Aproximaciones a la cultura del siglo XXI:

Los dilemas de la U-topía   
Oscar Hidalgo
ohr52@hotmail.com

Platón interpretó que se daba un choque entre la filosofía y la poesía, lo que marcó la estética y la política del pensador ateniense, en los diálogos Ión y La República, pero otros autores que se han enfrentado a este mismo dilema hicieron originales aportes, empezando por Aristóteles; luego, Kierkegaard y Lezama con sus teorías estéticas, y lo mismo ocurrió con la literatura latinoamericana del siglo XX. El lugar que no existe, la U-topía platónica, contrasta en sí por la insatisfacción de los deseos y de las necesidades culturales impuesta a sus imaginarios ciudadanos, en comparación con otras sociedades que han surgido de diversas creaciones literarias y políticas. Esta disyuntiva política se proyecta desde la Antiguedad clásica hacia el siglo XXI.

 

El horizonte del pensamiento griego se había decantado hacia los finales del siglo VI a.n.e., haciendo a un lado a la epopeya y a la teogonía -ni más ni menos que el legado de Homero y Hesíodo-, para que emergieran la filosofía y la cosmología, en el escenario urbano regido por el derecho (nomos). Estos fueron hechos posibles por las apelaciones a la formulación demostrativa matemática y por el conocimiento del significado lógico de la implicación (Segura 1991: 189). Sin embargo, los hechos estéticos no terminaban de calzar en ese empeño racional que prosperaba por medio de una indeclinable vocación, con fundamento en el estricto discernimiento entre la naturaleza física y el mundo de las convenciones humanas. Aunque avanzaba la aceptación social del logos, lo que aún no significaba su vigencia universal, también es cierto que persistía un campo que seguía nutriéndose de discursos no racionales tales como el mito, la poesía, las religiones de los misterios y algunos otros más que se resistían, empecinadamente, a la transformación del universo mágico-mítico (Gauchet 1985: 204).

 

En medio de esta multiplicidad de opciones discursivas que coexistían de hecho en una completa heterogeneidad, Platón interpretó que la poesía y el drama representativo chocaban con el pensamiento y eran incompatibles, lo que poco después reformuló Aristóteles en favor de un paralelismo de las creaciones artísticas y de las demostraciones racionales. Entre ambos nos heredaron un tema que, por siglos, ha estado presente en las teorías políticas y en la doctrina constitucional, asunto al que no somos ajenos, ni por lo jurídico ni por lo que concierne a los gustos y deseos de los individuos.

Una pregunta: ¿Qué es poesía?

Llama la atención, de entrada, la postura tan existencial que adoptó Platón cuando habló de la poesía, pero su honda caracterización coincide con otras casi idénticas que se han definido al respecto de la poética. Si del conjunto de manifestaciones estéticas tomamos a la poesía --entendida de acuerdo con la tesis que Aimé Césaire presentó ante el Congreso de Filosofía de Port-au-Prince, en 1944--, es el paso que, por la palabra, la imagen, el mito, el amor y el humor me instala en el corazón viviente de mí mismo y del mundo. Su quid es siempre un hacer y un regresar, en una especie de movimiento permanente: "un brote de vida interior, como el volcán que emerge del caos primitivo, el lugar de nuestra fuerza y la situación eminente de donde somos; magia, magia" (Césaire 1994: 5). Así tenemos, hic et nunc, el problema que veremos más adelante en Platón y que se refiere a las múltiples funciones que puede desempeñar la palabra porque, en contraste con este poeta, al parcializarse hacia su empleo por el pensamiento, el pensador ateniense desequilibró a las demás manifestaciones que son transportadas por las mismas palabras.

 

Con la intuición de esa "magia" que se reitera, el mismo escritor antillano  muestra -en Cahier d'un retour au pays natal- la contradicción, porque la poesía está siendo cargada en palabras entre las que, al mismo tiempo y a la par, viene la razón, siendo que ambas llevan por senderos diferentes, tal y como él mismo lo expresa:

 

Des mots?

Ah oui, des mots!

Raison, je te sacre vent du soir.

Bouche de l'ordre ton nom?

 

(¿Las palabras?/ ¡Ah sí, las palabras!/ Razón, yo te consagro viento de la noche./ ¿Boca del orden tu nombre?)          

 

Sacralizada la razón como una poderosa manifestación de fuerza y de movimiento, que se produce en el potente misterio de la noche, se pregunta el poeta si la sola mención de su nombre será también la boca de donde emerge el orden. Se trata de una especie de aforismo, de una filosofía primordial, que mucho tiene que ver con los mismos sentimientos que dieron aliento a los presocráticos de Elea y Efesos, cuando se toparon de frente con el logos que emerge primeramente en la recitación. Las palabras son el maravilloso carruaje en que son llevadas tanto la poesía (imagen, mito, amor, humor) como la razón (un nombre que tal vez es la parte del cuerpo desde donde se enuncia el orden).

 

Transportada en palabras, la poesía se plasma en la escritura, lo que ocurre en un solo instante inicial de develación del misterio. La apertura de ese proceso tiene un punto de partida que, una vez abierto y ya lanzada la escritura a volar, la mano que escribe lo conduce hasta el tope del final artístico, consumado en su obra, asimilable únicamente en los límites humanos que se interponen ante el misterio estético que ella porta.

 

Emprendida esa escritura, sumergiéndose en palabra tras palabra, hasta configurar un discurso, al autor del texto le resulta casi imposible detener el "vértigo de posibilidades" en donde se haya sumido y solo puede hacerlo por medio de una decisión arbitraria, es decir, por una convención. Le toca, entonces, ya no ser más el portador de la palabra sino sacrificarse, poniéndole límites a su numen, fijar el discurso y demarcarlo sobre el fondo portentoso del misterio que, al final, es inasible por su misma característica de inconmensurable pero que nos está dejando, en las palabras-convención, algo así como sus huellas incitantes en el sendero de la subjetividad.

 

"Bouche de l'ordre ton nom?", se preguntaba el poeta. Precisamente, en referencia a este tipo de decisión que toman los autores del texto imponiendo un orden, fue Paul Valéry quien soñaba con la escritura de un libro que denunciara a la convención, como tal, en tanto que arbitrariedad humana, mostrándola de una manera ejemplarizante, para exponer en cada articulación la lista de las  virtualidades sacrificadas. Pero aquí viene una paradoja insoluble, porque esta convención es inconsciente o inconfesada: toda la impostura literaria está en esa disimulación, señalaba Valéry (Cit. Genette 1966).

 

¿Cómo escoger entre la miríada de maravillosas opciones estéticas? Al poner la palabra, una sola de ellas, el creador establece la convención, y se acoge a ella, sacrificando en esa acción -que congela y pone fin al torrente inacabable- todo el manantial de lo inspirador que fluye y en el que fluye su propio yo.

 

En otra parte, explicaba Valéry que los pensadores no logran asimilar el choque,  nunca resuelto, en que ciertas cuestiones estéticas que se encuentran no se acomodan, ni entre las de la inteligencia pura ni tampoco en los dominios de la acción ordinaria de los hombres. Este reto, en el caso griego, fue profundizándose. Para sopesarlo, nos acogemos al intelectual francés, porque la especificidad de las manifestaciones estéticas -dice- es ineludible, aunque para ello sea preciso considerarlas aparte de todos los demás temas de estudio, atribuirles un valor y una significación irreductibles y, por lo tanto, crearles un destino, encontrarles una justificación ante la razón, un fin y una necesidad, dentro del plan de un buen sistema del mundo (Valéry 1956: 13).

 

Dilema para un ateniense … y su respuesta

 

Justamente, en un empeño de este tipo, la filosofía de Platón se dislocó y no pudo nunca superar la herencia racionalista que había tomado de los eleatas, y que él llevó hasta una altura sin precedentes. En presencia de una contradicción que le parecía insuperable, terminó optando por una fórmula o convención para resolver los dos problemas básicos para su estética, tal y como aparecen formulados en los diálogos de Ión y La República. Esto se refiere a la separación entre la poesía y el pensamiento, que se expone en la primera de esas dos obras; y en la segunda, al desarrollar los elementos constitutivos de la ciudad perfecta, donde gobiernan los filósofos reyes, Platón anuncia el destierro de los poetas y la exclusión social de la poesía, por decreto.

