Pedro Páramo y Artemio Cruz:

dos personajes de la Revolución Mexicana

Ensayo de Ana María Hernández de López

Mississippi State University

Nos hemos rebelado contra el gobierno y contra ustedes porque ya estamos aburridos de soportarlos. Al gobierno por rastrero y a ustedes porque no son más que unos móndrigos bandidos y mantecosos ladrones. Y del señor gobierno ya no digo nada porque le vamos a decir a balazos lo que le tenemos que decir.

Con estas palabras se dirigió a Pedro Páramo el cabecilla de un grupo de guerrilleros del ejército de Pancho Villa. Pedro Páramo en seguida le pregunta: “¿Cuánto necesitan para hacer su revolución? Tal vez yo pueda ayudarlos”[1].

No difiere mucho el siguiente párrafo de la obra de Fuentes, en donde Artemio escucha también la protesta de los peones que labran sus tierras cuando el protagonista todavía no ha llegado al poder absoluto: “El señor gobierno no se ocupa de nosotros, señor Artemio, por eso venimos a pedirle que usted nos dé una mano”.

Y Artemio les promete en seguida su ayuda: “Para eso estoy muchachos. Tendrán su camino vecinal... pero con una condición: que ya no lleven sus cosechas al molino de don Cástulo Pizarro. ¿No ven que ese viejo se niega a repartir ni un cacho de tierra? Traigan todo a mi molino y déjenme a mí colocar las cosechas en el mercado”[2].

Es interesante resaltar cómo al principio los dos protagonistas dialogan con los rebeldes e incluso los sientan a su mesa tratando de sacar partido:

Pardeando la tarde aparecieron los hombres. Venían encarabinados y terciados de carrilleras. Eran cerca de veinte. Pedro Páramo los invitó a cenar. Y ellos sin quitarse el sombrero se acomodaron a la mesa y esperaron callados. Sólo se les oyó sorber el chocolate cuando les trajeron el chocolate, y masticar tortilla tras tortilla cuando les arrimaron los frijoles (Pedro Páramo, p. 100).

De la misma forma Artemio Cruz “sentó a la mesa a esos hombres, capataces de las tierras, peones de mirada brillante, gente que desconocía las buenas maneras... Convirtió aquella casa en un establo de gañanes que le hablaban de cosas incomprensibles, tediosas, sin gracia” (La muerte de Artemio Cruz, p. 104).

A pesar de estas muestras de confianza ninguno de ellos se fía. Cuando Artemio se da cuenta de que los rebeldes tienen miedo por el poderío de don Cástulo, ordena a uno de sus criados: “Ventura: repárteles sus rifles a los muchachos para que aprendan a defenderse” (La muerte de Artemio Cruz, p. 95). Este ricachón en ciernes es el primero que alienta a los alzados, que no tardaron mucho en usar esos mismos rifles contra él en cuanto se declara sucesor de don Gamaliel Bemal, cuyo cacicazgo hereda al casarse con Catalina, su hija.

Pedro Páramo también ordena a Damasio, el peón de confianza, que espíe entre “un pelotón de pelones, que resultó ser todo un ejército” villista: “Ya te he dicho que hay que estar con el que vaya ganando ... Y éste no es un consejo ni mucho menos, pero ¿no se te ha ocurrido asaltar Contla? ¿Para qué crees que andas en la Revolución? Si vas a pedir limosna estás atrasado. Valía más que mejor te fueras con tu mujer a cuidar gallinas” (La muerte de Artemio Cruz, pp. 111-112).

La Revolución Mexicana de 1910 que se prolongó por muchos años, fue un campo fértil para que los novelistas más destacados de México situaran o sitúen el escenario de sus narrativas.

Juan Rulfo en su colección de cuentos El llano en llamas, de 1953, y sobre todo, en su novela Pedro Páramo, de 1955, y Carlos Fuentes en varias de sus obras (aquí nos vamos a referir a La muerte de Artemio Cruz de 1962) colocan a sus protagonistas anclados en la época revolucionaria, y hacen ver a los lectores que estos personajes, Pedro Páramo y Artemio Cruz, en concreto, son justamente el fruto de una época, el fruto de un periodo zarandeado por luchas internas, en el que cada generación tiene que aniquilar a los antiguos poseedores y sustituirlos por nuevos amos, tan rapaces y ambiciosos como los anteriores.

