Abraham Valdelomar |
D e los escritores peruanos es, sin duda alguna, Abraham Valdelomar uno de los más importantes y acaso el más complejo de todos. Es menester tratar, por eso, separadamente, de las distintas fases de su personalidad. Conviene, pues, que hagamos una distinción primordial. Generalmente se presentan casos en los cuales hay superioridad respecto del hombre sobre el escritor. En este, el escritor y el hombre son iguales, valen lo mismo. La diferencia estriba entre la vida y la obra. Aquella está muy por encima de ésta. Al revés de otros escritores que ponen todo su talento en su obra, Valdelomar, como Óscar Wilde, a quien solía imitar, puso su talento en su vida. De no haber sido así, su obra hubiera movido a maravilla, habría sobrepasado los límites de lo corriente, llegando quizás a constituir una de las más valiosas joyas de la literatura castellana, porque, en verdad, Valdelomar poseyó cualidades que sólo suelen aparecer de siglo en siglo. Fue un talento predestinado. Si no lo fue ya, estuvo muy cerca del genio. Sí; acaso era un genio. Pero el genio lo derrochaba a manos llenas en todo lo que no fuera escribir. A su obra nunca le dio más de dos o tres brochazos de genialidad: son los brochazos porque subsiste y por los que se la recordará siempre, por lo menos en los anales de la literatura peruana. Amaba la Gloria, la deseaba con frenesí, con avidez de sediento, y alguna vez logró cogerla, pero con tan poca firmeza que la muy coqueta se le escapó de entre las manos. Con alguna razón podría decirse que Valdelomar malparía. Sus hijos espirituales, la mayor parte de ellos por lo menos, son admirables; pero convengamos en que de ningún modo son tanto como debieron, como pudieron serlo. Siendo la vida de Valdelomar más importante que su obra, justo es que le dediquemos algunos párrafos. Escribo esto en 25 de marzo de 1920. En los primeros días de noviembre último pasado, murió Abraham Valdelomar. Al redor de su muerte, como al redor de todas las muertes que en el mundo han sido, se ha hecho un poco de "literatura". Yo veo en eso una prueba más del espíritu menguado, sórdido y mojigato del periodismo. Han creído quizás los amigos póstumos de Valdelomar -digo póstumos, y digo bien, pues aquellos no lo fueron en vida del escritor: le han nacido frente al ataúd y la mortaja, ante los cirios lánguidos y los crespones de luto- han creído, repito, los amigos póstumos de Valdelomar, que le prestaban un servicio ocultando la forma de su muerte. Se dijo al público que el pobre había rodado de la escalera de un hotel, en Ayacucho, ciudad donde a la sazón se hallaba, inmiscuido ciertamente en pocos honestos ajetreos políticos, habiendo el golpe, ocasionado su fallecimiento. Mentira. Por cartas particulares, recibidas con posterioridad a la noticia telegráfica, y luego confirmación por el joven escritor Luis Góngora, he tenido conocimiento de la verdad del suceso. Viajaba yo, no recuerdo en qué barco ni con qué rumbo. A bordo, hice amistad, malgré moi , con un joven boliviano. Me creo en el deber de dar la razón del fastidio que esto me produjo. Yo siempre huyo de los bolivianos. Lo hago por motivos de higiene y de buen gusto. Así como el carnero, el perro, el cerdo tienen su olor especial, su olor "personal" podríamos decir, así el boliviano tiene el suyo. El boliviano huele un poco a water closset. Debe ser porque en Bolivia no se conoce ni de oídas esos artefactos. Igual acontece en los pueblos más atrasados del Perú: Ayacucho es uno de ellos. El water closset es allí reemplazado por un hueco de diez a veinte metros de profundidad, abierto en el interior de las casas, y al cual se da el nombre de "silo". Y bien: en uno de esos silos pestilentes, Abraham Valdelomar, que fue a satisfacer vulgares necesidades, encontró la muerte. Era él, antes que todo, un artista, un artista delicado, sutil, aristocrático. ¡Quién hubiera dicho que había de morir de manera tan inmunda! ¿No es esto como una trágica ironía del Destino? Veámosle. Más bien bajo que alto, era moreno de color y algo crespo de pelo, detalles ambos que, junto con su apellido, que solía descomponer así: Val Del Omar, le servían para proclamar a los cuatro vientos del horizonte la árabe nobleza de su abolengo. Jactábase de tener pies finos y pequeñines y manos de marquesa. Ancho de tórax y más de caderas, daba a su cuerpo, al caminar, una leve ondulación que le acarreó siempre la antipatía de los burgueses. Unos ojos inteligentes, medio alegres y maliciosos, parapetábanse tras de quevedos grandotes de que pendía ancha cinta negra sin otra finalidad que la de llamar la atención. Cuidábase las uñas con esmero de señorita y ajustábase la cintura de modo de veras escandaloso. Sus labios no eran muy viriles que digamos y su vocecilla era como de tiple arruinada y envejecida. Así, muchos