 

Así expuesta, la convención platónica no solo consistía en un sacrificio de virtualidades sino que se convirtió en la propia hoguera interior del ateniense porque la condición del poeta, tal y como la postula en Ión, corresponde con una conducta que no es propia del filósofo y las divergencias entre ambos, en forma explícita, las atribuye a que unos y otros van a discurrir en formas opuestas por entero. Para su propia tragedia, Platón decidió consumirse entre las llamas de estas dos rutas ajenas, enajenándose a su vez él mismo porque las iba a transitar paralelamente, ambas y a la vez, hasta el final de sus días.

 

De una manera por entero coincidente, veíamos arriba, con Césaire, que las palabras del creador nos instalan al mismo tiempo ante la magia y ante la razón, pues son como el punto de confluencia de una dualidad tal que había sido lo mismo que percibiera Platón. Este, en un fragmento del Ión que sintetiza su manera de ver a los poetas, no sin un dejo de admiración y más bien identificándose verdaderamente con ellos, volcando su propia alma en cada una de las palabras y los conceptos que escribe, recurre al mito, una vez más:

 

"Dicen que es en esos melifluos manantiales, en esos maravillosos jardines y valles de las musas, donde liban los versos para traérnoslos después, cual las abejas, y revoloteando hasta como ellas hacen. Y dices verdad, porque ser poeta es cosa ligera, alada, sagrada; y ninguno está en disposición de crear antes de haber sido inspirado por un dios, de estar fuera de sí, de no contar ya con su razón, pues mientras conserve esta facultad todo ser humano es incapaz de poetizar y de proferir oráculos" (532 b,c).

 

Llama la atención, en esta parte del diálogo, no solamente el carácter divino de la creación del poeta, sino también que su labor está al lado de quienes profieren oráculos, mientras que quienes ejercen la facultad de la razón no son capaces de ninguna de estas otras dos actividades. La contraposición entre poetizar y razonar es tan explícita que ésta, inclusive, anula la posibilidad de que la otra se manifieste y, como ser poeta tiene un matiz específicamente religioso, propio de su labor, ninguno de ellos está en disposición de crear "antes de haber sido inspirado por un dios". La versión no racional que viene a continuación ratifica que el mismo rector de la Academia no puede asumir íntegramente el hecho poético, desde la razón, puesto que lo instala en otro mundo. Para ello llega a sostener que esta  inspiración se adquiere en la topografía mítico-religiosa de las musas, de donde regresan hacia este mundo los poetas con sus versos.

 

Quien así escribe no deja de sentir el latido de esa inspiración, en su propio interior. No solamente Platón ha objetivado al poeta, en su acertada caracterización, sino que se está identificando abiertamente con él. Aparte está el hecho de que la inspiración que se menciona en el párrafo tiene, en su etimología griega, un origen religioso. Según hace ver Bloom (1991), inspirado (entheoi) y presa de entusiasmo (enthousiazontes) son palabras relacionadas por su etimología, que expresan la idea de un dios que se ha metido en el interior del individuo, quien cae en algo como un estado excepcional que es producto de un privilegio divino.

 

El hecho estético, para Platón, es creado por inspirados y entusiastas que definitivamente trascienden lo racional. El establece y acepta que la poesía está más allá o más acá de la razón, pero aparte. No es cualquiera, en consecuencia, quien accede a la categoría de los hombres que son tomados en posesión por el dios que los lleva al estado de la inspiración o del entusiasmo. Tengamos presente que el autor de los diálogos ya ha establecido que ser poeta es cosa ligera, alada y sagrada, adjetivos cuya procedencia la amplía con esta explicación: "la musa inspira a determinados individuos" (533e) y éstos, al caer en tal estado de inspiración y entusiasmo, "no están en su razón" (534a).

 

Vemos aquí cómo las manifestaciones estéticas que estamos abordando corresponden, precisamente, con lo que Valéry observaba. Son los hechos a los que hay que encontrarles una justificación ante la razón, pero que el autor del diálogo ha dejado en el terreno de lo sagrado. El valle de las musas es un ámbito de los dioses, que se encuentra ubicado aparte de los espacios de la razón. Ante estos hechos, el pensamiento platónico se desencaja pues le resultan inasibles por la razón y, ergo, no encuentra ya más salida que dar ese tajo separador entre la poesía y la razón. Esto en el Ión, porque en La República volverá a enfrentarse con el crucial dilema, en el que esgrime nuevas armas. 

 

Como que -dirá en La República- "ya viene de antiguo la disensión entre la filosofía y la poesía"  (607b) y, dada esta irresoluble contraposición, el filósofo ateniense sacrifica a los poetas y a la poesía, empezando con Homero y Hesíodo, para dejarle el terreno despejado a los dictados culturales de los gobernantes. Obviamente, éstos solo van a tolerar la creación artística que los exalta a ellos mismos y a sus ancestros, o sea a los miembros de la estirpe divina que ha sido puesta al frente de los destinos de la polis, porque únicamente sus almas son de naturaleza áurea, de acuerdo con la leyenda originada en Fenicia.

 

"…no olvidarás también que en nuestra ciudad solo convendrá admitir los himnos a los dioses y los elogios a los hombres esclarecidos " (607a).

 

Hay una tolerancia de los himnos a los dioses porque los inmortales son los padres y abuelos de los reyes filosofantes, en cuya genealogía política se imbrican los humanos y las divinidades. Según advierte Alfonso Reyes, "…la clase directora tiene buenas razones para insistir en la conservación de los mitos antropomórficos. 'El que quiere pertenecer a la nobleza -dice Schwartz- ha de probar que desciende de un dios. Los árboles genealógicos son los culpables de que la leyenda griega esté tan llena de amoríos entre los Olímpicos'. Hay un interés del Estado que liga las cosas de la tierra con el "revolcadero de los dioses". El auge de la democracia acaba con las estirpes divinas y reduce aquellas historias a frívolos galanteos. Pero ya las tales historias quedan incorporadas en la imaginación popular" (1961:50). Y en cuanto a los elogios a los hombres esclarecidos, esto dentro de los pocos géneros literarios que se van a tolerar, es claro que son los referidos a los protagonistas de esa misma clase directora.

 

Pero el enorme resto de las manifestaciones estéticas, incluyendo a la lírica que conmueve los sentimientos y, especialmente, las representaciones trágicas en el escenario, serán abolidas. "Pues bien, acerca del amor, de la cólera y de todos esos movimientos del alma, dolorosos y placenteros, que nosotros atribuimos a nuestras propias acciones, ¿no produce en nosotros los mismos efectos la imitación poética? Porque alimenta y riega todas esas cosas que convendría dejar secas, y escoge además como gobernante aquello mismo que debiera ser gobernado, con el fin de volvernos mejores y más felices y no peores y más desgraciados" (606d).

 

No conviene a los rectores de la polis utópica alimentar y regar pasiones con estas obras de entretenimiento que propician semejantes alteraciones del alma, dolorosas y placenteras, porque los criterios culturales que el ateniense pretende poner en vigencia exigen, eso sí, empezar por el destierro de la poesía (607b), en aras a garantizar el gobierno óptimo. Decisión terrible y desgarradora.  ¿Quién la ha tomado? El filósofo de quien escribirá Reyes:  "Poeta sublevado contra la poesía por su mismo afán de absoluto". Agrega que la poética del griego se explica en su política, y su política se explica por su filosofía: "La filosofía del sumo bien no se contenta con transacciones. Quiere la terrible perfección. El instinto dice que no se la consigue sin algún sacrificio enorme y supremo. La razón se engaña a sí misma con razones, se convence de que el sacrificio exigido consiste en abrir el pecho a la poesía en aras de la pedagogía política" (1961: 181). Es que Reyes está subrayando la torcedura argumentativa del ateniense ante la especificidad de la creación estética, la que no pudo asumir en toda su maravillosa dimensión de misterio y prefirió reprimirla.