Juan Rulfo sufrió en carne propia los trágicos efectos de este periodo. Siendo todavía niño vio la muerte de su padre a manos de uno de los peones de su hacienda: “A mi abuelo lo colgaron de los dedos gordos y los perdió”, dice Rulfo, y durante la guerra de los cristeros, sólo unos años después, murieron varios tíos camales como consecuencia de estas revueltas. Casi de inmediato falleció su madre abrumada ante tanta desgracia. No es, pues, nada extraño que Rulfo presente en su obra tantos tipos de muertes y de muertos en relación direcita con una época abatida en todos los aspectos por las revoluciones. Afirma Ruffmelli: “El proceso creativo ha producido en Rulfo la literatura que conocemos, pero su raíz, su origen, esta allí, en el pueblo nativo”[3]. Pedro Páramo, ese “rencor vivo”, ejemplifica con su vida y su muerte la tesis que trataremos de probar.

En cuanto al personaje de Fuentes, Artemio Cruz, comienza su aventura como teniente de la revolución en lucha con los federales reorganizados por Obregón. Es un mestizo bastardo que va a la revolución por egoísmo, se acerca al caudillo más poderoso, cuyo éxito le permite a él coronarse con los laureles de la victoria. Se casa con la hija del cacique oligarca de la localidad y se impone a éste para apoderarse de sus propiedades; se alia con los capitalistas extranjeros, y más tarde forma parte de la oligarquía que gobierna el país en nombre de la Revolución. Su muerte simboliza el término de la contienda; de ahí que Artemio Cruz represente todo el proceso revolucionario mexicano, como intentaremos mostrar.

Con anterioridad al estallido de la revolución, la expropiación de tierras de las comunidades para construir ferrocarriles fue el germen del levantamiento de los campesinos que en lugar de labrar sus propias fincas pasaron a ser obreros de la construcción. Los campesinos sintieron con el despojo de sus tierras

una destrucción de sus vidas, de sus relaciones entre sí y con la naturaleza, de sus ritmos vitales, de sus tradiciones. Era una potencia inhumana y hostil que penetraba arrasando, sometiendo, destruyendo cuanto les era querido y constituía su identidad social. Y esa potencia se materializaba, además, en el ejército federal, ese monstruo que mediante la leva se construía con la propia sangre campesina[4].

No eran vanas las advertencias de la novela, como “tenga cuidado con los federales, que andan tronando a todo el que le da ayuda a los alzados” (La muerte de Artemio Cruz, p. 65). Uno de los personajes de Fuentes, el teniente Aparicio, al frente de un grupo de rebeldes arenga a su propia gente en contra de los federales:

¡Que sepan bien contra quién peleamos! Obligan a hombres del pueblo a matar a sus hermanos. Vean bien. Así mataron a la tribu yaqui porque no quiso que le arrebataran sus tieiTas. Igual mataron a los trabajadores de Rio Blanco y Cananea, porque no querían morirse de hambre. Asi matarán a todos si no les partimos la madre (La muerte de Artemio Cruz, p. 81).

Por otra parte, los federales porfirianos tratan de incorporarse en la forma que sea. No quieren que se filtre una sola línea sobre la represión de la policía contra los alborotadores; y cuando un oficial asegura que se van a enterar porque “hay un muerto” y la hoja de los trabajadores publicará en seguida la noticia, el “señor” le contesta sin rodeos: “¿Y en qué está pensando? ¿No le pago yo para pensar? Avise a la Procuraduría para que cierren esa imprenta” (p. 87). Es el abuso de los que se creen en el poder sin la menor idea de los derechos de los otros.

