Los pasos de López |
Dicen que yo tenía tanta prisa por avisar a mis compañeros que la Junta de Cañada había sido descubierta, que reventé a cinco caballos esa noche. Que me detuve en Muérdago nomás el tiempo que necesité para dar el mensaje y dejar que Ontananza y Aldaco montaran, desenvainaran espadas y gritaran "¡a las armas!". Luego viene "el abrazo". Un pintor que quiso evocar mi llegada a Ajetreo, me representó sacando el pie de debajo de un caballo muerto, al fondo se ve una iglesia, Periñón está en el atrio y va corriendo hacia mí con los brazos abiertos. Dicen que apenas di la noticia Periñón hizo tocar rebato, que llegaron los fieles corriendo y que cuando se llenó la iglesia, Periñón subió al púlpito y gritó:
—¡Viva México! ¡Viva la independencia! ¡Vamos a matar españoles!
Que la gente le hizo coro, que él sacó una espada, que salió de la iglesia y que todos lo seguimos.
Es una visión inexacta. Si yo hubiera reventado cinco caballos, hubiera llegado antes o bien mucho después, porque no es camino en el que se pueda cambiar de montura con facilidad. Fui al paso que daba mi yegua. Era noche de luna y yo estaba lleno de miedos. A veces arrendaba para escuchar, creyendo oír galopes lejanos, a veces me espantaban las formas de los huizaches, el peor susto me lo dieron unos que iban por el camino buscando un becerro perdido. Miedos vanos, nadie me persiguió aquella noche. Llegué a Muérdago clareando, y desayuné con la familia Aldaco.
Siguen las horas perdidas que pasaron discutiendo. Ontananza aconsejaba cautela: dejar pasar el tiempo y esperar más noticias.
Aldaco y yo tratábamos de hacerle ver que no teníamos más que dos caminos: el de levantarnos en armas ese día y el de San Juan de Ulúa. Por fin lo convencimos. Cuando me puse en camino otra vez, ya estábamos de acuerdo: yo iría a Ajetreo, ellos me seguirían al día siguiente con sus escuadrones, nuestro primer objetivo militar iba a ser la ciudad de Cuévano.
A mi llegada a Ajetreo no hubo abrazo, porque Periñón no estaba. Había ido a visitar amigos que vivían fuera del pueblo. Sus sobrinas me dieron de cenar mientras Cleto fue a buscarlo. Periñón regresó pasadas las nueve y media. Pero apenas supo lo que había ocurrido en Cañada no titubeó.
Llamó a su gente en secreto y la armó. A la cabeza fuimos a buscar, primero al delegado Patiño y después a los cuatro españoles que vivían en el pueblo. —Dense presos en nombre de la independencia -les dijo Periñón.
No hallábamos dónde encerrarlos. Por fin se nos ocurrió llevarlos a la cárcel. Hubo que soltar a los presos. Entonces oí a Periñón decir su primer discurso revolucionario: —Libertad os doy -dijo a los presos- porque habéis sido víctimas de un gobierno injusto. —¡Viva el señor cura Periñón! -gritaron los presos.
Lo siguieron lealmente en su aventura. Todos murieron.
Cuando la campana tocó a rebato ya el peligro había pasado: los españoles estaban presos, los alguaciles desarmados, la ciudad en nuestras manos. Periñón descolgó la imagen de la Virgen Prieta que estaba en el cuadrante, arrancó tres palos del bastidor y amarró el cuadro a una lanza, convirtiéndola en estandarte. —Esta será nuestra bandera -dijo- y con ella venceremos.
Cuando la iglesia se llenó, salió al presbiterio y gritó: —¡Viva México! ¡Viva la independencia! ¡Viva la Virgen Prieta!
El pueblo contestó: —¡Viva el señor cura Periñón!
Ni él gritó "¡Vamos a matar españoles!" ni matamos a ninguno aquella noche. Periñón abrió una barrica del vino que él mismo hacía y nos dio a probar. Estaba agrio.
Después dispuso de guardias y nos fuimos a dormir. |
Jorge Ibargüengoitia
Los pasos de López (Joaquín Mortiz, 1987)
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