 

En la caracterización que presenta Reyes, en uno de sus más importantes estudios clásicos, el "poeta sublevado" que es Platón hace algo inaudito, al optar por una razón que se engaña a sí misma, con razones, y que ejecuta medidas políticas, en contra de la poesía. Así ve el erudito mexicano al ateniense, extraviándose en el laberinto de su propia creación: "Confiesa que el razonamiento no le basta, necesita de la inspiración. Y todavía, como ésta se le ofrece arropada en atavíos de la mimesis, la rechaza indignado, en su impaciencia por llegar al éxtasis y a la comunicación directa entre la mente y el absoluto" (1961: 178, 180).

 

La capacidad de razonamiento cedió y optó Platón por una filosofía sin poesía o, peor todavía, lo hizo soñar una U-topía sin poesía ni poetas, donde la tragedia, como género poético escenificado, se encuentra sometida a una descomunal censura. No otra cosa es su ciudad ideal, donde reinan los filósofos. Hasta qué punto pretende imponer Platón su propia ley, una muy personal que arranca con los decretos antipoéticos, nos lo indica la potestad que le asigna a sus gobernantes para que, de motu propio, dicten toda la nueva legislación y procedan, en forma complementaria, hasta la supresión de la isonomía, lo que era inaudito a esa altura de la evolución histórica en la Hélade.

 

Este es, justamente, en su conjunto, el rasgo racionalista que tanto hará discurrir a los autores de los siglos XIX y XX, desde Soren Kierkegaard hasta Albert Camus, de Karl Popper a Martha Nussbaum, y en donde Platón no se va a llevar precisamente los mejores comentarios, porque la abolición de una forma de arte, para asegurar el óptimo desempeño de la razón, no garantiza ni una ni otra. La expresión estética encontrará, de cualquier manera, su propio camino al margen del pensamiento racional y el curso político siempre será inasible, en su totalidad, e irrepetible en el tiempo, características que le son consustanciales.

 

Esta es la insuficiencia racional que, con agudeza, recalcaron los filósofos españoles del siglo XX. Sus críticas son uno de los puntos de referencia al respecto, solo uno entre otros. "El tema del tiempo de Sócrates, consistía, pues, en el intento de desalojar la vida espontánea para suplantarla con la pura razón", sostiene Ortega y Gasset, para quien mediante este empeño que había arrancado con Parménides y que desembocaba en Atenas, se busca en el orden intelectual reprimir las convicciones espontáneas, las que resultan minimizadas y subestimadas cuando se considera que son solo opinión, mera doxa, para adoptar en vez de ellas los pensamientos de la razón pura, los logoi que son el verdadero saber -episteme- (1968: 53).

 

Igualmente, Unamuno se enfrentó al racionalismo filosófico, retomando la polarización precedente, que él acentúa en su dramática justificación religiosa, al transferir la dicotomía entre los términos de la vida y la muerte: "Muchas y muy variadas son las invenciones racionalistas -más o menos racionales- con que … se ha tratado de buscar en la verdad racional consuelo y de convencer a los hombres, aunque los que de ello trataron no estuviesen, en sí mismos, convencidos de que hay motivo de obrar y aliciente de vivir, aun estando la conciencia humana destinada a desaparecer un día" (1969: 90).

  

Otra señal es la que percibió María Zambrado (1987), colocándose con su perspectiva muy cerca de la percepción primigenia de Césaire, en las delicadas observaciones sobre estas complejas relaciones entre la poesía y la razón. El logos, "suma de razón y palabra", estaba retado y confrontado por "otro logos, el de la poesía, que es irracional". Entonces, la razón-palabra platónica confina a la poesía-palabra a un éxodo desencadenado, pues como ésta es portadora de la irracionalidad subjetiva no hay, para ella, sitio en la república de la justicia y de la verdad. Pero para la pensadora, este es el mero inicio de una historia de siglos en que las cosas fueron cambiando, hasta llegar a una inversión en los términos,  porque si en la aurora de la razón la filosofía alegaba que solamente ella ofrecía consuelo, en los tiempos modernos la desolación ha venido de la filosofía y el consuelo de la poesía. Dónde va a quedar la razón dentro su propia filosofía es todo un tema, igual que en Ortega y en Unamuno, para lo que corresponde al pasado siglo hispano. 

 

Así ubicado históricamente e interpretado, el racionalismo y en lo particular el platónico ha estado en el centro de la observación más crítica. Aunque, sobre todo, se escruta a los criterios que expone en La República sobre la poesía, también hay voces discrepantes con las interpretaciones que ven en la política cultural platónica una arremetida antipoética. Colingwood, i. e., estima que la inconformidad de Platón se refiere solamente a la poesía representativa, "y no a la poesía en general" (1993: 53). Pero en esta tesitura el resultado es peor todavía, porque esto va en contra de los brotes muy específicos de la psicología colectiva que se estaban produciendo a través del drama clásico de los griegos.

 

De acuerdo con esta fórmula -que Colingwood utilizará en Los principios del arte, para explicar la reacción del autor de los diálogos ante la decadencia ateniense-, las manifestaciones estéticas religiosas de los primeros griegos habían ido cediendo espacios a nuevas formas de expresión, propias de la Edad Helenística. La novedad era la oferta de diversiones que arrancaba con las tragedias y, para Platón, se trataba del arte de un mundo sobre-excitado y supra-emocionalizado. Lo que él quería y que se muestra plenamente en La República, era "retrasar el reloj" en Atenas y volver del arte de diversión y entretenimiento de la decadencia griega al arte mágico del período arcaico y del siglo V. Pero al atacar a la poesía representativa, recalca Colingwood, Platón "aplicaba los medios inadecuados para lograr este resultado (si lograrlo hubiera sido posible) (1993: 56, 98)".

 

Quizás no hacía falta venir tan cerca de nuestros días ni a los escritores españoles para encontrar los argumentos contrarios a la censura poética y al destierro de los poetas. Fue en presencia de esta dislocación platónica que Aristóteles observaba que la verdad poética no debe confundirse con la verdad científica o la moral y que, en poesía, es preferible un imposible que convenza a una posibilidad que no convence. Estableció el filósofo: "En relación con la poesía, lo verosímil imposible vale más que lo inverosímil posible" (Poética 9-1451b). Solución original, sin duda, y que proviniendo de quien la formula tiene una amplia ramificación en diversos tratados (Aubenque 1994). En la Etica, por ejemplo, retomó el estagirita este delicado asunto de saber asumir las cosas en su debido contexto: "Propio es del hombre culto no afanarse por alcanzar otra precisión en cada género de problemas sino la que consiente la naturaleza del asunto. Igualmente absurdo sería aceptar de un matemático razonamientos de probabilidad como exigir de un orador demostraciones concluyentes" (1194 24-30). Pruebas para ello las aportará en el tercer libro de la Retórica, cuando trate ampliamente el tema de los usos del lenguaje y, en particular de la metáfora, a partir de la conocida oración de Homero, "la flecha voló", junto con otras citas tomadas de Pericles, Lisias, Diógenes el cínico y el mismo Homero. 

 

Sin duda que su estudio del hombre no se puede agotar solo en un estrecho terreno de perspectivas unilaterales, por lo que el filósofo propone el abordaje a través de una estrategia de la pluralidad, en la que también cabe una sui generis verdad, específicamente poética, para regir a la epistemología que es propia de la estética. No le hace falta enajenar a la razón de la lírica representativa o de la poesía, ni tampoco llegar a la medida extrema de imponer la censura por decreto real.

 

Tal y como lo propone, resulta más que original porque le está abriendo espacios a los imposibles del arte, colocándolos aparte de los posibles que no convencen. Aún más, como observaba leyendo en La República de Platón que la ciudad de los filósofos gobernantes tiene dispuesta la prohibición de toda clase de placeres, para sus guerreros, entonces Aristóteles pedirá que, "en punto a la felicidad", más bien pasen las cosas de otra manera porque si los mismos defensores de la ciudad no son dichosos, ¿quién aspirará a serlo?

