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Censura y control social en la cultura popular
Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

Entre las tristemente famosas acciones de censura de la Inquisición, se halla la de suprimir de la iconografía sacra a personajes populares, de mundo “bajo” y “vulgar”, como bufones, criados, soldados, borrachos y saltimbanquis. La última cena (1573), de Veronese, es un ejemplo que, por remoto que parezca en el tiempo, tiene su reedición continua hasta llegar a lances que se producen —mutatis mutandis— en pleno siglo XXI. En julio de 1573, el pintor debió comparecer ante el tribunal de la Santa Inquisición de Venecia, para explicar su “herejía”. La primera versión de San Mateo y el ángel (1598), de Caravaggio, concibe a San Mateo como un campesino semianalfabeto, de aspecto simple, cuya mano es guiada por el ángel para el acto de la escritura en sí, lo cual fue rechazado por el canon ortodoxo de quienes, a fin de cuentas, sufragaban su empleo, y obligó al pintor a concebir una versión más ajustada a la delimitación de roles y, por relación significacional directa, al valor que la sociedad debiera concederles.

Ambos ejemplos son utilizados por Roman Gubern, en La imagen pornográfica y otras perversiones[1], para desarrollar su tesis acerca de la relación directa y de determinación entre el precepto religioso dominante y su representación icónica. Reproduce allí[2] el interrogatorio al que el patriarca de Venecia sometiera a Veronese, del cual me valdré, aunque añadiéndole algunos destacados en cursiva:

Inquisidor: ¿Qué significa en la Cena del convento de los santos Juan y Pablo aquella figura a la que le mana sangre de la nariz?

Veronese: No es más que un criado que, por algún accidente, le ha venido aquella hemorragia.

Inquisidor: Y aquellos soldados alemanes con alabardas, ¿qué tienen que ver con la Cena?

Veronese: Nosotros, pintores, nos tomamos la licencia que se toman los poetas y los locos, y yo he puesto aquellos alabarderos para dar a entender que el patrón de la casa era hombre rico y grande y podía tener tales servidores.

Inquisidor: Y aquel bufón con el papagayo, ¿por qué lo habéis puesto en la escena?

Veronese: Está para adorno, como es costumbre.

Inquisidor: ¿Quiénes creéis que se encontraban en la Cena?

Veronese: Creo que se encontraban Cristo y los apóstoles; pero si queda espacio en el cuadro, yo lo adorno con figuras de mi invención.

Inquisidor: ¿Es que os han pedido que pintaseis en aquel cuadro soldados alemanes, bufones y otras cosas por el estilo?

Veronese: No, señor. Pero me dejaron libertad de adornar el cuadro como me pareciese, y como era grande y cabían muchas figuras, puse allí las que me gustaban.

Inquisidor: ¿Es que el pintor no debe atenerse a lo que es más conveniente y proporcionado a los asuntos, o puede poner todo lo que le pasa por la cabeza sin discreción?

Veronese: Yo hago mis pinturas teniendo en consideración lo que es más conveniente, según puedo comprender con mi intelecto.

Inquisidor: ¿Pero no sabéis que en Alemania y otros lugares infestados por la herejía acostumbran a vituperar y mofarse de las cosas de la Santa Iglesia Católica a causa de pinturas como éstas y así enseñar malas doctrinas a las gentes idiotas e ignorantes?

Veronese: Si esto es así, habré hecho mal; pero en este caso no he hecho más que repetir lo que han hecho otros mayores.

Inquisidor: ¿Y qué es lo que han hecho estos mayores? ¿Por ventura han hecho nada parecido?

Veronese: Miguel Ángel, de Roma, en la Capilla Sixtina, ha pintado a Nuestro Señor Jesucristo y a su Santísima Madre, San Juan, San Pedro y la corte celestial completamente desnudos y con poca reverencia. [El papa Sixto IV ordenaría al pintor Daniel Ricciarelli cubrir tales figuras desnudas.]

Inquisidor: Pero para el Juicio Final no era necesario estar vestidos, y allí no hay en aquellas figuras más que su aspecto espiritual; no hay bufones, ni soldados, ni otras tonterías. ¿Os parece bien defenderos con aquel u otro ejemplo de liviandad?

