Juan Rulfo y el reino de los muertos por Alberto Henríquez |
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Múltiples son tanto los nombres de Dios como los de su creación. Es el caso concreto de los infiernos (no siempre considerados lugar de castigo), o reino de los muertos. En efecto, se ha hablado del Hades, del Tártaro, de los infiernos[1], del infierno para no citar sino algunos nombres. En cuanto a la ubicación, hay dos concepciones generalizadas: a) un reino subterráneo: el Antiguo Testamento habla de “un profundo abismo” (Isaías XIV 9-15), en la Odisea el alma de Elpénor “descendió al Hades” (canto X); Eneas y Sibyla llegan a los infiernos a través de una profunda caverna (Eneida, canto VI); Dante nos habla de un abismo cónico producido por la caída de Lucifer (Com. XXXIV, 121); b) un país de los muertos situado sobre la tierra, para decirlo con palabras de Mircea Eliade[2]: dentro de esta concepción está el infierno de los primitivos habitantes de México, está también ese reino indeciso al que llega Odiseo en el canto XI, entre tantos otros casos. Como quiera que se llame, y cualquiera sea el sitio donde esté ubicado, es el reino de los muertos el lugar al que la humanidad vuelve reiteradamente como pueden demostrarlo creaciones literarias de todos los tiempos. En la actualidad, citaremos como ejemplo el caso de Claudel[3] y nos detendremos en Juan Rulfo. Rulfo publica en 1953 un volumen de cuentos El llano en llamas y en 1955 una ficción larga, Pedro Páramo. Por esta época ya hace algún tiempo que la narrativa americana anda por caminos nuevos, bastante alejados de la novela de la tierra y de sus clásicos cánones. Hay dos hechos salientes que van a caracterizar el cambio: un nuevo enfoque de los contenidos y una manera diferente de revelarlos. Sorprende desde un comienzo la estructura de Pedro Páramo[4] pero al observar la materia narrativa que la compone nos damos cuenta de que ella necesitó, por su naturaleza, determinada carnadura para corporizarse. Los grandes problemas últimos del hombre tiempo, espacio, muerte, ultratumba - constituyen el sostén óseo y medular de la novela: hay una múltiple perspectiva del tiempo: la más evidente es la que lo enfoca desde la esfera de los muertos: tiempo sin límites, tentacular, que se enrosca perpetuamente sobre sí mismo, estancado en un presente interminable en donde se aglutina el ayer y desde el cual el alma evoca y ve girar la eternidad. Este tiempo se agiliza y corre cuando la narración nos ubica en la perspectiva de los vivos aunque su desenvolvimiento tampoco es el tradicional porque aún en él hay una constante integración del pasado con el presente mediante diversos recursos formales: a) El cambio de emisor que se produce, a veces, sin solución de continuidad: en la primera parte de la novela es Juan Preciado quien narra, en primera persona (“Vine a Cómala...”). Posteriormente se advertirá que su relato estaba dirigido a Dorotea, en la ultratumba. Y será Dorotea quien complete la versión de los hechos después de la muerte de Juan. Pero sobre ambas emisiones se acoplan otras, circunstancias —el relato que Eduviges hace de la muerte de Pedro Páramo, por ejemplo - más la versión del narrador omnisciente, que alterna con la de Juan hasta su muerte. b) La yuxtaposición de diálogos que mantiene Juan con diferentes personajes del pueblo: Abundio, Dorotea, Eduviges, los hermanos incestuosos, etc., cuyas vidas no se corresponden cronológicamente: a la llegada de Juan a Cómala, Abundio ya está muerto, como lo está Pedro Páramo, como lo está Eduviges Dyada; en cambio Dorotea, Donis, su mujer y la hermana de ésta están vivos. c) El monólogo interior directo: citemos sólo el del padre Rentería en el funeral de Miguel Páramo: “Hay esperanza para nosotros, contra nuestro pesar. Pero no para ti, Miguel Páramo, que has muerto sin perdón y no alcanzarás ninguna gracia”. d) El salto constante desde un tiempo cero —a veces difícil de ubicar - hacia atrás y hacia adelante, sin que se trate, por otra parte, de estratos fijos, porque a su vez, ese pasado y ese futuro tienen una serie de eslabones que ponen distancia entre un momento y otro.