 

Y viene la solución, en un terreno político claramente apartado de las fórmulas culturales platónicas. La vida virtuosa y feliz de la polis de Aristóteles pasa por el ejercicio de la soberanía popular, lo que -a contrapelo de las prohibiciones de su maestro- se pone ahora en el mismo centro de la vida en la ciudad, para que incluya el disfrute de las obras estéticas. Estas se convierten en una materia de espectáculo cívico y educativo. Aplicaba, así, una especie de terapia colectiva por medio de la exhibición pública.

 

La felicidad es el objetivo al que naturalmente se dirige la sociedad humana y, como parte de ella, el entretenimiento público tiene mucho que ayudar a su plena realización.

 

Expresándose claramente sobre la soberanía popular, la que es una extensión de las funciones constitutivas de su polis, Aristóteles observa que la mayoría de los ciudadanos está formada por aquellos que, tomados separadamente, no son hombres notables, pero tomados en masa están por encima de los hombres superiores, aunque no individualmente. Y el genial pensador se enfrenta de inmediato a los hechos estéticos que, por su contenido, entran como objeto de juicio colectivo en el ejercicio de esa soberanía popular: En esta multitud, cada individuo tiene su parte de virtud y de ilustración, y todos reunidos forman, por decirlo así, un solo hombre, que tiene manos, pies, sentidos innumerables, un carácter moral y una inteligencia en proporción. Por esto la multitud juzga con exactitud las composiciones musicales y poéticas; éste da su parecer sobre un punto, aquél sobre otro, y la reunión entera juzga el conjunto de la obra (1985: 92).

 

En las calles, en el ágora, en el templo, donde sea dentro del espacio amurallado de la polis, podemos imaginarnos fácilmente a esa multitud deliberativa, en el ejercicio de esta soberanía que les permite, como conjunto humano, en donde el todo es más que la parte, juzgar las obras estéticas que presentan los creadores. Unos párrafos más adelante, precisa sobre el ejercicio de la soberanía, por parte de esa multitud, y dice que los hombres tomados individualmente no son capaces de formar verdaderos juicios. Pasa a desarrollar algo relacionado con el párrafo precedente, con lo que se completa el modus aristotélico para la evaluación social de las obras estéticas : Cuando están reunidos, la masa percibe siempre las cosas con suficiente inteligencia; y unida a los hombres distinguidos, sirve al estado a la manera que, mezclando manjares poco escogidos con otros delicados, se produce una cantidad más fuerte y más provechosa de alimentos. Pero los individuos, tomados aisladamente, son incapaces de formar verdaderos juicios.    

 

Aquí podemos, estableciendo de nuevo el contrapunto, retomar las circunstancias de Platón en este asunto, cuando su propio tiempo lo condujo a pensar que los males de un mundo entregado a la diversión podían curarse controlando o absorbiendo las diversiones, mientras que Aristóteles no razonó del mismo modo porque, en su perspectiva, las emociones generadas por el arte de la diversión más bien son descargadas en la misma diversión. Específicamente, en cuanto a la tragedia ática, tuvo el estagirita una visión certera porque al suscitarse la piedad y el temor, entre las graderías, la compasión culmina cuando el sujeto entra en el proceso que se resume con la palabra griega catarsis. Los protagonistas de la tragedia son reconocidos porque son compatibles con los ciudadanos espectadores, quienes sienten compasión.

 

Colingwood explica la fórmula terapéutica en esta manera: "Esta defecación o purga emocional (catarsis) deja el espíritu del público, una vez que ha terminado la tragedia, no cargado de conmiseración y terror, sino aligerado de ellos. El efecto es de este modo, contrario al que Platón había supuesto" (1993: 55, 56).

 

Bayer, en su erudita historia estética, observa que catarsis ha tenido también dos significaciones, de tal forma que interpreta: La verdadera finalidad de la tragedia es la catarsis, que posee dos sentidos posibles, sea en el desembarazarnos de tales pasiones, y deponemos estas pasiones en el teatro, produciéndose el fenómeno de homeopatía, o bien puede tratar de la auténtica purificación, en el sentido que tiene este concepto entre los neoplatónicos (1986: 54).

 

No se puede dejar de citar en esta parte a Martha Nussbaum, por su interpretación de este género que desde Lessing y los dramaturgos clásicos franceses ha estado desvelando en los medios culturales: La tragedia griega se preocupa por el desempeño de los seres humanos como víctimas. Como dice Aristóteles, sus emociones imperantes, las que mantienen a la audiencia atenta a lo que sucede, son la compasión y el temor. Algunas veces la gente, por su propia labilidad, encara desastres como los que se presencian en la escena, pero la tragedia enfoca otros casos en que esto no es así, donde una linda y buena persona es abatida por la vida. Nuestra compasión reconoce ella misma que Filoctetes, por ejemplo, no merece sufrir como lo hace, y nuestro temor reconoce que algo similar nos puede ocurrir a nosotros o a alguien querido por nosotros (Nussbaum 1998).

 

Pasaron los siglos y, por otros rumbos, muchos pensadores y creadores también reaccionarían ante la desarticulación platónica de la poesía y el pensamiento.  Clamaba Ortega y Gasset, precisamente, contra lo que llamó la "desviación utopista",  que fue iniciada en Grecia y ha sido repetida cada vez que se exacerba el racionalismo. "La razón pura construye un mundo ejemplar -cosmos físico o cosmos político-  con la creencia de que él es la verdadera realidad y, por tanto, debe suplantar a la efectiva. La divergencia entre las cosas y las ideas puras es tal, que no puede evitarse el conflicto. Pero el racionalista no duda de que en él corresponde ceder a lo real. Esta convicción es la característica del temperamento racionalista" (Ortega y Gasset 1968: 150). Aplicar esta conclusión en el tema que se trata, es obvio que permite caracterizar al maestro de la Academia como el racionalista que construye ese cosmos físico o político.

 

Una explicación semiótica

 

Podemos abordar este asunto con la semiótica del siglo XX, que nos proporciona los instrumentos para enfrentar al Platón filósofo del lenguaje y de la estética, de acuerdo con lo que estableció en el Ión, y por las decisiones de política cultural que tomó en La República.

 

Llama la atención que Platón, pese a su capacidad analítica y documentados estudios literarios, no descompuso los elementos constitutivos del discurso lírico tal y como, en cambio, sí se venía haciendo desde Jenófanes, Heráclito y Parménides. Así, dejándose llevar por su acendrado instinto poético y verdadero apasionamiento literario, asumió las manifestaciones líricas como una totalidad expresiva que se le mostraba aparte de la razón, fundadas en una posesión divina … e incontrolables para las autoridades de la polis ideal. Y por lo tanto, hizo a un lado la decodificación del texto cuando le bastaba con solo un poco de distanciamiento para acometerla y desentrañar la dualidad del discurso poético. Empero, esa operación no le resultaba viable a quien, en el fondo, seguía siendo un poeta de plena vocación que, transido de emociones religiosas, se sobrecogía ante las palabras aladas. 

 

Si ser poeta es para Platón cosa ligera, alada, sagrada, como hemos visto que escribió en el Ión, su creación poética puede recibir los mismos tres adjetivos, en lo que coincidirá la semiótica, asumiendo sagrada en cuanto inspiración religiosa. En este sentido, Barzuna (1987: 185) define los rasgos específicos del texto lírico:

 

- Fuerte carga de la dimensión expresiva del lenguaje. De ahí el énfasis de la función emotiva, centrada en el yo lírico del discurso.

- Relevancia metafórica, con el propósito de connotar segundas estructuras de significación.

- Motivación exhaustiva del signo a partir de los recursos fónicos y semánticos con que trabaja el poeta. Esto da como resultado un tipo de texto caracterizado por la transparencia y ambigüedad de los signos. Instancia que se lleva a cabo, gracias a las posibilidades polisémicas presentes en la estructura misma del lenguaje y, por ende, de la cultura de una sociedad.

