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La abuelita
Eduardo Ibarra Aguirre
eduardoibarra@prodigy.net.mx

 
 

Se dirigían a su cita con el patrón para que los trasladara al aeropuerto, donde trabajaban en la construcción de la pista para que aterrizaran aviones con motor de reacción.

El operario del buldózer era Alberto Martínez, un cuarentón de barriga medianamente pronunciada, zambo, bajo de estatura y de rasgos poco agraciados. Por su parsimonia le apodaban El rápido.

A las 17:30 horas debían estar afuera del restaurante especializado en cabrito a la leña en todas sus exquisitas partes: riñones, piernas, machitos, muslos, costillar...

El aparador del restaurante mostraba al cabrito abierto en canal, ensartado en una varilla y sometido al lento fuego de las brazas. Por el olfato sobre todo y en menor medida por la vista, registraban clara, atormentadamente que estaban frente a una delicia imposible de probar porque el patrón ni siquiera los dejaba entrar. Además, sus ingresos que cubrían los mínimos establecidos por la ley, estaban –sin embargo– por debajo del precio de los platillos, y el dueño del negocio culinario y de la máquina automotriz para remover la tierra, difícilmente les permitiría ser sus clientes. O eso pensaban el operario y su adolescente auxiliar.

Aquella fijación motivó que, años después, el cabrito se convirtiera en uno de los platillos favoritos del entonces aprendiz de todo, en particular de los que más ingresos le brindaran porque provenía de una familia numerosa y de una madre viuda a los 37 años de edad.

Todos los días, de lunes a sábado tenían la cita en el mismo lugar y era el mismo tormento, pese que se presentaban después de haber comido en sus respectivos domicilios particulares.

Alto, güero y de ojos claros –borrao, les decían, en lugar de borrado– y bigote grueso, el patrón subrayaba su condición norteña con camisas a cuadros, pantalón de mezclilla, botas puntiagudas y elegante sombrero tejano.

Una tarde de verano, el obrero y su ayudante se dirigían caminando por la calle de la escuela primaria Adolfo Ruiz Cortines. Al dar vuelta a la derecha, para dirigirse rumbo a la plaza Allende, salió de una casa muy humilde una anciana con un plato de peltre que contenía los sobrantes de una sopa de la que había desparecido el caldo y sólo quedaban unos cuantos fideos que ella se llevaba a la boca con sus dedos.

Entonces escuchó que su jefe inmediato, el obrero sambo, dijo en voz alta dirigiéndose a la ancianita:

–¡Abuelita! ¿Me lo fías?

El asombro por lo inesperado, por las notabilísimas diferencias de edad, los pies descalzos, el camisón sucio y rasgado por tanto uso, le impidió escuchar la respuesta de la senecta.

Pero el joven auxiliar registró muy bien cuando el obrero de la construcción le ordenó, amablemente:

–¡Espérame! Voy a echarme uno.

A los cuantos minutos salió de la paupérrima casita el hombre transfigurado con cara de satisfacción y una presunta virilidad reafirmada.

–Ahora sí. Vámonos. ¡A chingarle!

Remembranzas, de Eduardo Ibarra Aguirre
Primera edición digital: Octubre de 2012
© Eduardo Ibarra Aguirre
© Forum Ediciones SA de CV
forum@forumenlinea.com
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Diseño de portada e interiores:
Héctor Quiñonez Hernández

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