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Pirandello y el Humorismo. Punto uno
Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

Para Luigi Pirandello, “el humorismo consiste en el sentimiento de lo contrario, provocado por la especial actividad de la reflexión que no se oculta, que no se convierte, como, generalmente, en el arte, en una forma de sentimiento, sino en su contrario, aun siguiendo paso a paso el sentimiento como la sombra sigue al cuerpo[1].” Después de una larga e interesante reflexión, plena de agudas observaciones y definiciones sobre la naturaleza del arte y la literatura, las características de la comicidad medieval y las maneras del estilo mismo, el Premio Nobel de Literatura de 1934 deja el peso del resumen de su ensayo a una alegoría, comprendida a partir del símil que acabo de citar: “El artista ordinario se fija en el cuerpo solamente; el humorista se fija en el cuerpo y en la sombra, y a veces más en la sombra que en el cuerpo; advierte todas las bromas de esta sombra, cómo a veces se alarga y a veces se acorta, como si quisiera hacerle muecas al cuerpo, que, mientras tanto, no la tiene en cuenta ni se preocupa de ella[2].”

En fin, que las definiciones terminan en alegorías y el humorismo continúa su paso etéreo, su natural indefinición.

No obstante, si Pirandello hubiera creado una tesis lo más definitiva posible sobre el humorismo, a estas alturas sus reflexiones serían puro patrimonio común, sin duda insípido por el uso constante e indiscriminado, tal como ha ocurrido con las tesis de Bergson. Pero a él le preocupaba demostrar en esencia cuán importante podía ser el sentido del humor para la literatura y el arte y, para ello, optó por configurar una especie de estatuto élite producto de la risa. Así, opuso el humor a lo cómico, reservando para lo primero el paraíso creativo y dejando para lo segundo lo que sólo podemos ubicar en la categoría de todo lo demás. Sus reflexiones, sin embargo, y precisamente porque no se hicieron un constructo inamovible, conservan el ritmo de una inquietante pulsación que bien podría ayudarnos en la búsqueda de un por qué y un hacia dónde de la risa.

La diferencia entre lo cómico y lo trágico, según la forma de ver el humorismo de Luigi Pirandello, radica en que, mientras lo cómico se presenta como un darse cuenta de lo contrario, lo trágico aparece en virtud de un sentimiento de lo contrario; esto es, una identificación directa con el suceso insólito, generalmente ridículo ante la mirada del otro. De este modo, la diferenciación dependería, siempre, de sentir o no, con lo cual estaríamos esclareciendo sólo, y aún así parcialmente, el aspecto individual del humor y lo cómico, pero no su generalidad, su condición intrínseca, inalienable. Sin embargo, y como Pirandello está preocupado por distinguir lo humorístico, como sublime y valedero, de lo cómico, como vulgar y macarrónico, reconoce que “en la concepción de toda obra humorística, la reflexión no se esconde, no permanece invisible, es decir, no se queda en casi una forma del sentimiento, casi un espejo en el que el sentimiento se mira, sino que se pone delante, como un juez; lo analiza, desapasionándose; descompone su imagen; sin embargo, de este análisis, de esta descomposición, surge o emana otro sentimiento, aquel que podría llamarse, y que yo llamo, el sentimiento de los contrarios[3].”

De tal modo que, entre el humorismo y lo trágico existe un punto de vista de cierto grado de coincidencia, pues, podemos reír aún cuando sentimos lo del contrario. Tal conclusión está relacionada con el concepto del arte y la literatura que Pirandello necesitaba validar, frente a lo que muchos de sus contemporáneos reconocían como legítimo y perdurable. Tal vez por ello mismo, es decir, por esa necesidad de convencer —desmantelándolo— al contrario, precise deslindar con tanta evidencia al humor de lo cómico. Pero a su aguda visión no escapa que “el humorismo tiene necesidad, sobre todo, de una intimidad de estilo”, esto es, de una manera propia de expresión y de reglas internas que lo identifiquen y lo autentifiquen, más allá de clasificaciones retóricas, de ahí que le conceda, además, la “necesidad del más vivo, libre, espontáneo e inmediato movimiento de la lengua, movimiento que sólo se puede tener cuando la forma se va creando poco a poco.[4]

