La mujer desnuda como germen de la praxis escritural de Armonía Somers

ensayo de Agustina Ibañez

agustinaibanez@hotmail.com

Universidad Nacional de Mar del Plata - CONICET, CELEHIS

Resumen

El siguiente trabajo aborda la primera edición de la novela La mujer desnuda (1950) de Armonía Somers (1914-1994) con el propósito de dar cuenta de las modificaciones que atraviesa el texto en sus versiones de 1950, 1951 y 1967. El objetivo es demostrar cómo, en Somers, la escritura puede ser entendida como proceso, un trabajo sobre la densidad narrativa de lo escrito para transformar, expandir, desviar o extirpar lo ya dicho exhibiendo, por consiguiente, una poética en la que el reescribir impide la posibilidad de una lectura lineal. Los procedimientos de reescritura e intertextualidad transcienden en la obra somersiana su carácter meramente formal para constituirse en principios constructivos que permiten articular una escritura rizomática (Deleuze, 1988) que deconstruye (Derrida, 1971) las categorías de autor, lector, personaje pero, también, de cualquier serie de oposiciones binarias: centralidad/marginalidad, yo/otro, original/ copia, propio/ ajeno.

Pensar la escritura de Armonía Somers (1914–1994) es situarse en el exceso, asumir los riesgos de una literatura que socava, desborda, cuestiona y hace tambalear todo afán de estaticidad, todo intento de clasificación, toda posibilidad de alcanzar certezas. Pues en sus textos no existen las mesetas ni los oasis. No hay lugar para una mera lectura de consumo[1] en tanto y en cuanto somos nosotros, lectores, los devorados, los deglutidos, los consumidos por la palabra. La escritura nos desafía a extraviarnos en ella. Y es que la obra de Somers en cierto modo es eso: una puesta en escena de una praxis de lectura en la que el lector es rumiado por el propio texto. A diferencia de Nietzsche, no sólo un lector vaca- rumiante[2] sino una escritura rumiante que nos disgrega en su proceso de pensarse, mutilarse, metamorfosearse, desplazarse y apropiarse de sí misma pero, también, de los otros. En rigor, y si en algún punto todo libro crea una imagen de lector, en Somers será la propia escritura la que, además de darle origen, se encargue de (des)hacerlo, desgarrarlo, volver a masticarlo en una especie de canibalismo textual para luego, reconstruirlo y exponer los lineamientos de un nuevo modo de leer. Lectura y escritura parecen así, fusionarse. Desafío que conducirá, por consiguiente, al quiebre de las categorías de lector, autor, narrador pero que, también, abrirá las puertas para la transgresión de la escritura misma y de todo carácter esencialista de identidad.

En este sentido, y en el intento de establecer una aproximación a ese modo de escribir que desde sus inicios con La mujer desnuda (1950) se supo (o se pudo leer) como desbordante, subversivo y transgresor, podríamos sostener que las prácticas de reescritura e intertextualidad funcionan como vasos comunicantes de toda la obra de Armonía Somers en especial, y llegando a sus extremos, en la novela que la crítica no se cansa de señalar como su texto monumental: Sólo los elefantes encuentran mandrágora (1986). Sin embargo, y más allá de reconocer el meticuloso trabajo sobre la densidad narrativa que la escritora uruguaya realiza en ese texto que deseó como su legado, el proceso de (re)escritura que inicia sobre su primera novela puede entenderse como germen de la acción escritural que atravesará toda su producción y que definirá los elementos textuales constitutivos de su poética: la apropiación, la metamorfosis, el desplazamiento, la expansión, la condensación y el canibalismo de lo propio y lo ajeno. Desde esta perspectiva, los procedimientos de reescritura e intertextualidad serán entendidos ya no como meras estrategias formales sino como principios nodales capaces de articular una escritura rizomática[3], descentrada, que se bifurca, retrocede, multiplica y expande infinitamente.

Para aquilatar la hipótesis de este trabajo resulta necesario, en primera instancia, realizar un breve recorrido sobre la génesis y el proceso de publicación de la novela que hoy nos ocupa para luego mencionar, por cuestiones de espacio, sólo algunas de las transformaciones que Somers realiza en ella y que nos llevarán a entender la reescritura y la intertextualidad como el modus operandi que le permitirán la construcción de su propia estética y la gestación de una (exo)escritura.