Veronese: Señor ilustrísimo, yo quiero defenderme sólo diciendo que pensaba hacerlo bien. Y tanto más que no he meditado de antemano lo que Vuestra Señoría dice, y no creía dar escándalo poniendo bufones en el lugar donde estaba cenando Nuestro Señor.

Los destacados muestran no solo una dicotomía entre la libertad del arte “de adornar”, según la inspiración, y el canon que debe cumplir “lo que es más conveniente y proporcionado”, sino, además, los elementos con los que debe operar el ejercicio de figuración que supedite cualquier función cultural desde lo popular.

Este no es, sin embargo, un procedimiento exclusivo de la Inquisición, o de las instituciones religiosas a través de la historia de la humanidad, sino de la división social del trabajo. De ahí que ni siquiera los artistas que se arriesgan a representarlos se vean libres del prejuicio. Por norma, en los casos censurados institucionalmente, la inclusión de las figuras y elementos de procedencia popular son enfocados desde la perspectiva del observador, como si fuesen muestrarios de los cuales puede entresacarse el elemento necesario, o útil. Y, sobre todo, para que esos muestrarios revelen, aunque sea desde un punto de vista inclusivo, las diferencias limitantes de los personajes representados. La visión íntima, personal, proyectada desde el mismo interior de esos personajes, suele ser arisca al arte y a las representaciones culturales, y se establece solo a través de choques disyuntivos con los estándares que regulan el comportamiento convencional que legitima al individuo.

Como tendencia general, el acto de delimitar la condición de popular en la cultura se apoya en la conceptualización axiológica de lo genérico, aunque sea recorriendo las líneas del estilo o inspeccionando manifestaciones aisladas y sensibles. Y se le representa genéricamente para poder concentrar su amplio entramado en un número reducido de patrones de juicio. Este proceso transita por la instrumentación del sentido y requiere de un ejercicio constante de fortalecimiento de esos estamentos demarcadores del comportamiento que mantienen en equilibrio —aunque bajo dominación— el conjunto de las relaciones sociales y, dentro de ellas, las expresiones culturales. Incluso, el acto de escamotear a las normas de conducta la condición de cultura implica esa tendencia a la escisión forzosa entre un sector popular deficitario y otro capaz cuya capacidad depende de su elitista condición.

El impacto que generó el filme José Martí: El ojo del canario, del realizador cubano Fernando Pérez, en buena medida se debe a la visión que ofrece de un José Martí excepcional en genio y pensamiento, y, al mismo tiempo, común en el comportamiento cotidiano. No sin ese espectro de reminiscencias lo reconocemos aun como el Apóstol y, siguiendo la tradición clásica que relega lo popular al submundo y al ámbito de la infracultura, divinizamos sus actos naturales. Y esto ocurre, no tanto desde una perspectiva religiosa, sino desde otra que se pretende materialista en esencia y que se declara libre de tales coyundas de dominio. Se expresa así, sin pretenderlo acaso, esa dicotomía de subvaloración en la que el pueblo carece de punto de vista propio capaz de reivindicarse por su propia norma antes que por el conjunto de las proyecciones que como exigencia de requisito se le asignan.

Lo popular queda, entonces, condenado a aparecer como un género otro ante el arte, o como un estilo marcado por sus limitaciones, sujetas siempre al estigma de la insuficiencia. En esa perspectiva, se atiende al refranero como a un ente apenas cómico, simpático, gracioso, que no podría jamás equilibrarse al saber reconocido. La espontaneidad sabichosa del guajiro cubano frente a la meditación consciente del letrado humanista. Las relaciones de la cultura popular con el arte y las ciencias se representan, por ello, como expresiones de imitación deficiente, como metas que, aunque posibles, se hallan lejanas y al final de metamorfosis prolongadas.

Debe sumarse a esta lista un estigma que, casi de oficio, se le adjudica a la cultura popular: su connivencia con la vulgaridad.

Se trata de un modo de enunciación que se emite desde una supeditación de entramado clasista y, por consiguiente, de moralidad sectaria. Para ello, entran en acción dos herramientas retóricas preponderantes: la elipsis y la metáfora.

