El hombre cubista
Alberto Hidalgo
(Arequipa, 1897 – Buenos Aires, 1967)

1

En la penumbra absurda del café, los ojos de 65 y los labios de 37 se dieron la mano. El acontecimiento quedó estereotipado en la cuadratura del círculo. Para no ser menos, el traje rosa de 37 enganchó un pliegue de su matiz en el ojal boquiabierto de la solapa de 65. El tenía la nariz en ángulo recto, una nariz excepcional, los cabellos nocturnos, la corbata a rayas y la voz partida en cinco pedazos. La 37 era toda de seda evidentemente, pero sus ademanes denotaban una mezcla de algodón “souple”, que acariciaba con una suavidad falsificada de mercería alemana, en la que, sin embargo, estaba claramente impresa la inevitable “made in England”.

Aunque ninguno de ellos era vulgar, ambos eran completamente snobs. Tenían los gestos distinguidos y el silencio tirado para atrás. De cuando en cuando a la 37 se le caían los besos de la boca, de modo que, para ahorrarle manchas al vestido, los recibía en la mano, de donde al fin y al cabo se le volaban. A pesar de eso, uno que otro conseguía aprisionar guardándolo en su portamonedas para pagar la consumación.

Las luces empezaron a dormirse. Un mozo, empero su frac colorado y sus bigotes Guillermo II, trazó en los espejos una inquietud y se dio un golpe de sueño en la frente. Los parroquianos comprendieron la invitación y uno a uno dejaron grabada en el umbral de la puerta la ecuación de sus pasos. Ese momento lo aprovecharon los dos amigos para levantarse.

Ni en uno ni otro habían noción del tiempo. Pero en el campanario de una iglesia sonaron veinticuatro campanadas. A los dos o tres minutos de avance, oyeron que un reloj familiar daba las ocho.

37 dijo:

-Uno de los dos relojes está equivocado. O son las ocho o es la medianoche.

-No –contestó 65. -¿Por qué decir eso? Un reloj da la veinticuatro; otro las ocho. Hay que restar esta cantidad de aquella. Son pues las dieciséis.

-Acepto.

La ciudad estaba enteramente desnuda. Sobre la soledad de la calle colgaban los balcones como unos senos incitantes. Todas las torres estaban paradas. La luna espolvoreaba su talco sobre las ancas de piedra de las casas, mientras los focos eléctricos perfumaban de amarillo la ingenuidad del instante. De súbito, cayeron de otro campanario, rodando por el suelo con bullicio de bolas de marfil, veinticuatro horas más.

37:

-¿...?

65 se opuso a que hablara:

-16 y 24: 40. ¡Son las cuarenta de la noche! ¡Hora única! ¡Hora que nadie en el mundo, sino nosotros, podrá vivir!

Y en esa hora impar de la vida, 37, llevando un beso en brazos, y 65, acribillado de erecciones, apresuraron los pasos hacia la alcoba. 

2

El ascensor estaba paralizado. ¿Surmenage? ¡Quien sabe! Lo cierto es que había que llegar hasta el piso treinta y dos. Midiendo con el centímetro de su inteligencia la fatiga que la subida iba a causarle, 37 se ocasionó profundo suspiro. Los suspiros suben al cielo, se elevan, son los antecesores del ascensor. 65 comprendió la magnitud del caso. Rápido cual un pensamiento, dio un salto formidable hacia arriba y se asió del suspiro. Este siguió su marcha majestuosamente, y el pasajero se descolgó a la altura de su piso.

A 37 se le acabaron los suspiros, porque puso toda su fuerza en el único que lanzó. 65 hizo cuenta de ello inmediatamente y entregóse a suspirar hacia abajo, mas por mucha impulsión que les diera no consiguió que bajaran los suyos más de una vara. El problema era grave. El arriba y ella abajo, separados por casi una centena de metros, no iban a poder unirse ni mentalmente. ¿Perdería la ocasión de hacer suya a 37? Se consoló:

-¡La haré subir por mi voz!

Y decretó un alarido, que descoyuntándose las piernas al chocar contra las paredes, llegó hasta la planta baja, de guisa que 37 pudo subir, trasponiendo una por una, con marcial lentitud, todas las gradas del grito.