I. 1950 y 1966: la transfiguración de La mujer desnuda

“[…] no puede haber sino borradores, el concepto de texto definitivo no

corresponde sino a la religión o al cansancio.”
                        Jorge Luis Borges, Las versiones homéricas

“[…] escribir es lo interminable, lo incesante […]”
                        Maurice Blanchot, El espacio literario

Bajo el pseudónimo de Armonía Somers, La mujer desnuda aparece publicada por primera vez en el año 1950 en las últimas páginas de la entrega 2-3 de la Revista Clima de Montevideo. Un año después, en 1951, emerge en forma de separata para, finalmente, en 1966 (re)materializarse en una nueva edición a cargo de la editorial Tauro. Última versión que, en efecto, es la que conocemos y circula hasta nuestros días. Sin embargo, al comparar la primera y la última publicación, advertimos que el ejemplar del 1966 no fue sólo una reaparición del ya editado en 1950 sino que es un nuevo texto engendrado a partir de las numerosas y notorias modificaciones formales, argumentales y discursivas que la autora realiza sobre él. En rigor, y mientras que la primera edición se nos presenta como un texto continuo conformado por dilatados párrafos, la versión de 1966 ponderará el fragmento a partir de la división en secciones, la incorporación de espacios en blanco y la presencia de oraciones más lacónicas. Todos ellos, elementos que funcionarán como pausas y cortes tanto en el desarrollo de la historia como en la escritura y que perfilarán el estilo somersiano acercándolo a la segmentación extrema y experimental de sus últimas producciones.

Asimismo, es interesante destacar la inclusión, en 1950, de ilustraciones de Vicente Martín (1911–1998) que luego, serán eliminadas:

Dos imágenes de un cuerpo femenino desnudo en la naturaleza que representan dos núcleos narrativos centrales del texto, a saber: la salida de Rebeca Linke a recorrer la aldea y, por otro lado, la acción final de su cuerpo flotando inerte en el río. Escenas que remarcan, desde la imagen, el erotismo que se le atribuyó en sus inicios al texto pero que, además, enfatizan la figura de una mujer adánica y la condena de ese cuerpo anárquico y fuera de la moral al que la escritura refiere a partir de la presencia de constantes intertextos bíblicos. Quizá, la inclusión de las ilustraciones en esta primera versión se deba, en parte, al formato de la Revista Clima y a su anhelo y proyecto de constituirse, tal como lo resalta el subtítulo que le da nombre, en un verdadero “cuaderno de arte”, un espacio de cruce de diversas disciplinas artísticas (pintura, cine, música, literatura, fotografía). En este sentido, y si bien las ilustraciones de Martín, reflejan la intención de diálogo entre imagen y texto, pintura y literatura, ellas no son las únicas que atraviesan la revista. En efecto, a este cruce deberíamos agregar la línea del surrealismo y el arte abstracto que une y va tejiendo a todos los artículos incluidos en ella (reseñas, ensayos, biografías). Trazo que, también, nos lleva a preguntarnos por las razones de inclusión de La mujer desnuda en este contexto y, por supuesto, las posibles líneas de filiación y/o distancia de la escritura somersiana con dichas propuestas, el programa escritural de la revista, el campo intelectual y el campo de poder[4] del período.

Dejando de lado esta posible línea de análisis que excede temporal y espacialmente este trabajo, otro aspecto a señalar en la edición de 1950 es la inserción de palabras resaltadas en negrita que van construyendo una segunda lectura del texto y que funcionan, a la vez, como mojones que van focalizando la atención del lector en los términos destacados pero, sobre todo, en dos de los temas que lo atraviesan (la subjetividad y la liberación) como si la autora estableciera, a partir de estas huellas, niveles temáticos jerárquicos en su escritura pero, también, en la lectura. Se resaltan, entonces, los pronombres yo–tú–aquello–ella (5) y los sustantivos libertad y poder[6]. Términos que permiten intuir la imposibilidad de configuración subjetiva y la opresión que atraviesa el personaje de la novela. No obstante, en la publicación de 1966, Somers optará por eliminar el acento puesto en dichos conceptos difuminando su centralidad y esfumando, por consiguiente, su supremacía respecto de la totalidad de la obra. En todo caso, dichas problemáticas seguirán existiendo en el texto pero como nodos disfrazados en el fluir de la escritura y la historia.