Artemio, oligarca del gobierno, que recordaba los nombres de todos, sus quiebras fraudulentas, las devaluaciones monetarias, que adivinaba cualquier cosa mirando a los ojos, o por los movimientos de los hombros o de los labios, se permitía el lujo de decirles lo que pensaba. Refiriéndose a Juan Felipe Couto, un amigote, no tuvo inconveniente en afirmar:

Obtuvo con mi ayuda la concesión para construir esa carretera en Sonora. Incluso le ayudé para que le aprobaran un presupuesto como tres veces superior al costo real de la obra, en la inteligencia de que la carretera pasaría por los distritos de riego que les compré a los ejidatarios. Acabo de informarme de que el lángara también compró sus tierritas por aquel rumbo y piensa desviar el trazo de la carretera para que pase por sus propiedades (La muerte de Artemio Cruz, pp. 87-88).

Y recurre a la calumnia y a la traición: “¡Pero qué cerdo! Tan decente que parece” (La muerte de Artemio Cruz, p. 88). Dirigiéndose a una de sus periodistas pagadas le dice: “Ya sabes: metes unos cuantos chismes en tu columna hablando del inminente divorcio de nuestro prohombre... muy suavecito, no más para que se nos asuste. Además tenemos unas fotos de Couto en un cabaret con una güerota que de plano no es Madame Couto” (La muerte de Artemio Cruz, p. 88).

En palabras de Trotsky, la historia de las revoluciones es, por encima de todo, la historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios destinos.

En la Revolución Mexicana los terratenientes y el Estado trabajaban a una, formaban una sola entidad; la oposición estaba compuesta por el pueblo bajo: los campesinos y los indios. Avanzando la Revolución, a estos últimos se unió el clero, dando lugar a las guerras de religión que tantos estragos causaron. Es evidente, pues, que el principal ingrediente de esta revolución fuera también la violencia. El pueblo mexicano se rebela contra la estructura del Estado en manos de los grandes hacendados; es el pueblo, sobre todo la masa campesina, la que se levanta, como decimos, pidiendo la tierra.

Al comienzo de Pedro Páramo tenemos ya un efecto de la Revolución Mexicana que tantos padres se llevó por delante y que, por otra parte, dio lugar a tantos hijos abandonados. La primera frase, “vine a Cómala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, está pronunciada por un personaje huérfano, al menos un hijo que no vive con su padre: Juan Preciado, un hijo del arroyo, que en lugar de apellidarse Páramo, lleva el apellido de su madre, Dolores Preciado.

Artemio Cruz es también el hijo de la calle llegado al mundo en el antro de una mulata.

La temática del padre impregna las dos narrativas. En Rulfo esta idea está dada por el hijo que busca a su padre, y cuando éste indaga sobre su padre por primera vez en un camino, le responde otro hijo ilegítimo de Pedro Páramo, porque aquel latifundio de la Media Luna está regado por los hijos del cacique: “El caso es que nuestras madres nos parieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo” (p. 35), dice Abundio Martínez a su hermano Juan a poco de comenzar la novela. En La muerte de Artemio Cruz el protagonista y otros personajes giran en tomo a su progenitor, ya sea con normalidad o escondidos de su vista como el propio Artemio. En esta obra encontramos un paralelo evidentísimo con una de las escenas más crudas de Gringo viejo, otra novela del autor mexicano. El origen del coronel Artemio Cruz y el del general Tomás Arroyo son idénticos. Su nacimiento, su vida desde los primeros años, tienen cantidad de puntos en común. Para usar las palabras de Carlos Fuentes, los dos son hijos de la chingada[5].