Para “demostrar” las bases de enjuiciamiento que determinan el uso direccionado del sentido, estas figuras necesitan de un rejuego manipulador que condicione la esfera comunicativa. Al emplear la elipsis, se sumerge y, como resultado de esta misma operación, se suprime el universo de connotación humana que en el proletariado vive, y se liquida, de paso, la posible legitimación de su necesidad de cambio. No es, como se ha visto con demasiada necesidad de manipulación esquemática, una especie de espíritu conspirativo humano, sino una respuesta lógica a los estamentos que dividen la sociedad en estratos clasistas. Existe, desde luego, y para prevenir las objeciones lógicas, una clase alta con un miserable nivel cultural, por lo que también es una ingenuidad insulsa asociar aquello que se considera elevado en la cultura con el poder económico, o político, y lo que se considera bajo con los desfavorecidos o, como dijera Fanon, los condenados de la tierra. Pero tanto el inculto adinerado como el poderoso se reconstruyen como ejemplos de éxito y modelos posibles de superación de ese inframundo cultural que deberá superarse para adquirir el carné de miembro de lo cultural.

Téngase en cuenta que lo elíptico depende, para su capacidad figurativa, de que la codificación interpretativa conciba, como establecidos, ciertos patrones específicos, con sentidos concretos, que son los encargados de ocupar el lugar de lo supuesto. Las suposiciones remiten, por tanto, a construcciones sociales mediante las cuales la sociedad se rige, y revelan, además, las denominaciones ideológicas que norman la conducta. De ahí que lo popular se asocie, por elipsis en primer orden, a la vulgaridad. Con ello, se deja claro el precepto de la ineludible civilización de sus costumbres para que se integren a una sociedad en orden. Detrás de la supeditación elíptica de lo popular como deficitario subyace la voluntad de conservación de una sociedad escalonadamente dividida.

En lo relativo a la metáfora, la discriminación de lo popular en la cultura depende también del propio proceso de figuración. Toda metáfora pone en relación términos que la lengua considera en universos significacionales diferentes, con frecuencia antagónicos. Así, la deficitaria metaforización de lo popular se realiza a través de su propia representación icónica, haciendo en el proceso de la masa un individuo —con las señas particulares necesarias—, y del individuo, un estereotipo.

Pero en verdad, y a nuestro juicio, las relaciones entre lo popular y lo culto en los procesos productivos y las condiciones socioculturales en que ambos se forman, son de reordenamiento creativo, de interrelación dialéctica. Es por eso que, efectivamente, el arte popular se forma al margen de la producción artística estandarizada y esta lo considera, en principio, como un espurio sucedáneo, o como un residual, privado de capacidades creativas. Poco después, en la consecución histórica, las manifestaciones populares van a ser saqueadas o, cuando menos, serán objeto de apropiación por aquellos que las calificaron de incompletas, y van a pasar a engrosar la lista de renovaciones de la historia del arte y de las ciencias. De ese modo, dialécticamente cíclico, sustentarán los valores intrínsecos que impulsan los disímiles hechos del proceso cultural.

En tal perspectiva, la apropiación que los sectores populares hacen de la herencia cultural se considera imitación no creativa, en tanto, similar proceso de apropiación llevado a cabo por los sectores culturales que se han visto como por encima de lo popular se valida como creación auténtica, como originalidad. Esto ocurre precisamente a partir de que, técnicamente, ese arte popular y esas manifestaciones de su cultura muestran una carencia que es índice de una demanda de relación directa y de intercambio recíproco entre los géneros artísticos —sus valores— y las producciones y el consumo del arte popular.

Se trata, pues, de una contradicción viciada por los propios valores sobre los cuales la cultura pretende estratificar sus elementos de dominio: supresión (elíptica) y reinvención deficitaria (metafórica). Ello nos deja, sin embargo, una inquietante pregunta: ¿Cómo es posible que las masas alienadas, con formas de consumo focalizadas en sistemas inmediatos, de baja creatividad y espuria condición de estilo, modelen la perdurabilidad de los valores en los sistemas simbólicos a través del tiempo histórico, mientras que las esferas científicas, desarrolladas, blindadas académicamente, producen formas efímeras, duraderas apenas en el ámbito de sus propias herencias académicas?

Notas:
[1] - Román Gubern: La imagen pornográfica y otras perversiones, Anagrama, Barcelona, 2005.
[2] - Ídem, pp. 77-78.

Jorge Ángel Hernández
jorgeangelhdez@gmail.com

Publicado, originalmente, en Cuba Literaria http://www.cubaliteraria.cu/ - 21 de diciembre de 2012

http://www.cubaliteraria.cu/articuloc.php?idarticulo=15523&idcolumna=29

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