 

Aplicando al Ión la analítica semiótica, la poesía está aparte de la razón, lo que empalma con la fuerte carga de la dimensión expresiva y la función emotiva. El texto se reconcentra en la subjetividad lírica que define el énfasis del discurso. La relevancia metafórica, que permite trastocar el significado de las palabras y las oraciones en su sentido primario, la expresa el ateniense en la misma definición del poeta como un ser que es cosa ligera, alada y sagrada, todo lo que contribuye a imponer la estructura ausente. Cabe apuntar que, a diferencia del símbolo, la metáfora no reemplaza sino que sugiere una realidad a la que la metáfora transporta. Finalmente, el uso de los recursos fónicos y semánticos propicia el goce de la palabra por la palabra y, de esta manera, se ensanchan las posibilidades polisémicas que se resaltan en otro fragmento de este diálogo:

 

535d. ¿No sabes además que en la mayor parte de los espectadores produces efectos análogos?

 

e. Demasiado bien lo sé. Siempre los veo perfectamente desde lo alto de mi estrado; veo cómo lloran o lanzan a uno y otro lado miradas amenazadoras y quedan esclavos de mis palabras.

 

536a. El del medio eres tú, rapsoda y actor, el primero es el poeta mismo, y la divinidad a través de todos estos intermediarios atrae a donde le place el alma de los humanos haciendo pasar esta fuerza de uno a otro.

 

De acuerdo con esto, cada uno de los espectadores está decodificando el discurso y haciendo realidad su lectura polisémica. La multitud que llora, lanza a uno y otro lado miradas amenazadoras; está conmocionada y transida de emociones. Está la catarsis operando para aliviarlos.

 

Nos encontramos aquí, por así decir, en el segundo nivel que recorre esta obra estética cuando empezó a circular socialmente. Si a primera vista, según interpreta Reyes (1961: 179), la poesía se le había aparecido a Platón como "un gran fracaso metafísico", una vez llevada a escena traerá consecuencias que el filósofo considera que son política y socialmente dañosas. Aquí, de nuevo, acudimos al mexicano y lo hemos parafraseado para llegar a las conclusiones que se derivan de los rasgos propuestos por Barzuna.

 

La poesía como tal es para Platón algo separado de la filosofía, por eso es un gran fracaso metafísico; pero transpuesta al anfiteatro, contagiaría a la polis del efecto que produce, como si fuera un imán, al que se llama en este diálogo "piedra heraclea". Entonces van a brotar los más profundos sentimientos entre los espectadores y de esto trata La República, justo para prohibirlos en público.

 

Pero viene Aristóteles a cuestionar, de primero, si no se trata precisamente de buscar eso, de que haya una función social del hecho estético. Porque habiendo una purga de las pasiones malsanas, la catarsis va a permitir a los ciudadanos aliviarse de esa pesada carga que es socialmente inconveniente.

 

En cuanto a estas pasiones, se trata particularmente de la piedad y el temor, las que afloran en las graderías. Las va mencionar en la Poética (1449b, 1451b) como los sentimientos aparejados que se suscitan en los espectadores y que lo conmueven. Obviamente, porque el sujeto es una persona de alma activa (III De Anima, 5).   

 

El hecho estético según otros creadores

 

La creación de obras que sean bellas, abrumadoras, monstruosas, grotescas o sublimes, espirituales o eróticas, cromáticas, luminosas u opacas, polifónicas, atónicas o rítmicas, realistas o no figurativas, en fin, el hecho estético como tal ha sido asumido por sus mismos autores cuando intentaron aproximarse a este misterioso terreno mediante distintos lenguajes, como veremos a continuación.

 

Varios de ellos dieron pasos con el propósito de despejar lo que se les revelaba como su problema propio y que, en el fondo, era la repetición del dilema platónico ante la poesía y la filosofía, pero lo que en el griego era una encrucijada tuvo una inspirada salida entre otros creadores. Leamos, para empezar, la secuencia de antinomias que propone Lezama (1981:129):

 

Es creíble porque es increíble: el hijo de Dios murió.

Es cierto porque es imposible: y después de muerto resucitó.

La resurrección: se siembra en un cuerpo material, pero se renace en un cuerpo espiritual.

Superación de la frase de Heidegger: el hombre es un ser para la muerte. ¿Y el poeta? Es el ser que crea la nueva causalidad de la resurrección.

 

Mediante la conjunción en este texto de aspectos teológicos, filosóficos y de teoría lírica, esta peculiar interpretación sirve como punto de partida en cuanto a la indagación estética, aunque nos llevará por senderos muy alejados de nuestro camino original. Pero es que si de sentimientos y de pasiones se trata, la síntesis cristiana -lo que ocurre dentro del alma entre esta parte emocional y la razón- tiene mucho que decir, a la luz de la revelación.

 

Una vez que han sido sentadas tres contradicciones, como premisas para dejar atrás la teleología heideggeriana de la muerte, la solución estética que propone el escritor ingresa en la religión. Se ha acogido el poeta a San Pablo, para quien la palabra de Dios lo tiene todo como portadora de fe. "Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón" (Hebreos 4: 12). Está penetrando Lezama bien adentro de este templo cristiano de las palabras y justamente allí se ha instalado, a través de la poesía, propiamente dicha, con lo que se trasciende el estadio final de la vida humana, para prolongar la vida en la repetición del misterio cristiano de la resurrección. Esto porque para Lezama, a partir del hombre como un hecho biológico que está en la base, empieza a escalar la dimensión de lo misterioso, en la que se van superponiendo las instancias ascendentes de la creación:

 

"El espacio más secreto del hombre se transfigura en la llegada de lo estelar. En el mundo griego se reemplaza esa imagen de lo estelar por la terateia y la identidad. Sobre el fondo de la identidad se verifican las incesantes metamorfosis, es decir, porque A es igual a A, este ciervo es aquel árbol, esta capa es el escudo de Aquiles" (1981: 127). Se trata de una escalada ascendente que, en la Antiguedad clásica, va a llegar hasta una atmósfera antes mitológica que poética y que, al término de la Edad Helenística, asumirá características plenamente teológicas.

 

En este fragmento ha explicado el autor el paso (¿o salto?) de la filosofía a la poesía, desde el principio lógico de la identidad, con que se inicia la metafísica occidental en el Poema de Parménides, a la terateia y la metamorfosis, y ahí mismo a la figura de la metáfora, que ya tenía amplio uso literario y suficiente teorización en la crítica. Todo Platón está contenido en estas abruptas transiciones que teorizará la Edad Helenística, en particular con la obra filológica de los eruditos alejandrinos, y que va a alimentar los afluentes medievales.

 

Lezama no hace, propiamente, un empleo lógico del principio de identidad, sino que se desborda en la metáfora y se instala en la metamorfosis, para hacernos una propuesta que trasciende la teleología de la muerte radical. Tal es la clave de la creación poética o, al menos, una clave. No en vano sostiene Reyes con talante peripatético que, después de todo, el lenguaje es siempre metáfora y se pregunta a este respecto "¿Para qué sacrificar la riqueza estética heredada con el lenguaje?" (1961: 49).

 

Volvamos con Lezama. La manifestación estética es constitutiva del ser humano ya que no se trata solo de una forma de expresión, sino de algo más. El poeta, como creador, no es un simple operador del lenguaje. Más bien, nos ha dicho atrás, crea la nueva causalidad de la resurrección. Su palabra no puede asirse por la filología sino desde el misterio de la creación estética. Esta es una función constitutiva de su antropología cristiana en la que, de nuevo, topamos con la teología. Su inspiración neotestamentaria es muy explícita, pero sin negar que tiene las raíces bien firmes dentro del clasicismo griego.

 

"Existe una función creadora en el hombre, trascendental-orgánica, como existe en el organismo la función que crea la sangre. La poiética y la hematopoiética tienen idéntica finalidad. Instante en que lo orgánico se transforma en respirante, es decir, en que aparece el espacio asimilado que se devuelve (…) El hombre, solamente, asimila el espacio y lo devuelve como un logos, con un sentido, es el verbo. El verbo era Dios y Dios era el verbo, los dos espacios, el exterior y el interior, el visible y el invisible, se comunican, o mejor, están ya en la unidad" (1981: 126).

