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Muy lejos
Eduardo Ibarra Aguirre
eduardoibarra@prodigy.net.mx

 
 

A las 5 de la mañana el par de niños, de 11 y 10 años de edad, comenzaban su jornada con la venta de El Noticiero, diario de Matamoros, Tamaulipas. 12 horas más tarde voceaban El Gráfico. Y entre uno y otro, promovían La Prensa y el Esto capitalinos.

Vendían publicaciones diarias para contribuir al gasto familiar, donde la jefa de familia, doña Graciela, enviudó a los 37 años de edad con nueve hijos.

Muerto don Catarino, el cuñado de Graciela y su esposa se ocuparon de hacerle la vida imposible y explotarla. Ella se fue a trabajar de afanadora doméstica, indocumentada, a la isla del Padre, Texas.

Catarino y su hermano terminaron en Parras, Coahuila, en la casa de la abuela Anita. Manuel quedó bajo resguardo del los tíos Francisco y María de Jesús, mejor conocida como Jesusita, y más exactamente como La tía chucha.

“El buen resguardo” consistía en que Manuel, el mayor de los varones, fuera sometido a jornadas de trabajo agotadoras y sin goce de sueldo.

En la zona de tolerancia de la fronteriza ciudad, se ocupaba –junto con el señor Pacheco, así le decían al marido de Miana, la hermana mayor–, de recolectar los lunes las abundantes monedas de las sinfonolas que eran propiedad de Francisco, el mayor de los tres Ibarra Torres.

Un mal día, el séptimo de los nueve huérfanos, ya de regreso de la tierra de Francisco Indalecio Madero, vio y escuchó la forma altanera, autoritaria, en que Pancho amenazaba a su hermano, Manuel. La torpeza para desplazarse y la rigidez de los dedos mayores de la mano derecha no fueron obstáculo para que portara una tabla gruesa y la lengua viperina amenazara:

–Hijo de la chingada…

–¿Por qué le va a pegar mi hermano? –Interrogó, acusó el niño de 11 años.

–A ti que chingaos te importa –amenazó el tío.

–¡Me importa porque es mi hermano mayor, tío –respondió, o mejor dicho así lo recuerda.

–Tú no te metas, hijo de la chingada...

La insolente amenaza de Pancho, respaldada por tremenda tabla, una persecución que provocaba pánico en el rostro del niño mayor, llevó a su hermano menor a sacar fuerza de quién sabe dónde y encarar al energúmeno que se disponía a lacerar el cuerpo y la piel infantiles.

–¿Usted no tiene derecho a pegarle a mi hermano?

–Tú no te me-tas, hi-jo de-la chinga-da –amenazó una voz jadeante, temible, que provocaba miedo, pánico.

Frente a la inminente agresión de Pancho a Manuel, Quico, como lo llamaban los tíos, sacó determinación de vaya usted a saber dónde y encaró al agresivo sujeto.

–Mi mamá le paga para que nos cuide y dé de comer! Usted no tiene derecho a golpear a mi hermano Manuel.

Y para su inocente sorpresa, la fórmula dio resultado y el tío, contrariado, echando incoherencias por la boca, casi espuma, reculó.

El hermano menor de Manuel –quien años después estudió psicología sólo para medio entender la monumental agresividad que Pancho y Chucha descargaron en su infantil humanidad–, recordó la hora que se armó de valor para afrontar al tío, aquel lunes por la mañana de dos años antes –1959 o acaso 1958– en que el tipo llegó, como siempre, a ofender a su padre, a la hora de recoger las monedas de 20 centavos de las reproductoras de música que aportaban la nota alegre en cantinas y prostíbulos.

–¡Cámbiame estas monedas del 20 centavos por billetes, Catarino! – ordenó Francisco.

–No tengo billetes, hermano –explicó con humildad don Catarino.

–¿Cómo chingaos que no tienes billetes? –dijo iracundo, Pancho.

Justamente una semana antes el séptimo de nueve hijos encaró a su padre.

De dónde sacó la fuerza y la determinación, aún lo ignora. Pero lo hizo:

–¿Papá?

–Sí, hijo.

–¿Por qué permite que su hermano lo ofenda cuando no le puede cambiar las monedas por billetes?

La respuesta del padre fue un silencio que puso nervioso al niño, pero se compensó con la acostumbrada caricia en la cabellera que nunca pudo ni quiere olvidar. Aquella con la que ante lo que el niño interpretaba como peligro, la mano firme, adulta, del padre, disipaba cualquier duda y brindaba cariño, protección, seguridad.

Y la respuesta de Catarino a Francisco no se hizo esperar.

–¡No tengo billetes! Si no te parece, ni modos. En mi casa no me faltes al respeto y menos frente a mis hijos.

Desencajado, histérico, Pancho balbuceó ofensas e incoherencias y don Catarino lo mandó directito a ese sitio indefinido conocido con el popular nombre de la chingada.

Y se fue. Jamás volvió a repetir el insolente, agresivo número, por lo menos para los niños.

Los voceadores, años después –pequeña que es la vida, por lo menos la de cada uno de nosotros–, armaban sus faenas diarias, duras pero satisfactorias porque aligeraban la carga inmensa de la viuda, su madre y de siete más.

Uno tenía como cliente asiduo a El árabe, aquel pistolero que protegía a Juan Nepomuceno Guerra, el tío de otro capo, Juan García Ábrego. Era famoso por su porte elegante de traje y corbata permanentes con todo y el salvaje calor matamorense. También por la diversidad de mujeres que lo visitaban en la Sexta y Bravo.

Cuentan los que saben –y si no lo inventan– que las orgías de El árabe consistían en tomar champaña en los zapatos de tacón alto de las elegantes asalariadas sexuales.

Quico, el hermano menor, por el contrario, tenía como cliente a Pancho, en la colonia San Francisco, para mayor redundancia. Y no crea usted que era un buen cliente. No. Quitaba mucho tiempo el tío. Hacía pasar al voceador al interior de la casa.

Jesusita le invitaba a merendar un vaso de café negro con galletas Jarochas, mientras Pancho degustaba unos ricos huevos estrellados con tocino, un vaso de leche y pan tostado. La yema le escurría por la comisura de los labios, mientras su esposa le aseguraba al hambriento voceador:

–¡Hijo, vas a llegar muy lejos!

Remembranzas, de Eduardo Ibarra Aguirre
Primera edición digital: Octubre de 2012
© Eduardo Ibarra Aguirre
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Diseño de portada e interiores:
Héctor Quiñonez Hernández

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