A esta ardua tarea de transformación escritural sobrevivirán, aunque también modificados, algunos de los fragmentos incluidos en bastardilla en ambas ediciones. En rigor, los que reproducen el relato del Génesis y la creación del mundo en la voz del sacerdote. Proceso que no seguirá el mismo cauce con las referencias directas que en la escritura de 1950 se hacen, por ejemplo, a Edgar Allan Poe y a otros pasajes bíblicos. Prefiriendo, en 1966, la elipsis frente al exceso, la insinuación ante la redundancia provocando, pues, un giro hacia un estilo más alusivo y hermético que exigirá para su desglose la constante participación del lector.

Teniendo en cuenta esto, las alteraciones que realiza entre el texto de 1950 y el de 1966 conducen a pensar en una ardua tarea de reescritura que revela, por un lado, las exigencias y las críticas que el texto recibió, los cambios sociales y estéticos entre ambos períodos pero, sobre todo, un minucioso trabajo sobre la densidad narrativa en el que el transformar, expandir, desviar o extirpar lo ya dicho exhiben una poética en la que el reescribir impide la posibilidad de una lectura lineal abriendo un juego en el que lectura/escritura/literatura se interconectan a partir de un constante movimiento de apropiación, metamorfosis, desplazamiento y canibalismo de lo propio y lo ajeno. La reescritura se transforma, así, en una praxis omnipresente que penetra la palabra pero, también, al sujeto provocando en él la inestabilidad y la pérdida de su carácter fijo. En rigor, y si todo acto de (re)escritura implica una (re)lectura, en Somers este proceso implicará, en tanto (auto)(re)escritura, un (auto)pensarse, una (exo)escritura. Es decir, un salirse de sí para mirarse como objeto, un devenir otro para mutilarse a sí misma, para extraer de ese objeto/cuerpo/escritura lo inservible, lo innecesario, lo sobrante para, además, manosearlo y añadir, al mismo tiempo, un nuevo injerto, un nuevo pedazo que (re)signifique y extienda una nueva línea en la cartografía[7] textual. La recursividad deviene así, principio constitutivo. Leer(se) será, entonces, trazar mapas, redes, hurgar el texto, reescribir en sus márgenes y entre sus líneas para surcar una escritura y llegar a la génesis de otra: la propia.

Para ver esto con más detalle resulta necesario centrarnos en el análisis, en ambas ediciones, de la escena que antecede a la decapitación de Rebeca Linke, personaje principal de la novela que hoy nos ocupa.

Aquel insensato juego de escribir: las dos decapitaciones de Rebeca Linke

Si debiéramos presentar brevemente la trama de La mujer desnuda, tendríamos que señalar, acotándonos al núcleo narrativo central, que ésta se mantiene casi idéntica en las tres ediciones. En rigor, y si bien Somers se encarga, entre 1950 y 1966, de realizar cambios entre un texto y otro, la historia principal resulta ser siempre la misma: una mujer llamada Rebeca Linke que al cumplir treinta años sale desnuda a recorrer los alrededores de su casa de campo causando, a partir de su tránsito, bullicios y trastornos morales, sexuales y religiosos en todo el pueblo. En principio, podría decirse que es esta repetición la que conduce al texto a engendrarse como algo nuevo. Pues, y si consideramos que toda reproducción implica una diferencia[8] entonces, esta insistencia, este volver a contar la historia deviene, por el mismo movimiento productivo y circular de la repetición, algo nuevo anulando, en efecto, las posibilidades de hablar de original y copia, de pre–texto y texto, de borradores, bocetos, pre-diseños. Dicho esto, los interrogantes surgen: ¿Qué es, más allá de la repetición, lo que provoca que el texto sea otro texto? ¿Cómo se hace y se rehace la escritura? En primera instancia, podríamos decir que una de las operaciones que lleva a cabo Armonía Somers en la reescritura del texto tiene que ver con la combinación y/o la alteración del orden de algunas escenas pero, también, de la estructura sintáctica de las oraciones. Procedimiento al cual se añaden, además, tanto en el nivel sintáctico como en el argumental, la extirpación, la expansión, la omisión, la adición y la sustitución.