De entre los dibujos de Quino, pudiéramos detenernos en aquel que nos presenta a un automóvil que, al intentar detenerse ante el semáforo, ha sido impactado por el carro fúnebre. El conductor del automóvil transmite al desconcertado conductor del carro fúnebre un paquete de diatribas mientras se quita el sombrero en señal de respeto. Así, también en este caso, la ironía alcanza un perfecto grado de síntesis expresiva, pues se han conjugado dos situaciones lógicas estrictamente sancionadas por la conducta ciudadana. En primer lugar, el respeto que a la muerte se debe, en segundo, la reacción normal de quien recibe un daño inmerecido en la vía. ¿Pasaríamos, de plano, a considerar este dibujo como de un estatus irónico menor? ¿Nos aprovecharíamos del empleo de la muerte, esa constante de nuestra civilización, para validarlo y decir que, en ese caso, lo que se expresa le permite trascender las barreras de lo banal?

En la página anterior del propio cuaderno de Quino otro dibujo nos muestra al conductor de un coche funerario fustigando con un largo látigo a un grupo de aves carroñeras que lo sobrevuelan. Debo aclarar que su carroza está siendo tirada por un caballo, lo cual concede al chiste cierta marca histórica. Ahora bien, las fuentes de este último chiste son un tanto más vulgares que las del anterior, aún cuando ambas se valgan de la muerte como contexto elemental. Es bastante más difícil, para este caso, entretenerse en adjudicarle fondos filosóficos o conceptos de la vida, pongamos por caso, en contraste con la penosa situación expresada en el dibujo. Sin embargo, ni en materia de expresión artística ni, mucho menos, en posibles concepciones del mundo, el dibujo que coloca en una sola sintaxis el enojo del conductor que ha visto dañado su automóvil y su natural respeto por la muerte, anula la plena efectividad de este último en el que el conductor de la carroza se ve obligado a fustigar a las aves carroñeras. ¿Son entonces las fuentes, y los usos que de ellas hace el humorista, determinantes para expresar un algo en relación con, y valiéndose, indistintamente, de lo humorístico, lo cómico o lo burlesco?

Pirandello parte, en su ensayo, de que para todos aquellos que se reúnen bajo la misma definición de humoristas, hay un fondo común, aun cuando después se verá obligado a considerar como verdaderos humoristas a aquellos que han sido validados como verdaderos escritores, sobre todo quienes se han escapado un poco a los censores que utilizaban los estatutos puramente retóricos para juzgar la obra de arte. Y, no obstante las conclusiones ya apuntadas, tal vez inseguro ante evidencias que no conseguía diferenciar en el, para él, arisco campo de los epistemas, acepta que hay dos tipos de ironía: la retórica y la filosófica. Lo retórico, según su norma, se encuentra en el plano de lo bajo, de lo menor, en tanto lo filosófico pasa al campo de lo que considera verdadero humorismo. De esta forma, la ironía también puede ser romántica, aunque, lamentablemente, asegure que, por su contigüidad con lo mordaz y lo burlón, se aleja del humorismo. Así, deja creadas las bases para la división sumaria entre lo espurio y lo legítimo en el proceso de búsqueda de la risa, pues la diferencia entre humor y cómico (esto es: festividad, burlesco, grotesco, sátira) radica, según él mismo, en la “distinción sumaria.” No es necesario llevar a término una desconstrucción exhaustiva para comprender que este ejercicio distintivo de Pirandello responde mucho más a un corte hecho por el analista, que a una elección cuyo punto de partida se encuentre en el plano productivo, aun cuando él mismo asegure que la distinción viene del propio escritor. El caso de Mark Twain, justamente por su empleo de la ironía, por la consecución y trascendencia de la figura, en compañía de su aceptado pragmatismo lógico, puede servir de ejemplo para enmendar ese desvío que la concepción del mundo humorístico mantiene con notable vigencia desde los precursores atisbos aristotélicos y hasta los importantes intentos que rodearon los primeros años del siglo XX, pues El humorismo, de Pirandello, aunque tuvo su edición definitiva en 1920, venía gestándose desde los primeros años de la centuria.