 

La teoría del poeta nos ha dejado en el umbral de la síntesis de contradicción que solamente empezó a resolverse en la historia con el Cristianismo, y en la que tanto la Patrística como la Escolástica se volcaron a poner en lenguaje filosófico el Misterio Revelado. Esta es la entraña de la obra que acometen San Justino, San Clemente de Alejandría y, por supuesto, San Agustín, y que desemboca en las cumbres del siglo XIII. Pero eso lo veremos en otra ocasión.

 

Con Lezama tenemos una estética que sintetiza lo bello y lo sagrado, suma integradora de la mayor importancia. Dice Barbotin, precisamente sobre el arte en el que se logra esa conjunción: "La experiencia estética es la de un acrecentamiento de la realidad, la de un aura que envuelve al objeto sensible, lo substrae de lo utilitario y lo entrega a la contemplación. Debido a este carácter de gratuidad pura, lo bello se une a lo sagrado, manifiesta la presencia de una trascendencia en el mismo corazón del mundo, de un más allá aquí abajo; inspira respeto y admiración" (2002: 216). Por ahora, tenemos el hecho estético puro, mismo en que coinciden con Lezama otros creadores. Kierkegaard, por ejemplo, quien va justamente a la misma manifestación de riqueza estética que estamos viendo. En forma directa y en una parte crucial de su obra, el escritor danés se enfila al preciso momento en que la metamorfosis y la metáfora nos ponen ante el misterio poético cargado en una leyenda de la Antiguedad greco-latina, tal como la transcribe el protagonista del Diario de un seductor:

 

"Durante la caza, Alfeo se enamoró de la ninfa Aretusa. Pero ésta no quiso ser suya y huyó, huyó siempre delante de él, hasta que en la isla Ortigia fue convertida en fuente. Alfeo sufrió inmensamente y fue metamorfoseado en río, en ese río que ahora corre con el nombre de Elis en el Peloponeso. Pero no olvidó a su amor y bajo las olas del mar pudo finalmente reunirse con su amada. ¿Pasó tal vez el tiempo de las metamorfosis? ¡Contéstame! ¿Pasó tal vez el tiempo del amor?" (1963: 178).

 

En este paso por la mitología clásica, Kierkegaard recurre a la metamorfosis como un hecho misterioso en el que se rompe la identidad y, entonces, concluye con la comparación de los tiempos mítico-arcaico y decimonónico para hacer del presente otro tiempo renovado del amor y, sobre todo, interpelativo para el ser amado a quien se dirigen las preguntas. El hecho estético es total, ya que no se trata de una sola manifestación sino que es un hecho compartido en el fugaz instante presente.

 

Un poco antes, el autor del Forfórerens Dagbog ha separado la estética de la ética, para contraponer estas dos esferas de la existencia (existents-sphaerer), no solamente en una operación cognoscitiva -¡ni mucho menos!, que ninguna prioridad le merecía esa ética de raigambre kantiana-  sino en cuanto a su contenido, como vida vivida. Para el teólogo escandinavo, somos una síntesis de contradicción.

 

Lo estético viviente es aquello mediante lo cual el hombre individual es inmediatamente lo que es, mientras lo ético racional es aquello mediante lo cual llega a ser lo que será. Tengámoslo bien presente para lo que sigue: "La ética es siempre y en igual medida algo aburrido, tanto en la ciencia como en la vida. ¡Qué contraste! Bajo el cielo de la estética todo es hermoso, alado, lleno de gracia; donde entra en cambio la ética, el mundo se torna yermo, feo e indeciblemente aburrido" (1963: 90).

 

No es casual que la adjetivación de lo hermoso, alado y lleno de gracia, bajo el cielo estético kierkegaardiano, mucho se asemeje al valle platónico de las musas de donde traen los poetas sus obras, porque seguidamente aparece la razón -separada de la poesía- de uno y la ética aburrida -separada de la estética- del otro; ambas completan, exactamente, el pálpito de vida que los hace disvariar.   

 

Y es que en la ética entra el pensamiento, en la estética el goce y la fantasía. Pero esto no se cierra en esta contraposición ya que existe otra esfera de la vida, la tercera además de la estética y de la ética, que es la religiosa y en la que impera la contradicción. Para adentrarse en el contenido del Dagbog, es fundamental la confrontación de las dos primeras porque, según advierte, la vida pierde su belleza en cuanto se hace valer lo ético. En vez del placer, la felicidad, la despreocupación y la belleza que posee la vida cuando la consideramos estéticamente, tendremos en la ética una actitud constreñida por el deber, el deseo loable de progresar, un celo infatigable y afiebrado. Parece que estamos en presencia de la misma contradicción que tenía el autor del Ión, pero que si había sido separada entre poesía y pensamiento, ahora resurge disgregada, a su vez, entre las tres esferas de la existencia.

 

El Diario da una opción adicional, sobresaliente de toda la estética del filósofo de Copenhage, al establecer que todo lo que le ha proporcionado al sujeto era como un mero acercamiento a lo que está más allá: ahora entra a operar la fantasía, el verdadero vínculo inter-subjetivo de quienes comparten el goce amoroso y que los pone en contacto, en una relación trascendente. En este caso son el cínico autor del Diario y Cordelia Wahl: "… el infinito es justamente lo que está más cerca de la naturaleza humana; pero no ha de descubrir esta verdad mediante el pensamiento -para ella sería alargar el camino-, sino mediante la fantasía, donde se halla el verdadero vínculo entre ella y yo…" (1963: 120).

 

Hemos llegado a este punto, que propiamente es de la erótica, partiendo de la metamorfosis que porta la metáfora, en las operaciones de escritura que son conducentes -por la función de la fantasía- a lo inaudito alado y lleno de gracia; es la esfera de la estética, en la que el infinito es justamente lo que está más cerca de la naturaleza humana, en el tiempo del amor. No hay que dejar de insistir en la trascendencia de la erótica para el conjunto de la obra de Kierkegaard, factor en lo que mucho tuvo que ver su propia vida, ya que constituye el paso previo para la liberación de la fantasía. Algunas de sus variantes son: "inmediatez erótica", "genialidad sensual", "el amor erótico", "quasi amor", "escenario erótico", "erotismo musical", "erotismo espiritual" y "erotismo terrenal". 

 

Esta enumeración, obviamente, se convierte en algo más que el simple recuento cuantitativo, pero no siendo ni siquiera un listado de todas las rutas que están abiertas en la erótica kirkegaardiana, resulta indicativa de la proximidad del pecado en sus linderos. Cuando el pecado se introduce en la estética, dirá el danés, el estado afectivo resulta frívolo, o pesaroso, pues la categoría bajo la cual cae el pecado es la contradicción, y ésta es cómica o trágica. Así se ha alterado el estado afectivo; pues el estado afectivo correspondiente al pecado es la seriedad.

 

Pero la dislocación del orden lógico a través del lenguaje estético puede colocarnos no solo ante el misterio religioso de la resurrección, como en Lezama, o ante el encuentro amoroso del instante en que se roza el infinito, como en Kierkegaard, ya que también existen las dimensiones de lo telúrico, lo monstruoso y lo onírico, entre otras, siempre a partir del umbral estético. Como posibilidad, esta variante ha colmado una buena parte de la indagación cultural del siglo XX y en el Nuevo Mundo representó un rasgo esencial de su creación por la palabra.

 

Metamorfosis y metáfora en América Latina

 

Sea en la erudición cosmopolita o en lo real maravilloso, siempre por medio de la configuración mórfica del lenguaje traspasamos el principio de identidad y los demás principios lógicos.

 

Veamos, en el ámbito telúrico de las tierras mesoamericanas donde perviven las metamorfosis y la terateia de los dioses precolombinos, cómo siguen operando las metáforas de Miguel Angel Asturias. Un momento, una palabra, merced a cuya potencia se activan las mitológicas de la montaña.

