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Series humorísticas de El nombre de la rosa
Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

Quisiera, sin detenerme en una búsqueda de la literariedad que llevaría un copioso esfuerzo cada vez más ajeno al objetivo de este análisis, aunque sí para reivindicar combinaciones posibles entre literatura y humor, nominar algunas de las series que, con fino sentido, colocara Umberto Eco en su novela El nombre de la rosa. Téngase como una contribución a la deuda que me empeña con las teorías de este autor, y, a la vez, como una sana disculpa, bastante a lo cubano, por haber hecho un uso propio, no pocas veces con resultados diferentes y hasta opuestos, de sus valiosas asertos. De paso, ello podría valer también para el resto de las fuentes que más caras me han sido en este mi caprichoso intento de poder concluir con una nueva teoría acerca de la risa: comprender, desde su justa estructura y hacia su justo sentido, el nombre de la risa.

El nombre de la rosa cuenta (a través del manuscrito redactado por el monje alemán Adso de Melk, originalmente en latín pero traducido mucho después al francés neogótico por el abate Vallet y de ahí por fin al italiano, o sea, la lengua en la que el verdadero autor, Umberto Eco, puede expandirse) la historia de una serie de crímenes que se suceden en una abadía del norte de Italia, entre Pomposa y Conques, a finales de noviembre de 1327. Estas muertes deberán ser investigadas con la mayor discreción por el sabio inquisidor franciscano fray Guillermo de Baskerville, lo cual lleva a cabo en una intensa trama de misterios que se extiende a seis días.

El hilo conductor que jerarquiza todo el arsenal de ideas en esta novela de Eco, es el pensamiento lógico, desde los axiomas aristotélicos, dados un poco como citas estables en las que no se profundiza demasiado, pasando por una cuidadosa elección de las ideas filosóficas de Francis Bacon, hasta llegar a la semiótica contemporánea de la que

él mismo es eje principal. Así, la visión distanciada de la época en que la trama se desarrolla nos permite advertir, con irónica complicidad, tanto las fisuras del pensamiento histórico como los códigos que aún nos son imprescindibles para la aceptación evolutiva del pensamiento.

La primera serie humorística de El nombre de la rosa aparece en la propia explicación introductoria, cuyo título, “Naturalmente, un manuscrito” condiciona el ambiente para concebir lo apócrifo según la circunstancia de dato presentado. Sobre la tradición de adjudicar a antiguos manuscritos, copiados con posterioridad por una mano que no fue su original y por lo tanto no autentificables, una historia inventada (como ocurre, dicho sea de paso, con nuestro Espejo de paciencia) Eco, hasta entonces erudito ensayista, reconstituye mediante la parodia el curso tradicional que en apariencia asume. Y ello con un sentido del humor patente desde las primeras líneas, a veces incluso con una asimilación discriminante del itinerario bergsoniano de la risa, es decir, con marcas de superioridad concedidas por un vasto conocimiento de la Historia y la cultura medieval.

La segunda de las series humorísticas de la obra acude a las ideas religiosas y filosóficas de la época, según se acondicionan para la posterior historia de la Filosofía y de las Ideas en general, y las reúne bajo el peso de los acontecimientos, como ocurre en cualquier texto literario de culta y trabajosa recepción. Esta serie no constituye un sobrecargo cognoscitivo, dado que el panorama histórico de rigor es presentado por el propio monje desde que comienza a redactar el manuscrito, con sus definiciones ideológicas explícitas, sino que se convierte, en el desenvolvimiento posterior de la obra, en un conjunto activo al que el lector, llevado por el enigma (el motivo de las misteriosas muertes de monjes en la abadía), acude escoltado por la jocosidad.

Importante es también, sin número de orden pues se disemina a lo largo de toda la novela, la serie de la significación de las palabras y las frases, pues la manera en que ambas son vistas define el asumir una verdad, detectable en el universo del lector, o una falsedad al servicio de mezquinos intereses, y, con ella, los objetivos de la creación literaria, desde su evolución histórica hasta las convulsas sacudidas con las que se polarizan determinados períodos del siglo XX.

En tercer orden entonces, el sentido de las imágenes pictóricas nos coloca ante la lógica de la semiótica contemporánea, relacionada tanto con el punto de vista interpretativo que hoy podemos tener acerca de una obra plástica, como con la visión que conservamos acerca del punto de vista que en tal época debió profesarse. En esta serie he advertido siempre una broma que el autor juega a costa de sus más cultos lectores, pues, cuanto menor sea el conocimiento precedente, mayor será el convencimiento relacionado con la credibilidad histórica.

