Un dibujo de Quino
Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

Un dibujo del argentino Joaquín Lavado, es decir, el humorista Quino, nos presenta a la estatua de Benjamín Franklin cercenada por un rayo[1]. ¿Nos reímos acaso porque comprendemos que nada detiene a las fuerzas de la naturaleza? ¿Está el mensaje saturado de ese atroz oscurantismo? ¿Pretende decirnos, por otra parte, que no son los monumentos manifestaciones legítimas donde se concentra la verdad de la evolución en los conocimientos o las posibilidades humanas para vencer las fuerzas destructivas de la naturaleza? ¿Busca este dibujo representarnos un ilustre ajuste de cuentas entre el sabio humano y Júpiter tronante, o Zeus, regente general del departamento de rayos y tormentas?

Es deliciosamente irónico, gracioso siempre y cada vez que se contemple, que la estatua de quien reconocemos como inventor del instrumento preciso para evitar el efecto de los rayos, quede fulminada justo por ese fenómeno de la naturaleza. El chiste es bueno desde su misma esencia, pues devela las limitaciones de nuestra sintaxis natural al suponer que la referencia misma a Franklin exorciza el efecto de los rayos. Sacude, de una manera sabiamente sana, sobre todo por lo simpática que resulta, nuestra superstición a la inversa. Pero todo ello es también el producto de una valoración analítica a posteriori, pues la codificación precisamente humorística pertenece al momento en que la posible destrucción de la estatua de Franklin, ya que no sucedería lo mismo si fuese de Napoleón o de Colón, aparece como un significado nuevo (inesperado aunque posible) presentado en estricta aparición simultánea con el significado de la supuesta inmunidad de Franklin a los rayos. Este último significado es, en verdad, una unidad del conocimiento que había sido relegada por la acción evolutiva del saber, puesto que el invento del pararrayos no neutraliza el efecto destructivo que estos fenómenos naturales conllevan por sí mismos. No es nada difícil demostrar —con ironía borgeana, si se me permite— que, antes, el instrumento se ha inventado a causa del carácter devastador del fenómeno natural. No dudo que alguien, hábil en el manejo de las ideas, y de las mentes y del poder sobre los demás, consiga demostrar la presencia de ideas oscurantistas, o ridículamente evolucionistas, en el dibujo de Quino, pero ello pertenece por completo a niveles sociológicos, psicológicos y, si se quiere, hasta culturales, que utilizarían como chivo expiatorio ese enunciado, humorístico por otras y no precisamente por esas razones.

También, desde luego, pudiera ocurrir que el creador pretenda transmitir algunos de esos estamentos de posterior análisis, pero, en ese caso, si no se somete a las leyes imprescindibles de lo cómico, no debe conseguir el resultado risible, aun cuando logre, digamos, sus propósitos ideológicos. Ocurre, con lastimosa frecuencia, que detrás de la obra de muchos dibujantes no suele estar esa elevada noción cultural que suponemos, sino que solo se han puesto en relación los elementos necesarios que la función significante reclama para hacerse cómica y que nosotros mismos vamos a manipular según nuestras propias necesidades culturales. El universo de referencias, no obstante, sí está detrás del dibujo conseguido por la intuición del dibujante. No solo no desaparece porque no estuviese en el proceso de conceptualización del humorista, sino que se activa con los procesos naturales de asociación de los receptores. Es algo obvio que, no obstante, queda fuera de estatuto al concebir las concepciones acerca de la risa que aún como exactas aceptamos. Nuestra tendencia natural a interpretar los signos según las codificaciones previas que arrastramos —como suponer que el gesto de alisarse el cabello en la persona que añoramos sin la debida correspondencia es una repentina llamada a que le acariciemos su perfecta cabeza, o que si alguien se rasca con descuido exhibicionista sus genitales debemos acudir, como en el porno, a la insaciable orgía— nos conduce a atribuir a los aplastantes, enunciados humorísticos poderes un tanto sobrenaturales, benefactores en el menor de los casos y, en su mayoría, de incidencia diabólica.

Otro dibujo de Quino presenta a una cantante lírica[2], desnuda en la bañera, cantando mientras toma una ducha. Mientras, sus empleadas la acompañan musicalmente, una al piano y otra con una pandereta.
 

