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Daca la cula
Eduardo Ibarra Aguirre
eduardoibarra@prodigy.net.mx

 
 

La raíz paterna del clan –que en su acepción irlandesa significa familia– Ibarra Aguirre se remonta a Francisco Ibarra Guerra.

Él vivió en Bonanza, Concepción del Oro, Zacatecas.

Como todos los negocios de la época, la Mercería Ibarra ostentaba con orgullo el apellido del abuelo paterno. Dicen que era un negocio grande para una población pequeña.

Con Maximiana Torres procreó a Francisco, un exitoso y avaro comerciante –hasta tocar la frontera de la miseria humana–, que terminó su ciclo en Ciudad Juárez, Chihuahua, después de amargarle la vida a más de uno; a Emigdio, un joyero apacible, masón activo y buen hombre; y a Catarino, inquieto ciudadano que lo mismo reporteó y fue jefe de redacción de un semanario, que dirigió un sindicato y realizó lecturas de El 18 brumario de Luis Bonaparte, de Carlos Marx, y Qué hacer, de Vladimir Ilich Ulianov, mejor conocido como Lenin.

En la primera oportunidad, su suegra, la abuela Anita, le quemó todos sus libros. Mucho más tarde, incineró una colección de La Voz de México, de 1966-67, aprovechando que el dueño se encontraba en Berlín.

Como su padre, Catarino terminó de comerciante bajo la férula del autoritario hermano mayor.

Con una abuela política que no conocí, como tampoco recuerdo a su marido, tuvo a Horacio y Gononina, mas los Ibarra Torres nunca los reconocieron.

Así dictaba la intolerancia familiar predominante.

La ruta geográfica del trío de hermanos pasó por Durango, Gómez Palacio y Lerdo, Durango; Parral, Chihuahua; Parras, Coahuila; y Matamoros, Tamaulipas.

La vasta descendencia directa de Catarino y Graciela –hija única de Alfonso Aguirre Benavides, villista converso como sus hermanos Eugenio, Adrián y Luis al carrancismo triunfante en 1917–, y Ana María Chávez Espinoza, la integran 10 hermanos, 39 nietos, 60 bisnietos y 22 tataranietos. Más los que se acumulen mientras la mata siga en su reproducción vital.

El clan se esparce por México y Estados Unidos. Sus raíces inmediatas descansan en Matamoros y Brownsville, ciudades vecinas desde hace dos siglos y seguramente por muchos más.

Ibarra Guerra no se conformaba con las ventas directas que realizaba en la mercería, también vendía en abonos la mercancía a sus clientes y él mismo se ocupaba de la presuntamente ingrata tarea de cobrar, semana a semana, los pagos pendientes. Recorría las rancherías y los jacales de Bonanza y de Concepción del Oro en busca del ansiado pago.

El viejo prefería realizar él mismo estas visitas para cobrar, sin depender del empleado que desde entonces –y aún ahora– recibe el sobrenombre de abonero, cuando casualmente los maridos se encontraban en las labores del campo, en las tierras que les eran ajenas, propiedad de terratenientes prósperos que no habían sido molestados por el reparto agrario de la joven revolución triunfante.

Las endeudadas esposas le explicaban que, por enésima semana, no podrían abonarle porque el jornal del marido no les alcanzaba. Le rogaban que tuviera paciencia. Pedían que las esperara una semana más.

Y probablemente esperaba una, dos, tres, no sé cuántas semanas.

Cuentan mis mayores que la negociación siempre terminaba con las escuetas, agraviantes frases:

–¿Tienes el abono?

–No, siñor.

Tons daca la cula.

Y le pagaban. Exactamente como lo exigía. Junto al metate.

Remembranzas, de Eduardo Ibarra Aguirre
Primera edición digital: Octubre de 2012
© Eduardo Ibarra Aguirre
© Forum Ediciones SA de CV
forum@forumenlinea.com
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Diseño de portada e interiores:
Héctor Quiñonez Hernández

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