le imaginaban un equívoco vulgar, mientras que, para los que le conocíamos a fondo, era una figura de lo más inquietante. Hoy que Valdelomar está muerto, creo que se puede hablar, sin faltarle al respeto, de ciertos aspectos que se atribuye a su vida, del mismo modo que se habla de Óscar Wilde. Él no fue, cual algunos dicen y hasta escribieron, un invertido. Este hombre poseyó en grado sumo, aunque mal equilibrada, una virtud que muchos quisiéramos: la curiosidad. Fue por curiosidad por qué pasó los linderos de lo lícito, por qué se puso más allá de la naturaleza, espiritualmente, se entiende. Porque si alguna inversión hubo en él, fue espiritual. Era demasiado artista para llegar al arrebato carnal, que siempre es grotesco. Dígase que era misógino, y entonces sí se dirá la verdad. Tan cierto es lo que afirmo, que en plena madurez de su existencia, cuando yo le conocí, solía cambiar de vicio como de camisa. Todos los tóxicos, uno por uno, los conoció y gustó: el opio, la morfina, el éter, la cocaína, el cloretilo. Yo me pongo de rodillas y digo verdad: ni siquiera fue degenerado moral. Curioso, tan curioso fue, que se hubiera pegado un tiro sólo para tener el gusto de saber lo que hay después... Muchas de sus cosas las hacía por pose. Porque era un excelente poser. Gustábale llamar la atención, hacer escándalo, épater les bourgeois . Se mandaba hacer unos chalecos de lo más extraños y unos zapatos que no lo eran menos. En cada uno de los índices llevaba una sortija en la que había engarzada enorme piedra verde, que los tontos creían esmeralda, y tenía tan buen humor que hasta le propuso a un joyero que se la engarzara en la falange misma. Jugaba con los ojos como una bailarina y se polveaba la cara como un arlequín. Vivió verdaderamente atacado de exhibicionismo. Para asustar a ingenuos nadie le ganaba. Un día, por ejemplo, en una de las principales confiterías de Lima, bebía un cocktail de moda, en unión de varios amigos, cuando, de pronto, se le acercó un otro amigo para presentarle a cierto joven notable poeta trujillano, que acababa de llegar a la capital. El Conde de Lemos , tal era su seudónimo de periodista, hizo al recién llegado las atenciones que fue menester y, cuando éste se levantó para marcharse, el de Lemos, tendiéndole la mano, le dijo: "Ahora ya puede decir en Trujillo que ha estrechado usted la mano de Abraham Valdelomar". Naturalmente, el poeta y los amigos abrieron tamaña boca. Fue el más popular de los escritores peruanos de los últimos tiempos. Si el valer de un escritor se mide por la influencia que ejerce en determinado movimiento literario, Valdelomar podría ser considerado como el primero de nuestros modernos escritores. En plena juventud, a los treinta años, pudo ya tener la vanidad de que le llamaran maestro. Su influencia en la literatura nacional no fue, no es para descrita. A tal extremo llegó, que se imitaba no ya sólo su obra sino hasta sus amaneramientos y posturas personales. Hoy por hoy, en el Perú, nadie, o casi nadie, le juzga con serenidad y mesura. Sólo estas dos palabras: Abraham Valdelomar, constituyen una bandera de combate. Hasta en confiterías y salones se suscitan agrias polémicas acerca de su obra. Siendo, pues, uno de los escritores más populares del país, fácilmente se comprenderá que fue también y es todavía uno de los más discutidos. Casi a diario se publican artículos en periódicos provincianos y capitalinos, defendiéndole unos y atacándole otros, todos desprovistos de ponderación y cordura. Entre esos artículos es muy digno de mención el de un joven San Cristóbal, que en sendas columnas de un periódico metropolitano se empeñó en probar que Valdelomar no era descendiente del legítimo Conde de Lemos, aquel a quien inmortalizó Cervantes con la dedicatoria del Quijote, y que, por lo tanto, no tenía derecho para usar ese título. ¡Habráse visto mozo más cándido! Su obra es considerablemente grande. Tal vez fue el escritor, o uno de los escritores más fecundos que hayamos tenido. Su producción, múltiple en grado superlativo, puesto que intentó todos los géneros literarios, llenará más de una docena de volúmenes. Yo le prefiero en cuanto cuentista y pensador. A raíz de su muerte, según se me dice, sus deudos han encargado al sosegado espíritu de Fabio Camacho, amigo del muerto y mío también, que dirija la publicación de sus obras. Casi todas están difundidas en periódicos. Publicadas sólo hay El Caballero Carmelo , colección de cuentos escogidos, La Mariscala , monografía histórica de muy escaso valor y Belmonte, el trágico , no muy original, pero sí preciosamente escrito ensayo de estética, en que el torero que da nombre al libro juega, a Dios gracias, un papel bastante secundario en él. Téngase, pues, en cuenta que los libros suyos de que aquí se habla están inéditos todavía