e) El persistente manejo de la elipsis[5] f) El uso de fórmulas y motivos reiterados para indicar el cambio de mundo: a modo de ejemplo citemos el tema del agua que nos conduce siempre al ámbito de Pedro Páramo[7]. Se ha hablado de novela de evocación y de delirios; ambos conceptos son valederos pero para que alcancen cabal sentido es necesario aclarar algunos puntos: ¿desde dónde se hace la evocación? El autor encuentra en el trasmundo el escenario adecuado para el desarrollo de los sucesos que va a presentar, y como en ese escenario las coordenadas espacio-tiempo cambian, la tabla para evaluarlo ha de ser otra y las leyes a que se ajusten los juicios que nos merezca, también. ¿Cuándo empieza a evocar Juan Preciado? ¿A qué distancia de su llegada a Cómala? ¿A qué distancia de su propia muerte? ¿A qué distancia de la muerte de Pedro Páramo? No todas estas preguntas pueden responderse con exactitud porque estamos moviéndonos en otra dimensión, en el trasmundo, donde el tiempo no corre; además, los que evocan, los muertos, no siempre están conectados entre sí, como no lo están con el mundo de los vivos, de ahí el fragmentarismo y las esporas que rompen cualquier sucesión cronológica en el relato. Parte de este concepto de la muerte se asienta en la tradición que establece que aquellos que murieron en pecado están condenados a deambular sin paz, eternamente; pero hay otros elementos para tener en cuenta: los muertos de la novela no siempre tienen conciencia de su estado: Eduviges Dyada le dice a Juan Preciado a propósito de Dolores: “Pobre de ella. Se ha de haber sentido abandonada. Nos hicimos la promesa de morir juntas. De irnos las dos para darnos ánimo la una a la otra en el otro viaje ¿de modo que me lleva ventaja, no? Pero ten la seguridad de que la alcanzaré. Sólo yo entiendo lo lejos que está el cielo de nosotros; pero conozco cómo acortar las veredas. Todo consiste en morir”. Pero Eduviges está muerta y no lo sabe. Nos enteramos de esto por Damiana Cisneros que, probablemente, murió después, y quien afirma: “Pobre Eduviges. Debe de andar penando todavía”. Y Damiana comenta la soledad del pueblo mientras lo cruza, acompañando a Juan Preciado. Además le cuenta cómo se le apareció su hermana Sixtina: “muerta cuando yo tenía doce años. Y mírala ahora, todavía vagando por este mundo. Así que no te asustes si oyes más ecos vivientes”. Damiana desaparece de pronto porque, a su vez, está muerta. Aunque antes ha dicho algo muy significativo: “Y lo peor de todo es cuando oyes platicar a la gente como si las voces salieran de alguna hendidura y, sin embargo, tan claras que las reconoces”. Abrir el libro es entrar en el reino de la muerte: Cómala es un pueblo seco, desolado, habitado por sombras y en el que sólo se oyen ecos y murmullos de fantasmas. No hay que olvidar que Rulfo es originario del Sur de Jalisco, tierra árida, austera, castigada por la erosión, despoblada por las revoluciones y la sequía, que ha reflejado en sus habitantes las mismas características que la signan. Por otra parte, estos fueron pueblos prósperos que luego murieron, igual que Cómala. Rulfo se refiere a estos hechos: “Casi todo el mundo ha emigrado. Los que se han quedado atrás lo han hecho para no dejar a sus muertos. Los antepasados son algo que los liga al lugar, al pueblo. Ellos no quieren abandonar a sus muertos. A veces, cuando se van, cargan con ellos. Llevan sus muertos a cuestas. Y hasta cuando los abandonan, de alguna manera siguen acarreándolos”[8]. Es este “acarreo” lo que testimonia la novela que nos ocupa, como ya lo hizo