 

Cabe aquí la definición de Borges: "La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo o algo dijeron que no debiéramos perder o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético" (1983: 12). Fantasía, había dicho Kierkegaard. Terateia, según Lezama. Guatemala, para Asturias. 

 

Este es el espacio inicialmente terrenal que deviene en atmósfera del barroco latinoamericano, donde operan las fantasías de los hombres de maíz; en el abra se rompe el principio de identidad, despejando la atmósfera para la metamorfosis de lo real maravilloso:

 

"La tierra de Ilom olía a tronco de árbol recién cortado con hacha, a ceniza de árbol recién quemado por la roza. Conejos amarillos en el cielo, conejos amarillos en el agua, conejos amarillos en el monte" (1972: 13).   

 

Esta vez la creación estética no se traduce más que en algo flotante, como un presagio de lo inaudito, próximo a lo tenebroso o al misterio terrífico, "inminencia de una revelación, que no se produce". Un espesor telúrico en lo celestial levita entre la tierra y los árboles, a través de humos y polvo de cenizas donde los conejos amarillos suscitan el misterio de nuevo renovado y otra vez visitado, en la múltiple metamorfosis que se revela en el cielo, en el agua y en el monte. Algo maravilloso late en esos conejos amarillos omnipresentes. Para descifrar lo misterioso de esta geografía, vale la teoría estética de Lezama: Es la combinación de voz, verbo e imagen la que solo acompaña al hombre porque en su respiración, por instantes, se conjugan estos tres elementos con lo telúrico de las entrañas (1981: 123).  

 

Igualmente Jorge Luis Borges rompe todas las leyes naturales preexistentes y, entre los anaqueles donde gravitan sus enciclopedias, como imago mundi ya que no mapa mundi, el numen activa  en el ciego bardo la poiética y la hematopoiética. Por algo, en sus amplios estudios de las teorías del lenguaje y de la estética de la palabra, llegó a una conclusión que no cesó de repetir: Primero, se vive el inefable sentimiento auroral de la poesía. En una memorable entrevista, dijo el poeta bonaerense al respecto: "No me atrevo a hablar de la circulación de mi sangre o del ritmo de mi respiración, pero hay cosas que enseguida siento como pertenecientes a la poesía… De la misma manera que sentimos, qué diré yo, el mar, o una mujer, o la puesta del sol, o la amistad o la inteligencia de los demás. Es una experiencia inmediata" (En Charbonnier 1970: 26, 27).

 

Luego, en el segundo paso de la creación por la palabra, se activa la parafernalia de la imaginación que se imbrica con lo sobrenatural, porque el medio urbano y metropolitano del ciego bonaerense es tan oportuno, y tal vez más, como la sierra mesoamericana de Miguel Angel Asturias, para despertar la fantasía.

 

"Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso" (1995: 13, 14).

 

Tenía que ser en la alta noche cuando los espejos desataran lo monstruoso y todo lo demás que seguía a Borges. Es en esta clase de percepciones que arrancan con la metamorfosis, donde lo acompañaba Lezama, para quien lo monstruoso "respira suavemente a nuestro lado, haciéndose real al encontrar la mayor envoltura correspondiente" (1981: 177). Para detenerse en el límite de lo monstruoso, es suficiente con quebrar la cotidianeidad reforzada en la objetividad diurna y trasladar al logos, transponiéndolo, hacia una semi-vigilia o un semi-sueño, ingresar en el estado difuso entre la vigilia y el sueño que es inevitable en la alta noche de los espejos bonaerenses.

 

"…el escritor no debe invalidar con razones humanas la momentánea fe que exige de nosotros el arte", escribió Borges en referencia a la literatura fantástica y resumiendo sus propias intuiciones de la estética universal y eterna.

 

Esta es la estética que irrumpe con una fuerza incontenible, una y otra vez, en el agobiado siglo XX, cuando muchos pensadores del logos filosófico -y sus correspondientes discursos económicos, administrativos, políticos y culturales- trastabillaron, como Platón, entre la poesía y el pensamiento. Basta, para percibir la estética latinoamericana y universal, con abrirnos a la condición onírica o a la simple ensoñación. "Quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas", dice Borges (1983: 13).

 

Con una pesada densidad teológica, añadiendo el tránsito que trae de la muerte a la vida o que lleva de la muerte a la vigilia y al sueño, Juan Rulfo también instaló a Pedro Páramo y sus fantasmas en esa difuminada frontera que parte de Comala y termina en Comala. Allá, la metamorfosis devino en la monstruosidad del amor que se segó, frustrado y agobiado por los sentimientos de culpa. ¿Qué se hizo la razón en este ambiente rural al que ahogan las pasiones segadas?

 

"…Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humodeada, visada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan" (Rulfo 1997: 303).

 

Se ubican los personajes en esta aldea, pero no en su polvo ni en sus mosaicos sino en la tierra del subsuelo, tal vez en el socavón del cementerio, en donde dialogan las ánimas sobre las ideas que les afloran en el examen de conciencia, sobre la noche llena de pecados, y se preguntan si la vida no es un pecado.

 

"-Créame, Angeles, que usted siempre me repone el ánimo. Voy a dormir llevándome al sueño estos pensamientos. Dicen que los pensamientos de los sueños van derechito al cielo. Ojalá que los míos alcancen esa altura. Nos veremos mañana.

 

-Hasta mañana, Fausta." (Rulfo 1997: 291).

 

Cuando estas ánimas o seres susurran sobre los acontecimientos que han vivido o de los que son testigos, se preguntan por el destino que tendrán las almas de los protagonistas, después de la vida. Ante la ruptura de todas las normas éticas durante la vida en la tierra, en que se transgredió hasta sus mismos constituyentes, empieza el examen de conciencia que involucra el eje mismo del planeta: "¿No oyes?  ¿No oyes cómo rechina la tierra?" (Rulfo 1997: 287).

 

Rulfo, en un sesgo tan de amargura como de frustración, también exhuma la mayor crueldad moral y religiosa posible, que es la que niega la redención, dada la condena que se está prescribiendo la inocencia a sí misma, y por eso también el diálogo o confesión de la víctima porta un dolor eterno que despierta una piedad infinita. 

 

-¿Tú crees en el infierno, Justina?

-Sí, Susana. Y también en el cielo.

-Yo solo creo en el infierno.

 

Es inevitable recurrir a la Comedia de Dante, como un punto de referencia ante estos textos, e igualmente a toda la teología del cristianismo sobre la resurrección de la carne. Recordemos en forma puntual este eje de nuestra religión, tal y como lo expuso el Doctor Angélico: "Es evidente que el alma se une al cuerpo naturalmente, porque por su propia naturaleza es forma del cuerpo. Luego es contrario a la naturaleza del alma permanecer sin el cuerpo. Y nada contrario a la naturaleza puede durar perpetuamente. Luego el alma no estará perpetuamente separada del cuerpo. Y como el alma ha de existir perpetuamente, necesariamente se ha de unir de nuevo al cuerpo, lo que significa resucitar. Luego la inmortalidad del alma exige la futura resurrección del cuerpo" (Suma contra gentiles IV, 79). Esto es indispensable para poder dilucidar la declaración escatológica de Susana San Juan, en la que se autoexhibe el personaje femenino, recargándose toda la culpa posible en un pecado mortal, sin el horizonte final de un juicio divino, siquiera, pues ya ella solo cree en el infierno eterno, al que irá su cuerpo resucitado, mientras que Justina cree en el infierno y en el cielo.

 

Y al mismo tiempo, resalta el protagonista masculino Pedro Páramo, encarnación machista del orden terrenal y agrario que, igual que los personajes de Dante y de Homero, subsiste acosado por las ánimas, pero no en el medio del camino de su vida sino en un plano bastante terrenal, en el que lo circundan sus fantasmas, los que le pertenecen solamente a él, hasta durante las horas del sueño: "Porque tenía miedo de las noches que le llenaban de fantasmas la oscuridad. De encerrarse con sus fantasmas. De eso tenía miedo" (1997: 303).

