Árbol de la memoria

Guillermo Ibáñez

 

Dédalus - Colección de poesía - Nº 11

Editorial Ciudad Gótica

 

ISBN Nº 987 – 9389 – 31 - X

La poesía de Guillermo Ibáñez

                                                                 

La reunión de poemas de las distintas etapas de la obra de Guillermo Ibáñez se hacía necesaria. En las condiciones de conocimiento por parte de los lectores de poesía en nuestro país, nada más proclive al error que conocer a un poeta por sólo un libro o un par de libros. Más aún en el caso de Ibáñez, que se trata de un poeta complejo cuya obra posee un desarrollo no lineal, caracterizado por recurrencias y superposi-ciones; que además, la suya está parcialmente dispersa en publicaciones y volúmenes colectivos.

Por su fecha y lugar de nacimiento, nuestro poeta debió haber adherido a los parámetros del creacionismo o, mejor aún, del cotidianismo. Con el primer nombre hemos preferido designar a la corriente que suele identificarse como “Segunda generación vanguardista”, o “Vanguardia surrealista”. Pero nuestro apelativo connota inequívocamente para mayor claridad la relación de estos poetas con las teorías de Vicente Huidobro: “no cantéis la rosa, poetas/hacedla florecer en el poema”, que sirvieron de principio rector para la corriente y la distinguieron del vanguardismo primigenio, que otorgaba a la poesía un papel más restringidamente celebratorio.

G. Ibáñez nace en Rosario en 1949. Al llegar a la adolescencia, cuando empiezan a dársele los primeros poemas, termina de florecer el creacionismo rosarino, ciertamente algo atrasado con relación a movimientos porteños como el invencionismo de Edgar Bayley o su posterior decantación en los poetas de “Poesía Buenos Aires”, liderados por Raúl Gustavo Aguirre. Para entonces, autores como Aldo Oliva, Alberto Carlos Vila Ortiz, Rafael Ielpi, Elena Siró o Armando Raúl Santillán -precedidos de Rubén Sevlever, que hace de nexo con la sensibilidad anterior, la de la Generación del 40-, ya están publicando revistas literarias, y dando a conocer sus primeros libros.

Pero simultáneamente otros poetas, de la misma o parecida edad que él, circulan por bares y foros culturales de la ciudad, defendiendo una sensibilidad distinta: si los anteriores se han beneficiado con la democratización cultural aportada por la bonanza económica que aprovechan los sectores medios y humildes, éstos viven esa democratización como natural, y proyectan los valores antes privativos del libro a los géneros despreciados de la historieta, la canción, la novela policial y de ciencia-ficción; y odian el tuteo en la narrativa (aunque difícilmente se animarán a suprimirlo de la poesía). La corriente que van a generar ha recibido nombres como cotidianismo, coloquialismo, Generación del 70.

Cuando G.I. comienza su actividad poética, tras juveniles experiencias teatrales, sin embargo, no es a ninguna de estas líneas que adhiere.

En efecto, desde “Tiempos”, libro primerizo de 1968, y continuando en “Las paredes”, e “Introspección”, de 1970, su primer libro poéticamente importante, se lo ve comulgar con un desasosiego cósmico de corte vanguardista:

 

        “Pisar el silencio continuo

        de eternas introspecciones

                    sin que nadie comprenda

                    el sentido metasónico

                    hundido en la abstracción

                    del Universo.”

 

que se continuará en las dos composiciones contenidas en “Poemario 72”, una edición colectiva:

 

        “Las puertas son herméticas

                    a través de la oscuridad

                    y desciendo escalones

                    de mí mismo

                    por una escalera inconducente”

 

y en los trabajos incluidos en “15 poetas” (1971), un parecido emprendimiento, donde los vecinos poemas de Guillermo Harvey, uno de los poetas creacionistas más emblemáticos de la ciudad, revelan la influencia que éste tiene en nuestro autor, matizando su postura anterior con una ahora evidente demiurgia.

Todos estos elementos se sistematizarán y adquirirán nueva significación en “El lugar” (1973), uno de sus mejores libros. Desaparece aquí la predominancia anterior de los signos abstractos, y las referencias crecen en carnalidad; el emisor lírico cobra realidad.

Este último, el supuesto delirante que masculla su mensaje desde «El lugar» del título, tiene puntos de contacto con el pesimista demiúrgico de la etapa anterior y con el vitalista whitmaniano que aparecerá después; en parte porque, según un hábito literario que proseguirá más tarde, el autor incluye poemas ya publicados antes. Pero ahora estas composiciones son portadoras de elementos con significación distinta, se crea un sistema nuevo:

                           

        “quiero derrumbarme

                    en la penumbra orbital

                    de mi universo incendiado”

 

En este cosmos, que ya es conciente del ser propio del poeta, se despliegan visiones demenciales que alcanzan a sostenerse en virtud de esta pertenencia; y se genera un lenguaje fuertemente personal:

 

        “La noche borra

                    las esperanzas de

                    encontrar dulzor”

 

La demiurgia trasciende la postura con que los creacionistas habían impregnado su discurso; se vuelve vitalismo típicamente vanguardista:

 

        “sigo tratando de duplicarme centuplicarme

        para sentir más veces lo humano que soy

        para ver millones de noches en una”.

