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El tío
Eduardo Ibarra Aguirre
eduardoibarra@prodigy.net.mx

 
 

Célebre por ser la sede del cártel del Golfo, la fronteriza Matamoros, Tamaulipas, a la que los nativos orgullosos le anteponen la H de heroica y aclaran que lo es tres veces porque los antepasados resistieron primero a los ocupantes franceses, y dos más la invasión de la soldadesca estadunidense, esta localidad nunca pudo sobreponerse a que los hombres de Juan García Ábrego sentaran allí sus reales.

La ocupación de esta ciudad por el narco se remonta a cuando Juan N. (Nepomuceno) Guerra, mejor conocido como Don Juan o El padrino, tío de García Ábrego, era amo y señor del contrabando, ponía y quitaba autoridades y funcionarios de cargos de elección popular, eliminaba a sangre y fuego a sus competidores y enemigos en el negocio de las refacciones automotrices, entre otras lindezas.

Un alcalde se afanó –a mediados del siglo pasado– en trasladar a las asalariadas del sexo, que laboraban en el primer cuadro de la ciudad, a una zona de tolerancia.

Todo marchaba muy bien. Sólo que ignoró el rechazo de El padrino y el alcalde amaneció asesinado. Matamoros se quedó sin zona de tolerancia y sin munícipe.

A un comandante aduanal no le llegaron al precio para pasar a media noche por la recién estrenada Puerta México, con sus oficinas hechas a base de cristal, varios tráileres cargados de piezas automotrices de la vecina Brownsville, Texas –Villa Café le llama el matamorense Arturo, un obrero portuario radicado en Houston.

La infructuosa negociación terminó en recordatorios a las autoras de sus respectivas vidas y, por supuesto, con amenazas de muerte de un bando y del otro. El primero era de las autoridades aduanales de la Secretaría de Hacienda.

No por ello dejaba de actuar como banda.

El padrino ordenó a sus muy bien armados y temidos hombres que los tráileres cruzaran la aduana y abrieran, simultáneamente, fuego hasta hacer añicos los imponentes cristales.

La orden se cumplió. El comandante aduanal fue removido de la plaza pero no destituido del grado de comandante ni de extorsionador, adjetivo que bien podría calificar también a los subordinados que, a la luz del día, revisaban con la mano derecha las bolsas que contenían las despensas de los trabajadores y sus familias, mientras que con la izquierda recibían dólares. Nadie era más odiado por estos rumbos que los agentes aduanales.

Entonces, ninguna voz oficial ni tamaulipeca ni federal, montaba siquiera escenográficamente operativos militares o policiacos para acotar, y mucho menos para enfrentar el embrión de lo que hoy domina –sin hipérbole– el panorama nacional.

Nunca se ha desmentido –ni en público ni en privado–, la estrechísima relación entre Raúl Salinas Lozano y Juan N. Guerra.

El padre del padre de la patria –le denominó Carlos Ferreira, el reportero mutado a exitoso jefe de comunicación social, cuando aquél fue senador y su hijo despachó en Los Pinos.

Tan cercana fue la relación entre don Raúleone y Juan, que los descendientes del primero: Raúl, Carlos, Enrique, Sergio y Adriana le decían tío a Nepomuceno.

La voz popular hizo célebres los viajes que los niños Salinas de Gortari realizaban desde Agualeguas, Nuevo León, hasta el rancho del temido y, por ello, respetado cacique. Cuenta la leyenda que ocupaban varios días porque se desplazaban a caballo y de noche acampaban para descansar.

Mito o realidad, el hecho es que durante la presidencia de la otrora Hormiga atómica, después conocido como El genocida de Dublín, sólo fueron combatidos los cárteles que operaban en el Pacífico mexicano. Y cuando fue cateado el rancho de Guerra únicamente le fincaron responsabilidad judicial por tener en la casa una pistola .45, de uso reglamentario del Ejército.

De risa loca. Era el sexenio del saqueo de las riquezas públicas, nacionales, para propósitos extraordinariamente privados. Es, se decía mañana, tarde y noche, la ruta que conducirá al país al idolatrado primer mundo.

Pero hoy son tiempos de ruptura de los pactos no escritos, los verdaderamente importantes, entre el poder público y los barones de la producción y tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias sicotrópicas, en los que sólo se exhiben a algunos de los capos operativos.

Y ayer, en la segunda mitad de los años cincuenta, seis de los nueve hijos de don Catarino, vivían a dos cuadras de la plaza Allende, la de los sectores populares, y tres cuadras más adelante estaba y continúa ubicado el mercado Juárez, donde en la madrugada se ajustaban cuentas, bajo el martilleo de las metralletas, entre los competidores y enemigos de El padrino, el más sanguinario cacique que se recuerde en aquella ciudad que todavía busca ser puerto. Otro era el cacique sindical Agapito González. Al lado del primero, éste resultaba caricaturesco.

Desde Miguel Alemán Valdés hasta Vicente Fox Quesada, todos los candidatos presidenciales que después despacharon en Los Pinos, prometieron hacer de la antigua Bagdad un puerto. La paciencia es infinita. Siempre llega la gota que derrama el vaso. Y nuestros gobernantes lo olvidan.

El séptimo de los 10 hijos de don Catarino se despertaba sobresaltado con frecuencia en horas de la madrugada, por el estallido de los plomazos y las ráfagas de metralleta, mientras la mano protectora del padre le acariciaba la cabeza y le decía:

–No pasa nada. No pasa nada. Ya duérmase, cabrón muchacho.

Transcurrió medio siglo y los bisnietos del cártel expandieron sus tentáculos por toda la geografía nacional, coparon y ocuparon todos los espacios que el Estado y sus representantes declinaron por omisión y, acaso, por comisión.

Los paisanos siguen allí, sin el prometido puerto. Con el orgullo lacerado porque la voz popular impuso el nombre de Motamoros, Mataulipas a la tierra de hombres y mujeres laboriosos y de éxito, sin que formen parte de las excrecencias de El padrino, sus herederos y el cártel.

Remembranzas, de Eduardo Ibarra Aguirre
Primera edición digital: Octubre de 2012
© Eduardo Ibarra Aguirre
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Diseño de portada e interiores:
Héctor Quiñonez Hernández

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