Dios en el centro de la teoría política
Oscar A. Hidalgo Ramírez
ohr52@hotmail.com

¿Qué sentido tiene, para un cristiano, pensar en Dios cuando trata de la política? La reflexión desde el siglo XXI tiene mucho que revisar a este respecto, aunque vivimos en un tiempo que tiende a la secularización. Este artículo se refiere a varios temas del pensamiento político medieval cuyos autores demostraron una notable originalidad, en el abordaje que se propusieron y en la solución que les dieron. Acorde con la filosofía medieval, pusieron a Dios en el centro de sus indagaciones, pero no significa eso que fuera Dios la explicación ni mucho menos la justificación de las instituciones políticas sino, más bien, un punto de referencia inspirador para quienes decidieran ampliar su visión en la multiplicidad de los órdenes en que viven los hombres. Y en este terreno, plenamente humano, son los hombres quienes desarrollan complejos procesos sociales, jurídica y políticamente, inspirándose en Dios o no, como veremos en Tomás de Aquino, Duns Escoto y Francisco Suárez.

 

 

Al término de la Antigüedad, el pensamiento político se mostraba agotado por los dilemas entre los que se encontraba; ni se diga de la carga histórica que se le recargaba y en la que habían desfilado los sistemas económicos y jurídicos, uno detrás de otro, mostrando su condición de inasibles y, sobre todo, su inevitable transitoriedad derivada de que existían y existieron, dentro de ese inevitable y agotador encierro que es el tiempo histórico.

 

Habiendo quedado la polis en la historia, la realidad política era el imperio y a su alrededor iban a girar los hechos históricos. La ciudad-estado aún fue el tema de los estudios constitucionales y políticos de Aristóteles, a pesar de que los tiempos apuntaron, en su vida, en otra dirección. Empero esta pequeña realidad de vida colectiva, la polis, cedió y se perdió la lealtad del ciudadano a su ciudad, ante el florecimiento de los imperios macedonio, egipcio y romano. Alterándose lo que venía siendo el pequeño marco en que se hacía la política, la crisis del pensamiento clásico coincide con la emergencia de formas políticas que hubieran resultado inconcebibles en el ágora. Ya no volverán a escucharse, a partir de entonces, interpelaciones como la de Heráclito, llamando al pueblo a la defensa de la ley de la ciudad y de sus murallas, ni tendrá más eco el Estado educador de Platón. Que los tiempos cambiaban aceleradamente, también para el pensamiento, lo hizo claro Epicuro de Atenas, quien prohibió a sus seguidores tomar parte en la vida pública. Y en cuanto a las filosofías del período helenístico, prácticamente fueron abandonando el ágora para orientarse en otras dimensiones donde la política, como tal, ya no despertaba interés o, a lo sumo, aparecía de una forma muy marginal (Annas 1994, Reyes 2000).

 

Sin embargo, la herencia política griega había quedado cristalizada en un acervo de conceptos, teorías, doctrinas, discursos y normas jurídicas que se esbozaron en todos los confines del Mediterráneo. Precisamente, por esto, Constantino Láscaris sostuvo que los griegos crearon y realizaron todos los ideales políticos, y que nos heredaron tres axiomas que son propios y originales: Platón sistematizó la noción de interés general, de bien común, divulgada luego por Aristóteles; es el axioma número uno y esta noción ha sido un ideal sine qua non para Occidente. Pericles, al pronunciar su discurso fúnebre por los atenienses muertos por la libertad de Grecia, formuló el axioma número dos. Por último, al desposar a los griegos con los persas, atendiendo el consejo de no seguir dividiendo a los súbditos de su imperio entre bárbaros y helenos, Alejandro Magno estableció el axioma número tres. Láscaris propuso que estos axiomas los podemos formalizar así:

 

"1o., solamente el bien general permite realizar el bien individual;

 

2o., la libertad de la convivencia merece y a veces exige la muerte;

 

3o., la convivencia de un grupo humano solo tiene los límites que este grupo humano establece" (1967: 131).

 

El punto de referencia sobre el giro de la polis al imperio lo aportó Alejandro, el primer emperador que proyectó, ante la historia, a la cultura occidental acuñada con su propio sello y, como culminación, hizo a un lado las divisiones entre griegos y bárbaros, bajo su mando.

 

La trayectoria del emperador se malogró y después de la batalla de Accio, Roma unificó la cuenca del Mediterráneo y se proyectó con toda su fuerza pragmática. En el interior de esa potencia hegemónica, vino a nacer Jesús, fundador de “otra sociedad" universal (Gilson 1965: 25). Entonces, durante varios siglos hubo una sostenida emergencia de la religión con el signo del monoteísmo, y el hombre se recogió en sí mismo, re-ligándose con Dios por un largo período (Zubiri 1987).

 

Bajo la Pax Romana, se reformularon los grandes temas de la filosofía. Entonces, muy lentamente, el creyente que se abocaba al pensamiento empezó a esbozar originales respuestas a lo que, desde hacía siglos, ya parecía sin respuesta, empezando por los asuntos de la vida y la muerte, el perdón, el destino del alma, la responsabilidad y el pecado. De los tanteos que esgrimieron Filón, Justino y Clemente de Alejandría se perfiló la posibilidad de una armoniosa aunque novedosa síntesis, sobre todo por la confianza que mostraron en poder acoger a la filosofía desde su específica posición. A partir de ahí y durante un largo milenio, religiosos y pensadores se entrelazaron para dar origen a una nueva filosofía política, tan auténtica como original. 

 

¿Qué tenemos entonces? Creyentes filosofando o filósofos creyentes.

 

Pero el fondo espiritual del que emergía esta creación era extremadamente  confuso. Crisis, tal es la caracterización en la que coinciden Alfonso Reyes y Sheldon Wolin cuando se refieren a los remanentes del pensamiento clásico. Y ahí aparecieron, en confluencia, las religiones monoteístas: hebrea, cristiana y musulmana, las tres con una fuerza basada en la fe y cuyos pensadores tendrían, por delante, la tarea de replantearse dilemas perennes de la humanidad.

 

El primer afluente para el monoteísmo que iba a imponerse -explica Tresmontant (1972)- lo trajeron los hebreos que aportaban una ontología y una cosmología muy diferente. Para ellos el mundo no es divino, y nada de lo que pertenece al mundo es divino, ni los astros, ni las fuerzas naturales, y tampoco los reyes ni los emperadores son divinos. El pensamiento hebreo  propone una visión del mundo radicalmente desacralizada, porque no conoce la idea de un alma del mundo y excluye la categoría de lo que podemos convenir en llamar como animismo. Según su teología, Dios es radicalmente distinto al mundo. La operación del Verbo increado en la naturaleza no es una animación pues el Verbo no es el alma del mundo. Igual que ciertos filósofos griegos, tales como los estoicos, los hebreos reconocen la existencia de un logos inmanente a la naturaleza pero esto es lo que tienen en común. Para ellos ese logos -o en arameo, ese nemra-, es la Palabra creadora de Dios, quien opera en la naturaleza, pero que no es el logos de la naturaleza (1972: 15, 17).

 

Emergencia del cristianismo

 

El cristianismo, que trae la doctrina de Dios hecho hombre en su más completa humanidad, viene con una propuesta para las cuestiones cruciales del mal y de la muerte, sumándose a los límites propios de la filosofía, por sus propias contradicciones internas y las paradojas de las que no salía, en un momento de crisis o de agotamiento del pensamiento filosófico. Cuando la buena nueva brotó ante los exponentes de la herencia clásica –sean estoicos, cínicos o atomistas, megáricos o epicúreos, neoplatónicos o neoaristotélicos y, especialmente escépticos-, éstos apenas alcanzaron a entreverla: “... en un momento de crisis, todavía se conservaban en el ambiente helenístico-romano las escuelas con sus programas de educación" (Fraile 1960: 63); éstos eran los remanentes del esplendor.

 

Por su parte, Reyes explica: "… en el fondo, la crisis era espiritual; es decir, significaba o suponía un cambio en la reacción total de la mente humana ante el mundo circundante" (1968: 354). Esta fue el resultado de que se intentara canalizar tan estrechamente a la razón, en forma infructuosa, dice el erudito mexicano. En otro estudio, estima que desde el siglo IV a.C. se registraba "una de las crisis más hondas" del pensamiento que cae "desde los sistemas del mundo hasta los sistemas del hombre, desde la curiosidad intelectual hasta la angustia de la conducta y aun los intentos de la disciplina sectaria" (2000: 220). Por fuerza -concluye- sobrevinieron la asfixia y la recuperación desordenada, "mientras se esparcía el alivio del Cristianismo" (1968: 354). La naciente religión trajo principios que, como solución para temas que ya no tenían principio ni salida filosófica, le permitieron al pensamiento proseguir su desarrollo, aunque muy lentamente al principio.

 

Wolin destaca por su parte la falta de concordancia que mostraba la filosofía al topar con la realidad que representaban los nuevos hechos de los imperios, empezando en la Edad Helenística: "La creciente disparidad entre las nuevas realidades de la vida política y los criterios políticos del pensamiento griego provocaron una crisis intelectual que persistió hasta el advenimiento del cristianismo" (1973: 80). Había llegado una doctrina que estaba siendo escrita en un momento de debilidad de la filosofía, para atender a esa heterogeneidad de grupos humanos que, por primera vez en la historia, se encontraban bajo un mismo régimen, de forma imperial y pretensiones universales.

 

Era el tiempo de la Pax Romana. Ahora, ahí adentro, una fe reclamaba la centralidad en el pensamiento a los individuos, en su más completa intimidad y en la vida social, fe existente además de las filosofías griegas y romanas, haciendo real el metabolismo cultural que se había producido y que sintetiza André Malraux como el tránsito, en el que se estaba pasando desde un hombre griego, que se reconocía separado del mundo, hacia un cristiano ligado a Dios (1998: 49, 50).

 

¿Qué es esta fe sino una síntesis de contradicciones en un nuevo horizonte filosófico? Confrontándola, en esa dimensión de irresolubles fundamentales que ya habían indagado Kierkegaard, Gabriel Marcel y Unamuno, Albert Camus interpreta al nuevo dato del cristianismo: "La noche del Gólgota no tiene tanta importancia en la historia de los hombres sino porque en esas tinieblas la divinidad, abandonando ostensiblemente sus privilegios tradicionales, vivió hasta el fin, incluyendo la desesperación, la angustia de la muerte. Se explica así el Lama sabactani y la duda espantosa de Cristo en la agonía. La agonía sería ligera si estuviese sostenida por la esperanza eterna. Para que el dios sea un hombre, es necesario que se desespere" (1980: 29). Es obviamente inusitado que Dios pasara por la calle de la amargura, y peor todavía que para probar su humanidad fuera necesario que cayera en la desesperación, pero precisamente de eso se trata, de que quien desespera y se angustia es un hombre, el Verbo hecho carne; pero para ser plenamente humano, de carne y hueso como todos los demás, ese hombre tuvo que asumir los riesgos íntegros de su humanidad. Esto incluía ese ignominioso final en la cruz, el acto de la redención de la humanidad, junto con la promesa de la resurreción.

 

Con este bagaje que nuestros hombres del siglo XX mantuvieron vivo, los cristianos se fueron ubicando políticamente ante la realidad del Imperio.

 

San Agustín, testigo de la entrada de los bárbaros a Roma, el 24 de agosto del 410, realiza una completa renovación de las bases políticas del cristianismo separando, de una vez y para siempre en la historia de esta religión, la política del mundo y las aspiraciones de su fe. Desde aquí en adelante, en la meditación política desde la fe, La Ciudad de Dios aparta a la religión y a la política mediante la imagen de las dos ciudades, sobre lo que escribe: Dos ciudades han sido formadas por dos amores, la terrena por el amor a sí mismo, aún hasta menospreciar a Dios; la celestial, por el amor a Dios, aún hasta despreciarse a sí misma (Fecerunt itaque civitates duas amores duo: terrenam scilicet amor sui usque ad contemptum Dei; caelestem vero, amor Dei usque ad contemptum sui, XV 28). En esta perspectiva, la primera ciudad puso su gloria en sí misma, de modo que en ella los príncipes y las naciones que somete son gobernados por el amor de gobernar; y la segunda ciudad puso su gloria en el Señor. Dos precisiones son introducidas por el santo, una por el acto de fe en la tradición bíblica, que le resulta fundamental para darle sustento a sus razonamientos: “Llamamos Ciudad de Dios a aquella de que nos testifica la Escritura que, no por azarosos cambios de los espíritus, sino por disposición de esta Providencia suprema, que supera por su autoridad divina el pensamiento de todos los gentiles, acabó por sojuzgar toda suerte de humanos ingenios” (Libro XI, Cap. 1). Y luego, establece San Agustín que por su fe y aspiración desiderativa son los hombres quienes aspiran a ser las partes componentes de esta sociedad: “... sabemos que hay una Ciudad de Dios, cuyos ciudadanos deseamos nosotros ser, movidos por el amor que nos inspiró su mismo fundador” (... dicimus esse quamdam civitatem Dei, cuius cives esse concupiscimus illo amore, quem nobis illius Conditor inspiravit).

 

La separación sirvió para que, en la ciudad eterna, los hombres tengan la justificación de lo que no les basta ni les alcanza dentro de la ciudad terrena porque, para éstos, la dimensión trascendente, que se ubica en la Ciudad de Dios, no se puede agotar ni quedar constreñida en los estrechos confines de una sociedad histórica dada. El tema es fundamental porque San Agustín corta de una vez y separa de los asuntos del mundo, para siempre, a la ciudad de lo trascendente, que es en la que cifran sus expectativas los cristianos, y con esta operación va a dejar flotando dentro del pensamiento medieval la idea de que la ciudad autosuficiente es una dimensión terrenal, estrictamente, y por lo tanto limitada a una acción puramente humana. Mediante esta singular teoría quedará en la conciencia política o, mejor todavía, dentro del horizonte filosófico (Zubiri 1999: ii, iii) que estableció el cristianismo, un anhelo y una esperanza en algo que no coincide con lo que vivimos en este valle de lágrimas.

 

Pareciera que esta singular concepción, que es propia del agustinismo político, tuvo mucho que ver con los acontecimientos del año 410. Interpreta Bernard-Henri Levy (1979: 95, 96) que, en aquel momento, que era crucial para Agustín, las hordas trincharon, de un golpe, el nudo que había ligado política y secularmente al hombre con su ciudad, desatando el lazo que le daba fundamento a esa sujeción. Al producirse el asalto de Roma, patética muestra de debilitamiento in extremis del imperio, la consecuencia inmediata fue la deslegitimación del régimen imperial, al menos para los cristianos cuya Ciudad de Dios no sería ya nada más que la formulación teórica de esa ruptura; el tajo dado entre el derecho del reino de Dios y el derecho del reino de los hombres fue definitivo. En la teoría política, el concepto agustiniano de las dos ciudades pasó a ser un principio del pensamiento cristiano en esta materia que vino a suprimir, de una vez y para siempre, los fundamentos naturales de toda la teoría política greco-romana, en nombre de una ética inspirada por la religión. 

 

De aquí en adelante las creencias de fe entraban a formar parte de los asuntos políticos, mas no para relevarlos sino para darles una dimensión trascendente, separándose el cristiano ,como tal, de las cuestiones del mundo y llevando la verdadera aspiración del creyente en la fe revelada a un espacio político, donde se abre su propia perspectiva, y donde los hombres religiosos tenían mucho que ver. Para los cristianos, a partir de Agustín, una sociedad ideal existe más allá de la historia, y no dentro de ella, porque se trata de una sociedad trascendente, más allá de lo dado en la historia.