En lo que respecta al texto de 1950, la escena de decapitación de Rebeca Linke es descripta como un acontecimiento de liberación femenina. Numerosos fragmentos insisten en construir el viaje que realiza a su casa de campo como un tránsito al autoconocimiento pero, también, como lugar que le permite la salida de la opresión. Este acento puesto, desde la escritura, en la emancipación del cuerpo de la mujer y la construcción del bosque como espacio laberíntico que permite el extravío recorrerá todo el texto. Incluso, se reforzará a partir de la constante referencia a la bipartición de Rebeca Linke. Es decir, un sujeto femenino dividido en lucha con sus pasiones y la razón pero, además, atravesado por los juicios morales y religiosos. Una mujer interna y otra externa, una con cabeza y otra sin ella, una rebelde y otra dócil, una amoral y otra retraída; una terrestre y material, otra etérea.

La libertad, pura leyenda, quizás. Podría existir tras el bosque, como ciertas cosas están ocultas por otras en los cuentos para niños. […]
La única verdad concreta era siempre la llegada a la casa, la llegada de Rebeca Linke, junto con la mujer que vivía por fuera de ella […] Rebeca Linke era una mujer sobrellevando a la otra, a la de afuera, le cumplió a ésta todas las obligaciones de su desganado apareamiento. Cepillarse el cabello […], cepillarse los dientes, bañarse toda entera. Ya estaba el cuerpo exento (la mujer de la Linke era delgada y grácil, por lo cual no le sentaba bien su cabeza pensadora)
[9].

Este desmembramiento psíquico refleja y anticipa, como una constelación de puntos móviles, la materialización y la concreción futura del corte. A partir de aquí, la escena de decapitación del texto de 1950 se entiende como un acto pleno de autonomía subjetiva. La mujer vestida se libera, entonces, de su otro yo para reinventarse, para renacer, para dar lugar a la otra: la mujer desnuda.

En 1966, Somers reescribirá esta escena que antecede al acto de decapitación optando por eliminar estos pasajes en su totalidad. Ya no leeremos las descripciones minuciosas de los estados ni divisiones psíquicas de Rebeca Linke, ni aquellos que exaltan la liberación femenina. Somers extrae de su texto todo lo redundante, lo insistente, lo sobrante por excesivo. El estilo de esta segunda escritura se torna, así, más lacónico, laberíntico provocando la construcción de una atmósfera enrarecida e incierta que se levanta entre los márgenes de lo onírico, lo involuntario y hasta lo inconsciente. Reescribe, entonces:

Todo empezó así, […] que ella fuese retrocediendo inconscientemente en un escenario vulgar y desapareciera de la vista […]
Y fue así como entró en la casa aquella noche, completamente despojada de todo vínculo anterior, y casi con la sensación de un regreso a la matriz primitiva, desde donde se podría volver alguna vez, pero ya con infinitas precauciones. […] dejó deslizar al suelo el abrigo con que cubriera la desnudez en que había salido
[10].

La casa es y no es un espacio de liberación o en todo caso, al menos pareciera no serlo en lo que respecta a la moral y las imposiciones sociales puesto que, en esta segunda escritura, Rebeca Link llega despojada de todo, incluso, desnuda. El hogar se levanta así, como un regreso al útero, una vuelta a los orígenes, un volver a gestarse, un retroceso temporal; mitigando esa carga de reivindicación femenina que tenía el texto de 1950 y girándolo hacia una total búsqueda de configuración subjetiva. Desde esta perspectiva, y si en la primera escritura se trataba de un viaje y un traslado concreto (ciudad/campo/bosque/pueblo) aquí, en esta segunda versión, la duda y las posibilidades de confundir los espacios exteriores con los interiores se agudizan a partir de la interpolación de frases que insisten en abrir un campo semántico en torno a lo incierto y lo onírico: “río sin nombre, al menos para ella […] sólo le era posible recordar lo abarcable con los ojos”[11],“hasta sumirla en una especie de sueño hipnótico. Un sueño que continuará desplazándola, quizás, sobre aquellas mismas vías en que su tren se ha detenido”[12].