La historia mexicana del momento abunda en detalles sobre la vida del caciquismo en los campos. Para el cacique no hay ninguna limitación, abusa de los inferiores a su antojo sin que nadie se atreva a chistar. El padre de Artemio Cruz es un terrateniente, don Atanasio Menchaca, que regó la hacienda de hijos sin apellido verdadero, y así el protagonista de esta novela fue bautizado por los mulatos con uno de los nombres de la que le trajo al mundo “Isabel Cruz o Cruz Isabel, la madre que fue corrida a palos por Atanasio: la primera mujer del lugar que le dio un hijo” (La muerte de Artemio Cruz, p. 306). Desde su nacimiento vivió con Lunero, el hermano de su madre, en un establo, no lejos de la casa grande de los Menchaca pero sin tener acceso a ella jamás. Tomás Arroyo vino al mundo y vivió también en los cuartos de servicio con su madre, “una criada abusada”, a pocos pasos de la mansión de los Miranda, cuyo apellido le pertenecía[6]. Ambos son los hijos de la injusticia y como tal se rebelan después. Para ellos lo que vale es el abuso, la grosería, el avasallamiento, la traición. Cobran venganza en sus progenitores pero también tratan sin piedad de borrar sus orígenes. Artemio le dice a su esposa: “Sí, estoy vivo y a tu lado, aquí, porque dejé que otros murieran por mí. Te puedo hablar de los que murieron porque yo me lavé las manos y me encogí de hombros” (La muerte de Artemio Cruz, p. 114). Pedro Páramo se venga de su pueblo dejando los campos baldíos cuando a la muerte de Susana San Juan, la única mujer a quien quiso de verdad, organizan festejos sin respetar su dolor: “Me cruzaré de brazos y Cómala se morirá de hambre” (Pedro Páramo, p. 121). Y no mucho después el pueblo termina por desaparecer porque cuando a él mismo “le faltaba poco para morir vinieron las guerras esas de los cristeros y la tropa echó rialada con los pocos hombres que quedaban” (Pedro Páramo, p. 85).

Los dos son personajes sin entrañas, se dejan odiar por la familia y por quienes los conocen.

Carlos Fuentes señala a Pedro Páramo como “héroe del maquiavelismo patrimonial del Nuevo Mundo, señor de horca y cuchillo, amo de vidas y haciendas, dueño de una voluntad que impera sobre la fortuna de los demás y apropia para su patrimonio privado todo cuanto pertenece al patrimonio público”[7].

Para Monsiváis, Pedro Páramo “muestra los procesos de injusticia y despojo, las maneras en que la posesión de tierras y dinero se traduce en soberanía sobre vidas y honras”.[8]

No hay duda de que a Pedro Páramo le huían todos. Hasta Gerardo, el que llevaba sus cuentas, se presenta una tarde con esta sorpresa: “Me voy don Pedro. A Sayula. Allí volveré a establecerme”, y el cacique le contesta: “Ustedes los abogados tienen esa ventaja; pueden llevarse su patrimonio a todas partes, mientras no les rompan el hocico” (Pedrg Páramo, p. 106).

La vida del cacique termina con el parricidio de Abundio Martínez, quien al no conseguir de su padre, ni siquiera prestado, lo que necesitaba para enterrar a su mujer, comete el asesinato.

Artemio Cruz evoca su desgracia a lo largo de toda su vida. Este personaje tiene un periodo álgido marcado por su auge y su progreso tanto en el terreno económico como en el político-social, pero simultáneamente con este ascender está la contrapartida de su retroceso. Cruz va perdiendo los valores morales a medida que aumenta su deseo exaltado de poderío y de dinero, que lo lleva a la corrupción y a la ruina.

Se ha dicho que esta novela es una obra de denuncia y traición.[9] En mi opinión no se puede dudar de esa evidencia. Vemos la denuncia en el pensamiento del escritor traducido en sus palabras; vemos la traición en el comportamiento del protagonista. Artemio actúa en la obra como un rechazo de lo que él tuvo que ser sin quererlo, sin saberlo siquiera, y mediante ese rechazo va tratando a todo el que le rodea. A Artemio lo odia su mujer desde que lo conoce, lo odia su hija, y lo odian quienes lo tratan, aunque tengan que disimular.

Es interesante señalar el paralelo de La muerte de Artemio Cruz con la Revolución Mexicana: "Desde ese presente que vive el país en las obras iniciales de Fuentes, el escritor sondea la historia porfiriana, revolucionaria y posrevolucionaria” que está comprendida en la novela que nos ocupa[10].