 

Esa operación divisoria tuvo, también, una delicada implicación política e histórica de más fuste porque si San Agustín se opone a todo lo que signifique poner la teología al servicio de los intereses políticos, como puntualiza García-Pelayo viendo con agudeza lo que se produce, también es verdad que toda la historia –y así lo puntualiza-, "hasta el fin de los tiempos, y sin cancelación intermedia posible, se desarrolla dualísticamente en la famosa, reiterada y vívida contraposición de las dos ciudades…" (1981: 185, 186). No podía pasarle desapercibido a este tratadista el alcance político de esta columna conceptual de la Patrología latina e, igual que antes lo hizo Gilson, le dedica una fina y atenta mirada. Es que ¿cuántas veces no ha tenido el creyente la obligación de darle la más amplia consideración a sus principios, en tanto se encuentra viviendo y atendiendo las cuestiones políticas? Quien primero lo sintió y lo consignó fue Agustín, porque ya él no podía comprender la compacta experiencia romana, en la que según Voegelin se sintetizaban los dos planos que precisamente se estaba separando ahora. ¿Qué era esta concepción romana de viejas raíces griegas? Se trataba, siguiendo a Voegelin, de lo siguiente: “la inseparable comunidad de los dioses y los hombres en la civitas históricamente concreta, la simultaneidad de la institución divina y humana de un orden social”. Y el cambio lo trajo Agustín, haciendo girar en una irreversible vuelta toda la teoría política: “Para él, el orden de la existencia humana estaba ya dividido entre la civitas terrena de la historia profana y la civitas celestis de la institución divina” (1968: 140).

 

Obsérvese que se trata aquí de una bifurcación, la que se abre a partir del pensamiento agustiniano. En este cruce, coexistir no implica correlacionar ni imbricar a ambas ciudades, sino que la universalidad de la realidad imperial romana era insuficiente para llevar en su seno a la ciudad de Dios, que es trascendente. Este es un concepto fundamental de San Agustín. Nada más que se fundamentó no en doctrinas sectarias sino en una depurada síntesis de filosofía, en la que el pensamiento clásico abonado por los hebreos y los cristianos era un rico afluente. O sea que en la decisión de separar las dos ciudades había algo que iba mucho más allá de cualquier posibilidad política de las que se ofrecían hasta ese momento, tanto por incorporar la dimensión de lo trascendente como por el afán universal porque, adicionalmente, no dejaba campo para excepciones ni exclusiones de ningún tipo ante la civitas terrena: "Para San Agustín es inconcebible que ninguna religión verdadera deba restringirse a una sola nación. Dios es esencialmente universal y debe ser adorado universalmente. Esta es realmente una doctrina cristiana fundamental, pero es en el universalismo de la filosofía griega donde encuentra San Agustín el principal apoyo de ella" (Jaeger 1980: 9). 

 

Con esto quedaron sentadas las bases para que, en esos mismos términos de universalismo, la escolástica profundizara las concepciones políticas cristianas, propiamente, en la medida que los creyentes solamente ponen su fe en una ciudad trascendente, distinta y aparte de su propia comunidad. La metáfora de la Ciudad de Dios, obviamente, excluye a los regímenes políticos que sean pero, para lo que tiene que ver con el pensamiento, hace valer un concepto universal que incluirá los precedentes filosóficos de la antiguedad clásica ya reformulados por Agustín. Es curioso que cuantas veces pretendieran los pensadores darle vuelta a la metáfora agustiniana de las dos ciudades, se haya producido, en un efecto inverso, las más curiosas e inveteradas propuestas, de las que estableció Gilson (1953) un riguroso recuento.

 

En otros ámbitos geográficos vecinos, un recién llegado monoteísmo se vendría a sumar al judío y al cristiano; el islamismo crecía, maduraba igual que las otras dos religiones y, habiendo recibido y asumido el acervo greco-romano, pudo conservar en medio del hundimiento de la civilización clásica textos fundamentales griegos y latinos que, traducidos al árabe, en Damasco, Córdoba y Bagdad, enriquecieron su propio quehacer filosófico así como, luego, el latino y el hebreo a través de las enrevesadas y complicadas rutas geográficas y culturales del medievo.

 

Este artículo se refiere, precisamente, a varios temas del pensamiento político medieval, cuyos autores demostraron una notoria originalidad en el abordaje que se propusieron y en la solución que les dieron. Acorde con la filosofía medieval, pusieron a Dios en el centro de sus indagaciones, pero no significa eso que fuera Dios la explicación ni mucho menos la justificación de las instituciones políticas sino, más bien, un punto de referencia inspirador para quienes decidieran ampliar su visión en la multiplicidad de los órdenes en que viven los hombres. Y en ese terreno, plenamente humano, son los hombres quienes desarrollan complejos procesos sociales, jurídica y políticamente, inspirándose en Dios o no, como veremos.

 

El pueblo en la base del derecho

 

Asumir con una posición cristiana, en el siglo XIII, la herencia aristotélica y romana en materia política fue la tarea que acometió Santo Tomás de Aquino en los Tratados de la Ley y de la Justicia, que forman parte de la Suma Teológica, y en el opúsculo De Regimine Principum ad Regem Cypri, también llamado De Regno, y del que solo se aceptan como auténticos el primer libro íntegro (quince capítulos) y los primeros cuatro capítulos del segundo libro. 

 

De este religioso que vivió entre 1225 y 1274, advierte Constantino Láscaris: "…el principal teólogo cristiano, el filósofo que la iglesia católica tomó como su guía durante siglos, fue el autor de la síntesis teológica más importante del Medioevo cristiano" (1967: 135). Es, por lo tanto, tomando en cuenta el carácter teológico de la obra tomista, que debe entenderse el alcance de sus tratados político-jurídicos, apreciación que sin duda comparte Oscar Mas Herrera, para quien éste fue el teólogo más grande que han visto veinte siglos de cristiandad. Apunta que construyó, dentro del marco de su fe y de su especulación teológica, una poderosa síntesis filosófica coronada por una metafísica, deudora ciertamente de Aristóteles y de Avicena, pero presidida por un dato enteramente novedoso, su concepto del ser absoluto, del Ipsum esse subsistens que él no creyó tomarlo de ningún otro libro, sino del Capítulo III del Exodo, pasaje en que Dios dice a Moisés ego sum qui sum -yo soy el que soy-. “De este ser, el propio ser subsistente, en quien esencia y existencia se confunden, procederán por creación, en escalas jerárquicas descendentes, la multitud de seres contingentes en quienes la existencia será solo un agregado gratuito de Dios: ángeles, hombres, bestias, mundo inorgánico” (Mas Herrera 1987: 17). Para nuestros propósitos aquí, lo primero que vemos en los escritos político-jurídicos del Aquinate es un enfrentamiento con el discurrir del tiempo en la ciudad humana, y sus tremendos cambios, de lo que advierte: “no se encuentra nada permanente entre las cosas terrenas” (1953: 559); con lo que tenemos que para abodar las cuestiones políticas está adoptando una concepción diacrónica del tiempo, concibiendo por tanto a las sociedades humanas como entidades que tienen un carácter temporal. Obsérvese de paso el indudable sesgo aristotélico al testimoniar la transitoriedad que, por cierto, asumirá luego Maquiavelo.

 

Y junto con ello, tenemos también muy claro el florecimiento de una exuberante multiplicidad de fórmulas políticas, en una variedad deudora ciertamente más bien de Cicerón que de otros autores, incluyendo al Estagirita, en lo que aportó Santo Tomás una doble solución, para aceptar dentro de su complejo sistema filosófico, por un lado, la más completa diversidad de los regímenes políticos, como una situación de hecho, aunque él mismo se inclinara en sus valoraciones hacia lo que hoy denominamos la monarquía constitucional, con tal que se cumpliera el requisito sine qua non de que sea cual sea el régimen, se atendiera al bien común. Sin importarle las especificidades históricas de los regímenes, para Santo Tomás era indispensable que éstos se comprometieran con ese bonum commune perfectum, en lo que coincidió con algo muy propio de Aristóteles; así como postular, por otra parte, la vigencia de una ley propiamente humana y no derivada de Dios, cuya validez política la condiciona el santo en tanto que corresponda con las costumbres de la población, ese sustrato al que llama multitud -que como eco del plethos griego, está siempre en la base de la organización social-, y que reviste particular trascendencia en la Suma Teológica y en el De Regno. Esta totalidad o pluralidad, como bonum commune perfectum o plethos, es lo que se engarza como conjunto en el universo. Y es aquí en donde transcurre la vida de los seres humanos, las partes que sumadas forman ese todo. Para ello, el pensador se planteó primero la misma estrategia pluralista del Filósofo, con lo que se inicia la exposición en el primer capítulo del De Regimine Principum.

 

Debemos tener presente que De Regno fue dirigido al representante de turno de la dinastía Lusignan, familia que había asumido el dominio de Chipre desde la Tercera Cruzada, a partir del año de 1191. Por ese simple gesto, ha originado Santo Tomás muy diversas interrogantes, ya que el contenido profundamente popular destaca en la doctrina que se expone en el texto. ¿Lo dedicó al Príncipe de la isla por un compromiso? ¿Por un azar? Ante estas preguntas, se responde Constantino Láscaris (1967: 135) que no compaginan estas suposiciones con el recio carácter muchas veces manifiesto en la vida de aquel hombre. Aunque interpreta el De Regno como una exposición de doctrina teocrática que postula a Dios como rey de reyes, de quien proviene el poder de los reyes, sin embargo, Láscaris considera que por su profundo conocimiento de la doctrina de Aristóteles, el teocratismo resulta moderado con la doctrina del bien común. En este sentido explica que, mientras la doctrina del origen divino del poder había pretendido establecer la inmunidad radical del gobernante, “la doctrina del bien común (que es siempre el de los gobernados y nunca el de los gobernantes) permite distinguir entre el Príncipe recto y el Tirano" (Láscaris 1967: 135).

 

Como punto de partida, tenemos que el Aquinate aborda la relación del individuo con su sociedad, cada uno con sus propias características que se llevan a la relación política. Si, como nos dice, cada hombre “lleva naturalmente grabada en su interior la luz de la razón” (1953: 531), con lo que tenemos el ámbito personal perfectamente delineado, dentro de la antropología filosófica del pensador, es también explícita la dimensión social que señala Santo Tomás cuando establece que “corresponde a la naturaleza del hombre el ser un ser social y político” (1953: 532). De aquí postula luego la naturalidad del gobierno en la sociedad humana: “... es natural y por ende necesario que exista entre los hombres quien dirija a la multitud” (1953: 533). Habiendo gobierno, lo que procede a dilucidar seguidamente es la dimensión del buen gobierno y del régimen nefasto. Y con ello entramos a caracterizar un rasgo medular de esta filosofía política tomista, ya que establece una manera de configurarse la sociedad humana, adecuadamente, que es el bien común: “Pues si cada uno de los hombres congregados no se ocupara más que de aquello que estima útil para sí mismo, la multitud se dispersaría en diversas unidades discordantes, si no estuviera encargado alguno de conducir a la multitud hacia el bien común de la misma” (1953: 533). 

 

Esto del bien común (bonun commune) lo acogió plenamente, como concepto eje que a manera de parteaguas le permite hacer una división inicial entre los variados regímenes, a los que llama como "de justicia". Este concepto lo utiliza como punto de referencia en su taxonomía de los regímenes. Así, califica la situación real en todos aquellos sistemas en donde impera el bien común, tales como la monarquía, la aristocracia y la república, pero de una vez y a la par están las correspondientes degeneraciones políticas. Veamos estas tres opciones en la secuencia que establece:

 

Primero está la tiranía: “...aquel que estableciera un gobierno con miras a su propia comodidad y ventaja, sin tener en cuenta el bien común de sus súbditos, este gobernante se llamaría un tirano”. Sigue la opresión oligárquica: “Cuando el régimen injusto no es dirigido por uno sino por varios, pero no muchos, se llama oligarquía, que es el dominio de unos pocos sobre la plebe a la cual oprimen por afán de riquezas, de suerte que la tiranía y la oligarquía sólo se diferencian en ser uno o varios los tiranos”. Y luego aparece el régimen de la plebe: “Cuando el régimen o gobierno inicuo es ejercido no por uno ni por varios o pocos, sino por muchos, entonces se llama (democracia), o sea el predominio del pueblo, y tiene lugar cuando la prepotencia de la plebe oprime a los ricos (la multitud o clase de los ricos)” (1953: 535).

 

Por lo contrario, debidamente acatado este bien común por sus respectivos gobernantes y por el resto, esto es la multitud, en cualquiera de estas tres variantes -principados, aristocracias y repúblicas-, el gobierno “de justicia” ha de buscar cumplir, y puede lograr, su cometido de guiar a toda la población. Mas cuando ocurre lo contrario a la búsqueda del bien común, advierte Santo Tomás que el gobierno degenera en la tiranía, la oligarquía y la democracia, los que según su apreciación son regímenes de injusticia y de perversión, donde el gobernante dictatorial, oligárquico y demagógico sigue sus propios intereses individuales.

 

Dando fundamentación al bien común, Santo Tomás profundiza en la distinción que ha establecido entre los intereses de los hombres como sujetos individuales y los intereses que tiene la colectividad, para llegar a su necesaria armonización como requisito de la vida social. Dado que existen los intereses individuales –“lo que mueve hacia el propio bien de cada uno” (1953: 534)-, los que son muy propios de cada uno de los hombres, que operan a la vez y a la par que los referidos como los intereses de la comunidad –“algo que mueva hacia el bien común de muchos” (1953: 534)-, entonces es un hecho que todos los hombres difieren, según el fin propio; empero, según el bien común, todos los hombres se unifican. Esta es la fórmula que opera como una disyuntiva, en la realidad de los hechos, que conforma una llave de la filosofía política tomista y que le permite sintetizar la tensión natural existente entre el individuo -que tiene sus fines propios, por los que difieren todos los individuos- y la sociedad, -que tiene un bien común que es unificador-, así como justificar el todo por algo más que la suma de las partes.

 

Al postular que en la comunidad existe un bien común, retomando este concepto de raigambre griega, Santo Tomás asumió filosóficamente, de lleno, la conceptualización de la unidad política del individuo en su comunidad, en la mejor tradición del pensamiento clásico. Pero el solo haberlo mencionado el Santo como un concepto clave de su política, ha dado origen a diversas  interpretaciones de este bien común, en lo que nos vamos a apegar a la que exponen varias autoridades.

 

"Entiéndase por bien común -explica Mas Herrera en cuanto a esta parte crucial de la doctrina política tomista- la síntesis y el equilibrio histórico entre el bien de cada persona y el bien de la comunidad humana de manera que se logre la satisfacción y plenitud del todo social a partir de la satisfacción y plenitud de cada una de las personas que lo integran" (1987: 19). No se ha dejado pasar esta tesis sin reconocerle su fuerza jurídico-política, tal y como lo ha explicado Recaséns Siches (1947) y lo ha resaltado García Máynez. Ambos juristas van a la misma forma de interpretar esta parte fundamental que Mas Herrera. "El santo de Aquino distingue en sus obras la causa formal y la causa final del Estado; aquélla consiste en la autoridad; ésta en el bien común. El logro del bien común debe ser el desiderátum de todos los miembros de la colectividad y, especialmente, el objetivo de los gobernantes. Los intereses comunes y los individuos se oponen algunas veces; mas en caso de conflicto, el bien general debe ser antepuesto al particular. Esta preferencia no significa, sin embargo, el aniquilamiento del individuo frente al poder público. Las personas privadas tienen determinados derechos que la autoridad no puede atacar sin destruir. En todo caso debe el Estado respetar la dignidad moral del individuo; y nunca puede ser en éste un simple medio" (García Máynez 1959: 80, 81).

 

Haciendo una ampliación del ejercicio escolástico, junto con este tratadista razonamos que la causa formal puede ser indistintamente la autoridad de uno, de pocos o de muchos, según quienes ejerzan el poder político, porque por eso son causa formal; y en ello cabe la variedad por el número de los gobernantes y variedad de sus sistemas, pero de acuerdo con la teleología tomista solo la causa final imprime el sesgo típicamente político a la sociedad humana. Esta causa final es el objetivo de la vida colectiva, tal y como lo explica el jurista a quien estamos siguiendo en este asunto. García Máynez dice seguidamente: "El bien común no representa la simple suma de todos los bienes particulares; tampoco consiste en el mayor bien del mayor número, sino que posee, en concepto del santo, una dignidad especial y un carácter de cierto modo independiente. El bien común es específico del Estado, no de los individuos sumados. Pero los intereses de éstos y los de aquél no se excluyen: los particulares encuentran en el aseguramiento del bienestar por medio de la paz y la justicia, la mejor garantía de su propia felicidad" (1959: 81). 

