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Los pezones del sorgo
Eduardo Ibarra Aguirre
eduardoibarra@prodigy.net.mx

 
 

Una cubeta llena de agua con hielos, más los segundos que la primera, le ofreció el joven de cabellera sin asear que le llegaba hasta los hombros, uñas largas y sin camisa, al muchacho que se ocupaba de vigilar la descarga de sorgo, comprado a los ejidatarios por la Conasupo, en los furgones estacionados en las vías de la estación del tren de la ciudad que se ostenta con orgullo como tres veces heroica.

Era el verano de 1966. Con el auxilio del dueño de la cubeta y su contenido, se llevó el pesado recipiente a la boca y comenzó a gozar, paso a paso, el recorrido del preciado líquido por la lengua y la garganta hasta sentir cómo llegaba al estómago y desparecían los estragos causados por la sed con una actividad a pleno sol, 40 grados de temperatura y niños, adolescentes y señoras que vivían de recoger el sorgo que en la descarga de los camiones caía al suelo y pertenecía al que primero lo tomara. Pero no sólo.

Al primer descuido del joven vigilante de la buena descarga del grano en las cantidades especificadas en los furgones de Ferrocarriles Nacionales de México, los niños eran introducidos por sus mayores para a velocidad meteórica llenar costales y salir disparados. Los coches de carga eran rentados por la paraestatal a empresas de allende el río Bravo y formaban parte uno de los tantos y grandes negocios de los líderes sindicales y los directivos de la empresa pública.

Compartir con el vigilante la cubeta con el agua heladísima no era un gesto nada más de amistad, sino una forma de distraerlo para que por la puerta de atrás alguien se metiera al furgón e hiciera lo propio. Pero no lo lograban.

El trabajador de la Conasupo se daba tiempo, incluso, para divulgar por medio de letreros hechos manualmente en los furgones, el congreso de los jóvenes comunistas del norte de Tamaulipas, previo al II Congreso Nacional de la JCM.

Ni cuando realizaba aquella tarea militante, voluntaria, en unos cuantos minutos, los pobres que bregaban por convertirse en dueños de lo ajeno, de lo público, tenían éxito.

Por eso lo cultivaban con agua helada, imborrablemente helada, que contrastaría, como la noche respecto del día, con el vodka que una docena de años después le dieron generosamente Julio y Alba, aquella tarde y noche del invierno moscovita del siglo XX.

Mas el gancho del agua no funcionaba y el hambre, la necesidad, es canija y más todavía el que la aguante.

El joven descamisado optó por instalarse junto a su mujer, vieja le llamaba él, cerca del espacio en que el vigilante realizaba sus tareas. Y comenzaba a abrazar a la jovencita de acaso tres lustros, a cachondearla, mientras ella fijaba sus insinuantes ojos en el otro muchacho.

Los abrazos y caricias recorrían buena parte del cuerpo y se centraban en unos pezones adolescentes que una blusa transparente no lograba tapar y las uñas largas, negras de mugre, recorrían su redondez hasta endurecerlos, sobresaltarlos. Excitada, los ojos de la muchacha decían más, mucho más, que las palabras que su viejo, si acaso de 18 años, le dirigió al vigilante:

–¿Te gusta mi vieja?

La respuesta fue el silencio.

–¿Quieres probarla?

Más silencio sin ninguna turbación por la alta temperatura de la adolescente excitada y el cinismo de un padrotillo en ciernes bajo el cobijo del hambre.

El aprendiz comprendió que tampoco funcionaba su mejor carta. Y que no valía la pena correr riesgos con una muchachita, su vieja, que hablaba mejor por sus ojos que por medio de su boca.

Remembranzas, de Eduardo Ibarra Aguirre
Primera edición digital: Octubre de 2012
© Eduardo Ibarra Aguirre
© Forum Ediciones SA de CV
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Diseño de portada e interiores:
Héctor Quiñonez Hernández

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