 

Basta con haber quebrado el principio de identidad y darle campo a las metamorfosis, para empezar a transitar por el lenguaje metafórico. O razonar a partir del principio religioso, de modo que el sorites concluye con la ruptura del principio de identidad y posibilita la metamorfosis, porque lleva de la vida a la muerte y a la vida eterna.

 

Más allá del logos racional

 

No más se separa a la razón pura y el lenguaje humano queda revestido con la ambiguedad de los signos. Se abre el espacio infinito de la polisemia. Con ello, la lectura debe abocarse a la decodificación y a perseguir el segundo sistema. Hay un metalenguaje que se da en el discurso que, ciertamente, no es el discurso racionalista que regirá la polis platónica pero, tal vez, será uno que surja del anfiteatro  -entre las lágrimas, los sollozos, las risas y las carcajadas, y las emociones colectivas de la polis cotidiana-, donde se deja correr al discurso literario para que surta su efecto, como una "piedra heraclea". O el que emplea el ciudadano en sus horas de sueño y durante los estados de imaginación que también exploraron Heráclito en sus fragmentos nocturnos, Platón (La República) y Aristóteles (Sobre la adivinación durante el sueño y De Anima), así como Descartes al comenzar las Meditaciones Metafísicas y Nietzsche en El nacimiento de la tragedia.

 

La palabra recargada de instintos inconscientes -y de poderosas cargas procedentes del segundo sistema- se convierte en discurso y tenemos, entonces, una literatura sumamente riesgosa, porque la Psicología ni siquiera ha terminado de saldar cuentas con el mecanicismo, aunque diera en el clavo de mencionar los estados de ensoñación o de los contenidos oníricos, como se aceptaba, ya sin remedio, a la altura del siglo XX: "…la exégesis del sueño no es posible mediante interpretaciones racionalistas" (Wyss 1988).

 

Tampoco el sueño es una vasta metáfora ni la representación escénica de un tema subyacente: "Es un jeroglífico que no hay que interpretar literalmente" (Rifflet-Lemaire 1979: 303).

 

Esta literatura que acarrea instintos, sueños y ensoñaciones porta cargas semánticas y se modifica cuando está siendo decodificada; y es ciertamente la que no calza en la polis de Platón pero es la que ha sido y sigue siendo, en nuestra polis milenaria, la principal fuente del misterio poético y de tantas cosas que, en primera instancia, son inasibles por la mera razón que va corriendo al frente, se precipita y opera de inmediato el principio de identidad.

 

Después de dos mil seiscientos años, el tema de la actividad mental nocturna y de los estados de ensoñación en la vigilia se mantiene muy opaco, a pesar de la liviandad de los sueños y del desborde de la imaginación, junto con otras actividades mentales de este tipo. Pero esa opacidad no le resta trascendencia, sino todo lo contrario, como se evidencia en la literatura latinoamericana del siglo XX.

 

Esta materia tan dúctil es una tarea de la razón ante el nuevo milenio: Asumir -aunque muchos prefieren solo manipular-, en la Era de la Videopolítica, todo lo que se refiere a estos estados diurnos y nocturnos, de vigilia y (en)sueño cuyo muy cuidadoso abordaje, en lo contemporáneo, es una exigencia que resume Barbotin: "El freudismo de Freud y de los freudianos presenta habitualmente al inconsciente como el lugar propio de los instintos, o retomando la expresión de Maurice Nédoncelle, como un simple parque zoológico" (2002: 237).

 

Llamada de atención oportuna, porque si no es para conducirnos al behaviorismo, advierte empero la unilateralidad con que se han interpretado esas indomables pulsiones que mucho significan en el seno de la población, de lo que hemos visto una simple muestra con la narrativa latinoamericana del siglo XX. En abono de esta perspectiva, vale la pena recordar por último, que según María Zambrano en los tiempos modernos se ha invertido lo que ocurrió con el orden de los factores, en la aurora de la razón, porque en el pasado siglo XX, la desolación ha venido de la filosofía y el consuelo llegó de la poesía (1986). Siendo que Platón lo formuló al revés, lo que ahora le corresponde propiamente al pensamiento, como su tarea más urgente, es uno de los temas de nuestro tiempo.

 

Conclusión

 

El enfoque estético, que pudiera recargarse en la parte artística y sentimental del alma, en realidad le abre al estudio humano esa dimensión aún inasible del hombre; pero unos se han sentido rechazados en esa tarea y a otros los ha llamado con voces poderosas, no por el esteticismo moral, que siempre es un riesgo, sino porque las más pequeñas aberturas revelan la existencia de una honda penumbra -algo así como una suma de deseos, anhelos, sueños y ensoñaciones, inspiraciones y aspiraciones- que se multiplica por el número de ciudadanos, y eso cuenta en nuestra política del nuevo milenio.

 

La Antiguedad clásica muestra un antecedente, a la inversa, en que la dislocación de la filosofía platónica, precisamente ante las manifestaciones estéticas, cobró características de irrevocable en los mismos inicios de la obra del filósofo de la Academia, como se puede leer en el Ión. Sin embargo, esto tomó dimensiones trágicas en la obra mayor, ya que en La República no solamente recogió la separación entre la filosofía y la poesía sino que las enajenó entre sí. Puesto este pilar de la ciudad platónica, las manifestaciones artísticas de la tragedia devienen en un fruto prohibido y, entonces, entra a operar otra metamorfosis, una que tiene un talante racionalista, en la que se postula el reino de la justicia sin isonomía. Esta vez podemos falsar a la estructura completa del sistema político de Platón.

 

Dos salidas se ofrecen a la vista. La de Aristóteles, cuya pequeña polis ya no va a corresponder, en absoluto, con los tiempos que corrían de la expansión del imperio macedonio, ni mucho menos con la Pax Romana que estaba a la vuelta de la esquina, lo que le permite desentenderse, una vez más, de las arcaicas creencias de su maestro, tal y como lo dirá en forma expresa al introducir el concepto de verdad literaria, sin caer con esto en una paradoja ni en una contradicción de términos.

 

De esta vertiente interpretativa va a salir la conceptualización de la catarsis, que valora y operacionaliza socialmente la limpieza pasional colectiva, y que valdrá en tanto que la practiquen las multitudes reunidas para presenciar los espectáculos de la tragedia ática. Se trata de una verdadera terapia del deseo en la que la población enjuicia las obras estéticas y con la que, como es habitual en él, tira por el suelo el mito metafísico que su maestro expuso en la "mentira benéfica" de las tres almas metálicas. Este engaño, conocido primero en Fenicia, y todo el orden social al que le sirve de pilar, en particular la estratificación social sellada metálicamente, es lo que desaparece para que las calles y las plazas de la polis aristotélica se llenen con la multitud que se depura presenciando sus entretenimientos públicos, y delibera sobre ellos, empezando por las representaciones trágicas.

 

Y la otra salida es la que retoma Lezama, apegado a la Patrística, en la que la creación de la nueva causalidad de la resurrección llevará a la Ciudad de Dios como ya llevó a San Agustín. La creencia religiosa en la verdad revelada, como punto de arranque del razonamiento filosófico y de la creación estética, habilita al poeta para unificar razón y poesía. Pero ese es otro capítulo de la estética y, ciertamente, de la política. Capítulo que, por cierto, en lo que tiene que ver con el arte, se ha repetido una y otra vez cuando los mismos creadores de las obras estéticas aceptaron, en forma explícita, que han roto con la palabra el principio de identidad y, también, que en la escritura recurrieron a la metáfora y a la metamorfosis, según lo que reconoció Kierkegaard pero que, igualmente, lo llevaron al discurso literario los escritores latinoamericanos Miguel Angel Asturias, Jorge Luis Borges y Juan Rulfo, los tres muy lejos, eso sí, de la acendrada religiosidad cristiana de Lezama y de Kierkegaard.

 

Ya transitando el siglo XXI, el problema político no está en escoger una opción ante el dilema de la estética platónica, que se nos ha heredado como un falso problema sino, más bien, asegurarnos el desempeño de la razón y la preservación del misterio.

 

 

Bibliografía

 

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Oscar Hidalgo
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