 

Cuál sea el fin propio del individuo es lo que trata Santo Tomás en numerosas ocasiones, pero el bien común es lo que dentro de su perspectiva específicamente política desarrolló en el opúsculo De Regno y en varias partes de la Summa. Entonces, la observación de Láscaris acerca de la primera obra, aunque quedara ésta incompleta en su redacción, no debe pasar como accesoria: "… por aplicar la doctrina del bien común, se dirige al Príncipe de Chipre, no con obsequiosa dedicatoria, sino todo lo contrario: como guía de recta doctrina dirigida al tirano que la necesitaba" (Láscaris 1967: 135).

 

Como se ve en las consideraciones de la monarquía, por el caso chipriota de Lusignan, así como en las referidas a la aristocracia y también en las de la república, poco le importa al Doctor Angélico el número de quiénes están al frente del gobierno, lo que simplemente es parte de la causa formal, pues lo que resulta determinante para caracterizar los regímenes es su apego al bien común –la causa final, que es medular- y no a los fines particulares de los jerarcas correspondientes.

 

A este propósito, de darle la debida preminencia al bien común sobre las especificidades de cualquier régimen, en el inicio del opúsculo hace Santo Tomás una notable explicación, en la que contrapone a gobernantes y gobernados, y ubica de manera balanceada este tema, que culmina con una cita profética. Si la multitud de los hombres libres se ordenan en su comunidad hacia el bien común dirigidos por una cabeza, dice el santo que el régimen será recto y justo, cual conviene al hombre libre: “... si la multitud de los libres es ordenada y dirigida por el regente hacia el bien común de la multitud, este régimen o gobierno será bueno (recto) y justo, cual corresponde a los libres. En cambio, si el régimen o gobierno no se dirigiera hacia el bien común de la multitud, sino al bien particular del gobernante, entonces sería un régimen injusto y perverso” (1953: 534). Tenemos una clara disyuntiva que llega en realidad a visualizarse como una oposición de dos alternativas, buscar el bien común o dirigirse a satisfacer el bien privado del gobernante, y en esta última opción no hay duda en la significación porque, entonces, tal régimen será injusto y perverso. Aquí recurre a la autoridad profética de Ezequiel, como corresponde a un pensador asentado en la tradición bíblica, y escribe: por esto es por lo que el Señor recrimina a quienes así gobiernan, viendo para sus propios y muy particulares intereses: ¡Hay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos, buscando sus propios bienes! (Ez.: 34, 2), y también: ¿Acaso no son los rebaños los que deben ser apacentados por los pastores?

 

Lo que estamos viendo es una advertencia del filósofo cristiano cuando aparecen “pastores” de este tipo, que buscan saciar su propio bien privado; entonces es en este caso en el que se dan la tiranía, la oligarquía y la democracia, las tres formas políticas que son respectivamente degeneraciones y perversiones de la monarquía, la aristocracia y de la república. Entonces el régimen político, cualquiera que éste sea, en su manifestación histórica dada, tiene tres opciones entre la variedad de formas políticas justas e, igualmente, otras tantas variantes degenerativas.

 

Ahora bien, es válido intentar discernir cómo interpretó fray Tomás, en su propio momento histórico, esas opciones a las que pasa revista en De Regno mediante ejemplos tomados de pasajes bíblicos y de historiadores romanos. Es aquí que advierte que estos pueblos han titubeado entre el deseo de la monarquía, a riesgo de tener un rey tirano, y el miedo de la tiranía, lo que los hace dudar de nombrar un rey. Y como la política ocurre solamente dentro de las particularidades, es decir, en las condiciones concretas, en un aquí y en un ahora, propone solo dos cosas: que se evite la tiranía bajo todas sus formas, puesto que siempre es perversa, y que habida cuenta de todas las circunstancias, se procure adoptar como régimen político el que sea más parecido al que la ciencia moral recomienda como mejor.  Lo que no cabe dentro de la concepción política de Santo Tomás es la desviación de la norma, la que denomina el bien común, y ésta vale solamente en tanto que se consigue y se asegura mediante la adecuada relación de lo público y lo privado o, en sus palabras: según el fin propio, todos difieren; según el bien común se unifican. Y cuando se tiende a diversos fines, también se dan diversas causas. Es pues necesario que, además de que haya algo que mueva al individuo a buscar su propio bien, igualmente haya algo que lo mueva a él y a todos los demás a buscar el bien común de la colectividad. Es decir, que el Aquinate no se está refiriendo, en modo alguno, al absolutismo.

 

Precisamente, por esto explica Mas Herrera que nada tiene que ver la propuesta que se expone en el De Regimine Principum con la teoría de las monarquías absolutas,  fundadas sobre el derecho de sangre, que a veces se han puesto bajo la autoridad del Santo, lo que, con una buena dosis de perspicacia, es lo que le hace preguntarse que "no sabe uno por qué razón" (1987: 19).

 

Con esta posición tan atenta al orden de la sociedad Santo Tomás lleva a remate todo lo que ha ido estableciendo: Ya que como es diverso el fin que conviene a los hombres libres y a los esclavos, son diversos sus objetivos, pero todos deben coincidir unificándose en el bien común, lo que cabe en cualquiera de las tres posibilidades de regímenes -sean la monarquía, la aristocracia y la república-, aunque la que específicamente le parece más viable es una monarquía sui generis. Este asunto de la innovadora forma política, la denominada commixtum, es desarrollado en la Suma (1-2 q. 95 a. 4), donde –tenemos que señalar, aunque sea de paso- vemos que se amplía el número y el carácter de los regímenes, tal y como se enumeran en el abordaje que expone en el correspondiente Respondeo:

 

Tertio est de ratione legis humanae ut instituatur a gubernante communitatem civitatis, sicut supra (q. 90 a. 3) dictum est. Et secundum hoc distinguuntur leges humanae secundum diversa regimina civitatum. Quorum unum, secundum Philosophum, in III “Polit.”, est regnum, quando scilicet civitas gubernatur ab uno: et secundum hoc accipiuntur “constitutiones principum”. Aliud vero regimen est aristocratia, idest principatus optimorum, vel optimatum: et secundum hoc sumuntur “responsa prudentum”, et etiam “senatus consulta”. Aliud regimen est oligarchia idest principatus paucorum divitum et potentum: et secundum hoc sumitur “ius praetorium”, quod etiam “honorarium” dicitur. Aliud autem regimen est populi, quod nominatur democratia: et secundum hoc sumuntur “plebiscita”. Aliud autem est tyrannicum, quod est omnino corruptum: unde ex hoc non sumitur aliqua lex. Est etiam aliquod regimen ex istis commixtum, quod est optimum: et secundum hoc sumitur “lex”, quam maiores natu simul cum plebibus sanxerunt”, ut Isidorus dicit.

 

Carlos Soria (en Aquino 1956: 174) nos ofrece la siguiente versión de este fragmento, en el que añadimos entre paréntesis las palabras originales del Aquinate, para subrayar su contenido:  “Tercero, pertenece a la razón formal de la ley humana (de ratione legis humanae) el ser instituída por el que gobierna la comunidad de la ciudad, como ya hemos dicho. Y bajo esta consideración, se dividen las leyes humanas según las diversas formas de gobierno. De éstas, según el Filósofo, una es la monarquía, el régimen en que la ciudad es gobernada por uno, y, en atención a esto, se enumeran allí “las constituciones de los príncipes”. Otro régimen es la aristocracia, es decir, el gobierno formado por los mejores o por los hombres de más dignidad; y a este respecto se señalan las “respuestas de los prudentes” y los “decretos del senado”. Otra forma de régimen es la oligarquía, o gobierno de unos pocos ricos y potentados; tenemos entonces el “derecho pretorio” que también se llama “honorario”. Otra forma de gobierno es la democracia, que es el régimen del pueblo; se llaman por eso los “plebiscitos”. También se da el gobierno tiránico, que es un régimen totalmente perverso (omnino corruptum) y que, por consiguiente, no tiene ninguna clase de ley. Hay, finalmente, un régimen que reúne los anteriores (commixtum), y que es el mejor (quod est optimum); respecto a éste se señala la “ley”, “sancionada por los señores junto con los plebeyos”, como dice San Isidoro”.

 

De aquí se puede colegir la preferencia del Doctor Angélico por esta forma política del commixtum, en cuyo gobierno se actúa de conjunto, entre los señores y la plebe. Si se lee de paso, esta opción del commixtum pierde algo de la densa significación que tiene en el pensamiento político, pero hay que ponerle especial atención. Empecemos por hacer notar que, frente al régimen completamente depravado de la tiranía, “omnino corruptum”, establece la contraposición del régimen que es el mejor o quod est optimum. Lo caracteriza ni más ni menos que como el commixtum, una especie de república con señores y plebeyos que catan en conjunto. Claramente resuena aquí un eco, ya que no griego, pues nada tiene que ver esto con ninguna de las teorías de la politeia; no, esto va más en la dirección que habían trazado los juristas romanos, pues nos estamos aproximando a lo propiamente romano, la división republicana de poderes. Esta es la interpretación muy contemporánea que han desarrollado, con mucho acierto, Blythe y Bastit, que pareciera incontrastable y muy a tono con la letra y con el espíritu que late tras de los textos tomistas sobre el commixtum.

 

Sobre el fondo naturalista típicamente aristotélico y con la mente en el ordenamiento del equilibrio institucional ciceroniano, el pensador cristiano va a ir dando en De Regno pinceladas muy propias, que llevan cada vez más su propio sello, muy personal y propio de su cristianismo medieval. Primero introduce la teleología de la vida en sociedad, “llamamos felicidad al último fin, a la meta o la satisfacción de todos los deseos” (1953: 558, 559), para lo que establece que el fin de una multitud congregada en una sociedad es vivir conforme a la virtud. De este principio cívico explica que “por virtud se entiende aquello que hace bueno al que lo posee, y que torna buenas sus obras” 1953: 558, pues los hombres se reúnen para vivir bien en comunidad, lo que no podría lograr cada uno por sí solo. Mas la vida virtuosa es tal por la virtud; luego parece que la vida virtuosa es la finalidad de la sociedad humana. “Videtur autem finis esse multitudinis congregatae vivere secundum virtutem. Ad hoc enim homines congregantur ut simul bene vivant, quod consequi non poste unusquisque singulariter vivens; bona autem vita est secundum virtutem; virtuosa igitud vita est congregationis humanae finis” (De Regno I, c. 15, n. 817). Son conceptos que hasta aquí sencillamente se leen como originados en la Política, de Aristóteles. También en la Suma (Respondeo del art. 2 q. 90) aborda este asunto crucial:

 

Primun autem principium in operativis, quorum est ratio practica, est finis ultimus. Est autem ultimus finis humanae vitae felicitas vel beatitudo, ut supra (q. 2 a. 7; q. 3 a. 1; q. 69 a. 1) habitum est. Unde oportet quod lex maxime respiciat ordinem qui est in beatitudinem. Rursus, cum omnis pars ordinetur ad totum sicut imperfectum ad perfectum; unus autem homo est pars communitatis perfectae: necesse est quod lex proprie respiciat ordinem ad felicitatem communem. Unde et Philosophus, in praemissa definitione legalium (cf. “Sed contra”), mentionem facit et de felicitate et communione politica. Dicit enim, in V “Ethic.”, quod “legalia iusta dicimus factiva et conservativa felicitates et particularum ipsius, politica communicatione”: perfecta enim comunitas civitas est, ut dicitur in I “Polit.”

 

Veamos de nuevo la versión que ofrece Soria: Ahora bien, el primer principio en el orden operativo al que se refiere la razón práctica, es el fin último, y como el fin último de la vida humana es la felicidad (felicitas) o bienaventuranza (beatitude), como ya dijimos, es necesario que la ley propiamente mire a aquel orden de cosas que conduce a la felicidad común. Y de ahí que el Filósofo haga mención, tanto de la felicidad como de la vida común política, en la definición dada de las cosas legales: “Llamamos –dice- cosas legales justas a aquellas que causan y conservan la felicidad y cuanto a la felicidad se refiere dentro de la vida común de la ciudad”, pues la ciudad es, como dice el mismo Aristóteles, la comunidad perfecta (perfecta comunitas). (Versión de Soria en Aquino 1956: 38, texto en el que de nuevo hemos subrayado algunos conceptos que se ponen entre paréntesis).  

 

Así, al civismo doctrinal propio de la polis griega y a la destreza jurídica romana seguidamente se le va agregando el matiz de la religiosidad medieval tomista: “Non est ergo ultimus finis multitudinis congregatae vivere secundum virtutem, sed per virtuosam vitam pervenire ad fruitionem divinam” (De Regno I, c. 15, n. 817). Como el hombre vive según la virtud para conseguir otro fin, que es la felicidad eterna, es necesario que tal fin sea el de la sociedad así como de cada individuo. Luego, el fin último de la sociedad no es vivir juntos conforme a la virtud, sino viviendo juntos conforme a la virtud lograr la felicidad definitiva que se engloba en ese maravilloso “pervenire ad fruitionem divinam” del fraile dominico. Es claro que en el discernimiento de esta última forma de felicidad, la más última y definitiva, interviene la religión, porque ese objetivo final es trascendente y corresponde a la vida eterna en la Ciudad de Dios: “...la beatitud o felicidad se llama bien perfecto, porque en cierto modo comprende todas las cosas que se pueden desear. Pero está descartado que semejante bien sea algún bien terreno” (1953: 559).

 

Santo Tomás ha dado el paso de lo plenamente natural, de indudable herencia griega, en donde se busca la virtud cívica en la polis, a las metas religiosas de la felicidad eterna, a lo que advierte que a pesar de los empeños de los seres humanos, dentro de su ámbito de libertad, siempre hay un designio providencial: La felicidad divina no se consigue por las fuerzas humanas, sino por la gracia divina, como dice el Apóstol: "La vida eterna es gracia de Dios" (Rom. 6, 23). Por tanto no será oficio del hombre el conducir a tal fin, sino que esto es un fin del gobierno divino. Por consiguiente tal régimen corresponde al Rey que no solo es hombre sino también Dios, Jesucristo Nuestro Señor, quien haciendo a los hombres hijos de Dios los introdujo en la gloria celestial.

 

El eco de la enseñanza agustiniana sobre las dos ciudades también resuena en forma evocativa, entre estas líneas del maestro de la escolástica, como  recordando que todo lo referido a la Ciudad de Dios es en realidad una materia de la fe cristiana, y esto tiene un carácter preferente en la opción de vida política que está proponiendo Santo Tomás.

 

Las estrategias seguidas para fundar las bases políticas de la sociedad humana son muy propias de este pensador. Si bien hemos reconocido en el fondo de sus páginas el inconfundible tono del espíritu político del Estagirita, y un aporte no menos sustantivo de procedencia romana, en los conceptos que figuran a modo de propedéutico, en el primer capítulo del De Regimine Principum, tampoco cabe perder de vista esta especificidad cristiana de la civitas celestis de Agustín. Esta la ha introducido Tomás mediante la separación de la comunidad perfecta y trascendente, que está aparte de la sociedad humana y terrena, acogiendo de una manera muy mitigada, pero ciertamente explícita, el dualismo de inspiración agustiniana: La Ciudad de Dios es donde puede darse la felicidad eterna y divina, mas no por las fuerzas humanas solas sino por la gracia de Dios. Tal fue el mensaje político de San Agustín, en presencia del final del imperio romano, y que ha resurgido en pleno medievo, reformulado por el Angélico. A su vez, sin embargo, debe ponerse atención a que Santo Tomás está acercándose a las cosas de la más humana y terrenal política, las que no deja simplemente en la Ciudad Divina, y concibe que imperando el bien común pueden darse los regímenes políticos de la justicia, mas cualquiera que éste sea siempre va a estar aparte el gobierno divino, por medio de la gracia de Dios.