Hay doce apartados en la novela, encabezados solamente con una fecha que corresponde a los meses del año sin orden cronológico. En el de fecha más remota, 18 de enero de 1903, que aparece casi al final de la novela, Carlos Fuentes señala a la abuela de Artemio Cruz recordando otros tiempos,

los de su niñez antes de casarse con el teniente Ireneo Menchaca y sumarse a la vida y fortuna del general Antonio López de Santa Anna y obtener de su venia las ricas tierras junto al río [...] Eran los dias gloriosos de México, cuando los Menchaca dejaron la hacienda en manos del hijo mayor, Atanasio [...] y subieron al altiplano a brillar en la corte ficticia de Su Alteza Serenísima. Cómo iba a vivir el general Santa Anna sin su viejo compañero Menchaca —coronel ahora— que sabia de gallos y palenques y podía pasarse la noche bebiendo y recordando [...] incluso las derrotas frente al ejército invasor yanqui (La muerte de Artemio Cruz, pp. 290-291).

La repetición de la historia con saltos en el tiempo es clarísima. Son los días de Antonio López de Santa Anna que había llegado a la presidencia por primera vez y se retiró a sus plantaciones de Jalapa, dejando el gobierno en las manos de su vicepresidente Valentín Gómez Farías, veinte años antes de que México perdiera gran parte de su territorio en la guerra con los Estados Unidos, en 1854.

La parte de Gómez Farías la representa Menchaca en la ficción, la de López de Santa Anna se repite.

El apartado siguiente, cronológicamente, es el tercero de la novela y corresponde al 4 de diciembre de 1913. La revolución está en uno de sus periodos más álgidos. Un grupo de rebeldes en lucha contra los federales,

venían cansados desde Sonora y merecían un asueto [...] Por cuanto pueblo pasaba el general averiguaba las condiciones de trabajo y expedía decretos reduciendo la jomada a ocho horas y repartiendo las tierras entre los campesinos [...] era mejor que le quitaran en seguida el dinero a los ricos que quedaban en cada pueblo y esperaran a que triunfara la revolución para legalizar lo de las tierras y lo de la jomada de ocho horas. Ahora había que llegar a México y correr de la presidencia al borracho Huerta, el asesino de don Panchito Madero (La muerte de Artemio Cruz, p. 70).

Efectivamente, el 19 de febrero de 1913 tuvo lugar un golpe de Estado que terminó con la presidencia de Francisco I. Madero, en la conocida Decena Trágica, cuando el presidente fue hecho prisionero. Victoriano Huerta se alzó con el poder de los Estados Unidos Mexicanos el 20 de febrero, y el 22, cuando Madero era trasladado desde el Palacio Nacional a la Penitenciaría se hizo creer que había sido asaltada la escolta en el trayecto, resultando muerto Madero.

Al conocerse los acontecimientos en el estado de Sonora, deciden vengar la traición de Victoriano Huerta, sucesos que conociendo la historia es fácil identificar. Fuentes se fija en diciembre de 1913, cuando Huerta celebró su fiesta onomástica con gran pompa.

En el siguiente apartado, séptimo del libro, tenemos un sangriento encuentro entre los hombres de Villa y los de Carranza, el 22 de octubre de 1915. Artemio y el yaqui Tobías caen prisioneros del coronel villista Zagal. Éste después de grandes torturas los interna en la prisión de Perales. Zagal ofrece la libertad a Artemio si le revela los planes de los que los persiguen: “Estamos cansados —le dice—son muchos años de pelear desde que nos levantamos contra don Porfirio. Luego peleamos con Madero, luego contra los colorados de Orozco, luego contra los pelones de Huerta, luego contra ustedes los carranclanes de Carranza” (La muerte de Artemio Cruz, pp. 184-185).

Este pasaje alude a una de las grandes derrotas de la División del Norte. Pensamos que el coronel Zagal representa en la novela al general Rodolfo Fierro. Ambos mueren en octubre de 1915 peleando al lado de Pancho Villa contra las tropas de Venustiano Carranza.

La continuación de este capítulo, séptimo de la novela, puede encontrarse retrocediendo al segundo, 20 de mayo de 1919, donde los villistas son dispersados por el presidente Carranza.