A estas series antes mencionadas se une otra, semejante a la de los significados (constante, sin orden de aparición, insistente): la de los estrechos vínculos de casi todos los sucesos (tanto de acción narrada como de lenguaje en sí) con los intertextos varios que han ido salpicando el texto. Dialoga así, como recurso alternativo en muchas ocasiones, con la serie que atañe al por qué de la creación literaria, o artística. Estas apariciones intertextuales bien podrían clasificarse como:
  
a) diacrónicas
  
b) sincrónicas
  
c) anacrónicas

Los intertextos diacrónicos se localizan dentro del propio curso diegético y tienden a constituirse en claves para la solución del enigma que ha propuesto la trama narrativa. Los sincrónicos vinculan los conocimientos que hoy tenemos sobre los conocimientos de la época con el argumento, mientras que los anacrónicos permiten al autor intervenir en el texto narrativo que, según la ficción que él mismo ha conseguido plantear con eficiencia, pertenecen a vivencias de ese monje del siglo XIV. En general estos intertextos anacrónicos son analogías fácilmente detectables —insisto en que para ciudadanos no precisamente de baja erudición y cultura— justo como referentes. El humor, entonces, descansa en esta última especie, aunque tampoco deben descartarse las sutilezas, por su relación con la lógica del policiaco, que brindan los intertextos diacrónicos.

La variedad de las formaciones significantes según las diferentes lenguas es también una serie importante en El nombre de la rosa, pues con ella el texto adquiere un grado de actualidad cognoscitiva que le permite sobrepasar las limitaciones de la época. Sumaríamos a este grupo la serie que se refiere al alcance y las posibilidades del conocimiento y la que establece los vínculos entre el poder y la manera de manipular las ideologías. En todas ellas se advierte una especie de juego sutilmente irrespetuoso con los códigos de la novela histórica en el que el humor no está dado por el anacronismo directo y detectable —cosa que está fuera de la novela— sino por el uso riguroso de las fuentes históricas y la actualidad de las conclusiones cognoscitivas. Se trata de un humor que depende de una línea sintáctica muy sensible, amenazada por el alto grado de sutileza y, desde luego, por el desconocimiento en el plano receptivo.

El rechazo que esta obra provocara en ciertos sectores que defienden a ultranza una ideal sublimidad para la literatura pone al descubierto dos posibilidades: primero, el pésimo sentido del humor de las personas que los representan y, segundo, las lagunas en el mundo referente con el que avalan su cultura. Sustentan en efecto un concepto que en su pragmática revela sus limitaciones. La combinación de ambas no conduce más que a la censura agria, al denuesto o a la abulia vergonzante, intenciones que, gracias al suceso de mercado que constituyó la obra, no fraguaron.

Para terminar, he dejado con toda intención la serie que se refiere al concepto de la risa, pues ella conduce en rigor el hilo narrativo y permite a las demás su pertinencia. Los debates, directos o indirectos, sobre el concepto de la risa y sus posibilidades —o nocividades— para el ser humano no solo acompañan la trama, sino que devienen en motivo de los acontecimientos relatados. Y, aunque Aristóteles aparece muy altamente valorado, incluso por el acérrimo enemigo de la risa y portador de las ideas más reprobables de la época, el autor se las ha arreglado para ir deslizando su propio concepto de manera que, al practicarse la actualización, mediante un ejercicio de lectura interpretativa de los propios personajes, podemos sobrepasar las limitaciones aristotélicas y, sobre todo, los prejuicios aristocráticos en relación con la búsqueda de la risa. Esta es, entonces, la serie que jerarquiza la novela, aunque, como se hace en todos los elementales relatos de intriga criminal, se revele solo en el final. Quien busca únicamente el motivo de los asesinatos halla en ese punto la trivialidad oculta imprescindible para estos modelos literarios. Quien, además de los motivos de la intriga criminal, admite otros niveles de lectura, puede comprender el anatema lanzado por Umberto Eco a los censores de la risa y, por demás, disfrutar con su sentido del humor.

La relación intertextual entre Jorge de Burgos y Jorge Luis Borges, mucho más detectable que otras del mismo tipo establecidas por el texto, se fundamenta en el sentido del humor, y se explica, precisamente, a partir de los vínculos que unen a todas estas series de pensamiento lógico con las que Umberto Eco ha construido el sorprendente mosaico de El nombre de la rosa. Borges, en su obra, no es precisamente un censor del uso de la risa; la emplea con elegancia, con contenida modestia e ironía sobrecargada de asertos culteranos. El monje asesino, capaz de envenenar un libro prohibido para que los infractores reciban el castigo, desde el punto de vista de sus ideas, es intertexto de Jorge Luis Borges apenas bajo una condición de equívoco (recurso humorístico recurrente en la comedia), en tanto en cuanto el escritor, por su concepto de autor, hace girar su obra hasta que ofrezca el fruto último de sus consecuencias y en tanto en cuanto el monje, por su concepto de una sociedad que ha de extirpar la risa, la fuerza hasta llevarla a destrucción.

Pero si usted, lector, mi semejante, no se coloca en el sitio adecuado entre la pared y el texto, bien pudiera descubrir en el espejo que sus orejas soportan el oprobioso castigo del Rey Midas.

Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

Publicado, originalmente, en Cuba Literaria http://www.cubaliteraria.cu/  - 21 de noviembre de 2008

http://www.cubaliteraria.cu/articuloc.php?idarticulo=9177&idcolumna=29

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