 

Pero si bien es cierto que igualmente el orden político atiende a leyes específicas, que le confieren una autonomía radical pues es una sociedad natural, será en el análisis de casos específicos donde el genio tomista alcanzará su mayor brillo en el terreno de las teorías políticas. El Doctor Angélico se introduce de lleno en asuntos centrales de cualquier filosofía política y de cualquier régimen político. Lejos se encontraba de avalar un simple monarquismo o de auspiciar la monarquía por derecho divino, pues nada hay en su densa obra que pueda interpretarse en esa dirección. Más bien, recalca en diversos pasajes que todo régimen jurídico y político es de derecho humano y éste es profundamente definido en su doctrina. Para ello hay que remitirse a la Suma Teológica (I, II), en el Ad Tertium del artículo 3o. de la cuestión 97, donde expone:

 

Ad tertium dicendum quod multitudo in qua consuetudo introducitur, duplicis conditionis esse potest. Si enim sit libera multitudo, quae possit sibi legem facere, plus est consensus totius multitudinis ad aliquid observandum, quem consuetudo manifestat, quam auctoritas principis, qui non habet potestatem condendi legem, nisi inquantum gerit personam multitudinis. Unde licet singulae personae non possint condere legem, tamen totus populus legem condere potest. Si vero multitudo non habeat liberam potestatem condendi sibi legem, vel legem a superiori potestate positam removendi; tamen ipsa consuetudo in tali multitudine praevalens obtinet vim legis, inquantum per eos toleratur ad quos pertinet multitudini legem imponere: ex hoc enim ipso videntur approbare quod consuetudo induxit.

 

"La multitud, que es el sujeto de una costumbre, puede ser libre y capaz de imponerse sus propias leyes. En este caso, el consentimiento de todo el pueblo, expresado por una costumbre, vale más en lo que toca a la práctica de una cosa que la autoridad del soberano, que tiene facultad de dictar leyes solo en cuanto representante de la multitud. Por eso, aunque las personas particulares no pueden instituir leyes, la totalidad del pueblo (totus populus) sí puede instituirlas. Pero, aun cuando la multitud no es libre ni capaz de darse a sí misma las leyes y de anular las leyes impuestas por una potestad superior (superiori potestate), la costumbre (consuetudo) que llega a prevalecer en tal sentido obtiene fuerza de ley si la toleran aquellos a quienes pertenece instituir las leyes para esa multitud, porque su tolerancia equivale a la aprobación de lo que la costumbre introdujo" (Versión de Soria, en Aquino 1956: 199; los subrayados los introducimos nosotros). Si mencionamos arriba la sociedad natural que se nos ha ido perfilando en las páginas de la Summa y en el opúsculo a Lusignan, tenemos en esta consuetudo la manifestación específica porque, ¿qué más natural que las mismas costumbres de las sociedades humanas?

 

Tenemos que Santo Tomás está analizando aquí al sujeto político, precisamente como sujeto de una costumbre, su manifestación primaria y natural, al que denomina multitud (multitudo), en dos distintas situaciones políticas, contrapuestas, para las que vale por igual la costumbre, antes que cualquier otra cosa, como la fuerza generadora de la ley, sea "por el consentimiento de todo el pueblo" (consensus totius multitudinis), en el primer caso, o porque la tolerancia de las autoridades "equivale a la aprobación", en el segundo. En ambas circunstancias aparece la fuerza de la costumbre imponiéndose ante dos gobiernos de distinto signo. Hay que resaltar que por una parte, tratándose de "la autoridad del soberano, que tiene facultad de dictar leyes solo en cuanto representante de la multitud", en alusión a un régimen democrático, y en el otro tipifica al régimen autoritario como la "potestad superior" que impone las leyes.

 

A este texto fundamental, no le han faltado escolios y aunque en cierta tradición se asumió en otro sentido, aquí vamos a retomar la opinión de dos autoridades que parecen más a tono con el planteamiento del Aquinate.

 

Veamos primero el criterio de Carlos Soria, en la presentación del tomo VI de la Suma Teológica:

 

"Cuando la costumbre se crea en una sociedad democrática o libre que puede darse a sí misma la ley, vale más el consentimiento de la multitud, encarnado en la costumbre, que la autoridad del gobernante, que no actúa sino haciendo las veces de la comunidad. Una persona privada no puede crear normas jurídicas, pero sí lo puede hacer toda la comunidad, unida en el hecho de una costumbre común. En el caso diverso de comunidades no libres, sometidas a una autoridad independiente, a quien únicamente compete dictar la ley, la costumbre adquiere, sin embargo, fuerza obligatoria, carácter de ley, por el hecho de ser admitida o tolerada por los gobernantes, que es como una aprobación implícita de su valor jurídico y de su fuerza obligatoria" (Soria, en Aquino 1956: 161).

 

Y en el campo específico de la política y el derecho, Francisco Peccorini no puede dejar de señalar la esencia de los regímenes a los que se alude, e interpreta, por su propio lado, que la cuestión de fondo es la condición política de la población:

 

"…la antítesis propuesta por Santo Tomás no se establecería entre democracia directa y forma monárquica, sino más bien entre una muchedumbre que constituye un pueblo independiente, y otra que no es independiente, ya sea porque habiendo sido pueblo libre ha quedado sojuzgado y conquistado por alguna potencia extranjera, ya sea porque no constituye más que alguna provincia de algún reino" (1964: 85). Obviamente que ésta última era, i.e., la condición de los chipriotas bajo Lusignan.

 

Es clara la importancia de este Ad Tertium, ya que en este texto Santo Tomás se ha estado refiriendo ni más ni menos que a la existencia de un proceso de generación de derecho, en la base de la comunidad, pero que se está manifestando en una forma consuetudinaria a través de la fuerza de la costumbre, y ésta es determinante, según lo hemos visto y, también, de acuerdo con la interpretación de ambos comentaristas, Soria y Peccorini.

 

Cae entonces por su propio peso que el pensador medieval le atribuye la máxima prioridad a la costumbre en la base de los procesos políticos, indistintamente de las formas políticas y de las prácticas legislativas. Esta costumbre que sustenta la muchedumbre es el trasfondo de los estados, las formas de gobierno, las legislaciones y las constituciones, la economía, las manifestaciones morales y culturales. La comunidad, pues, puede crear sus instituciones políticas y normas jurídicas, y esto es lo que cuenta.

 

Como si aún no fuera suficiente, el maestro de la escolástica somete todo el óptimo acontecer político a una suerte de participación democrática, de amplia base, la que condiciona el conjunto del estado. Por su carácter dinámico, activo hasta la plenitud y generalizado, el proceso político así expuesto por el teólogo tiene que ver propiamente con el ejercicio del poder y con la integración del mismo mediante elecciones, en un terreno exclusivamente abierto a los seres humanos.

 

"Para la buena constitución del poder supremo (bonam ordenationem principum) de una ciudad o nación, es preciso mirar dos cosas. La primera, que todos tengan alguna parte (omnes aliquam partem habeant in principatu) en el ejercicio del poder, pues por ahí se logra mejor la paz del pueblo (pax populi) y que todos amen a esa constitución y la guarden (ordinationem amant et custodiunt), como se dice en la “Política”. La segunda, mira a la especie de régimen y a la forma constitucional del poder supremo. De la cual enumera el Filósofo varias especies; pero las principales son la monarquía, en la cual es uno el depositario del poder, y la aristocracia, en la que son algunos pocos. La mejor constitución (optima ordinatio) de una ciudad o nación es aquella en que uno es el depositario del poder y tiene la presidencia sobre todos, de tal suerte que algunos participen de ese poder y, sin embargo, ese poder sea de todos, en cuanto que todos pueden ser elegidos (omnibus eligi possunt) y todos toman parte en la elección (omnibus eliguntur)" (I, II 105, 1 c. Versión de Soria 1956: 485, 486; subrayados de este autor). 

 

De nuevo, Santo Tomás opta por su commixtum, tal y como habíamos visto con anterioridad. Explica aquí, inmediatamente después, que en la buena constitución política (optima politia) se juntan: la monarquía, “por cuanto es uno el que preside la nación”, la aristocracia –“porque son muchos los que participan en el ejercicio del poder”- y la democracia, que es el poder del pueblo (potestate populis), por cuanto éstos que ejercen el poder pueden ser elegidos por el pueblo y es el pueblo quien los elige, “inquantum ex popularibus possunt eligi principes, et ad populum pertinet electio principum”. (Versión de Soria, en Aquino 1956: 485, 486).

 

Sobre esta especie de procedimiento electoral que es algo más que una consulta de opinión pública, comenta Mas Herrera que el Angélico saca su política de la Sagrada Escritura y de Aristóteles pero, advierte: "... si hiciéramos caso de su gran humildad, tendríamos que concluir que sus ideas políticas todas son ajenas, cuando en realidad todas le pertenecen a él" (1987: 19). 

 

¡Singular manera de concebir al sujeto de la acción política y su fuerza generadora de leyes!

 

El desenlace de toda la doctrina política que se ha expuesto es muy claro. Comenta Recaséns Siches precisamente que la doctrina democrática, como concepción de que el poder del Estado compete solamente por derecho propio a la comunidad, como se establece en los textos vistos, aunque de forma auroral, suscitó en el pensamiento escolástico una amplia reflexión que culmina con la teoría del contrato político, de la que, sin embargo, había antecedentes en el pensamiento antiguo. "Santo Tomás sostiene -sigue diciendo Recaséns Siches- que el titular primario y natural del poder político es la comunidad política; que ésta puede ejercerlo por sí misma o delegarlo en una o varias personas; que, para que esta delegación se efectúe, es preciso que la comunidad celebre con la persona o personas en quienes va a delegar su potestad un contrato (pactum subjetionis); que, en virtud de ese contrato, el ejercicio del poder político pasa a quien ha sido instituido como delegado o representante; pero que la comunidad popular recobra el ejercicio inmediato del poder público cuando el príncipe se transforma en tirano" (1970: 517). Como se puede ver, no pasó desapercibido al tratadista todo el alcance de los planteamientos del fraile dominico y, sobre todo, este punto de partida con tanta materia sustantiva le permitió a Recaséns Siches rastrear su discusión ulterior en los tres siglos ulteriores, hasta desembocar en la Escolástica Tardía, lo que veremos por nuestra parte en el teólogo granadino Francisco Suárez.

 

La enorme distancia que tenemos hoy de la filosofía política tomista nos permite visualizar que, por sus componentes y visión, el Doctor Angélico fue precursor de una actitud cuyo significado es esencialmente democrático, sobre todo, tomando en cuenta por contraposición histórica que estamos en el régimen de Cristiandad a la altura del siglo XIII, una época de Europa en la que --dice Bréhier-- por todas partes se piensa en la organización jerárquica y la unidad espiritual. Se construye una política ideal en que el poder temporal está o absorbido por el poder espiritual o subordinado a él (Bréhier I: 636). Pero, pronto, todo iba a cambiar en el viejo continente y, cuando la Universidad de París perdió su condición de centro intelectual europeo y los grupos de poder también implosionaron en el papado, llevando al Aquinate a otros medios geográficos y a otras atmósferas intelectuales, otras doctrinas políticas van a surgir con innovaciones que trastocan los ejes de la escolástica tomista.

 

Cambio de tiempos

 

Terminando el siglo, en Europa Occidental muda tanto el entorno que no es vano hablar de un cambio histórico, en el que nuevas realidades emergen con formas de pensamiento inéditas. Escribe Bréhier que para el siglo XIV, entre el terror de la Guerra de los Cien Años nace el concepto de nacionalidad que apartará para siempre unidad política de la Cristiandad; la representación del universo se disloca (1948 I: 636). La pugna por el status de la Universidad de París con la participación de las autoridades francesas y el mismo Papa Bonifacio VIII, y el cisma de Avignon, junto con las disputas en que intervinieron las Ordenes, tuvieron secuelas que dieron paso a una época de alteraciones e inseguridad. De esto será un fiel representante el escocés John Duns Escoto, quien incidió en el pensamiento medieval y, sobre todo, lo puso de cara ante asuntos de la transición al Renacimiento y a la modernidad que, en su propia formulación,  nos parecen, más bien, un adelanto de la posmodernidad y del siglo XXI.

 

Hombre clave de la escuela franciscana, que nació probablemente en 1266, Escoto tuvo una participación crucial en las discusiones de la filosofía escolástica en el siglo XIV e, igualmente, fue determinante para abrir camino a los modernos. Su obra que apenas está imprimiéndose en orden, por primera vez, quedó trunca cuando le sobrevino la muerte, en el 1308. Aún inéditos en muchas páginas fundamentales, los escritos de este religioso se encuentran sometidos a un especializado ejercicio de lectura e interpretación, que apenas ha dado inicio, y cuyos resultados son impredecibles en varios temas medulares. Las referencias al Beato, por tanto, son necesariamente fragmentarias y de alguna manera provisionales (1).

 

En las circunstancias del siglo XIV, que ya eran calamitosas, apareció la Peste Negra que para muchos marcaba el fin del mundo, apreciación que compartían destacados intelectuales como el jurista Bartolo de Sassoferratto, quien escribió: "En el tiempo de la gran mortandad en el año de nuestro Señor de 1348, la hostilidad de Dios era tan fuerte como la hostilidad del hombre"  (Cit. Tuchman 1984: 109). El mundo parecía abocarse a una confusión total en la que perdía fuerza, en los hechos, la apelación a un orden como el concebido por la doctrina tomista. Sassoferrato estaba haciendo culminar el pensamiento de toda una nueva realidad en la que los hombres se sentían extraviados, ante la doble hostilidad que sufrían. Se había devuelto al individuo a una posición en la que para muchos en esta vertiente, el único sustento válido a que puede acogerse el pensamiento es la apelación a un Dios iluminador, pleno de voluntad y omnipotente. Las consecuencias que podemos señalar son: 1) la anulación de las posibilidades humanas frente a la voluntad de Dios, nunca controlable por la intermediación ni el rito; parejamente, 2) el aumento de la dignidad humana. Estamos ya al margen del Ordo Naturalis de la compleja teología tomista y bien adentro en las fracturas en el régimen de la Cristiandad.

 

Escoto no es ajeno, en absoluto, a esto que podemos considerar como un  nuevo espíritu europeo, al que contribuyó acentuando las funciones que le atribuyó a la voluntad humana y divina, en lo que coincidió con las expectativas de muchos sinceros creyentes que buscaron en su interioridad lo que el mundo ancho y ajeno ni de lejos sugería, y en el que se quiere rescatar al maestro de Hipona. Para ello, fue el primer aporte de Escoto la crítica lógico-racional en la que se empeñó contra la analogía del ser, una herencia del pensamiento antiguo que se encuentra en la columna del tomismo, y en segundo lugar el replanteamiento de la teoría ontológica del ser, al que postula como unívoco, así como su consecuencia: la renovación de las bases de la filosofía política; elementos todos que sumados le permitieron al Doctor Sutil esbozar un reto filosófico en el que debía emprenderse, antes que nada, la fundamentación de los principios de la salvación y, en cierta medida, de la convivencia social. En esta tarea, no acepta Escoto de primera entrada las apelaciones al Derecho Natural ni tampoco el recurso a los Mandamientos de la ley mosaica, como venían desarrollándose en los hitos del pensamiento de la escuela franciscana. Veremos que estos planteamientos siguieron presentes y quedaron pendientes, por un largo tiempo, hasta que otro hito filosófico fue marcado por Francisco Suárez. El tema no es ligero dentro del pensamiento cristiano, desde cualquier punto de vista, y tampoco específicamente en aquellos tiempos para los miembros de la Orden Franciscana, a la que pertenecía Escoto. Mucho menos en este último sentido, porque sus predecesores franciscanos se habían destacado en las severas polémicas de la segunda mitad del siglo XIII con una interpretación muy pero muy apegada a la letra en cuanto a los alcances filosóficos –sobre todo el carácter normativo- del mandato divino dado a Moisés, a través de  los Diez Mandamientos.