Por último, y centrándonos en el momento del objeto que ejecuta el descabezamiento, en 1950 dirá

Sin embargo, antes de caer abatida por sus últimas palabras, pudo aún recordar algunas de aquellas pequeñas cosas; por ejemplo, que dentro de su libro, a modo de señalador, había una pequeña daga toledana que era una obra de arte, tanto como para decapitar a una mujer enloquecida. A propósito, la miniatura tenía su historia propia. Pero ya no era posible ni siquiera eso, la historia[13].

En 1966, el fragmento anterior se transformará en una oración con una estructura sintáctica compleja que, más allá de su brevedad, resultará conceptualmente excesiva[14]. Eliminará los detalles que trazan el carácter acabado del objeto ejecutor del desmembramiento a lo que sumará la eliminación de los signos de puntuación logrando, por consiguiente, concentración y continuidad conceptual. Asimismo, realizará sustituciones de conceptos. Por ejemplo, reemplazará “pudo aún recordar” por “evocar” y “mujer enloquecida” por “mujer prisionera”. En el primer caso, la sustitución que se realiza puede entenderse como una búsqueda de precisión del lenguaje. No obstante, y teniendo en cuenta la totalidad del fragmento, deberíamos añadir que subyace una exploración en las posibilidades de concentración de la palabra a lo que, además, se agregan las distancias connotativas existentes entre el “evocar” y el “poder recordar”. Es decir, si bien podría considerarse una mera sustitución por sinonimia la construcción “poder recordar”, en la edición del `50, reviste “el traer al presente” de cierta fragmentariedad y capacidad trunca mientras, en el ´66, se transforma en un acontecimiento voluntario (evocar) semejante a un conjuro que, y antecedido por el verbo lograr, otorga seguridad y éxito del acontecimiento.

El segundo ejemplo de sustitución que hemos señalado es aún más complejo. Si en la edición del ‘50, dice: “para decapitar a una mujer enloquecida” destacando, pues, un estado de enajenamiento o un fuera de sí del sujeto, en el ´66, en cambio, reescribirá: “una mujer prisionera en aquel maldito rayado paralelo que le impedía reencontrarse en limpio”[15] resaltando, mediante el uso del adjetivo “prisionera”, la falta de libertad del sujeto pero también, y a partir de la inclusión de la oración subordinada ausente en la edición del ‘50, la fragmentación del cuerpo[16] que provoca la devolución de su imagen en las ventanas enrejadas de su casa de campo. En la primera escritura, asistimos, por consiguiente, a una metamorfosis que, no obstante, y más allá de la minuciosa e insistente animización que adquiere el objeto ejecutor del desmembramiento (la daga), dista mucho de poder ser entendida como un hecho fantástico. Pues, y a partir de la constante insistencia en el pensar/rememorar y la explicitación de los conflictos internos de Rebeca Linke ya mencionados se lee más como una reproducción visual de las consecuencias extremas de un proceso psíquico que como una salida o una alteración del orden lógico de los hechos. En el texto del `66, en cambio, y debido a la insistente práctica de la alusión y la omisión la escena se recarga de confusión y desconcierto. Deviene, pues, un acto que acontece entre las fronteras de la vigilia y el sueño pero que, aún así, se sigue percibiendo como parte de la lógica del relato. Una imagen, tal vez, más ligada al surrealismo que al fantástico.

Consideraciones finales

A partir de este escueto recorrido por algunas de las tantas modificaciones que presentan La mujer desnuda de 1950 y la de 1966, surgen los siguientes interrogantes: ¿Cuál es, por cierto, La mujer desnuda?, ¿Qué texto nombra su título?, ¿Forman o no forman parte del texto del ´66 los aspectos textuales y visuales incluidos en la primera publicación? ¿Cómo leer, en todo caso, una escritura mutante, un texto que desde el título se nos presenta como doble? ¿Qué texto lee la crítica cuando clasifica a La mujer desnuda como literatura fantástica, imaginaria[17], onírica y/o feminista?