su antecedente directo, “Luvina”. La voz de Juan Preciado empieza de pronto a despertar voces y murmullos que van creciendo espontáneamente, como hongos, sin que se alcance a advertir de dónde salen y que van sumándose hasta formar un concierto que en más de una oportunidad amenaza convertirse en pandemónium. Los personajes, durante largo rato, más que tales son solamente voces; voces que irán configurando un carácter y que, como en los sueños, no alcanzan —aunque en este caso no interesa que lo hagan— a dibujar un cuerpo. El clima de nostalgia que impregna la novela, suma su tono a la nota constante de muerte; está logrado con diferentes elementos entre los que sobresalen: a) la añoranza de Dolores Preciado (que nunca regresó a Cómala) que intercala, de tanto en tanto, sus cuadros claros en el ajedreceado juego de la trama; b) el amor, el deseo, la frustración y las reminiscencias de Pedro Páramo; c) el hecho de que la novela esté construida en base a evocaciones de ultratumba. Hay dos puntos fundamentales en el libro que nos ocupa: la estructura y el manejo del lenguaje. Estructura: dos líneas verticales —Pedro Páramo y Susana San Juan— y una horizontal —Juan Preciado— se abren paso entre los meandros de la narración y constituyen el sostén estructural. La sombra de Pedro Páramo se extiende a lo largo de toda la novela; trazada casi totalmente con rasgos gruesos, está muy cerca, a veces, de la caricatura aunque no alcanza a caer en ella. El método que utiliza Rulfo nos permite verlo a través de diferentes objetivos o sea a través del ángulo vital de distintos personajes quienes van componiéndolo y agregando diversos matices a su personalidad; el cuadro se completa con los aportes del narrador omnisciente y con el monólogo interior del propio Páramo que nos da acceso a los planos más profundos de su conciencia. Un estímulo exterior, la lluvia, despierta imágenes desplegadas en la memoria y las funde a un solo nivel, intemporal, que a manera de vitral profundo conjuga las figuras de Pedro Páramo niño, jugando con Susana San Juan, la muerte de su padre, la muerte de Susana. Paralela a Pedro Páramo e iluminándolo, surge como una irradiación Susana San Juan, “una mujer que no era de este mundo”. Su imagen primera aparece proyectada en la conciencia de Pedro Páramo como en un espejo lleno de biseles, ocupando la totalidad de su campo: “Pensaba en ti, Susana”. Ella es una nota constante y obsesiva que suena en tres tonos: a) claro y alegre, el de la infancia: las primeras impresiones son de luminosidad y muestran un ser etéreo y traslúcido, semi-difuso e inasible. Como en una serie fotográfica experimental van apareciendo algunos rasgos físicos: “unas manos suaves”; “tus labios estaban mojados como si los hubiera besado el rocío”; “tus ojos de aguamarina”. Lingüísticamente ¿cuál es el factor responsable de este efecto de luminosa transparencia? Observemos los sustantivos (rocío), algunos símiles (de agua marina), pero observemos, sobre todo, que el compromiso emocional, subjetivo, corre por cuenta de la adjetivación: oculto detrás de ella está el reflector que ilumina el retrato: calificativos de palabra, o de frase, que llevan siempre engarzados brillos, resplandores y reflejos (“Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo ensangrentado del cielo. Sonreías”). Semántica y sintaxis se conjugan: es la eficacia del vocabulario, la selección de determinadas palabras o funciones, de determinados ordenamientos; es asimismo la luz del sol, son los rojos luminosos del crepúsculo; es el resplandor de una sonrisa que parece brillar más por cuanto surge desnuda y pura en el encuadre de una oración brevísima. A veces podemos ver la imagen total, aunque desfigurada por la apreciación puramente subjetiva: “¿Sabías, Fulgor, que esa es la mujer más hermosa que se ha dado sobre la tierra?” Otros aportes