 

Particularmente para la Cuaresma de 1267, en medio de las severas discusiones argumentativas y cuando se habían entablado confrontaciones directas con el averroísmo, cuyo centro de debates estaba en la Universidad de París, San Buenaventura sacó a luz sus Collationes de decem praeceptis, en las que abordando las relaciones entre la ley y la justicia fijó una concepción de estricto apego a los textos, en ambas instancias, la político-jurídica y la teológica-filosófica. Había dividido este otro fraile franciscano los Mandamientos de acuerdo con la tradición, para la que en una filosofía jurídica que unifica dos instancias que no siempre han estado como idénticas, lo que la ley manda no es sino otra cosa que la justicia. Pues bien, esto es lo que sentenciaba Buenaventura en aquella Cuaresma: “Pues la ley es la regla de la justicia, y la justicia es la virtud según la cual el hombre debe ordenarse para don Dios y para con el prójimo (1948, Coll., I, 21). Como está siendo explícitamente asentado aquí por San Buenaventura, la justicia tiene su regla en la ley y los Mandamientos son la ley por excelencia, con dos variantes (duplex iustitia). Dividiendo la manera de aplicar los mandatos divinos, Buenaventura sienta una justicia que mediante unos preceptos mira a Dios y por medio de otros apunta a los hombres mismos, pero en ambas direcciones valida el ordinamur. “... est duplex iustitia, una qua ordinamur ad Deum; alia, qua ordinamur ad proximum; et secundum hoc datae fuerunt Moysi duae tabulae” (I, 21), y así, según la división, caen dentro de la primera tabla mosaica los tres primeros mandamientos que tratan de las obligaciones humanas (nos ad Deum) para con Dios, “In prima, dico, tabula continentur mandata ordinantia nos ad Deum” (I, 22), pero hay una segunda tabla (ad proximum) dada igualmente a Moisés por Dios:

 

“In secunda tabula continentur septem mandata ordinantia nos ad proximum quae significantur per duo preacepta legis naturae, scilicet: hoc facias, alii, quod tibi vis fieri; non facias alii, quod tibi non vis fieri” (I, 23). Los traductores que estamos siguiendo nos ofrecen la siguiente versión: “En la segunda tabla se contienen siete mandamientos que nos ordenan para con el prójimo, que se dan a entender por dos preceptos de la ley natural (legis naturae), a saber: haz a otros lo que quieres que a ti se te haga; no hagas a otro lo que no quieres que a ti se te haga”.  

 

Si este personaje franciscano estaba subsumiendo los siete mandamientos de la ley de Dios que se contienen en la segunda tabla, como  los abarcables dentro de los dos preceptos de la ley natural, obviamente son de acatamiento en cualesquiera circunstancias.  

 

Pero cuando Escoto se aboca a este asunto tan delicado, a pesar del criterio del santo franciscano, invierte los términos de este sistema de legalidad para destacar 1.) la absoluta trascendencia y omnipotencia de Dios y 2.) la posibilidad de que, por Su voluntad, todo sea de otra manera a como se constata, aunque los fines del Derecho Natural y de los Mandamientos sean, al final, de pleno reconocimiento por sus fines, pero no por ser leyes que tengan un ineluctable acatamiento en el ámbito de los seres humanos. El posicionamiento y el razonamiento escotista en esta materia de la legalidad despertaron el interés de Suárez, quien dicho sea de paso y para adelantarnos a lo que vamos a repasar más adelante, cuando le hace amplios comentarios se preocupó por salvar el texto y el alcance de los textos del Doctor Sutil. Pero también tenemos que ver que la sagacidad y certeza de las tesis de Escoto adelantan algunos de los mejores logros del pensamiento científico del siglo XX, justamente en esta materia. Por eso vamos a encontrar, en la obra del jesuita granadino, una complejidad de análisis al respecto de la ley, la justicia y la positivación de las normas que se apareja con amplios desarrollos en las páginas de este franciscano que se había separado de las del predecesor, Buenaventura.

 

Subyace detrás de este pensamiento de Escoto, como es el tono general de su Opera, el anhelo filosófico de salvar la creencia en ese poder de Dios que solo puede ser, de cierta manera, limitado por el principio de la no contradicción, pero no por ley alguna, ni siquiera aquello que Buenaventura tenía subsumido en la ley natural. Escoto cuestiona los pilares del pensamiento político y jurídico, y sobre todo la formulación de la normativa para, en la vía racional, abrirle paso a su concepto de divinidad absoluta, totalmente separada de los seres contingentes. De cierta manera, debe entendérsele por una franca oposición a la filosofía de las leyes que había tomado un auge notable durante la centuria precedente pues las universidades medievales de Oxford y París, en las que realizó el Doctor Sutil sus estudios, avivaron la vigencia in extenso del Derecho Romano. A propósito de este corpus como antecedente apuntemos aquí que, en uno de sus tratados fundamentales, el Digesto (Lib. I, tit. 2, f. 4) había definido al Derecho Natural en los siguientes términos: Ius naturale est, quod natura omnia animalia docuit: nam ius istud non humani generis propium, sed omnium animalium, quae in terra, quae in mari nascitur, avium quoque commune est (Derecho natural es lo que la naturaleza enseñó a todos los animales, pues tal derecho no es privativo del género humano, sino común a todos los animales que nacen en la tierra, en el mar y también a las aves).

 

Santo Tomas de Aquino tuvo mucho que ver con el iusnaturalismo, reelaborado sobre los pilares del Digesto y Aristóteles, para convertirlo en puntal del Derecho Medieval, con una profundidad y un esplendor que lo hizo de referencia obligada. Viéndolo en las postrimerías del siglo XX, a esta concepción jurídica Serres la ha definido en estas palabras: "Los propios filósofos llaman derecho natural a un conjunto de reglas que existirían al margen de toda formulación; puesto que es universal, derivaría de la naturaleza humana; fuente de las leyes positivas, emana de la razón en tanto que ella gobierna a todos los hombres" (1993: 63).

 

De manera que al introducirse por parte de Escoto la impugnación al concepto de ley y en particular a la ley natural, la Physis helénica y la Natura romana quedaron sin sustento, y con ello la conceptualización política y jurídica de la sociedad. Según Skinner (1993 II:30), el proceso de la Vía Moderna estaba comenzando con esta premisa de este pensador. La ley en su misma condición de norma pasaba a ser una mera quaestio disputata, perdiendo su brillo de intocable prescripción natural y quedando, precisamente así, relativizada y en condición de asunto discutible, como uno de los ejes del clima espiritual de la transición en la que muy pronto irrumpen Marsilio de Padua, Bartolo de Sassoferrato, Lorenzo Valla y Coluccio Salutati.

 

La impugnación de la filosofía de las leyes está muy presente en los tiempos y en la letra de Escoto. En esto tiene él un rol protagónico que lo lleva a dejar atrás el naturalismo político greco-romano y, por supuesto, el iusnaturalismo escolástico. Ponía así el franciscano premisas de positivismo jurídico para que se diera el giro hacia el individuo y el Estado, lo que se produciría luego en la Edad Moderna. Es lo que sintetiza Núñez Ladéveze: "Frente a la polis clásica, que según Aristóteles era una comunidad natural de vida en común, en la que la discusión de lo justo y de lo injusto y la convivencia pacífica se fundaban en la organización práctica de la polis como condición de posibilidad de la discusión teórica, el Estado moderno es una organización artificial donde se desarrolla la política, una suerte de actividad que no se vive comunitariamente sino que se añade artificiosamente como medio para resolver los conflictos de intereses de los ciudadanos" (2000: 12). Individuo y Estado, si los ponemos separadamente tenemos así, al uno, aparte de los demás miembros de la sociedad política y dando cuenta de sí mismo, para sí y en su relación directa con Dios, no intermediada; y el otro término –convencional, relativizado y discutible- se refiere a la institución que es despojada del tejido de naturalidad que había venido sirviendo, más allá de los objetivos estrictamente individuales de los individuos.

 

Conceptos fundamentales

 

Escoto postula al ente como concepto unívoco, englobante, y que es válido tanto para Dios como para las criaturas, pues en ambos extremos de lo que se trata es de entes. En vez de una analogía entre Dios y las criaturas, que Escoto anula por su operación epistemológica, tenemos solo al ente, aunque como concepto ente es insuficiente desde el punto de vista de la metafísica. Ya con esto abandona y relega la operación de la analogía -por considerarla equívoca en una perspectiva lógica-. Fueron dos pasos de consecuencias definitivas porque siendo el concepto unívoco, y siendo Dios el que fue, el que es y el que será, entonces El entra directamente dentro de los objetos propios del entendimiento humano, aunque de forma imperfecta, porque siendo el concepto de ente uno muy general, le faltan las determinaciones propias de todo concepto específico. Este asunto, tema fundamental del Ordinario escotista, parte del concepto de univocidad, del que debemos entender  "que designa la unidad de razón de lo que es predicado" (Cit. Merino 1993: 190). Sobre esto, con lo que asoma el nominalismo, en la medida que estaba sentando las premisas de su oposición a los conceptos generales, abunda Escoto que Dios no es conocido naturalmente por el hombre peregrino en la tierra de una forma propia y particular, según la razón de dicha esencia en tanto ésta es en sí misma, según advierte en el Ordinatio. No, lo que sí está al alcance de este homo viator es el concepto unívoco, pero jamás puede pensarse en el conocimiento de la esencia divina que es en sí misma. Aquí de nuevo el esencialista Escoto introduce una separación, tan propia de su sistema. Por esto explica que la esencia divina no puede ser conocida de manera natural por ningún intelecto creado, según la razón de la esencia divina en cuanto tal, ni ninguna otra esencia conocida por nosotros nos revela de forma suficiente esta esencia en cuanto tal, ni por similitud de univocidad, ni por similitud de imitación. La univocidad solo se da en los conceptos, o sea que en el concepto de ser podemos incluir a Dios, jamás su esencia; y tampoco parece viable la imitación porque sería imperfecta, ya que las criaturas imitan dicha esencia solo imperfectamente.

 

Aplicando estos criterios en la metafísica, el Beato franciscano logró realizar originales desarrollos conceptuales pero que, como veremos, a la hora de entrar en el terreno político representan en realidad una sustancial renovación del pensamiento del sujeto, la sociedad, la ley y los acontecimientos, en los planos filosófico, metafísico y teológico.

 

Para postular la univocidad el Doctor Sutil da dos pasos:

 

a.- "El intelecto, en el estado del hombre en esta tierra, puede tener la certidumbre de que Dios es ente, aunque dude sobre los conceptos de ente finito o infinito, creado o increado; el concepto de ente que aquí se aplica a Dios es distinto a este o aquel concepto y, por lo tanto, neutro en sí mismo; no obstante se halla incluído en aquellos dos conceptos y, así, es unívoco".

 

b.- "Llamo unívoco al concepto que de tal manera es uno, que su unidad es suficiente para que sea una contradicción afirmalo o negarlo a la vez de la misma cosa y que, tomado como término medio de un silogismo, una de tal manera los términos extremos que no sea posible equivocación ni engaño" (cits. Merino 1993: 222).

 

La operación del intelecto, sin embargo, ha llevado al hombre a un error que se explica por las pretensiones del poder cognoscitivo, en lo precedente. Así es que muchos han dado un paso en falso sin tomar en cuenta la condición contingente del homo viator. "A la cuestión de si la existencia pertenece a algún concepto que concebimos de Dios, de modo que la proposición en la que la existencia es afirmada de tal concepto sea evidente … respondo que no" (Cit. Merino 1993: 226).

 

Pero, de acuerdo con una vieja teoría que Escoto simplemente parafrasea, la errada manera de pensar por medio de analogías –enfilándose contra la cual asume lo que es una crítica muy propia del nominalismo- tiene otros aspectos concomitantes:

 

El intelecto humano, que tiene por objeto el ente en cuanto ente, el cual abarca todo lo que es -según lo que afirman los filósofos, a los que se remite mencionándolos vaga y genéricamente pero que, como veremos de seguido se trata de una escuela particular y de un filósofo específico-, extiende su poder cognoscitivo a todo lo real. El intelecto agente puede hacerlo todo y el intelecto pasivo puede convertirse en todo. Hasta aquí solo está repitiendo de esa manera el Beato la enseñanza aristotélica sobre el alma y sus posibilidades gnoseológicas pero, antes que él este asunto ya fue tomado del De Anima del Estagirita por numerosos autores durante la Antiguedad clásica y, específicamente en el período Helenístico, el fragmento III 5 había sido reformulado por Alejandro de Afrodisias. A través de su interpretación se mantuvo vigente en la filosofía medieval, mediante reelaboraciones muy diversas.

 

En esta parte, el Doctor Sutil simplemente ha parafraseado las palabras un tanto oscuras de un fragmento particularmente difícil del Estagirita. Sin embargo, el pensador franciscano tiene un punto de vista crítico para los defensores de la teoría del alma de Aristóteles, por el excesivo protagonismo que dan a los seres humanos en el proceso de conocer (Merino 1993: 197). Recordemos que Aristóteles estableció que la mente viene a ser todas las cosas, y que en otro aspecto hace ella todas las cosas, lo que compara a un estado como la luz, pues la luz hace actuales los colores. Y como si éstos no fueran conceptos medulares, añadió en un sorpresivo giro que la mente es separable, todo en unas pocas líneas del De Anima III 5 (2).

 

Escoto presenta sus propias conclusiones, tras la precedente mención al poder cognoscitivo del alma, en este asunto:  Si se examina con más rigor la situación histórica se hace necesario replantear tales pretensiones. Si realmente son autosuficientes y poseen un campo tan amplio de posibilidades, los filósofos tendrían que indicarnos con toda precisión cuál es el fin de nuestra existencia. En cambio, se han limitado a identificar este fin con la contemplación de las sustancias separadas, o incluso han llegado a poner en duda el hecho mismo de que exista. Réplica fundamental que le permite justificar su tesis sobre la insuficiencia de la filosofía para tratar lo que concierte al homo viator. El acercamiento a los temas fundamentales de éste demanda otra disciplina, no del orden filosófico.

 

Abordándose el tema del alma, es algo que está más allá de la epistemología, trascendiendo el campo de la filosofía porque cae dentro de la teología escotista y atañe a la médula de su antropología filosófica. Pasa adelante y advierte: Si es verdad que el hombre se conoce naturalmente a sí mismo -como piensan los filósofos- ¿por qué no debería conocer también su fin último, que constituye su elemento esencial? Por lo tanto, es preciso replantear la ley según la cual el fin de una substancia solo puede individualizarse gracias a sus manifestaciones, ya que es más factible percibir dicho fin a través de la visión intuitiva de la substancia misma.  Aparte de que asoma aquí el esencialista que es, ya está replanteando la ley. Pero entonces, al observar que infructuosamente la tradicional teoría del alma intenta darle una solución al fin de la existencia humana, sin poder conocer su fin último, lo que es un asunto propiamente sobrenatural, obviamente se están mostrando las limitaciones que tiene la gnoseología que se había heredado del Filósofo, para abordar un tema como éste, y se le abre un espacio al pensamiento cristiano mediante la revisión de la ley. Aquí la metafísica escotista y, en realidad, su teología introduce un asunto de lo sobrenatural en el mundo natural, o sea la discusión sobre el fin último del homo viator. Vamos a ver sus implicaciones políticas.