En principio, y lejos de anular los aportes realizados hasta el momento, considero que esta primera novela de Somers, en tanto máquina de escritura[18], escapa a toda posibilidad de clasificación exigiendo, por los aspectos ya descriptos, una lectura paragramática[19]. Es decir, una lectura relacional, simultánea, que ponga en diálogo las distintas piezas que la conforman: textos y pre-textos tanto propios como ajenos. Entonces, y si aceptamos esto, La mujer desnuda se multiplica. Será al mismo tiempo fantástica, imaginaria[20] onírica, surrealista y feminista. La tercera edición ya no se entiende como una mera corrección que anula al texto precedente ni, tampoco, una simple reelaboración o copia sino la afirmación de una co–presencia. Un texto en diálogo que le permite “al viejo texto conservar la integridad y participar con todos sus significados en la relación intertextual”[21]. Por ello, y partiendo del segundo tipo de transtextualidad[22] propuesto por Gerard Genette, la primera aparición de La mujer desnuda funciona como paratexto[23] de su última y tercera publicación. Un auténtico avant–texte[24] que funcionará como uno más de los tantos hipotextos[25] que tejen la novela. El mapa intertextual se abre, así, hasta el infinito permitiendo que el texto pierda su punto fijo, cerrado, para convertirse en espacio de cruce y diálogo de múltiples escrituras y discursos que van desde referencias religiosas (el Génesis, Eva, la creación del mundo, el pecado original, la serpiente), mitológicas (Semíramis, Judith, Holofernes) y literarias (Edgar Allan Poe, César Vallejo) hasta alusiones a textos propios (El derrumbamiento y la primera edición de La mujer desnuda) y menciones autobiográficas.

A partir de este movimiento de afirmación y negación simultáneas, La mujer desnuda estalla. Rebeca Linke se extiende en Rebeca Linke, su cuerpo es dos cuerpos, mil cuerpos; su decapitación es infinita, incesante. A partir de aquí, la escritura deviene mapa: ya no hay comienzo ni fin sino un “entre las cosas, inter–ser, intermezzo”[26]. Cada nuevo injerto, cada nuevo fragmento resignifica y se dispara como una nueva línea de fuga, una multiplicidad que se lee en y desde la simultaneidad, un texto–pliegue[27] que se retuerce, expande, acumula y repliega de manera incesante provocando la afirmación de una lectura simultánea e infinita que promoverá el estallido del sentido. Armonía Somers labra en La mujer desnuda el refinamiento de su escritura. Si el volver a narrar, si el reescribir(se) comenzó acaso como necesidad de aquilatarse, ahora, la tarea se impone como rumbo. Praxis escritural, (exo)escritura que atravesará toda su obra y que llegará a su puesta en abismo en Sólo los elefantes encuentran mandrágora (1986).

Notas

[1] R. Barthes, “De la obra al texto”, en: El susurro del lenguaje, más allá de la palabra y la escritura, Buenos Aires, Paidós, 2009, pp. 92–94.

 

[2] En el Prefacio de Genealogía de la moral, Nietzsche acentúa la necesidad de volverse lector vaca rumiante para transformar sus textos en legibles. Será entonces el acto de masticación y deglución lo que permita la trituración de la palabra pero no como un acto destructivo sino como una posibilidad de desentrañamiento que dé lugar a la creación. Leer no es, en todo caso, recibir, consumir, adquirir. Al igual que para Roland Barthes, no es un gesto parásito sino una actividad constante que posibilita al sujeto afirmar, en términos de Nietzsche, su voluntad de poder. La lectura distará, pues, de ser una acción meramente instrumental para transformarse en una praxis creadora. Véanse: F. Nietzsche, Genealogía de la moral, España, Biblioteca Edaf, 2001, p. 10. Y, R. Barthes, S/Z, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2009, pp. 13–15.

 

[3] Véase: G. Deleuze y F. Guattari, Rizoma, México, Coyoacán, 1994. O bien: G. Deleuze y F. Guattari, Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia, España, Pre–Textos, 1997, pp. 13–29.

