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Proceso cultural y semiotización
Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

Para la comprensión y el desarrollo del conocimiento en la cultura, pueden ser útiles todas y cada una de las disciplinas científicas, de conjunto con todas y cada una de las manifestaciones genéricas que la conforman. Justo a partir de tal utilidad, múltiple e infinita, es posible acceder a ejercicios de automodelación cuyo proceso de semiotización ofrezca mayor número de posibilidades para que, gracias a sus propios aportes, pueda ser trascendido. Toda vez que el conocimiento se convierta en un bloque de adoración inamovible, en una especie de monolito de saber sagrado, estaremos levantando la barrera que nos aleja de los descubrimientos y cerrando, además, la puerta a esos pequeños hallazgos que nutren las esencias de los grandes saberes. Así vislumbramos el campo de cultivo de la relación dialéctica.

Las manifestaciones de la cultura popular no se desarrollan aisladas de esta misma dirección dialéctica, no solo en cuanto a sus formas expresivas, sino a sus estructuras internas de conceptualización.

Clifford Geertz ha considerado que existe una saturación de científicos sociales para quienes el objetivo central se enfoca en la atomización del pensamiento antes que en la manipulación de la conducta.1 Esta actitud devino en una especialización de los términos y conceptos, a partir de analogías explicativas que, en su intención de facilitar el conocimiento, cambian las bases de lo que se designa. La designación de signos mediante signos que, a su vez, designan signos conduce a una tautología científica que se complace en el propio narcisismo de la exposición. Por ello, es importante, a la vez que reconocer la validez de los diversos puntos de vista, genéricos y ontológicos, establecer los puntos de discriminación auxiliar de cuanto se emplea como válido en el análisis de la cultura. Y así también respecto a los diversos paradigmas sociales y científicos. Geertz añade:

En las ciencias sociales, o cuando menos en las que han abandonado una concepción reduccionista de sí mismas, las analogías empiezan a provenir cada vez más de las argucias de la representación cultural que de las propias de la manipulación física —del teatro, de la pintura, de la gramática, de la literatura, del derecho, del juego—. Lo que la palanca hizo por los físicos, los movimientos del ajedrez prometen hacerlo por la sociología.2

Entre los mitos modernos se encuentra, con demasiada fuerza, aquel que supone que los grandes sistemas de pensamiento son producto solo de la autoformación de quienes desarrollan y defienden cada uno de esos sistemas. Sin embargo, la insoslayable relación con incesantes compañeros dialécticos, incluso con aquellos que aparecen como antagónicos e irreconciliables, nutre zonas específicas de ese saber, inadvertidas en la mayoría de los casos. El producto resultante de las contradicciones, la inmediata reacción de los agentes inmediatos, y el hallazgo de descubrimientos y propuestas parciales, que en tantas ocasiones quedan como insignificantes, son parte también del acervo de las grandes teorías y de los sistemas que revolucionan importantes zonas del pensamiento de la humanidad.

Desde el punto de vista del análisis, el proceso cultural actúa, pues, como una organización metasistémica de los resultados del proceso civilizatorio. Esta organización se estructura en función de específicos constructos de sentido, y de parciales y limitados sistemas de significación, con los cuales el ser humano se diferencia, entre sus semejantes, de sus semejantes, al tiempo que a ellos mismos se asimila al enfrentarse al contexto global que lo somete. Se trata de una relatividad inmanente que no tiene que sucumbir en el relativismo. Pero desde el punto de vista del usuario, ese que vive la cultura sin preocuparse demasiado por la epistemología que la organiza, el proceso cultural se presenta como un conglomerado de actitudes y conductas identificatorias, y hasta de declaraciones identitarias. Estas se basan, como la aseveraba Parsons, en metas objetivas, o en deseos concretos simbólicamente representados, como lo decía Freud, pero, además, en fines que atañen al orden del sistema de relaciones sociales y a sus normas de control social, como analizó con atendible rigor Nicos Poulantzas.3

El cambio en la instrumentación racional acerca de la sociedad, apunta Geertz, conduce a una transformación en los modos de explicarla y, por consiguiente, a que la sociedad se represente a sí misma “cada vez menos como una máquina elaborada o como un cuasi-organismo, y más como un juego serio, como un drama callejero o como un texto conductista”.4 La representación de la sociedad mediante el juego, o el drama, aísla también los aspectos que sobresalen de las estructuras sistémicas de los modelos análogos.

A pesar de lo justo de los señalamientos que se le han hecho a la teoría del estructural-funcionalismo, y de otros que pudieran aportarse tras esos mismos cambios de perspectiva analítica, tanto los puntos de partida de Parsons acerca de la funcionalidad de los individuos en los contextos sociales, como el llamado de Merton a colocar como parte del sistema estructural las llamadas funciones positivas, estabilizadoras, de la sociedad, como sus actitudes disfuncionales, perviven en nuevas perspectivas, fundamentalmente estructurales, pero también en otras de paradigma contrario. La sustentación de los modos de dominación hegemónica de Estados Unidos, en consonancia con el auge del estructural-funcionalismo, por ejemplo, se reproduce en las nuevas circunstancias de la posmodernidad, aunque cambiando la perspectiva de una estructura cerrada de acción, por un ejercicio caótico de convergencias sociales.