en esa forma. Los de cuentos son dos, que yo sepa: La Aldea encantada y Los Hijos del Sol . En el primero hay dos cosas que es necesario determinar: la factura y el motivo. Tal libro será dentro de pocos años la fuente en donde han de beber los que quieran hacer literatura criolla. Porque ese es el motivo, el criollismo. Conviene desde luego advertir que el criollismo de este libro de Valdelomar es desconcertadamente original y, más que original, novedoso. Entiendo que originalidad y novedad son cosas, aunque no lo parezcan, esencialmente distintas. Se puede ser original y no novedoso, del mismo modo que no se puede ser novedoso sin ser original. La originalidad es un don que va siempre aparejado a la novedad y no así al revés. Aclaro. Un poeta escribe una pieza con ideas suyas, pero sujetándose a los mandamientos de la escuela a que pertenece, ya sea parnasiana, ya romántica, ya simbolista: ese poeta es un poeta original . Otro escribe otra pieza con ideas igualmente propias, mas sin sujetarse a ninguna escuela y en una forma que nadie haya usado ni previsto: ese es un poeta novedoso . Valdelomar es, pues, un cuentista novedoso; novedoso no sólo en la literatura patria, sino en la castellana. Los cuentos que forman La Aldea encantada son admirables por el colorido local, la agudeza de la ironía, la realidad de la visión y, en fin, por la maravilla de las descripciones hechas, las más de las veces, con cuatro pinceladas. Su factura no es defectuosa; es, quizá, descuidada. Valdelomar, espíritu líricamente inquieto, era incapaz de pulir; no era tranquilo, era torrencial, y el torrente corre bulliciosamente sin cuidarse nunca de las arenas que arrastra. Sin embargo, cuando quiso hacer obra impecable, lo consiguió. Un buen día limpió el pincel, sutilizó la imaginación, aguzó el ingenio y produjo una de los cuentos más sabrosos y originales con que cuentan las letras de América: El Caballero Carmelo . Neuronas se llama un libro suyo que marca otra fase de su personalidad. Ese libro titulado Greguerías , de que es autor Ramón Gómez de la Serna, ave rara en las letras españolas, tiene ya su par. Estoy seguro de que Neuronas constituirá toda una soberbia revelación. Es tan rara y a la vez tan humana la filosofía un poco humorista de ese libro, que habrá de sacudir como un temblor de tierra. Gómez de la Serna puede estar orgulloso del hermano que le saliera en esas tierras que un pastor de puercos conquistara. Pero Fuegos Fatuos ha de ser probablemente el libro que le dé más renombre, no porque crea que es su mejor libro, sino porque sí es el más extraño. Esos ensayos que se llaman Sicología del Cerdo , Sicología del Gallinazo y El estómago de la Ciudad , que irán, según entiendo, junto con otros en ese volumen, desconcertarán a fuer de originales, o, por mejor decir, exóticos. Allí Valdelomar se desdobla por completo, aunque sin borrar su sello personal. Es alocado, febril, un poco trágico, risueño sin frivolidad, irónico, mordaz, cruel, burlón. . Me place mucho, por cierto, recordar aquí, para desmentirla, una acusación que pesa sobre su obra. Se ha dicho que le falta calor de humanidad, cosa vivida, entraña lírica, amor, en una palabra. Pero no es cierto. Tuvo él una novia, una novia romántica en la que, como todos los que hemos tenido novia, depositó esperanzas y cifró ilusiones. Pero la novia, ¡oh novias todas! no fue, no salió, ya que es una lotería, no resultó la que él soñaba. Cuando de ello se dio cuenta, escribió un soneto titulado L’enfant , que tiene, hasta para obsequiar, emoción, sentimiento, lo que se le pedía: |
Sollozante y medroso, vuelve al fin a su nido, llorando como un niño, mi pobre Corazón. - ¡Vienes lleno de sangre, Corazón! ¿Te han herido? ¿Qué ojos te hicieron daño, mi pobre Corazón? Con una herida has vuelto cada vez que te has ido, y dejaste tu nido, mi pobre Corazón. Cobíjate en mi pecho. Yo sólo te he querido. Yo sólo te comprendo, mi pobre Corazón. ¡Arrorró, pobrecito! Conmigo estás de nuevo. Acuéstate en el pecho que adolorido llevo. Te adormiré con una dulce y nueva canción. ¡Arrorró, pobrecito! Ven. No sigas llorando. Besaré tus heridas, pero no llores... ¡Cuándo dormirás para siempre, mi pobre Corazón! |
Como sucede con muchos, a Valdelomar, mientras en vida se le discutía, insultaba y calumniaba, en la muerte se le ha reconocido méritos y tributado honores. Vivo, se le señalaba en las calles como a cualquier hortera obsequioso de su trasero. El dedo de la vindicta pública ¡tan injusta casi siempre! le tenía marcado, porque no supo olvidar el corsé, los polvos, las miradas acariciantes y lánguidas, el talle ajustado y los andares rítmicos. ¡Pobre Abraham! |
Alberto Hidalgo.
Muertos, heridos y contusos.
Imprenta Mercatali. Buenos Aires-1920, pp. 63-73.
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