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Para atreverse a iniciar una lectura del Quijote
Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

 

Hoy por hoy, la recepción del Quijote pasa mucho más por el producto audiovisual, el pasaje citado y transformado al uso e, incluso, el juicio crítico e interpretativo profesional, que por la imprescindible lectura de la obra. Lo justo, entonces, no sería pretender abrumar exposiciones acerca de tales o cuales valores, al parecer inagotables, de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, sino que citara párrafo a párrafo la novela, con comentarios de divertida edición crítica entre sus líneas. Son unas cuantas páginas, es decir, unos cuantos capítulos, y a nadie se le ocurriría que se trata de un trabajo serio, digno de atención y, desde luego, de remuneración. Por otra parte, enfrentarse a un monumento literario, a una obra cuyos méritos continúan probándose aún después de cuatrocientos años, produce un aura de temor y, por consiguiente, de salida evasiva. Y ello, si se me dispensa lo apocalíptico, conduce a la muerte de la obra misma, es decir, a que desaparezca como obra a leer, precisamente, y se transforme en anécdota a contar de la mejor forma posible.

Llamaré la atención, entonces, sobre dos elementos estrictamente inmediatos que, bien procesados, convierten a la obra en imperecedera: la parodia, como gancho humorístico que conduce al análisis, y la estructura literaria, como vehículo para entender la literatura misma.

Desde su primera y repetida frase, “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme”, el Quijote va revelando un acto de metatextualidad, un proceso en el cual el autor

dialoga con los métodos de la escritura misma y, con frecuencia, con la estructura narratológica a seguir.

El personaje se presenta como oriundo de una comunidad de baja importancia, hecho capaz de rebajarlo a punto de ridículo gracias a su origen, en contraste con los libros de caballería que son el referente de la obra. Una trampa, en verdad, que va a crear el autor al valerse de la risa para llamar la atención de los lectores. Su capítulo inicial describe un interesante proceso de formación del personaje, que va, de la elección de los detalles propios de la historia a narrar, al distanciamiento de la lectura acumulada al respecto. Alonso Quijano, quien solía discutir con el cura y el barbero acerca de quién era el mejor de todos los caballeros andantes conocidos —tal y como hoy nuestros hijos de vecino debaten acerca de las telenovelas—, decide que, al convertirse en uno de ellos, debe responder no sólo al brillo en la presencia física sino, además, a la sonoridad de los nombres y las procedencias. De esta forma, y apenas la obra da comienzo, Cervantes convierte en análisis el empleo de la parodia.

“La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura”. Se burla de la escritura al uso, popularizada, al tiempo que va perfilando al personaje, quien continúa en sus esfuerzos por comprender frases de tal tipo que “ni el mesmo Aristóteles, si resucitara para ello”, conseguiría entender: “…los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza”. [p. 3] Dos redundancias en tono de ironía apoyan textualmente el necesario distanciamiento satírico que el autor necesita para que su personaje, una vez arrojado a la línea argumental, convierta en ridículas las aventuras que como sublimes se han estado consumiendo.

Luego de presentar su relato como un hecho real que narra desentrañando la verdad, Cervantes coloca a Alonso Quijano en una circunstancia análoga a la del escritor, en su misión de crear un personaje, con sus atributos y sonoridad del nombre, y cuando por fin arriba al nombramiento de su cabalgadura, escribe: “después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante: nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo”.

Este juego con la frase, no obstante parecer análogo a otros de los que se burla desde el mismo inicio, constituye parte esencial de su descripción y forma una especie de demostración de cómo es posible poner en práctica estructuras narrativas sin pecar de ridículo. La risa, desde luego, le sirve de pívot, pues el lector familiarizado con esa narrativa popularizada puede estar dispuesto a comprender el retruécano. Es algo que supo hacer también Shakespeare, demostrando que el tono menor no depende ni del empleo de lo risible ni de las estructuras “fáciles”, sino del sentido que finalmente va a adquirir el conjunto. Cervantes, en su primer capítulo, juega libremente no sólo con los referentes de la novela de caballería —aunque leída, fuera ya de rango literario—, sino con los valores que en ella se realzan y que de algún modo codifican los valores ideales de la época en contraste con los sucesos y conductas que pueblan su cotidianeidad.