Vamos a terminar con el capítulo quinto, que corresponde al 23 de noviembre de 1927. Este apartado de trece páginas evidencia la más exacta realidad vivida en México en noviembre de 1927, cuando el atentado al candidato a la presidencia, Alvaro Obregón, que había gobernado al país con anterioridad, desde diciembre de 1920 hasta diciembre de 1924. En 1927 la guerra de los cristeros está en pleno apogeo. Se dio un decreto cerrando las iglesias al culto, y el clero unido a los revolucionarios combatió contra el gobierno a la voz de “¡Viva Cristo Rey!”. Una religiosa, la madre Concepción Acevedo, se distinguió por su ayuda a los rebeldes. Es la época del presidente Plutarco Elias Calles. Un párrafo de la novela, entre otros muchos alusivos, dice refiriéndose al protagonista que

le compró el periódico a un voceador y trató de leerlo mientras manejaba, pero sólo pudo echar un vistazo a los encabezados que hablaban del fusilamiento de los que atentaron contra la vida del otro caudillo, el candidato. Él lo recordó en los grandes momentos, en la campaña contra Villa, en la presidencia, cuando todos le juraron lealtad y miró esa foto del Padre Pro, con los brazos abiertos, recibiendo la descarga (La muerte de Artemio Cria, p. 136).

Efectivamente, los autores del atentado a Obregón, convictos y confesos, fueron ajusticiados, fusilándolos en el patio de la Inspección de Policía; entre los ajusticiados estaba el presbítero Miguel Agustín Pro Juárez. El asesinato de Obregón se llevo a efecto en julio siguiente durante un banquete.

El título de las dos novelas indica terminación, aniquilamiento. En la de Fuentes con la palabra “muerte” todo ha concluido, Artemio ha dejado de existir. En la de Rulfo, Pedro es piedra y Páramo es algo seco, sin vegetación, baldío, sin vida. Los dos títulos significan entonces algo que termina también o que debe terminar: la guerra entre hermanos, el abuso de los terratenientes que es también el abuso del poder, y la violencia de los otros, todo ello germen compuesto de la Revolución Mexicana.

Notas:

[1]  Juan Rulfo, Pedro Páramo (1955), México, fce, 1977, p. 101. Las citas de esta edición aparecerán en el texto entre paréntesis.

 

[2] Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz (1962), Madrid, fce, 1983, p. 95. Igualmente, las citas de esta edición se pondrán entre paréntesis en el texto.

 

[3] Jorge Ruffinelli, El lugar de Rulfo y otros ensayos, México, Universidad Veracruzana, 1980, p. 12.

 

[4] Adolfo Gilly et al., Interpretaciones de la Revolución Mexicana, México, Nueva Imagen, 1980, p. 25.

 

[5]  Me refiero a que las dos mujeres fueron objeto de abuso, no que merezcan ser llamadas por ese nombre.

 

[6] Véase mi artículo “Gringo viejo y la Revolución Mexicana”, en Ana María Hernández de López, eda., Interpretaciones a la obra de Carlos Fuentes: un gigante de las letras hispanoamericanas, Madrid, Beramar, 1989.

 

[7] Carlos Fuentes, Inframundo, el México de Juan Rulfo, México, Ediciones del Norte, 1983, p. 13.

 

[8] Carlos Monsiváis, “Sí, tampoco los muertos retoman, desgraciadamente”, en Inframundo, el México de Juan Rulfo, p. 31.

 

[9] María Stoopen, La muerte de Artemio Cruz: una novela de denuncia y traición, México, unam, 1982.

 

[10] Georgina García Gutiérrez, Los disfraces: la obra mestiza de Carlos Fuentes, México, El Colegio de México, 1981, p. 169.

 

Ensayo de Ana María Hernández de López

Mississippi State University
 

Publicado, originalmente, en: Cuadernos Americanos Nueva Época 1999 AÑO XIII, NÚMERO 77, Septiembre-Octubre de 1999

Cuadernos Americanos es editado por la Universidad Nacional Autónoma de México / Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe
Link del texto: http://www.cialc.unam.mx/ca/ne/NE-77.pdf

 

Ver, además:

 

Carlos Fuentes en Letras Uruguay

 

Juan Rulfo en Letras Uruguay

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Ir a índice de ensayo

Ir a índice de Ana María Hernández de López

Ir a página inicio

Ir a índice de autores