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Diatriba de amor contra mi generación poética
Jorge Ángel Hernández

Acaso como un caballero andante, he defendido siempre a mi generación poética, aquélla que tuvo que imponerse bajo fuertes luchas para decir las cosas que le correspondían y, sobre todo, para decirlas con un estilo distinto al que imperaba en la edición convencional. Tal vez a los eventos de Talleres literarios corresponde el mérito de ayuda imprescindible para esgrimir las armas en el espíritu de gremio, precisamente porque en ellos las luchas fueron duras, extraliterarias en tantas ocasiones. En tales circunstancias, más que valoraciones y aprehensiones justas —esto es: poéticamente personales— se emiten estrategias; asertos casi siempre regidos por el instinto de conservación antes que por la honesta rendición de cuentas que la trascendencia impone.

Es posible, además, que esa febril recurrencia de estrategias, unido a la necesidad, también febril, de convertir en poemas nuestras ansias, ayudara a gestar lo que la historia literaria debía reconocer a estas alturas como un giro importante en nuestra lírica, como una mayoría de edad en la manera de pensar el mundo circundante a golpes de poema, en el desfiladero del verso que no admite pensarse a sí mismo como un instrumento, sino como una esencia vital. Como es normal, no todos los nombres persisten en nuestro panorama literario ni todos aquellos esplendores que izamos con vehemencia resisten hoy la prueba del carbono 14; pero, y es lo asombroso, aun es posible hallar la mayoría de esas firmas enfrentando el camino de la madurez poética e, incluso, absorbiendo en su menguado torrente de textos publicados a aquellos que emergieron en la década siguiente, ésta que ya ha finalizado, con sus connotaciones de cierres de siglo y de milenio, como si la eternidad nos asistiera siempre de manera sencilla e inmediata, y en la que, sin embargo, aún no se vislumbra una renovación análoga.

 

Es raro que en las más apasionadas contiendas no existan razones atendibles de una y otra parte. Es por eso que, tras haber indagado con profundidad —como estrategia primero, después como necesidad— en nuestras normas poéticas, quiero ponerme en paz con mi cuota de reproches.

 

1º. Exageramos forzando a destierro un fajo de palabras que remitían demasiado al lenguaje coloquial. Fuimos, como nuestros rivales en las lides del estilo, supersticiosos con aquellos vocablos con los que tanto nos habíamos molestado y, además, los condenamos al duro gobierno del prejuicio.

 

2º. Evadimos no pocos temas que, en el fondo, hubiéramos querido tratar abiertamente, solo por el hecho de que no aparecían lo suficientemente hermosos ante nuestros recursos inmediatos. Cuando  nos decidimos a abordarlos, a toda costa lo hermoseamos, lo convertimos en viva alegoría, demasiado recóndita tal vez.

 

3º. La imagen jerarquizó los concursos de la idea. No se trata de que no hubiera ideas, sino de que ellas debían subordinarse al efecto de la imagen si así lo reclamaba el discurso.

 

4º. Casi de plano, rechazamos la posibilidad de filosofar mediante el poema. El tropo debía decirlo todo, debía contener, allá en su fondo, las deducciones posibles que, desde luego, se salían del poema y  pertenecían a la vida contínua del lector, a su actitud posterior en la que el poema no debía nunca ser un eje utilitario. Filosofar, obviamente, era un asunto serio y útil, ajeno a la pureza en que implantábamos el verso.

 

5º. La gravedad extrema fue la piedra de toque del poema.

 

6º. Fue escaso el sentido del humor. Escribir con humor era un desvío, una mal tolerada digresión.

 

7º. Insistimos, a ultranza, en ser "universales". Nada de circunstancialidades, de conteos inmediatos, de cotidianos sucesos. Cuanto escribíamos, traspasaba las estrechas barreras del simple ciudadano.

 

8º. Adquirimos, así, una especie de miedo a lo cubano mismo, a lo inmediato de nuestra realidad única.

 

Estos rasgos responden, sobre todo, al deseo de negar a los rivales; a estrategias, más que a normas, más que a estilos y maneras. Pero asirlos de lleno puso en juego la propia trascendencia que buscábamos. Por suerte, la vida fue más extensa de lo que nuestra apresurada juventud pudo prever, y hoy son menos agudas las barreras y, como si fuera poco, cada una de las ocho características expuestas en la galería de reproches se antepone a un vicio poético anterior y presenta, por posible negación siquiera, las bases para que estos mismos vicios de los que padecimos no sigan hostigando nuestros próximos cuadernos, nuestras futuras recopilaciones.

Para contrarrestar, quiero convocar tan solo una virtud: hemos creído siempre en la poesía. Este es el requisito sine qua non para que una obra pueda enfrentarse a la feroz batalla de la trascendencia. Las firmas que el otro siglo deberá conservar aún ensayan apareamientos de frases y vocablos, de temas y discursos. Supongo —y me esperanza— que esta diatriba de amor contra mí mismo aflore en tiempo para que los reproches no resulten, después, sino lo que la intuición nos reclamaba al emprender el parricidio poético.

Jorge Ángel Hernández
Originalmente en «Diatriba de amor contra mi generación poética», 
en Umbral, Nº 4, 2001, Columna del Director, pp. 2-3

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