En su primera salida, Capítulo segundo, luego de resolver por obsesión el problema de salir armado caballero para poder portar armas y escudo, Alonso Quijano imagina que su historia pudiera ser contada de esta forma:

Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de Montiel.

O sea, que la escritura cervantina insiste en la parodia para remarcar el análisis de los textos de caballería y, por extensión, de la escritura de las novelas de mayor popularidad.

La intención no está, ni por mucho, oculta, pues luego de hacer que su personaje se deshaga en frases de ese estilo, en un acto ilocutorio que no solo caracteriza su locura, sino también, y muy principalmente, el referente literario en que la obra se desplaza, continúa la descripción de esta manera: “Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto, caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera”.

Son valores vencidos por el tiempo, únicamente anclados en códigos de ficción. Como Cervantes sabe que, aunque asuma la perspectiva de que narra una historia verdadera y comprobable, está presentando una obra de ficción, remarca con fuerza la diferencia entre realidad inmediata y códigos caballerescos. De ahí que, luego de hacer de inmediato un paneo por su insignificante existencia, lo describa exactamente: “era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza”. [p. 2] Luego, compartiendo la conformación del personaje entre autor y el propio personaje, se va trazando el perfil del caballero andante hasta colocarlo definitivamente en marcha.

Se trata de un tópico importante para la obra, y es preciso que este señor, ya de cincuenta años, un anciano para la época, cabalgue todo el día bajo el sol sin contratiempos, e incluso, al enfrentar la que sería su primera aventura, en la venta, poder traducir en su imaginación ciertas acciones, como el cuerno habitualmente usado por el porquerizo para llamar a sus puercos —“que, sin perdón, así se llaman”— o el juego que le hace el ventero al recibirlo.

De un plumazo, Cervantes reconcilia a las damas de la Venta con don Quijote, quien no solo aprovecha para recitarles un fragmento del demandado romance de Lanzarote transformado a su interés, sino que se permite bromas propias del mismo autor, cuando le ofrecen de comer lo único de que disponen:

Como haya muchas truchuelas —respondió don Quijote—, podrán servir de una trucha, porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos que en una pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas.

Alonso Quijano despliega un chiste puramente lingüístico, ajeno en verdad a la condición impoluta que ha asumido, capaz, por consiguiente, de hacerlo también simpático al lector en apenas un plumazo. Humor y, desde luego, análisis lo asisten en el intento. Obviamente, la coherencia ya ganada no desparece por ello, pues se trata de un hombre que desconoce el verdadero significado de la palabra truchuela, lo cual concede el equívoco lingüístico.

Se halla entonces don Quijote en su primera aventura, agobiado por la angustia de no haber sido armado Caballero como las normas lo exigen, y ya la parodia está planteada como aserto de literatura verdadera en tanto el autor se las arregla para ir llevando a la par la estructura de su relato, contrapuesto a la novela de caballería y, a la vez, a horcajadas sobre su estructura, con la pauta que la creación literaria exige más allá de esa inmediatez a la que tan amargo y merecido homenaje se le rinde en todo el Quijote.

Es un comienzo capaz de seducir si no se asume su lectura como disciplina, o como saldo de inconfesada vergüenza. Además, no es extraño tampoco que no se consiga la estimulación a la lectura de la obra si los propios profesores que deben impartirla no han sido capaces de leerla ni, menos aún, de disfrutarla.

Por consiguiente, lo verdaderamente impensable es que, aspirando a escribir con seriedad, no alcancemos la meta de leerlo varias veces, para darle sentido al vanidoso —y caballeresco— ejercicio de conocer qué ha publicado el autor último del marketing. Por otra parte, iniciar la lectura del Quijote, comprendiendo esta pareja de valores que he llamado a evidencia, bien puede ser un recurso ineludible para andar párrafo a párrafo sus páginas.

Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

Publicado, originalmente, en Cuba Literaria http://www.cubaliteraria.cu/ - 10 de diciembre de 2010

http://www.cubaliteraria.cu/articuloc.php?idarticulo=12365&idcolumna=29

Autorizado por el autor

Cervantes y la leyenda de Don Quijote RTVE es

 

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