Algo importante, desde luego, era hallar el por qué, establecer un sentido para el empleo de la risa, asunto que aún, como es perfectamente normal, nos ocupa el pensamiento. ¿Qué se levanta a la par de la sonrisa? ¿Hacia dónde esa risa, burda o sublime, se dirige? ¿Es necesario, por demás, que después de la risa quede algo que nos señale, puntero en mano, que el mundo debe ser de esta forma y no de esotra?

Para Pirandello, el humorismo, “a causa de su proceso íntimo, espacioso, esencial, inevitablemente descompone, desordena, desacuerda; mientras que, corrientemente, el arte en general, tal como lo enseñaba la escuela, la retórica, era sobre todo, composición exterior, acuerdo lógicamente ordenado[5].” Por tanto, su función aparece como objeto desequilibrante, como, aceptará de inmediato, condición o cualidad expresiva. “El humorismo no es un «género literario» como poema, comedia, novela, cuento, y así sucesivamente; tanto es así, que cada una de estas formas literarias puede ser o no humorística. El humorismo es cualidad de expresión, que no es posible negar por el hecho de que toda expresión es arte y que, como arte, no es distinguible del arte restante[6].” No debemos olvidar, sin embargo, que se refiere a lo ya seleccionado, en contraposición con lo que prefiere desechar; que se preocupa, en verdad, por legitimar la posibilidad de que el arte y la literatura tengan una explícita condición humorística, con lo que los mecanismos de la risa estarían en función de conseguir un estilo. “El artista, el poeta, —asegura— debe sacar de la lengua lo individual, es decir, precisamente el estilo. La lengua es conocimiento, objetivación; el estilo es la subjetivación de esta objetivación[7].” El humor, y por consiguiente la risa, deviene así un delimitador de estilos expresivos, pues según su propia explicación, “si examinamos incluso los escritores complicados más caprichosos, los grotescos más extraños, los centauros, las esfinges, los monstruos alados, encontraremos siempre en ellos, más o menos alterada por sus combinaciones, imágenes que responden a sensaciones reales[8].” De manera que, en tanto la estrategia del autor de Seis personajes en busca de un autor respondía a la necesidad de defender la posibilidad del humor unido a un arte de valor creativo, su salida de división se inserta en las propias concepciones que habrán de juzgarlo.

Lo curioso es que este último puede ser un señalamiento básicamente retórico ya que, en efecto, la creación de seres fantásticos se basa en un procedimiento de combinación tropológica que, desde luego, no cabe analizar por el momento. El estilo macarrónico, tan propicio a las artes representativas y a la palabra misma, aparece, según su propio aserto, como rebeldía y como burla, aunque, en sí, éste no ha estado nunca solo, sino acompañado por otros lenguajes ficticios, burlescos, de creación arbitraria y de “contaminación monstruosa de diversos elementos del material cognoscitivo[9].” O sea, a pesar de que Pirandello insiste en la posibilidad sublime del humorismo, y hasta de la ironía y la parodia en señalados casos cuya excepcionalidad no se ha hecho demasiado explícita, prefiere reconocer que lo risible parte, imprescindiblemente, de un modelo deforme, monstruoso en esencia y, por consiguiente, capaz de producir un nuevo monstruo, virtualmente exagerado para la eficaz obtención de la risa. Es posible, desde luego, que su condición de dramaturgo y su clara visión acerca de la necesidad de un teatro vivo, de opinión y, a la vez, escénicamente pragmático, determinase esta inmanencia operativa, anti retórica y anti académica, para la consecución del humorismo.

Referencias:

[1] -Pirandello, Luigi: “El humorismo”, p. 1076, en Obras Escogidas, t. 1, Biblioteca de Premios Nobel, Madrid, Aguilar, 1956, pp. 893-1077
[2] -Ídem.
[3] -Op. cit., p. 1034
[4] -Op. cit., p. 936
[5] -Op. cit., p. 936. Las cursivas son de Pirandello, tanto éstas como todas los que aparecerán en las citas siguientes.
[6] -Op. cit., p. 936
[7] -Op. cit., p. 941
[8] -Ídem.
[9] -Op. cit., pp. 941-942

Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

Publicado, originalmente, en Cuba Literaria http://www.cubaliteraria.cu/ - 06 de abril de 2009

http://www.cubaliteraria.com/articuloc.php?idarticulo=7928&idcolumna=29

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