se unen al de Pedro Páramo para agregar pinceladas al retrato de Susana; es interesante el de Justina: “había visto crecer su boca y sus ojos. Como de dulce. El dulce de menta es azul. Amarillo y azul. Verde y azul”. Aquí podemos observar la reiteración de dos aspectos ya señalados: la presencia del brillo, asociada a la imagen de dulce, por un lado y, por otro, la indefinición que preside todo lo relativo a la vida de la mujer: ¿de qué color eran sus cambiantes ojos? ¿del color del agua marina, como señala Pedro Páramo? ¿del color del dulce de menta? ¿azules? ¿amarillos? ¿verdes? ¿todo ello junto e indescriptible? b) una cuerda grave, repetida casi lúgubre: el recuerdo total, definitivo: Susana, un ser siempre inalcanzable; un vacío, una soledad, una nostalgia permanente... La búsqueda es inútil; el desencuentro, constante: “el mandadero iba y venía y siempre regresaba diciéndose: —No los encuentro, don Pedro”. Esta nota obsesiva surge una y otra vez, prendida a los procedimientos señalados: “y desde que te fuiste entendí que no te volvería a ver... Pensé: No regresará jamás, no volverá nunca... A centenares de metros, encima de todas las nubes, más, mucho más allá de todo, estás escondida tú, Susana. Escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no puedo alcanzarte ni verte y a donde no llegan mis palabras”. Pedro Páramo morirá solo, prendido a un recuerdo luminoso que ha de servirle para “aluzar” su camino. c) el misterio: casi todos los hechos de la vida de Susana San Juan están rodeados de una bruma que los vuelve imprecisos; un sí es, no es, que da lugar a diferentes interpretaciones: “unos dicen que estaba loca; otros, que no; unos dicen que salieron (ella y Bartolomé) para acá y otros que para allá. Pedro Páramo creía conocerla”. “Y aún cuando no hubiera sido ¿acaso no era suficiente saber que era la criatura más querida por él sobre la tierra?” ¿Qué tipo de relación la unía a Bartolomé San Juan? Sólo podemos imaginarlo y, a veces, deducirlo vagamente. Y la deducción huele a incesto, por la forma en que el hombre habla refiriéndose a ambos: “Somos infortunados por estar aquí, porque aquí no tendremos salvación alguna, lo presiento”; por la forma en que ella se dirige a su padre: —¿De manera que estás dispuesta a acostarte con él? —Sí, Bartolomé. -¿No sabes que es casado y que ha tenido infinidad de mujeres? - -Sí, Bartolomé. —Tú eres mi hija. Mía. Hija de Bartolomé San Juan. —No es cierto. No es cierto. —¿Qué hemos hecho? ¿Por qué se nos ha podrido el alma? Tu madre decía que, cuando menos, nos quedaba la caridad de Dios. ¿Quién fue su marido? ¿Quién es aquel misterioso Florencio? Las dudas y el misterio, en lugar de aclararse a medida que avanza la novela, se van haciendo más espesos y más oscuros para culminar en una expresión que, de alguna manera, es síntesis de toda esa visión caleidoscópica que, en su conjunto, intenta configurar al personaje: “¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Esa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber”. La imagen que dan los otros personajes, como la que da ella misma, contribuyen a enriquecerla (pero no la aclaran) e inclusive permiten una apreciación más amplia del cuadro que la enmarca, especialmente en lo respecta a su relación con Pedro Páramo. De la imagen que traza Susana San Juan de sí misma podemos rescatar dos elementos preponderantes: soledad y sensualidad: alguien acota cuando oye su murmullo de ultratumba: “la que habla sola; la verdad es que ya hablaba sola desde en vida”. Esta soledad la marca tanto en el pasado, y en recuerdo del pasado, como en el presente, mucho más solo: “estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo, para olvidar mi soledad”. En proyección oscura, qué inmenso y desolado aparece el abandono de Pedro Páramo, totalmente descartado por su mujer: ¿cuántas veces aparece la