial para EL DIA, Montevideo, Uruguay) s/f

 

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