 

Lo dicho ha llegado al fin último del hombre, uno de los temas medulares en su filosofía y en su doctrina del hombre, de quien se refiere realzándolo en su humanidad transitoria y contingente como el homo viator; entonces, Duns Escoto acentúa la contingencia de los seres humanos, por las limitaciones de su razón natural, que son intrínsecas. Para ello, corona este aspecto de su pensamiento con la apelación a Dios libérrimo y omnipotente, desde la razón humana: "Para el entendimiento natural es evidente que Dios puede hacer de modo que alguna cosa venga de El sin que preexista algún elemento de esta cosa y ningún elemento receptivo en el que esta cosa sea recibida. Es evidente al entendimiento natural, aunque el Filósofo no lo haya dicho, que es posible demostrar que Dios puede crear algo de este modo" (Cit. Merino 1993: 237). Y esto se refiere al destino del homo viator así como a los seres creados, y a todo aquello que sin preexistir puede llegar a ser... porque Dios puede. En el orden del razonamiento, como veremos más adelante, el Beato está remitiendo a la razón natural la facultad de la comprensión de los actos creativos, sin que medie la preexistencia, y aunque no estuviera así expuesto por Aristóteles. Simplemente, para su entendimiento natural, Dios puede, y el puede es el rasgo preponderante desde su perspectiva de pensador cristiano.

 

Si fue fundamental la univocidad del ente, lo que postuló Escoto para que incluyera al ente divino y al ente contingente, este segundo ente fue conceptualizado con su labilidad intrínseca y ello le permitió sacar conclusiones igualmente innovadoras en todos los órdenes del pensamiento. Para esto puso un acento excluyente en la libre voluntad de Dios omnipotente, de tal manera que lo dado en la realidad a los hombres peregrinos es tan contingente que Dios puede desear y hacer otra cosa.

 

Esto, como precedente para incursionar en el campo de la teoría política, le permite al Doctor Sutil hacer valer algunas de sus tesis de más importancia, igual que lo había hecho con hondura en la metafísica y la teología. Se trata en particular de su revisión de los conceptos de la ley, lo que acomete en el Ordinatio. Dado que ente vale para el divino y para el contingente, la libertad vale igualmente en los dos casos y, como la voluntad de Dios es omnipotente, no puede haber leyes que aten la voluntad divina y, por lo tanto, no existe otra ley más que el principio de no contradicción. Su implacable razonamiento, con esto, se está enfocando así contra el determinismo y la necesidad. ¡Pero igual, vale para el homo viator!

 

Primero sienta Duns Escoto una premisa que derriba el sentido de la necesidad en todo lo que acontece y todo lo que es. Obvio, si se toma en cuenta que en los dos extremos del concepto unívoco del ser están el ser contingente y el ser de Dios, compartiendo ambos lo que se puede predicar en común de ellos, la voluntad y el entendimiento. Y lo que hay es solamente una gradación de ambas, en los extremos del arco del ser conceptualizado unívocamente.

 

Puesto que Dios -expone-, podía actuar de una manera diferente, y solo su voluntad es la que decide esa actuación en uno u otro sentido, podía haber establecido otras leyes que, si hubiesen sido promulgadas habrían sido correctas, porque ninguna ley es tal si no es en la medida en que ha sido establecida por la voluntad aceptante de Dios. ("Ideo sicut potest alier agere, ita potest aliam legem rectam statuere, quae si statuta a Deo, recta esset, quia nulla lex est recta nisi quatemus a voluntate divina acceptante est statuta"). Claro que al poner esta premisa en el terreno de la sociedad humana, las consecuencias son completamente definitivas porque lo necesario no es lo dado sino lo que puede ser, de acuerdo con los designios divinos.

 

Dios aparece refulgente y todopoderoso en el centro de esta teoría política digna de la sutileza de su autor; pero, no Dios como un determinante político de lo que se está dando, sino porque podría estar actuando de una manera diferente, y porque puede establecer otras leyes igualmente rectas. O sea, está dando Escoto una singular vuelta argumentativa, en contra de la determinación y del concepto mismo de necesidad, esta vez en lo políticamente dado, lo que le permite justificar la libertad, las esperanzas e incluso los anhelos utópicos.

 

Empero, no se quedó ahí sino que le dio además un amplio basamento político a su concepto -¿lógico?, ¿gnoseológico?- de Dios todopoderoso. Empezando primero por lo que relaciona al individuo en el mundo, Escoto reconoce la certeza de los datos empíricos que nos dan los sentidos, pero advierte que aunque son ciertos no son necesarios porque, para el Doctor Sutil, la meta es derribar la necesidad, hasta en esto de la percepción sensorial más primaria.

 

En realidad Escoto ya había dado fundamentos lógicos a su filosofía, empezando a separar la razón de la sensación, al distinguir con precisión las leyes causales y las generalizaciones empíricas, lo que fue una original contribución en el problema de la inducción que le permitió abordar críticamente la analogía y postular la univocidad del ente. Según expuso, la certeza de las regularidades causales descubiertas en la investigación del mundo físico estaba garantizada por el principio de uniformidad de la naturaleza, que él consideraba como una hipótesis autoevidente de la ciencia inductiva. Explica Crombie (1974: 35) sobre las teorías escotistas del conocimiento científico que aun cuando es posible tener experiencia de solo una muestra de los fenómenos asociados que se investigan, la certeza de la conexión causal subyacente a la asociación observada es conocida por el investigador. Escoto lo justifica en el Ordinatio, "por la proposición siguiente que descansa en el alma: Todo lo que ocurre en muchos casos por una causa que no es libre (i.e., no es voluntaria) es el efecto natural de esa causa" (Libro 1, distinción 3, cuestión 4, artículo 2). Es lo único en que acepta Escoto el efecto natural ya que, a la inversa, donde imperan las causas libres, como en el mundo humano, según se ve en los numerosos ejemplos tomados de las narraciones bíblicas, no hay conexiones causales de efecto natural sino acciones de la voluntad, divina o humana. Y para los hombres de la fe cristiana medieval, el texto bíblico era un referente ineludible.

 

Vemos que está sacando los acontecimientos humanos, propiamente dichos, del limitado campo natural circunscrito por las causas naturales, y así ha puesto a la voluntad como sinónimo de ejercicio de la libertad, aparte de que la voluntad es la causa que opera. Basta citar la orden del sacrificio del hijo de Abraham, el robo de los vasos a los egipcios  y el matrimonio de Oseas, por mencionar los casos extremos donde el Viejo Testamento recoge el dictado divino que va en contra de los mismos preceptos del Decálogo y con lo que se demuestra que no hay ahí, en el plano de los seres contingentes, conexiones legales necesarias sino, exclusivamente y cuando se dan, una mera causalidad individual de origen en el ser necesario.

 

Entonces su punto de partida no es la constatación de la existencia contingente –donde sí hay, por así decirles, leyes naturales- por medio de los sentidos, sino que postula y reitera que, aún en ese nivel, de nuevo lo primordial es la posibilidad. Esto se da en las dimensiones filosófica, metafísica y religiosa, siempre mediante la ruptura de toda legalidad predeterminada. Que las cosas referidas al ente son, es un dato cierto pero no necesario, porque también podían no ser por su misma contingencia, pero que las cosas pueden ser, dado que son, es un hecho necesario, con lo que revierte el sentido de la necesidad y somete a un cuestionamiento fundamental los datos de lo dado.

 

 Si el mundo existe, es absolutamente cierto y necesario que puede existir, “ab esse ad posse valet, illatio". Con esto el religioso escocés completa magistralmente la proposición que hemos visto anteriormente, si el mundo existe es absolutamente cierto y necesario que puede existir. Claro, inmediatamente después es válido concluir que el mundo puede existir … de otra manera a como es. Con lo que estamos hablando de mundos semánticos, alternativas éticas y políticas, y por supuesto que de utopías.

 

La conclusión -lógica, filosófica y teológica- eleva a Escoto a una posición cimera entre las varias filosofías opuestas al determinismo, y además aporta la respuesta y una refutación que se adelantan, en varios siglos, al replanteamiento causalista que harán varios filósofos de la Modernidad (Leibniz, Spinoza, Hobbes y Hartmann, entre otros). Anticipa la crítica a la sobredeterminación que harán los Enciclopedistas a Leibniz e incluso parece inspirado en el mismo espíritu crítico de Voltaire (en Cándido) y de Diderot (en El Sueño de D'Alembert). Se ubica más bien dentro de un probabilismo demasiado contemporáneo que sugiere un antecedente directo de Wittgenstein (en su Tractatus) o incluso de John Elster, cuando en nuestros días éste establece que la metodología ceteris paribus es inaplicable en las disciplinas sociales (1989: 175).

 

Haciendo una apertura casi infinita de posibilidades -en la que más se necesita de un cálculo de probabilidades que cualquier concepto determinista de la necesidad-, se permite Escoto afianzar su idea de la omnipotente voluntad de Dios, solamente sujeta al principio de contradicción, lo que en realidad es uno de sus objetivos como filósofo y su objetivo como teólogo.

Pero las consecuencias políticas son notorias.

 

No es lo dado como dado lo que es la ley o un producto de la ley, ni tampoco aquello a lo que se aplica la ley, sino que la voluntad de Dios ha decidido hacer que lo dado se produjera como está dado, pero dado que Dios lo pudo haber querido de otra manera entonces lo dado no está necesariamente dado y puede ser de otro modo. Y al romperse así definitivamente el laberinto de aquel determinismo religioso, moral y político, que se amparaba en los postulados de la ley divina y humana, bajo el Derecho Natural, el hombre queda con posibilidades totales en estos tres ámbitos que se le han despejado íntegramente. Los argumentos del pensador franciscano dejan al hombre sin nada más que su religiosidad y su razón filosófica para hacer su propia vivencia en el mundo, ¡destino de homo viator! No hay más que los dictados de la fe y lo que quiera Dios darle por la gracia divina, por una parte, y su propia fundamentación racional pero a la que se le sobrepone la voluntad, por la otra, con el solo constreñimiento del principio de contradicción.

 

Recepción del escotismo

 

La ley concebida por Duns Escoto solo es positiva. Esta conclusión es lo que destaca el jurista Novoa Monreal en el franciscano, por lo que representó en la revisión de la teoría del derecho, en el siglo XIV: "Dios no se halla ligado necesariamente a las ideas de los seres creados ni al fin que ha previsto para ellos; no está vinculado a ningún orden ideal precedente. Las leyes generales del recto obrar -explica el tratadista chileno- están fijadas por la voluntad divina, que puede cambiarlas arbitrariamente; no se someten a ninguna necesidad conceptual del intelecto divino" (1967: 19). La fina y convincente metafísica escotista ha convencido a Novoa Monreal de sus implicaciones jurídicas y políticas.

 

Aquí se está reduciendo a su mínima expresión todo el iusnaturalismo porque, dentro de esta filosofía escotista, no hay acciones buenas o malas por su naturaleza y esto tiene una consecuencia con la que, de nuevo, volvemos al expositor jurídico. Las doctrinas de Duns Escoto, al conceder primacía a la voluntad sobre el intelecto, pusieron de relieve la importancia de lo individual sobre lo general, y permitieron el examen de la realidad como fuente de elaboración de normas jurídicas válidas. No menos importante en esta interpretación es que el Beato le hizo perder rigidez al Derecho Natural (Novoa Monreal 1967: 20).

 

Cuando este voluntarismo de los seres humanos que optan y de Dios que decide se lleva al plano político y jurídico, está sentando Escoto una de las tesis que va a derribar toda la fundamentación del derecho natural de la via antiqua, y se va abriendo la via moderna, para lo que en forma específica hace el Doctor Sutil -en el Ordinatio- una audaz revisión doctrinaria, ni más ni menos que de la vigencia y validez de los Diez Mandamientos, revisión que no por inaudita impedirá que tenga que ser aceptada, al final, hasta por quienes volvieron a reavivar la escolástica, en el pensamiento barroco español y portugués que también ha sido llamado de la escolástica tardía, lo que veremos en Suárez. 

 

Escoto estaba retomando con esto el planteamiento de la omnipotente voluntad de Dios, un tema que es de raigambre agustiniana. Se trata de un asunto, muy propio entre los pensadores de la orden franciscana, referido a las limitaciones connaturales al ser humano como ser contingente y a todo el pensamiento humano, particularmente, en el que resulta indispensable, por lo tanto, la acción iluminadora divina y, sobre todo, la  voluntad de Dios ya que ni siquiera el Decálogo bíblico tendrá fuerza de ley ni podrá seguirse como fundamento de la moral cristiana, y tampoco servirá el derecho natural para esos efectos.

 

"Muchas cosas que están prohibidas como ilícitas podrían convertirse en lícitas si el legislador lo mandase o, al menos, lo permitiese, por ejemplo, el robo, el asesinato, el adulterio y otras cosas similares, que no implican una malicia incompatible con el fin último, del mismo modo que sus opuestos no incluyen una bondad que conduzca por necesidad a ese último fin", establece Escoto en el Ordinatio, para dejar clara la preminencia del dictado positivo que fija la norma jurídica, y la relativa amplitud con que deben tomarse tanto la malicia como la bondad, en vez del Bien absoluto y del Mal absoluto. Y llevando por la lógica la tesis sobre la omnipotente voluntad de Dios, hasta sus consecuencias más extremas, únicamente la paternidad en el núcleo familiar puede entenderse dentro de un cierto derecho natural, en amplio sentido, sobre lo que prescribe Escoto: "La sujeción filial al padre es de ley natural" (Cit. Merino 1993: 264).

 

Y en consecuencia, avanza en su razonamiento afirmando que la autoridad civil y política no tiene su fundamento en la ley natural, sino en el consenso común de los componentes de una sociedad, lo que asienta en el Ordinatio (Cit. Merino 1993: 264), de manera que la sociedad humana se le aparece al Doctor Sutil como un agregado de individuos, donde lo común entra a ser parte de los asuntos sujetos a los  acuerdos mutuos, a elegirse y decidirse por ellos mismos, y que eventualmente son elevados a norma jurídica. Pero esto es una simple eventualidad que resalta el carácter convencional del derecho positivo, y en lo político adquiere el consentimiento de los súbditos una relevancia distinta de la que en Santo Tomás resultaba de la institución jurídica natural de la comunidad política. Claro que es pertinente la observación del pensador escocés, sobre todo porque el Aquinate estableció que "es natural al hombre ser un animal social y político", y también que éste conoce de todas las cosas necesarias para su vida, "solamente en la comunidad", mientras que el Beato dice: De la misma manera que Dios está determinado sin límite alguno con el iustum publicum -no para la comunidad como un agregado sino como en el caso de la ciudad, por la comunidad como un contenedor del orden supremo-, lo que es el derecho propio a su bondad; mientras que todo lo demás que es derecho es derecho particular, entonces ahora esto es justo y ahora entonces, está dependiendo de ser ordenado o estar en armonía con este derecho público. Hagamos aquí una pequeña pero muy atinada disgresión con Thomas Williams, quien ha realizado autorizadas traducciones de Escoto al inglés, y explica que interpretó communitate eminentis continentae por “community as superordinate containment”, lo que justifica así: “because I wanted an english phrase that was as inscrutable as Scotus’s Latin” (2000:8). Menuda aclaración de un traductor que conoce a Escoto con tantas calificaciones.

 

Este concepto del iustum publicum escotista representa un giro de ciento ochenta grados con respecto al bien común (bonun commune) del Aquinate, más allá del cambio de las palabras, porque establece un compromiso divino total, invirtiendo la preponderancia del compromiso de los hombres que era esencial en la filosofía política tomista, y porque enajena de la misma acción del ser necesario a todo lo demás, que queda establecido como derecho particular. Singular es la filosofía que propone Escoto en el terreno político, dado el signo de los tiempos.

 

Pasa el Doctor Sutil a hechos factuales y trata el caso específico de la sentencia de muerte que recae por decisión de las autoridades romanas en el apóstol San Pedro, asunto donde los criterios escotistas son aplicados de manera sorprendente para un hombre de fe, pero que debemos poner en relación con las pugnas políticas. Según la version en inglés que propone Williams en esta traducción: I therefore say that God can will, and will rightly, that Peter be damned, because this particular instance of justice –Peter’s being saved- is not necessarily required for the iustum publicum in such a way that its opposite cannot also be ordered to that very same (iustum publicum), namely, to the beffiting of the divine goodness. (Por lo tanto digo que Dios puede querer, y quiere correctamente, que Pedro sea condenado, porque esta instancia particular de la justicia –el ser de Pedro salvado- no es necesariamente requerida para el iustum publicum de una manera que su opuesto además no puede ser ordenado para lo mismo (iustum publicum), sea para lo que es apropiado a su divina bondad) (Cit. Williams 2000: 9, de la que damos nuestra propia versión en español en este artículo). 

