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Síncope
Lilia Hernández Vergara
unknow.books@gmail.com

 

Está pálida –pensaba– las luces tenues iluminaban su rostro. –Se ve tan bella aun en el ocaso–, entonces un aroma a flores lo inquietó. Destilaba en la habitación una mezcla entre perfume y aroma de las rosas recién cortadas del jardín, que le impedían inhalar el aire fresco de la tarde. Volvió a mirarla, le parecía que respiraba. Se quedó contemplándola mientras el sol afuera, se apagaba tras unas nubes vestidas del rojo del ocaso y de un gris de alma enlutada.

Ya no lloraba, estaba seco como un viejo árbol de otoño, aunque en su alma quedaba la hojarasca mojada. Todo pasó tan rápido. Se quedó solo, con ella. La observaba. Impávida. La besó y sintió la última humedad que se esfumaba de su cuerpo que ya comenzaba a helarse. Una lágrima rodó por su rostro lívido, sólo él pudo verla, cristalina rodaba y caía. Se acercó, estaba seguro que en su rostro rodaba una lágrima, veía sus ojos cerrados y parecían húmedos. Cuántas veces sintieron el rocío mojando sus rostros en las madrugadas cuando ocultos tras los árboles debían amarse.

Lo miraba, tantas añoranzas la embargaron que no pudo contener una lágrima y sintió un leve calor en su mejilla. Esperó. La lágrima rodó y cayó al suelo pudo oír su caída en la fría baldosa, como aquella noche escarchada en que debían olvidarse en un adiós eterno. –No podemos seguir juntos– le había dicho con los ojos llenos de amor y de olvido – cada día se hace más difícil. Y se alejaba haciendo crujir la escarcha con sus pesadas botas mientras la dejaba sola, y ella ahí parada en el frío se quedo mirándolo. Hoy estaba ahí con ella; pese a ello ¡qué lejano le parecía su rostro!, ¡qué vacío le hacía sentir su mirada!

Su cuerpo velado, cubierto con una sábana. No había nadie en aquella habitación. La atmósfera que producía el humo de los inciensos lo ahogaba y salió; afuera la niebla lo envolvía todo, miró la noche, no conciliaba el sueño y encendió un cigarrillo que le alumbró el rostro descompuesto, pero nadie se fijaba en él, ella sí, lo miraba, al menos eso creía, percibía; los demás estaban adentro, enfrascados en su propio dolor, no sabían; de pronto sintió un roce en su mano, era una brisa fría que le susurraba algo extraño.

Caminaba entre aquella gente como ida de su lázaro cuerpo, de vez en cuando un suspiro –lejano– se le oía. Lo buscó, consideró inconcebible que volviera a dejarla sola, sentía que la oscura noche ya comenzaba a pesarle en el cuerpo. Ahí estaba, fumando un cigarrillo como cada vez que algo le inquietaba, qué extraños recuerdos le afligían esta noche, tan bella a pesar del entorno fúnebre que se respiraba en aquella casa. Por qué la gente no la advertía. Se quedó observándolo, y de pronto la agonía se apoderó de su pecho henchido, sentía que no la veía, tal vez no quería que los descubrieran juntos, había tanta gente y no entendía qué pasaba. Parecía solo en el infinito y con la mirada serena, ella lo conocía bien y sabía que ocultaba su angustia, fumaba un cigarrillo y el humo se mezclaba con el vaho helado de la noche. Lo extrañaba, tantas veces fue su abrigo y su mano, su mano, intentó tocarla, qué lejos parecía todo; sin embargo algo remeció el minúsculo espacio donde se encontraba, un presentimiento y desazón se apoderó de su ser, intentó hablarle y él no la escuchaba, el vacío de su soledad la embargó absolutamente y entonces se volvió un ser totalmente perceptible.

Abrió los ojos, oscuridad, aislamiento. Dónde estaba, acaso era verdad, ahora entendía tantas cosas. Pero qué tarde se daba cuenta del motivo del adiós. Ya nada podía hacer, estaba sola y nadie la oiría. Afuera un murmullo imitaba una oración; no lograba elucidar lo que ocurría, qué calor la consumía. Intentó moverse y sólo logró un suave roce con la seda que la enfundaba entera, de nuevo procuró moverse –en vano– su cuerpo no respondía a su súplica mental. Extenuada se desvaneció sin consuelo. Nadie siquiera escuchó.

Oía sus latidos, el rumor de la seda le golpeaba las sienes. Como un enajenado intentó suspender su partida, pero sus amigos lo contuvieron – Debes resignarte, déjala partir–. Abrumado y confundido contemplaba la urna que seguía borrándose en la tierra.

* Cuento obtuvo Mención Especial, 2005 Concurso “Ecos Sureños”, Caleta Olivia, Santa Cruz, Argentina.

* Seleccionado en Antología Nueva Literatura Argentina 2006, Editorial de los Cuatro Vientos, ISBN 987-564-519-2.

* Pertenece al libro Ficciones Detrás del Espejo (Primer Lugar en Premio Fondo Editorial Manuel Concha 2010. Edición de 500 ejemplares por Ilustre Municipalidad de La Serena, 2011. R.P.I. 206.449, ISBN 978-956-9148-01-9)

 

Lilia Hernández Vergara
unknow.books@gmail.com
Cuento incluido en el libro Ficciones Detrás del Espejo
 

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