 

[4] P. Bourdieu, Campo de poder, campo intelectual, Buenos Aires, Editorial Montressor, 2002.

 

[5] A. Somers, “La mujer desnuda, Revista Clima, Montevideo, año 1, n° 2 -3, octubre–diciembre de 1950, pp. 75 y 79.

 

[6] Ibidem, pp. 105 y 109.

 

[7] G. Deleuze y F. Guattari, Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia, op. cit., p.17.

 

[8]G. Deleuze, Diferencia y repetición, Buenos Aires, Amorrortu, 2002, p. 50.

 

[9] A. Somers, “La mujer desnuda”, op. cit., 1950, p. 74.

 

[10] A. Somers, La mujer desnuda, Uruguay, Arca, [1966] 1990, pp. 13–14.

 

[11] A. Somers, La mujer desnuda, op. cit., [1966] 1990, p. 14.

 

[12] Ibidem, p. 15.

 

[13] A. Somers, “La mujer desnuda”, op. cit., 1950, p. 76.

 

[14] “Sin embargo, antes de caer abatida, logró evocar algunos, por ejemplo: que dentro de su libro de cabecera había una pequeña daga que era una obra de arte, tanto como para decapitar a una mujer prisionera en aquel maldito rayado paralelo que le impedía reencontrarse en limpio”. A. Somers, La mujer desnuda, op. cit., [1966] 1990, p. 16.

 

[15] A. Somers, La mujer desnuda, op. cit., [1966] 1990, p. 16.

 

[16] Acontecimiento que, en términos de Jacques Lacan, nos lleva a pensar en la imposibilidad de constitución subjetiva. Véase: J. Lacan, “El estadio del espejo como formador de la función del yo tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica”, en: Escritos I, Madrid, Fundamentos, 1949.

 

[17] En el año 1966 en su Prólogo a Aquí, cien años de raros, Ángel Rama introduce el concepto de literatura imaginaria o literatura de la imaginación, dentro del cual ubica a Armonía Somers, para referirse a una literatura que perturba los límites del realismo (tendencia predominante en la literatura uruguaya y defendida por la llamada Generación del 45), rompe las leyes de la causalidad, trabaja con total libertad creadora incorporando elementos insólitos y oníricos que la llevan a establecer lazos con el surrealismo. Asimismo, Rama señala que, la literatura imaginaria no debe ser confundida como un subgénero de la literatura fantástica en la medida que la apelación en ella a la imaginación y la fantasía se manifiesta en el trabajo sintáctico del texto literario. Véase: A. Rama, Aquí, cien años de raros, Montevideo, Editorial Arca, 1966, p. 9.

 

[18] G. Deleuze, Kafka. Por una literatura menor, México, Era, 1978.

 

[19] J. Kristeva, Semiótica I, Madrid, Fundamentos, 1981, pp. 239–240.

 

[20] A. Rama, op. cit., p. 9.

 

[21] P. Pavlicic, La intertextualidad moderna y posmoderna, Biblioteca Digital UAM (Universidad Autónoma Metropolitana), Unidad Xochimilco, v. 18, diciembre de 2006, pp. 98-99.

 

[22] G. Genette, Palimpsestos, Madrid, Taurus, 1989, p. 10

 

[23] Ibidem, p. 12.

 

[24] J. Bellemin Noël, Le texte et l’avant texte. Les brouillons d’un poème de Milosz, París, Larousse, 1972.

 

[25] G. Genette, Palimpsestos, op. cit., p. 12.

 

[26] G. Deleuze y F. Guattari, Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia, op. cit., p. 29.

 

[27] J. Derrida, Diseminación, España, Editorial Fundamentos, 1975, pp. 343–345.

 

ensayo de Agustina Ibañez

agustinaibanez@hotmail.com

Universidad Nacional de Mar del Plata - CONICET, CELEHIS

 

Publicado, originalmente, en: Centre de Recherches Latino-Américaines; Escritural; 9; 6-2016; 1-16

Link del texto: http://www.mshs.univ-poitiers.fr/crla/contenidos/ESCRITURAL/ESCRITURAL9/ESCRITURAL_9_SITIO/PAGES/B07_Ibanez.html

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