¿Cabe una mínima posibilidad de burla a las representantes del género lírico?

Se advierte, no obstante, una intención satírica en la que no solo va incluida la principal de las estructuraciones humorísticas —la cantante lírica que, como cualquier hijo de vecino, entona bajo la ducha, aunque, dada su intrínseca naturaleza sublime, necesita los elementales requisitos de acompañamiento—, sino además el contraste simultáneo que emerge al equilibrar los empleos de músico y criadas. Este último constituye un sentido axiológico mucho más profundo que el que pudiera estar detrás de la sátira de la sublimidad a ultranza de la cantante, sin embargo, y en rigor, la risa depende de que ambos sean puestos en evidencia a través de la propia simultaneidad del dibujo.

Una de las tantas magníficas historietas que Quino ofrece en ese libro, muestra a un señor que carga hacia la biblioteca una escalera[3]; las cinco secuencias que le siguen lo ubican hurgando en los altos anaqueles, desde la escalera, o incluso en cuadrupedia. En el séptimo cuadro lo vemos de regreso, con la escalera en hombros y un libro bajo el brazo. La escena última, la de la sorpresa final que permite concluir en resultado humorístico, presenta al personaje sentado en la escalera, leyendo el texto “cómo tener en orden las escaleras”, en tanto un sinfín de ellas se amontona delante de sus ojos.

Aflora en la historieta un sentido ineludible mucho más comprometido con el reflejo que de sí construye el ser humano: el saber por sí mismo, sin su consecuente aplicación social, actúa como un obstáculo para el sapiente ser humano. Pero a este grado axiomático se arriba luego de una “puesta en escena”. En ella advertimos que el personaje, un bibliotecario, por supuesto, ha estado haciendo uso constante de esos instrumentos de los cuales se auxilia para hallar los objetos de sabiduría que son los libros; y en ese transcurso, se revela paradójicamente incapaz de descubrir, en su propia praxis personal (el uso en orden de las escaleras) su verdadero uso racional. Y aunque en este caso la paradoja axiológica coincide con la paradoja de las acciones presentadas, el sentido significado de la primera depende de la estructura significante de la segunda para conseguir la risa, aun cuando el concepto pueda ser anterior (lo que en general ocurre) en el propio receptor.

Quisiera insistir en el carácter complejo de estas estructuraciones, pues de ningún modo pretendo hacer ver que la persona riente y, desde luego, el provocador de la risa, gozan de una perfecta ingenuidad. Lo más común, en realidad, es que utilice el humor por la capacidad aprehensiva que supone para transmitir mensajes previamente codificados y significados que aspiran a entronizarse en los estamentos culturales. Son mecanismos que el sistema ideológico de la sociedad pone en juego inevitablemente. Así, el humor suele ser empleado para decir algo  en específico, aunque ello no indica que ese algo sea por sí mismo inherente a los recursos cómicos. Si no comprendiéramos este grado de disyuntividad estructural estaríamos en el riesgo perpetuo de condenar a lo cómico a esos bajos lugares en los que con demasiada frecuencia se le termina situando y, peor aún, quedaríamos sometidos bajo la fuerza engañosa de la paradoja. Tanto Aquiles como la tortuga disponen de su tiempo específico para el desplazamiento y de su específico minuto de llegada al punto que se determine. El Apocalipsis prescribe que aquel que toma el librito del conocimiento, incluso de la mano del ángel, recibe la amargura en el sabor y el espasmo en el vientre, pero ¿estamos dispuestos a negarnos el crecimiento siempre posible de la sabiduría? ¿Quién si no el ignorante, si no quien se evade de sí mismo en el placer de la  ignorancia, sería capaz de rechazar ese librito que la ambigua mano del ángel nos ofrece?

[1] - Mundo Quino, Ed. Casa de las Américas, La Habana, 1985 (s/p)
[2] - Qué presente impresentable, Editorial José Martí, 2006, p. 67 (tomado de ediciones La Flor, 1999). Tanto la masa corporal de la cantante, así como su postura, sugieren que sea precisamente lírica.
[3] - Op. cit., p. 129

Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

Publicado, originalmente, en Cuba Literaria http://www.cubaliteraria.cu/ , 17 de diciembre de 2008

http://www.cubaliteraria.com/articuloc.php?idarticulo=9233&idcolumna=29

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