65 miraba con creciente delicia el desvestimiento de la amiga. La habitación estaba semioscura, y 37 se cimbró hacia delante para desabotonarse los zapatos. Al hacerlo, por encima de la camisa de seda blanca, emergieron las lámparas de los senos, y fue su luz tan fuerte que todo quedó claro como bajo una iluminación artificial. El pudor brincó hacia el conmutador eléctrico y le dio vuelta. La oscuridad abrió la boca.

-¡65! –gritó 37, saliendo de su camisa como de un baño-, si dormimos juntos nos nacerá un hijo, y hacer un hijo es una vulgaridad. Tú y yo somos snobs, a pesar de que no somos vulgares. Debemos obrar de acuerdo con nuestra situación.

-¡Cierto!, concluyó 65, y doblando cuidadosamente su sensualidad se la guardó en el bolsillo. Luego, para que no se le volviera a salir, abrió la ventana y la sembró en el aire. Fue un instante solemne. El tiempo pronunció unos tañidos de campana celebrando la nueva epifanía, y sin que fuera posible determinar su procedencia unas columnas de júbilo subieron al cielo para despertar a las estrellas.

No transcurrió más de media hora, cuando de pronto en la cabeza de 65 aterrizó una idea. Se la vio llegar batiendo las alas y agitando un pañuelo de trecho en trecho, como haciendo seña para que le reservasen sitio en el hangar.

¡Fabricar un hombre cubista! He aquí una idea. ¿Pero qué es el cubismo? 65 había oído hablar de él y aun sus ojos habían inaugurado una exposición de los ases de la escuela, mas no alcanzó nunca a comprenderlo. El cubismo es un vaso de cerveza mezclado con un metro de casimir y una docena de botones; es un papel secante bebiéndose las miradas de las ventanas; es una pared hermafrodita; es la torpeza de los inteligentes envuelta en el portasenos de una muchacha bonita; es 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 0.

-¿Y de qué recursos nos valdremos para hacer un hombre cubista?, inquirió 37.

Muy sencillo. Encargaremos a  París un libro de Guillermo Apollinaire y un cuadro de Pablo Picasso. Es lógico suponer que las obras de tan insignes acróbatas de la inteligencia contendrán el substratum, la semilla del cubismo. Ningún cuerpo es tan soluble como la obra de arte. Nosotros conseguimos disolver aquéllas, introduciremos ambas soluciones en dos agujas hipodérmicas y nos las inyectaremos en el antebrazo. Tú, por ejemplo, te aplicarás la inyección de Apollinaire; yo, la de Picasso. El efecto será estupendo. El cuadro-suero ascenderá suavemente por la más ancha vena de mi hombro, cual por un funicular; trepará por mi cuello; me hará cosquillas en la frente y ¡paf! se situará en el cerebro, en donde realizará el milagro de “cubizar” todo mi organismo. Igual ocurrirá contigo.

-No. Conmigo no podrá ocurrir lo mismo, porque yo pienso darme la vacuna en la pierna. El muslo de una mujer es la más antigua categoría cubista. Todo muslo de mujer presupone descomposiciones de luz. Le rendiré, pues, el homenaje que merece, inyectándome en él la solución Apollinaire. Además, de allí el camino al cerebro es más corto. Pues has de saber que el sexo de la mujer es la sucursal de su inteligencia. La mujer es un ser bicerebral; por eso es perfecta. La mujer es una tabla de logaritmos; es el ojo del espacio; es pañuelo para los que lloran; es la puerta que da acceso al infinito; es un árbol de carne colgado en el aire por los cabellos; es un amanecer; es la quilla del mundo sumergido en el cielo; es Dios, es el Diablo; soy yo. 

3

Sus ansias eran inconmensurables. Por más que se buscaban la paciencia en las ventanillas de la nariz, no la podían encontrar. Ya mismo querían poner manos a la obra. Hicieron el pedido por cable, con más la indicación especial de que el envío debía realizarse por el mismo medio. En tanto, para amenizar el intervalo, 65 tendió de boca a boca el puente levadizo de un beso, y recostado en su barandal púsose a mirar correr el turbión de la vida.