Hay, pues, una refuncionalización del superobjetivo social de la teoría y se deja, una vez más, en el tintero, la expresión popular que regenera la cultura. De modo que subsiste, en efecto, una doble dirección cuya bifurcación se ubica, por un lado, en los modos esenciales de conducta, así como en las normas identitarias de expresión social con que se solidifican, y, por otro, en las perspectivas analíticas que intentan explicarlas. A la primera línea se le considera empírica, a la segunda, científica. Ciencia para la propia ciencia y, en cambio, empiria para la ciencia y, sobre todo, para la propia empiria.

¿Valdría entonces centrarse únicamente en un sistema empírico? ¿Tiene sentido una ciencia que parta solo de sus antecedentes científicos, y no sopese el valor de los asertos que la cultura popular ha manejado?

Las expresiones populares demuestran, con creces, la preocupación por explicarse a sí mismas su existencia y la necesidad de concretar su validez. Tanto desde el punto de vista de su posición en la estructura social, como desde el simbolismo expresivo del sentido de existir y de significar.

Una cuarteta popular cubana, de las recogidas por Samuel Feijóo, concentra, según su uso juguetón de la palabra y su polisemia en el tejido fraseológico, lo que Iuri Lotman llamaría, en diferente contexto, metaposición del investigador:

Por más que muchos estén
no están todos en la lista;
y si hay muchos a la vista,
son más los que no se ven.
5

Se complementa esta cuarteta con otra de reconocimiento del valor de lo local, y lo parcial, respecto a ese grado de marginalidad que establece la mirada de la alteridad en el sujeto:

Qué le importa al sabanero
que le digan amarillo,
si él con su canto sencillo
alegra a sus compañeros.
6

Análoga a la cuarteta anterior, es una décima de la misma recopilación, ejemplar por el sentido empírico de la objetividad de la función social y cultural:

Qué le importa al carpintero
que desbaraten su nido
si él con su pico atrevido
viene y forma otro agujero.
Y qué le importa al arriero
que le digan ¡pluma sucia!
Qué le importa a la lechuza
que le digan ¡sola vayas!,
si ella por montes y playas
alegre cantando cruza.
7

Podemos percibir una perfecta funcionalización social en estas composiciones que, desde el folclor, se adelantan —en la cultura antes que en el tiempo— a las propias teorías sociológicas. Las analogías sociales representadas por la conducta zoomorfa son parte de los más primitivos mitos y aparecen en todas las culturas.

El panorama teórico de las funciones y elementos paradigmáticos con que se conforma el concepto de cultura presupone, además, una participación en el suceso cultural y, sobre todo, en la práctica popular de sus manifestaciones. Su aplicación, sin embargo, debe ir explicándose de conjunto con el nivel metodológico, al tiempo que sean investigados fenómenos más específicos y análisis casuísticos. La fiesta, tan arraigada en la cultura popular; las creaciones artesanales, tanto aquellas programadas por un mercado posible como las estrictamente espontáneas; las manifestaciones folclóricas, libres ya de su origen religioso o social; y otros fenómenos, han de ser observados con esta perspectiva analítica para que la dicotomía entre el determinismo científico y el aislamiento empírico no nublen las esencias del proceso cultural.

Valga otra composición popular que se preocupa por filosofar con cuestiones tan sublimes como el sentido de la vida y el optimismo, desde una óptica que no pocos analistas desecharían por banal, pero que, aun así, no deja de contener un sentido empírico de disección de las funciones y estructuras sociales:

No te detengas y avanza,
lucha, prosigue, camina,
que el que no se determina
nada en esta vida alcanza.
Nunca pierdas la esperanza
de realizar tus ideas;
cuando abatido te veas,
juega el todo por el todo
y verás que de ese modo
hallarás lo que deseas.
8

Si los saberes populares no pueden ser parte de la ciencia que estudia la cultura y sus procesos, entonces esa ciencia resultante no puede ser parte de la ciencia misma. Es una paradoja de sentido que, con frecuencia, se queda en el tintero.

Notas:

1- Clifford Geertz: “Géneros confusos. La reconfiguración del pensamiento social”, en Conocimiento local. Ensayo sobre la interpretación de las culturas, Paidós Ibérica, 1994, pp. 31-49. Trad.: Alberto López Bargados.
2- Ibídem, p. 35.
3- Un amplio panorama de las teorías sociológicas contemporáneas puede consultarse en la obra de George Ritzer: Teoría Sociológica contemporánea, Editorial Félix Varela, La Habana, 2003.
4- Op. cit.
5- Samuel Feijóo: Cuarteta y décima, Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1980, p. 25.
6- Ibídem, p. 28.
7- Ibídem, p. 148.
8- Ibídem, p. 150.

Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

Publicado, originalmente, en Cuba Literaria http://www.cubaliteraria.cu/ - 06 de abril de 2012

http://www.cubaliteraria.cu/articuloc.php?idarticulo=14350&idcolumna=29

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