 

Contra estas posibilidades del emisor lírico se alzan las paredes “del lugar”, el encierro donde la realidad ata al genio, cuyo debatirse engendra el poema:

 

        “Hay un cielo, llamándome a poseerlo

        y yo me oculto detrás del encierro.”

 

Un año después, trabajos suyos integran un volumen de poemas junto a Ana María Cué, Dora Norma Filiau y Armando Raúl Santillán (“Poemas”). Los de nuestro autor, fechados desde la  época del primer libro publicado, comparten por esa razón, características de los anteriores reseñados, permitiendo seguir una abreviada evolución, que regresa a la función creacionista de aceptar o desechar poderes del poeta en tanto que tal, ya que es la palabra que interrumpe la disgregación de la realidad, y, por ende, el miedo a que ésta cese, lo que proporciona dramaticidad al discurso.

“2 y 2” es otra edición conjunta de los mismos autores de “Poemas”. Aparece recién en 1980, -es decir, seis años después que la otra-, y en lo que se refiere a Ibáñez, contiene “Los espejos del aire”, una serie subtitulada “Poemas del paisaje”, que se reeditará casi completa en 1989 con ese mismo título y subtítulo en forma independiente. Estas composiciones constituyen un nuevo corte, y a ellas nos referiremos más adelante, pero en 1981 se da a conocer “Poema último”, que también tendrá una reedición (en 1992), y que continúa la línea anterior, por lo cual  será tratado  a continuación.

“Poema último” ya desde el título parece ser la expresión más dilatada del vitalismo que antes aparecía mezclado con otras posturas: algo así como un testamento, una palabra final porque su trascendencia no permitiría otras, un discurso que se clausura:

 

        “Vivir

        este voraz ceremonial

        (...)

        la huida del equilibrio

        el vértigo total

        como si arribáramos a la muerte.”

 

Esta actitud propuesta como demencial, en la que se abandona la referencialidad habitual para hundirse en una omnipresente actividad erótica, convierte a la existencia en un hecho estético, precisamente por la inutilidad de todo fin práctico:

 

        “Escribir para nada”

 

La función del poeta, con todo, sigue siendo demiúrgica, no sólo porque esta realidad trascendente es creada por él, sino porque es también él, quien se encarga de: “…alarmar/a los que permanecen dormidos.”, el que confiere sentido a la vida y al universo común, en función del mundo paralelo que crea con su palabra.

“Poemas de amor”, publicado en un libro conjunto con Jorge Isaías (“En carne viva”) en 1982, muestra en cambio un creacionismo mucho más moderado, donde el emisor lírico percibe y selecciona las señales de lo trascendente, pero desde una actitud mucho más intelectual:

 

        “Me hundo en los tembladerales

        voluptuosos de tu voz

        y es como si de pronto

        reabriera sus posibiliades

        el cielo inalcanzable

        de la Vida.” (subrayado nuestro)

 

En 1983, Ibáñez vuelve a publicar con otro poeta. Se trata esta vez de Reynaldo Uribe, y el nuevo volumen se llama “Palabras y silencios”. Nuevamente predomina aquí lo demiúrgico por sobre aquel tono vitalista de “Poema Último”. En efecto, “ya estar no significa/Estar/sino todo lo contrario”. Ahora lo último ya no es el poema, sino el estar, que deja como trascendencia “un silencio / y en poemas hilvanada / alguna que otra palabra.”

Estas palabras que aparecen como intrascendentes o fugaces, no lo son tanto en realidad, ya que fundan la razón del poeta para decirlas. Pocas, sirven para diseñar, para configurar, su discurso creador de la realidad tal como él la sueña, la auténtica, y no la banal cotidiana que “extravía” los pasos.

No es de extrañar, entonces, que en un nuevo volumen colectivo, “Poemas para América”, de 1985, G.I. se permita aconsejar paternalistamente al hermano “que aún no despierta”, y gritar su indignación cívica y étnica en un tono más bien chirriante .

Tras éste, aparece “Poema del ser” en 1986. Nuevamente asume el vitalismo, pero esta vez bajo la advocación expresa de Walt Whitman y se aleja marcadamente de las posturas creacionistas: «Soy el nuevo poeta de la vida / y sólo me inclino ante ella.»

Efectivamente, ya no son las palabras las que están facultadas para dar justificación al mundo: él existe antes que ellas; incluso el silencio ya no es la ausencia de palabras del poeta, sino algo con valor propio. El poeta pasa a una condición de mero celebrador, se reconoce valer sólo como parte infinitesimal de lo viviente, de “lo que es”, que forma por así decirlo, él solo el poema (del Ser), que el emisor lírico sólo tiene la función de reconocer y predicar.

