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Atarjea
Eduardo Ibarra Aguirre
eduardoibarra@prodigy.net.mx

 
 

Lontananza es un barrio aún típico de Parras de la Fuente, Coahuila.

Eso que unos llaman modernidad y otros posmodernidad, no logra todavía destruir las casas centenarias hechas de adobe, los acueductos, los viñedos, los corrales, las huertas, las atarjeas y mucho menos el ancho y profundo arroyo que da cauce a las bravas aguas provenientes de la sierra Madre Oriental. La naturaleza lo forjó para proteger de las inundaciones a esta población orgullosa de ser la cuna de su más ilustre hijo, de parir en sus entrañas a Francisco Indalecio Madero y de producir exquisitos vinos de mesa, dulces y mezclilla con destino a distintos puntos allende el río Bravo y el océano Atlántico.

Los migrantes a Estados Unidos y sus remesas de billetes verdes cambiaron parcialmente la fisonomía del poblado y del barrio, al añadir casas de concreto, antenas parabólicas y vehículos automotrices que desde el tocadiscos compacto comparten con todo el vecindario historias musicalizadas sobre narcos y la migra, amores y desamores, encuentros y desencuentros.

En el sesenta del siglo pasado, mamá Anita recibió al nieto procedente de la frontera norte, tras el fallecimiento de su yerno: el padre de cuatro mujeres y cinco hombres que a los 47 años bajó a la superficie terrestre, tras fumar como chacuaco y beber un poco menos.

Graciela, la viuda, se vio sola de pronto, a los 37, con aquel ejército de vástagos e hijas ya casadas y con prole propia y abundante. Para efectos de la manutención, no contaba con ninguna de las cuatro hijas y los varones eran demasiado pequeños para afrontar la ausencia del jefe de familia.

Así que el sexto y el séptimo de los descendientes fueron a parar a Parras, a Lontananza. Para hacer menos pesada la carga de la jefa del clan, como llaman los irlandeses a la familia, y para estudiar el cuarto y quinto año de primaria.

Tiempos duros y difíciles en los que desconocían la existencia para uso doméstico de la energía eléctrica, el gas, el agua potable, el drenaje y el piso firme. Tiempos de pobreza sorteada dignamente con el lavado de ropa ajena. Los dos niños sólo ayudaban en la entrega de las prendas a domicilio, impecablemente blancas, almidonadas y planchadas. Era cosa de caminar uno, dos, tres kilómetros porque no había dinero para tomar la diligencia. Lo hacían con los brazos extendidos para no arrugar la ropa de la señora María Luisa y su marido.

Fuera de esa simbólica aportación, el par de niños se dedicaba a estudiar, sobre todo el catecismo, porque la abuela pretendía que el mayor fuera sacerdote; y también a disfrutar, acaso como nunca, la niñez en la huerta llena nogales, higueras, nísperos y aguacates.

Montaban los gigantes árboles con tortillas calientes y salero en mano. Y allá, arriba, disfrutaban los tacos de mantequilla verde, que no pocas veces acompañaban con carne de torcacita cazada por ellos mismos, resortera en mano, con sus amigos.

La pequeña huerta de la abuela con su atarjea, el arroyo seco o rebosante de agua y leña, el estanque De la Luz para nadar, caminatas por los cerros y el Santo Madero; torneos barriales de beisbol y luchas a pedradas parapetados tras los nogales, era parte del mundo feliz de los dos hermanos que leían la historieta prestada o disfrutaban la película de El charrito de oro, gracias al comunicativo talante de Juan Manuel, el vecino que sí podía pagar la entrada al cine.

¡Ay qué tiempos, señor don Simón!, diría Joaquín Pardavé. Y también el decano del cuerpo diplomático en Moscú, Carlos Lagunas, a fines de los 70 del siglo pasado.

De esos tiempos grabó para siempre en la memoria el día y la hora en que tras darse un baño, se puso a jugar en la atarjea de Socorro, la vecina de mamá Anita, Manita le decían, coloquialmente.

Al niño se le ocurrió cruzar por debajo, por el agua, un minúsculo puente de no más de un metro cuadrado. Esto del ridículo tamaño lo supo porque lo volvió a ver, dos décadas después, ya convertido en padre de familia y acompañado de Alexis.

Recordó, para sí, la osadía infantil. Como si nada, se lanzó y sus pequeños brazos desesperados no atinaban a encontrar la salida. Más bien le estorbaban.

Tragó agua como nunca. Abrió desesperadamente lo ojos y vio mucho agua cristalina que corría todos los días –desde la mañana hasta el atardecer– para facilitar todos los quehaceres domésticos.

Las paredes de la atarjea estaban cubiertas de un verde musgo. La desesperación le impedía concluir el pequeño cruce. Y esa misma desesperación lo sacó con mucha agua en el estómago.

Desde entonces, le tomó distancia y respeto a las concentraciones naturales y también a las artificiales, del líquido vital.

Remembranzas, de Eduardo Ibarra Aguirre
Primera edición digital: Octubre de 2012
© Eduardo Ibarra Aguirre
© Forum Ediciones SA de CV
forum@forumenlinea.com
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Diseño de portada e interiores:
Héctor Quiñonez Hernández

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