Los agentes, en París, en cuanto recibieron la orden y los francos, deliberaron largamente sobre la mejor manera de satisfacer los anhelos del cliente, si bien no emplearon para su copiosa discusión más de cuatro minutos. A tal efecto se adaptaron a las bocas un dispositivo, inventado en el acto, que les permitió pronunciar cuarenta y seis millones de vocablos por segundo. Es evidente que las palabras son pequeñas cuartillas de voz. Van saliendo de la garganta, de idéntico modo que las hojas de papel de bajo de la pluma nerviosa del escritor en trance de producción. Son independientes una de otra. No las liga ninguna costura ni une ningún broche. Mas a razón de 45 millones por segundo, las palabras de los agentes irrumpieron pegadas, en una sola pieza, exactamente como una bobina de palabras. Lástima que no tuvieron en cuenta los tímpanos, y eso dio origen a que ellos mismos no oyeran sus propias peroratas. No obstante, obraron de acuerdo.

Resolvieron enviar cuadro y libro por radiotelefonía, pensando que si lo hacían por cable, el agua del mar mezclaría los colores y su sal teñiría de blanco las letras.

Bien envueltos en una vara de género acolchado de saludos, “Calligrammes” y “Jeune fille au bras levé” llegaron a Buenos Aires.

4

Acto continuo de aplicarse las inyecciones Apollinaire y Picasso, 37 y 65, ebrios de amor hasta la médula, se abrazaron con los deseos y se besaron con la piel. Saltaron sobre el lecho, mas al ir a juntarse constataron la ausencia de sus sexos. Pávidos de decepción y por ver de encontrarlos, con el látigo de sus miradas se hicieron sangrar los cuerpos, llegando ella a atarse una sonrisa al cuello, con ansias de ahorcarse. Él estaba ahí para impedirlo:

-Sufrimos los primeros efectos del procedimiento. Nuestros órganos genitales deben haberse extraviado solamente. Busquémoslos.

Ella se lo halló en la puerta falsa del estómago y él en la punta de un cabello.

Simultáneamente con la posesión, 37 dio a luz un niño cubista. No medió apenas un segundo entre uno y otro acto. ¿Nació por efecto de la cópula, o se estaba formando en las entrañas de la madre desde el instante en que lo pensaron? Todo existe desde antes de existir. Hay una incubación no perceptible de la realidad, pero no por eso menos real que su apariencia. El efecto es anterior a la causa, pues la causa sólo es un pretexto del efecto para justificarse. La causa es una de las tantas funciones del efecto, o sea el efecto del propio efecto. Así el mundo es obra de sí mismo, de modo que Dios es sólo una manifestación de su conciencia.

Le pusieron de nombre 1. 1 estaba ya crecido de dos metros y quince centímetros. Vestía traje verde con forros de aire. La cara, al óleo, había que mirarla por pedazos. Gris, blanco, más blanco, rojo, violeta. En el pecho tenía una escalera por la que subiendo se llegaba a los pies. Su frente parecía hecha de doce cuadrados superpuestos, mejor dicho, metidos uno en otro a pesar de ser todos de iguales dimensiones. De los ojos le salían ríos. Lo más significativo era su transparencia: estando de frente se le veía de todos lados, incluso del de atrás. Si se le hubiese fotografiado, se habría podido meter la mano entre el fondo y la figura, palpando la espalda del retrato. Quiero expresar que era una maravilla de luminosidad, de totalidad espacial, de volumen integral.

Pidió alimentos. 65 y 37 se apresuraron a obsequiarle un ladrillo. Lo saló con cemento y lo engulló de un bocado. Como postre saboreó un pedazo de madera, y su café fue una taza de luz eléctrica.

Se acercó a 65, y despidiéndose, le dio el miembro viril, que su padre apretó efusivamente con la diestra. ¡Grande y cordial saludo ese! A su madre la tendió sobre una mesa, y le besó, le lamió, le succionó diez minutos el sexo, con sus labios triangulares, uno de “cadmio claro” y el otro de “siena quemada”. Salió a la calle, se puso de sombrero la casa de la esquina y emprendió la marcha a grandes pasos. No se le vio más. 

5

Los capítulos que no siguen quedan reservados para la colaboración del lector.

(Alberto Hidalgo. Cuentos. Editores: Álvaro Sarco y Juan Cuenca. Notas: Carlos García (Hamburg) y Álvaro Sarco. talleres tipográficos, Lima, 2005, pp. 47-52).

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