Esta actitud estética vincula a nuestro poeta, de nuevo con la antigua Vanguardia, aunque con marcas actuales  lo lleva a redefinir el paisaje, que tendrá desde entonces una importancia especial en su poesía. “Los espejos del aire” -los poemas “del paisaje”- precisamente, constituirán un punto clave de esta poesía, republicados ahora, en 1989, después de integrar la edición colectiva de 1980, a la que ya nos hemos referido. Con todo, no se los reproduce idénticamente: hay algunas significativas variantes, y algunas composiciones se suprimen. Lo que ahora aparece constituye lo más logrado de la lírica de Ibáñez : un discurso sereno que se inclina ante el otro, ante lo que no es el yo, la naturaleza (“el paisaje”), cuya onticidad es ahora la que impregna de realidad al hablante lírico, con avatares que ya no son mostrados como tan centrales o importantes (“Quizás entre al sueño / para escribir el poema”).

La inversión de la relación creacionista es el aspecto más original de esta etapa de su poética: la naturaleza enseña al hombre a callar:

 

        “Creo que estaré siempre allí

        para olvidar las palabras.”

 

Y en cuanto al papel del emisor lírico:

 

        “No es necesario

        ponerle palabras

        al paisaje.”

 

Esta postura no podría provenir, lógicamente, de los vanguardistas “ortodoxos”, cuyas líricas florecieron en otro momento. De hecho, ellos no tuvieron que “responder” al creacionismo, sino que fue más bien al revés, y si una poeta como Beatriz Vallejos va dejando de describir al mundo para, en realidad, terminar siendo descripta por éste, por ser nombrada por el otro, en un proceso de indiferenciación, de consustancialidad, ello no ocurre como reacción a las posturas demiúrgicas. En Ibáñez, en cambio, ello se produce como clara respuesta a aquéllas, incluidas las que él mismo suscribió.

El abandono de la visión del poeta como creador de realidad se muestra claramente como derrota ante la naturaleza, como deseada capitulación; modalidad especial con que se alinea ahora con los propósitos de su generación, perseguido también por los cotidianistas, aunque con otros métodos. De hecho, ha probado que no necesita acudir a los métodos de los cotidianistas (en “Las voces de la palabra” figurará el único caso de voseo utilizado por él), para marcar la diferencia con la generación que lo precede.

En la edición conjunta “Poemas por el hombre”, (1990), recae en el creacionismo, por ser textos anteriores a «Poemas del paisaje». El hombre de estos poemas no sólo vuelve a ser el eje del mundo, en detrimento de la naturaleza, sino que el poeta, el que le ha dado ese carácter, es mostrado como quien genera ese mundo donde eso se produce,publicados extemporáneamente y pertenecientes a modos anteriores de expresión.

“Las voces de la palabra” -que llevan el subtítulo de “Sombras sonoras”-, de 1992; proponen una nueva actitud en esta dinámica hombre/naturaleza; intentan la intervención del poeta creador que se valga del enorme poder de aquélla, de su potencial óntico, para generar un mundo humano donde la verdad sea perceptible también humanamente:

 

        “Reproducir

        el trino y

        el graznido

        de la alondra

        o del cuervo.

        Rasgar con

        esa voz

        los velos.”

 

Este resistirse al silencio, al que antes el poeta se abandonaba gozosamente, se funda en una bipartición indispensable para leer estos poemas:

 

                             “Para las cosas

                              el silencio.

                              Para el hombre

                              la voz.”

 

Con todo, “se es más la voz / que lo que se canta”. La explicitada predominancia de lo material del canto por encima de sus valores trascendentes no elimina la actividad demiúrgica, pero la convierte en una especie de conjuro, donde el papel del poeta pierde autonomía intelectual, donde su lucidez deja de ser fundante. El poeta, parece decirnos Ibáñez, es el encargado sí, de lograr que el mundo sea real, pero por medio de una intervención donde el ritual -que puede diseñar apenas- importa más que el celebrante.

Esta tesitura significativa se prolonga, pese a un intervalo de ocho años, en «El arte del olvido» (2000), que forma parte de lo escrito a partir de los 90 junto con «Los velos de la luz», «Estandartes», «En la palabra».

Palabra y silencio son dos polos semánticos que se corresponden con hombre y paisaje; y su dinámica, su particular forma de articulación, es la que funda el discurso. Así, Ibáñez se configura generacionalmente, afirmando  su  voz como inefable e insustituíble; pero también renunciando a considerar su hablar como creador del mundo.

La palabra es, más bien, la creadora del silencio: ese lugar -un lugar, una vez más-, donde el paisaje puede, en realidad, crearnos a nosotros. Pero sólo a condición de ser, a su vez, delimitado, definido como silencio, por la voz del poeta.

Esta edición incorpora también la poética inédita del autor hasta el 2000. Dentro de ésta, se incluyen los restantes poemas que integran «El arte del olvido» que no figuraron en la primera edición. De este modo, el lector poseerá una visión abarcadora y completa de su obra.

 

Eduardo D’Anna