 

Tenemos aquí, que es la omnipotente voluntad de Dios lo que opera y, ante ello, ningún ser contingente puede oponerse en aras al iustum publicum. Unicamente valdría la posibilidad de que Dios quiera otra cosa. Así la acción divina interviniendo en la vida política de nuevo la constata Escoto, incluso en la condena del apóstol, porque la voluntad de Dios solo se refiere al iustum publicum, como un recipiente del orden supremo, pero no afecta al derecho privado que no tiene carácter de necesario. 

 

Cabe preguntarse si ésta no fue la vía única argumentativa que encontró el fraile escocés ante los rumbos de la política europea durante aquellos agitados años, porque dice mucho de su fuerza filosófica pero muy poco de los avatares históricos. Volvamos a insistir que Escoto acentúa, una y otra vez, la voluntad de Dios, determinante para sí mismo y para las contingencias porque mientras que El es el ser necesario, los demás seres contingentes existen de forma limitada. En ambos extremos se trata de entes. A esto le hace Guillermo Fraile una acotación: "No hay en la naturaleza ninguna ley necesaria ni en el orden físico ni en el moral, en el lógico ni en el ontológico. Ni siquiera hay una ley eterna en Dios ni una ley natural, participación suya en la naturaleza humana" (1960 II: 1103). Por una parte, en primera instancia, el pensador escocés borra todas las bases y las trazas del Derecho Natural pero, con una consecuencia práctica, para la moral y también para la política, inusitada a la altura del siglo XIV, con la que se acerca al nominalismo.

 

Escoto también se ha caracterizado, en su filosofía opuesta al determinismo, como un pensador que postulando una defensa de la libertad de Dios y de sus criaturas recurre a sus abundantes recursos en la lógica, propiamente. Siguiendo a Aristóteles está enfrentando el determinismo, de origen megárico, y también a sus ramificaciones medievales. En la Metafísica (1046 b 29 s.s.), el Estagirita había aludido de una manera muy somera a la tesis megárica según la cual algo solo es posible cuando es efectivo; pero que si no es efectivo, tampoco es posible. Se refería a un desarrollo de la sobre-determinación concebida lógicamente, en lo que habían intervenido Euclides de Megara, Diodoro Crono y Eubúlides. Y como leit motiv lógico-filosófico, esto de la necesidad en tensión con la libertad tuvo ramificaciones ulteriores. Con la escolástica emerge de nuevo. Abelardo lo aplicó al acto creador de la divinidad (Dios sólo "puede" crear lo que crea efectivamente); Averrores defendió una teoría de la evolución según la cual todo lo que es posible se hace también efectivo (Hartmann 1986 II: 218).

 

Y Bréhier (1959: 332) remite, por su parte, a Michalski para rastrear esta discusión entre los medievales: De un texto del De Interpretatione -en el que con base en razones lógicas Aristóteles sostiene que no hay afirmaciones verdaderas ni falsas acerca de lo futuro, por ende no son los juicios sobre el futuro ni verdaderos ni falsos- , algunos escolásticos sacaban la afirmación de que las proposiciones que concernían a los futuros contingentes no son verdaderas ni falsas (lo cual sería admitir una lógica de tres valores) y que, por consiguiente, Dios no posee la ciencia de ellas, puesto que no hay ciencias más que de la verdad. Por el contrario, de la teología se sacaba la conclusión de que Dios tiene la ciencia de ellas.

 

Valga advertir que por los postulados de estas filosofías de la necesidad se anularía la libertad del ser necesario, y la sobre-determinación de la realidad traería una aceptación en consecuencia de lo dado, por parte de los seres contingentes. O sea que de una metafísica de la necesidad se concluye en una política de sometimiento político. Contra esto último también estaba reaccionando Escoto.

 

Glosando esta ruptura crucial, tenemos que de acuerdo con la innovación del pensador franciscano Dios es fundamento de la libertad, porque en cuanto al mundo que ha creado, debe decirse que todo lo que ha creado efectivamente está de acuerdo con las leyes de su justicia y de su sabiduría; pero -y este es el concepto innovador- "si hubiese procedido de otro modo, el orden que hubiera podido escoger habría sido igualmente justo y sabio, por el solo hecho de que él lo hubiera querido, puesto que su voluntad es siempre justa". Tenemos entonces un predicado absoluto de Dios que deriva en el orden político; "la justicia de Dios es tan extensa como su poder" (cit. Bréhier 1959: 281), por consiguiente es lo mismo si tiende a un posible como a su opuesto. Aquí resulta que el orden prescrito y elegido por Dios jamás está determinado por exigencias debidas a la naturaleza misma de las criaturas.

 

Tenemos en Escoto una filosofía de la libertad, contraria al determinismo  que se manifiesta en dos tesis lógico-filosóficas, debidamente formalizadas: La primera es llamada ley real de la necesidad, cuya significación para el problema de la predeterminación es de incalculable alcance y según la que no puede la cosa ser efectiva sin ser necesaria, pues no puede ser efectiva sin ser posible, ante lo que Hartmann comenta: "La posibilidad real ata lo realmente efectivo a la totalidad de las condiciones, y ésta a su vez lo ata a la necesidad real. La cosa está atada retroactivamente con una doble atadura, pero las dos ataduras la atan a una misma totalidad de circunstancias reales" (1986 II: 196, 197). La segunda no menos inflexible es la ley real de la posibilidad: "Esta dice que en lo real todo lo que es posible, es también efectivo" (Hartmann 1986 II: 202).

 

Todo eso es exactamente lo que el Doctor Sutil refuta para abrirle paso a la posibilidad, incluyendo el pensamiento en cuanto a distintas sociedades políticas. Se nos revela así Escoto como un sólido pensador opuesto al fatalismo de lo necesario, por lo que no es ocioso repetir aquí la ubicación pre-teológica y pre-política en que también deja su  filosofía al ser humano, a tono con sus tiempos de los que se advierte que, en el tránsito a la Modernidad, una vez liberada la voluntad humana y liberado el hombre de todas las inhibiciones particulares, "la moral queda por reinterpretar" (Roiz 1996: 65). Todo un capítulo que se abre si nos afincamos en el horizonte de las teorías políticas.

 

Ampliamente tratada por Escoto en el Ordinatio, esta cuestión fundamental de la libertad es completada con la aspiración existencial netamente franciscana, de una humanidad formada por hombres que viven una ultima solitudo. Cita Merino dos planteamientos del Doctor Sutil a este respecto (1993: 247):

 

"La personalidad exige la ultima solitudo, estar libre de cualquier dependencia real o derivada del ser con respecto a otra persona".

 

Y también lo reformula: "Para la personalidad se requiere la ultima solitudo o la negación de dependencia actual y aptitudinal".

 

Ante lo que escribe el Beato, comenta el historiador que una cierta incomunicabilidad va ligada a toda existencia humana, pues la persona jamás es un algo, sino un alguien, que al mismo tiempo que es una sustancia individual y singular es incomunicable. La independencia personal es, pues, "lo más" que puede lograr para sí en su estado existencial y en su estadio itinerante. “La ultima solitudo escotista es una estructura óntica de la persona que no tiene nada que ver con la soledad-abandono que acecha constantemente a toda persona, y que significa pobreza de personalidad, soledad insoportable" (Merino 1993: 247, 248).

 

Pero esto no es todo. Estos conceptos de la libre voluntad y de la ultima solitudo,  que son tan definidos contra el determinismo, van acompañados de una valoración de la vida política y en la sociedad, impregnada de un hondo sentido evangélico. Por éste, también puntualiza Escoto en cuanto al sistema político que para la vida política, la obediencia de unos hombres a otros no debe hacerse tiránicamente ni irracionalmente, por el que manda y por el súbdito, pues es necesario que se desarrolle a partir de un consentimiento mutuo y con miras a la pacífica convivencia.

 

Esta parte de filosofía social del Doctor Sutil es reseñada por Merino en los siguientes términos: "El alcance que el pensador franciscano concede a la idea de contrato libremente consentido impide que la sociedad humana se reduzca a pura reunión de individuos, fundada sobre el azar de las fuerzas o sobre el frío cálculo de los intereses egoístas. No basta con definir al hombre como animal político para que ese animal social se someta a las exigencias del bien común. Es necesario verle e interpretarle ... en su soledad radical y en su relación trascendental para fundamentar su dimensión comunitaria” (Merino 1993: 264). Se excluye en Escoto una visión atomista y disgregada de la comunidad humana, concluye.

 

La cuestión es fundamental en el pensamiento político. Se trata del pleno ingreso a los nuevos tiempos por medio de un pensamiento tan decidido como el de Escoto cuando, según Núñez Ladéveze, se están poniendo en tela de juicio, en el ámbito cultural de la Cristiandad,  las normas morales que la identificaban y la distinguían ya que, a partir de entonces, los criterios de religiosidad y de moralidad no sirven ni siquiera como signos de integración de las diversas comunidades políticas cristianas. "Los valores morales de lo justo y de lo injusto -añade- no son previamente dados en la vida común, sino que por ser en sí mismos discutibles, son focos permanentes de discordia. La discusión de las razones sobre las que fundar la convivencia se convierte en condición previa de la estabilidad social" (2000: 12).

 

Los corolarios de Suárez

 

No fueron pocos los debates al respecto de la ley y de la necesidad durante la transición intelectual a la Modernidad y ya en 1612 el jesuita español Francisco Suárez, pensador descollante de la escolástica tardía, al tratar sobre los preceptos del derecho natural, retomó varios asuntos en el mismo punto que los había establecido Escoto (3). El Doctor Eximio se ubica entre quienes promovieron una renovación de los fundamentos del Derecho Natural, pero reaccionando en parte contra la absorción a que lo había sometido la teología cristiana: "Los esfuerzos modernos se basaban en parte sobre la premisa, que tendría que haber sido aceptable para los clásicos, de que los principios morales tienen una evidencia más grande incluso que las enseñanzas de la teología natural y, por lo tanto, que la ley natural o el derecho natural deben mantenerse independientes de la teología y sus controversias" (Strauss 2001: 164).

 

Justo, óptimo para caracterizar los esfuerzos de Francisco Suárez de llevar a cabo la nueva fundamentación iusnaturalista porque, a diferencia del pensador franciscano, el Doctor Eximio dirá que la ley natural "es la que obliga en fuerza de sola la razón" (Suárez 1967: 65), sobre lo que comenta Aranguren que la concepción suareciana consiste en remplazar el concepto de "ley" por el de "naturaleza racional" (1976: 101).

 

Ante la argumentación de Duns Escoto en cuanto al carácter de los mandamientos del Decálogo, el granadino hace un repaso de la filigrana argumental del franciscano, que arroja un sorprendente resultado, pues el Doctor Eximio termina coincidiendo con él, en todos sus extremos. O sea que si Suárez va a fundamentar el derecho natural, no lo intentará sobre la base de los Diez Mandamientos concebidos como ineluctables dictados de Dios. Digamos adicionalmente que la polémica del jesuita nos ha permitido conservar en forma íntegra los difíciles textos del pensador medieval, a veces inescrutables para nuestros contemporáneos, como veíamos con el sorprendido Williams.

 

Para ubicar los preceptos divinos, explica Suárez, en el Tratado de las Leyes y de Dios legislador (De Legibus 1612) -su obra de madurez junto con la Defensa de la fe (Defensa Fidei 1613)- que hay tres clases de preceptos naturales. Empezando, unos  principios universalísimos. Otros son conclusiones inmediatas, íntimamente unidas a dichos principios universalísimos, tales como los preceptos del Decálogo. Y a la tercera clase pertenecen otros que están mucho más alejados de los primeros principios e incluso de los mismos preceptos del Decálogo (Suárez, De Leg. 1967: 163).

 

En primer término, y citando tanto a Occam como a Escoto, investiga en De Legibus (1967), sencillamente, si puede Dios hacer que las acciones que están prohibidas por los Mandamientos no sean malas en absoluto, de tal manera que ni la ley manifestativa de la razón natural las prohíba como malas, en lo que concluye que es falsa la opinión de Occam y de otros que sostuvieron este criterio.

 

De la opinión que refutamos -dice- se seguiría el absurdo de que Dios podría mandar que El mismo fuese odiado, lo que es completamente contradictorio en sí, en las propias palabras del padre jesuita (1967: 164).

 

Pero viene luego la segunda opinión que acomete el Doctor Eximio: Que Dios puede dispensar de los preceptos del Decálogo llamados de la segunda tabla, pero no de los de la primera. Esta llamada segunda opinión es la de Duns Escoto, al cual sigue Gabriel Biel que cita a Jacques Almain. En esta línea se distingue entre los preceptos de la primera y los de la segunda tabla.

 

Recordemos, para ubicarnos en el fondo de este proceso, que se llama de la primera tabla ni más ni menos a los Mandamientos que se refieren a Dios: de ellos piensa Escoto que los dos primeros -que son negativos- no son dispensables en modo alguno. Con ello se aviene Suárez fácilmente.

 

Del tercer mandamiento, en cuanto que contiene la circunstancia del sábado, como día de recogimiento para honrar a Dios, Escoto piensa que fue dispensable y abrogable, lo que Suárez considera como cosa clara para todos, ya que en esto no fue natural sino "un precepto de derecho positivo"; pero advierte de una vez que, en cuanto que contiene de una manera absoluta el precepto afirmativo del culto divino, él duda si es dispensable o no.

 

Antes de continuar la presentación y los escolios del texto suareciano sobre el Doctor Sutil, queremos llamar la atención de que se trata de un análisis desarrollado en el siglo XVII, en que se está sometiendo a revisión la materia bastante delicada de lo "dispensable y abrogable" que puedan ser los Mandamientos de la ley mosaica, según lo que estableció Escoto en este sentido, en el siglo XIV.

 

Entra Suárez a expurgar, seguidamente, lo más grave de la materia que propone el beato franciscano. Se llaman preceptos de la segunda tabla los restantes siete Mandamientos y, "en general, todos los que se refieren a los prójimos o criaturas”, sobre lo que resalta: “de ellos piensa Escoto que son dispensables" (1967: 164).

 

El razonamiento impecable le permitió a Duns Escoto sacar fuera del derecho natural los preceptos de la segunda tabla y por eso concede que son dispensables, de modo que advierte Suárez que el Doctor Sutil parece no admitir precepto alguno, propiamente dicho de la ley natural, fuera de los que se refieran a Dios, o sea los dos primeros Mandamientos, únicamente.

 

Ambas cosas son claras, explica Suárez, porque ley natural es la que obliga en fuerza de sola la razón; ahora bien, esos preceptos -según Escoto- no son así, pues dice que no se deducen necesariamente de los principios naturales, y que, por tanto, esas acciones no son intrínsecamente malas si no se prohíben (1967: 165).

 

Esta revisión llega a remate: "… es verdad lo que pretendía Escoto, que estos preceptos son más inmutables que los otros" (1967: 169), tal es la conclusión en referencia a los dos primeros Mandamientos del Decálogo, con implicaciones de fuste, ya que son los únicos que se preservan ante el carácter prescindible de los otros, que por lo tanto son meramente relativos y accesorios.

 

Pero hay más. El segundo argumento del Beato es que la felicidad del hombre no depende de ningún acto que se refiera a las criaturas, pues Dios puede hacer feliz al hombre con solo el amor a El. Viene aquí el sorites en desarrollo: luego, según el poder absoluto de Dios, ningún acto de la voluntad humana que se refiera a las criaturas es medio necesario para la felicidad del hombre, ni es tampoco un estorbo que necesariamente la excluya; "luego ningún acto así que se refiera a las criaturas lo manda ni lo prohíbe necesariamente Dios; luego puede dispensar de toda clase de actos" (1967: 164). Con lo de que Dios ni lo manda ni lo prohíbe “necesariamente”, se establece la fundamentación de la nueva filosofía política que ha dejado atrás la teleología de la felicidad aristotélico-tomista y el Derecho Natural. Escoto, sin duda alguna, sentó todo un reto para el penetrante Francisco Suárez.

 

La revisión argumental de las tesis del franciscano que ha emprendido el teólogo jesuita debe verse, hoy, en relación con un importante texto de aquél intitulado la Reportata Parisiense. Su verosimilitud está fuera de duda, pero con la debida aclaración de que se trata de los apuntes de las clases que dictó el Doctor Marianus en París, tomados por sus discípulos y revisados por él, e impregnados de toda la complejidad que implica poder fijar un texto cualquiera del Beato. Pues bien, el contenido de esta Reportata tenemos que entenderlo como un punto de referencia para aquilatar el alcance de su línea argumentativa y para atenuar la revisión a que somete el Decálogo. En ese sentido, es un documento muy revelador de la profunda fe con que Escoto había trabajado este delicado tema, lo que sin duda fue un elemento a su favor ante el juicio suareciano.

 

Pues bien, dice Escoto en la Reportata que Dios no es un artista incipiente e irresponsable, sino un artista sabio y consumado que coloca su obra en un universo de belleza y de perfección.  Para el franciscano está claro que la voluntad divina es la primera norma de la rectitud y que "todo aquello que no incluye contradicción, absolutamente hablando, no es incompatible con la voluntad de Dios, de modo que todo aquello que Dios hace o puede hacer es bueno y justo" (Cit Merino 1993: 256).

 

Por una parte, exalta la bondad y justeza de todo aquello que Dios hace o “puede hacer” sin contradicción, pero no defiende Escoto que Dios pueda, sin contradicción, ordenar o permitir actos que son contrarios a los principios morales evidentes o a los principios que derivan de ellos, aunque estos dos órdenes de principios hayan quedado así relativizados.

 

El resto del planteamiento de Escoto que se desarrolla en el Ordinatio (III, d. 37, q.un. n.5-8) lo reseña Merino, a quien citaremos in extenso para terminar de dilucidar esta importante cuestión. La ley natural contiene los primeros principios de la razón práctica y las consecuencias necesarias que se desprenden de ellos. Esta ley es necesaria, ya que proviene del entendimiento divino y de la voluntad divina necesaria. El primer principio de esta ley se expresa en hacer el bien y evitar el mal. Pero siendo contingente todo el mundo creado, no encontramos relación necesaria entre un bien particular y el bien absoluto. Por eso el mismo creador ha promulgado los Diez Mandamientos, para que a través de ellos se consiga el fin último. El Decálogo se divide en dos tablas: la primera contiene los Mandamientos necesarios, porque se refieren directamente al bien absoluto. De éstos Dios no puede dispensar porque se contradiría a sí mismo. La segunda tabla contiene los Mandamientos contingentes porque se refieren al prójimo; y aunque no pertenecen a la ley natural en sentido estricto, sin embargo son de ley positiva divina. Por eso el legislador supremo puede revocarlos por ser contingentes, como hizo con Abraham al mandarle sacrificar a su hijo, cuando ordenó a los israelitas apropiarse de las cosas de los egipcios y la unión del profeta Oseas con una prostituta.  Concluye el expositor con dos referencias comparativas en que se hace constar que, para Santo Tomás, el Decálogo es inalterable mientras que Guillermo de Occam sostiene que todos los Diez Mandamientos pueden ser alterados.

 

Volvamos al De Legibus suareciano. Asumir la clarificación del Aquinate, en plena Contrarreforma, así como avalar el alcance de las argumentaciones del díscolo Occam y del polémico Escoto sobre los Mandamientos, pone en evidencia la importancia que en su momento revestía esta temática. Y que un maestro del calibre de Suárez acepte sin más escolio que aquél en el que hace notar el disgusto que ha sentido en el acompañamiento de la argumentación escotista, dice mucho del alto nivel que había alcanzado su predecesor en esta tarea, además que obliga al escolástico tardío a dar una vuelta absolutamente distinta e inusitada, en tratándose de esta materia del derecho natural, para llegar luego a la fundamentación del poder político. Esto, en la versión del padre jesuita, en cuyos propios tratados de madurez debe reconocer él, malgré lui, la plena validez del razonamiento del Doctor Sutil.

 

Desechados los Mandamientos como fundamento ético y político, la moral debe levantarse sobre la base que aporta la razón y en particular sobre la razón natural que subyace entre la población que, por cierto, está reapareciendo como sujeto pleno. Tal y como pone de relieve Aranguren, la concepción suareciana consiste en remplazar el concepto de "ley" por el de "naturaleza racional", y de ella todos formamos parte. Puede establecerse, según expone el Doctor Eximio en otro tratado fundamental, que el principado político viene inmediatamente de Dios, y sin embargo ha sido encomendado a los reyes y a los supremos senados, no por Dios inmediatamente (non a Deo Inmediate), sino por los hombres. (Statui potest quomodo principatus politicus sit inmediate a Deo et nihilominus  regibus et senatious supremis non a Deo inmediate, sed ab hominious commedatus sit. Def. Fidei 3, 2). Si seguimos cuidadosamente el texto, podemos ver que la institución gubernativa política es lo que procede de Dios pero, en la segunda parte leemos que la específica instancia real y senatorial no ha sido dada de Dios inmediatamente, sino de los hombres, con lo que se han separado, una vez más, por parte de Suárez, lo que corresponde a la divinidad y aquello que es de la instancia humana, propiamente dicha. De tal manera que el acontecer en la instancia de la política, como tal, está dentro del ámbito de la voluntad de los hombres.

 

Se ha llegado aquí a un tope de la teoría política en la que, sobre la base de la doctrina tomista y con la bien establecida presencia de los argumentos de Duns Escoto, se socava el derecho divino del absolutismo europeo, sobre lo que comenta Gómez Robledo: "Este es el golpe de gracia (que lo da Suárez) contra el absolutismo, en la conjugación armónica de los distintos factores que concurren a la investidura del gobernante. Es verdad que la potestad viene de Dios, pero ni es Dios mismo, para ser ilimitada, ni deifica a quien la recibe. Es una realidad proporcionada a los fines de la vida humana social. Con lo cual quedan hermanados los designios del Creador con las necesidades humanas" (1987: 137).

 

Añade Suárez, volviendo al tratado legal, que la diversidad de formas de gobierno existentes en el mundo, y los cambios de un régimen a otro dentro de la misma sociedad civil, como lo prueba la historia, son un argumento que muestra cómo "aunque la potestad sea absolutamente de derecho natural, su determinación a un cierto modo de potestad y régimen depende del arbitrio humano (est ex arbitrio humano)" (Lice haec potestas absolute sit de iure naturae, determinatio eius ad certum modum potestatis et regiminis est ex arbitrio humano. De Leg. 3, 4, l).

 

No cabe duda que, con el religioso granadino, como pertenece al libre dominio y a la prudente elección de los hombres el adoptar determinadas formas jurídicas y políticas, entre las varias que el Derecho natural reconoce como admisibles, estamos en realidad ante una teoría sobre el libre arbitrio humano.  Ni dudarlo, porque recurre a una comparación muy clara: "…así como la medicina da unas reglas para los enfermos y otras para los sanos, y unas para los fuertes y otras para los débiles, y no obstante no varían por eso las reglas de la Medicina, sino que se multiplican y unas sirven ahora y otras después, así el Derecho natural, permaneciendo el mismo manda una cosa en tal ocasión, y algo distinto en otra, y esto obliga ahora y no antes o después" (De Leg. II 14, 9). 

 

Ha hecho también Suárez una laudanza del régimen monárquico, probando su excelencia, en lo que se va por los argumentos de Aristóteles, a quien se remite; también opta aquí por lo que denomina el ejemplo de Cristo Nuestro Señor, en la sociedad instituida por El; y finalmente por el uso más frecuente (frecuentior usus, argumento de mucho peso en la justificación del derecho consuetudinario) en todos los pueblos. Este último es un recurso primordial para la justificación del Derecho consuetudinario. Recordemos que estas referencias, como pruebas de autoridad, formaban parte de las argumentaciones persuasivas a fines del siglo XVI y principios del XVII. Pero lo importante es que si previamente ha sido su teoría un desarrollo de la soberanía popular, tenemos en Suárez, igual que en Santo Tomás, un monarquismo muy atenuado, tanto que resulta ajeno al absolutismo, y coincidiendo tanto con el Aquinate como con Escoto, lo que marca una culminación de las teorías de la población civil como el sujeto generador del derecho.

 

“Aunque este régimen (monárquico) sea el mejor, los otros no son malos”, establece Suárez, “y pueden ser buenos y útiles; y por tanto, por la pura ley natural, los hombres no están obligados a tener esta potestad en uno o en muchos, o en la colectividad de todos; luego, esta determinación necesariamente debe hacerse por arbitrio humano. Y la experiencia lo confirma con la variedad de regímenes existentes. En algunas partes se da la monarquía, que raras veces es absoluta (simple), sino que atendida la fragilidad, ignorancia y malicia de los hombres, por lo general conviene mezclar algo del común gobierno, el cual se lleva adelante por muchos, y es mayor o menor (esta participación) conforme a los diversos usos y juicios de los hombres. De donde se sigue que todo este asunto depende del consejo y arbitrio humanos” (De Leg. 3, 4, 1).

 

Para discernir lo que establece en su carácter y más obvios objetivos políticos, es ya explícito que la idea de una Cristiandad política ha llegado a su fin, incluso en el teólogo católico; y además el hecho del Estado nacional resulta indiscutible. Estamos bien lejos de cualquier intervención divina en asuntos de gobierno y políticas que son del arbitrio humanos, bien asentados en la meditación del Estado y es clara la raigambre nacional de éste. No iba a dejar de ser Suárez un "monarquista" más, lo tenemos muy claro, pero su filosofía política es, en cambio, una importante teoría de la soberanía popular.

 

Omitiendo por ahora el exponer otras ventajas que ve Suárez en la monarquía, y el confrontar sus opiniones con otros de su tiempo, por no apartamos de nuestro objetivo, seguiremos tan solo el raciocinio que él construye sobre la diversidad de las formas de gobierno. Tal y como dice Gómez Robledo (1987: 157), en uno y otro asunto Suárez seguirá, sin la menor duda, dentro de los parámetros que había establecido Santo Tomás de Aquino en sus obras políticas y jurídicas. Pero también podemos observar que está acogiendo la conclusión del Doctor Sutil.

 

La diversidad de regímenes y los cambios de un régimen a otro dentro de la misma sociedad civil, son situaciones de hecho que no pueden desatenderse y que obligan a reformular el pensamiento político: "su determinación a un cierto modo de potestad y régimen depende del arbitrio humano" (Licet haec potestas absolute sit de iure naturae, determinatio eius ad certum modum potestatis et regiminis est ex arbitrio humano. De Leg. 3, 4, 1).

 

Para lo que aquí interesa, Suárez está rematando, en materia política fundamental, algo cuyo precedente fue formulado a medias o en forma incompleta por Escoto, y lo hace igual que lo había logrado en la metafísica, al replantear algunos cabos sueltos de Santo Tomás de Aquino que no son de la menor importancia. En este caso está diciendo que corresponde a los humanos, de pleno derecho o por ser del arbitrio humano, la potestad política. Mientras que es de derecho natural, exclusivamente, el hecho de tener gobierno para el bien vivir, en sociedad. O sea que el monarquismo del pensador granadino está no solo atenuado sino sujeto a la libre decisión popular.

 

Con solvencia e impecables argumentos, como hemos visto, este jesuita que se había dedicado a la docencia en la Universidad de Coimbra en los últimos años de su vida, emerge como el primer teórico de la soberanía popular, y el principal, según como lo han valorado Eleuterio Elorduy, Eduardo Novoa Monreal, Antonio Gómez Robledo y Luis Recaséns Siches, lo que le da un lugar muy propio en el pensamiento político y en el Derecho, sentando nuevas bases a la teoría del Estado a partir de la modernidad.

 

¡Singular manera de concebir la acción política!

 

Voces de los coros

 

Europa se abocó en los finales del Medievo a una renovación cultural que  llevó, a partir del siglo XIV, a un encuentro con el hombre en su más descarnada humanidad, y a quien veremos sucesivamente en su plenitud cada vez más humana, en el arco intelectual que va de Maquiavelo a Nietzsche y de Bodino a Dostoievski, hasta desembocar en el terrible siglo XX. El sitio de este encuentro, donde confluyeron los hombres modernos, lo definió la proclama sobre la muerte de Dios (Nietzsche 1973: 125). De ahí en adelante ya no habría más Poder regulador ni potestades normativas, y si se constata la quiebra del Bien y del Mal, entonces la fijación y el establecimiento de la nueva ley solamente sería posible como parte del nuevo impulso creador que le corresponde ... ¿A quién, sino a los hombres? Curioso logro de la Modernidad tardía que no hizo sino retrotraer este asunto a lo que, por muy distintas rutas, ya habían establecido los tres escolásticos de que trata este artículo.

 

Pero entonces, en ese amplio hic et nunc de la terrible Modernidad, aparece el Coro de Camus, que en El estado de sitio, horrorizado, con una expresión muy propia del alma del siglo XX, exclama:

 

"¿Quién me librará del hombre y sus terrores?" (Camus 1985: 67)

 

La conclusión de Camus, en otra obra, no puede ser más atinada:

 

 "No hay, quizá, ningún régimen político bueno…" (1984: 67, 68).

 

A la altura del siglo XX la experiencia humana ha sido devastadora, en primer lugar contra ella misma, para lo que anduvo amparada en teorías e ideologías en las que rige el sorites del personaje de Fedor Dostoievski: "si Dios no existe, todo es posible".

 

Dice Michel Serres, a su vez, y continuando la secuencia de la lógica dostoievskiana:

 

"Desde que Dios ha muerto, sólo nos queda la guerra" (1993: 47).

 

De modo que los hombres certificaron la muerte de Dios,  desde el siglo XIX, y empezaron una guerra tras otra, verificando que la voluntad de los hombres es la que prima sobre la razón. Luego se ha dado como un hecho que ya no queda en pie nada del iusnaturalismo y, ¡casi nada!, se ha proclamado el fin de la historia, como punto de partida de la Posmodernidad.

Todo un corolario que, de nuevo, se levanta ahora desde la Posmodernidad para algunas cuestiones filosóficas que marcaron a la teoría política de la Edad Media, que vale la pena retomarlas hoy para darles respuesta porque, si no, podríamos quedar como el coro de Alfonso Reyes cuando exclama en la tragedia Ifigenia cruel:

 

Náufragos, náufragos hay

 

En la tarea de dar una respuesta coincidieron, ayer, un dominico napolitano, un franciscano escocés y un jesuita granadino, con voces que se escuchan en la profundidad de los siglos, y que recuerdan a quienes transitamos en el milenio nuevo que la fe tiene un lugar en la política  pero, también, que Dios no es, en ninguno de sus casos, un pretexto para lo que en realidad solo corresponde como tarea y responsabilidad a los hombres, sea como ley humana en el bien común tomista -aparte de la ley natural y de la ley de Dios-, o  como ejercicio de la voluntad escotista en la libertad -dentro del marco estricto del iustum publicum-, y si no como soberanía popular suareciana -bien distinta del ejercicio del poder del monarca-. 

 

Notas

 

1. La Comisión Escotista Vaticana recién ha terminado la edición completa de la Opera del Doctor Sutil, con lo que se prevé que finalmente será posible realizar una más acabada lectura y una más precisa interpretación de su pensamiento. 

2. La Revista Española de Filosofía Medieval le ha dedicado un número monográfico (No. 9, Año 2002) a la cuestión del entendimiento agente, que debe destacarse por la calidad de sus comentaristas.

3. La interpretación del pensamiento de Escoto por Suárez permitió preservar mucho del sentido original de las tesis del Doctor Sutil así como los mismos textos, a la letra, por lo que es de particular importancia.

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Oscar A. Hidalgo Ramírez
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