imagen de este hombre en su recuerdo? Susana San Juan, a través de la lente que brinda su propia emisión, es, por sobre todo, un cuerpo: sensualidad, carne y sexo siempre, aún después, en su locura. Así, sensualmente, percibe ella el mundo: olor, forma, colores y sonidos. Y dentro del mundo, llenándolo, reinando, un cuerpo que se descubre a sí mismo, que se siente y se pinta en chispazos y en breves e intensas descargas eléctricas: “¿Pero acaso no era alegre aquella mañana? (la de la muerte de su madre). Por la puerta abierta entraba el aire, quebrando las guías de la yedra. En mis piernas comenzaba a crecer el vello entre las venas y mis manos temblaban tibias al tocar mis senos”. Observemos la rigurosa selección de vocablos; cada uno de ellos configura una pila de alto voltaje destinado a operar en forma directa en nuestra mente. La presencia del cuerpo desnudo es constante, como es la sucesión de sensaciones que destacan esa presencia: “deja de pensar”. Siente pequeños susurros. En seguida oye el percutir de su corazón (la metábasis del verbo reúne y sintetiza la imagen de movimiento y de sonido en el momento mismo en que ella se desarrolla) en palpitaciones desiguales. A través de sus párpados cerrados entrevé la llama de la luz. No abre los ojos. El cabello está desparramado sobre su cara. La luz enciende gotas de sudor en sus labios”. En repetidas oportunidades Susana cierra los ojos y toda ella, pura sensualidad, percibe y goza el mundo a través de su carne: “mi cuerpo se sentía a gusto sobre el calor de la arena. Tenía los ojos cerrados, los brazos abiertos, desdobladas las piernas a la brisa del mar. Y el mar allí enfrente, lejano, dejando apenas restos de espuma en mis pies al subir la marea”. La sensualidad es una manera de comunicación y de integración; una manera de completarse y de sentir que sin ese factor no sería ella misma: es lo que la pone en contacto no sólo con el hombre amado sino con el mundo. El hombre amado está simbolizado por el mar; la sangre que late en las venas se asimila al flujo y reflujo del oleaje y a las formas que asume al acariciarla cuando Susana se baña. En esta novela la progresión se repite siempre: primero expresa en forma simbólica el acto sexual a través de la imagen del mar; luego el acto puro, elevado a la más límpida y lírica carnalidad. Susana expresa morosamente sus sensaciones corporales, se detiene en cada una de ellas, la regusta, contempla y siente las formas de su cuerpo. Adjetiva y esa adjetivación amplía la idea dándole intensas connotaciones sensuales. “¿Qué haré ahora con mis labios sin su boca para llenarlos? ¿Qué haré con mis adoloridos labios?” “Tengo la boca llena de ti, de tu boca. Tus labios apretados, duros, como si mordieran apretando mis labios”. “Mi cuerpo transparente y suspendido del suyo. Mi cuerpo liviano y suelto a sus fuerzas”. Susana evoca desde su tumba; sin embargo qué viva, qué vital la percibimos. La exploración de su figura y de su conducta permite descubrir diferentes facetas de su personalidad pero aún así el halo brumoso que la envuelve da lugar a que muchas cosas continúen en el misterio. De ahí que se mantenga vigente la expresión ya señalada: ¿Cuál era el verdadero mundo de Susana San Juan? Eso es algo que nunca llegaremos a saber. A modo de eje, Juan Preciado atraviesa la estructura narrativa. Se ha dicho, con insistencia inexplicable que es el hijo sin padre que va a buscarlo para cobrarle la afrenta y no es así, es otra cosa lo que Dolores no pudo perdonar nunca y encomendó en la hora de su muerte: “No le vayas a pedir nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio. El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”. Porque Pedro Páramo casó legítimamente con Doloritas para apropiarse de sus tierras y, sobre todo, porque ella era su mayor acreedora. De cualquier manera, cuando Juan Preciado llega a Cómala a cumplir el mandato de su madre, es demasiado tarde: Pedro Páramo ya ha muerto. Pero para todo es ya tarde y sin remedio en esta historia: su signo definitivo, desde un comienzo, es el aniquilamiento y la desesperanza. Tampoco hay lugar para el reencuentro con la imagen de Cómala que guardaban y trasmitieron los ojos de Dolores Preciado: “Hay allí, pasando el puerto de los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Cómala blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche... Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte en una lluvia de triples rizos...”. Al contrario, el hijo sólo encuentra despojos, un pueblo cementerio situado “sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno”. Esta referencia nos traslada a la aventura de Odiseo en el país de los Cimerios (Od. XI) y, de alguna manera, es la preparación para la entrada al reino de los muertos. Por debajo y alrededor de las tres figuras principales, una multitud de personajes largados a vivir con su carga de instintos, de creencias, su sexo, sus impulsos, temores y miserias les hace coro, como sombras. Sin embargo, cada uno de ellos, sin salir de su categoría de sombra, aparece muy bien determinado por su correspondiente connotación existencial. Hay poca diferencia entre los vivos y los muertos. Los vivos, inmersos en una atmósfera de muerte y de fantasmas, adquieren un aspecto tan irreal como el de los aparecidos. Los hermanos que cargan la maldición del incesto están tan aislados ahí en su covacha como los que evocan desde la tumba. La hermana de la incestuosa hace entrega de unos mendrugos a cambio de sábanas y tiene más apariencia de fantasma que de ser viviente. En este episodio juega una dolo-rosa ironía, extraña compaginación de inutilidad, de ridículo, de tristeza que Rulfo suele emplear no infrecuentemente. ¿Para qué quieren sábanas, pensamos, en un pueblo desierto donde no hay más que despojos de casas? Todas las respuestas se estrellan y estallan con un ruido hueco sin respuesta... Lo mismo ocurre con la búsqueda del becerro, a la que no le encontramos ningún sentido quizás porque ya se ha hecho carne en nosotros la idea de que nos movemos en un mundo de muerte total. Son como brochazos de vigilia en un cuadro onírico, nebuloso, como desdibujado por esfumino. La escena vinculada a los hermanos es de pesadilla y está registrada en su casi totalidad a través de los oídos de Juan Preciado quien aclara: “Oía de vez en cuando el sonido de las palabras y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban: se sentían pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños”. Estos términos comienzan a asordinarse y a desprenderse de la realidad. La sintaxis se presta y entramos a sumergirnos en el clima de pesadilla. Oraciones breves; fuertes elipsis: “Como que se van las voces. Como que se pierde su ruido. Como que se ahogan. Ya nadie dice nada. Es el sueño”. Juegan su papel los tiempos verbales: curiosa danza de pasado y presentes; empezamos a caminar con inseguridad, la tierra que pisamos ha perdido firmeza: “Aclaraba el día. El día desbarata las sombras. Las deshace. El cuarto donde estaba se sentía caliente con el calor de los cuerpos dormidos. A través de los párpados me llegaba el albor del amanecer. Sentía la luz. Oía”. Luego transcurre un largo momento —casi todo el correspondiente al diálogo - que nos ubica nuevamente en la zona firme aunque después se pierdan del todo las fronteras. La cámara —ojos y oídos— retorna y encuadra de nuevo una escena pasada: “Como si hubiera retrocedido en el tiempo. Volví a ver la estrella junto a la luna. Las nubes deshaciéndose. Las parvadas de los tordos. Y en seguida la tarde todavía llena de luz”. No sabemos por cuál plano caminamos y, más todavía, cargamos con la sensación de estar transitando por una gran escalinata de sueño en un subir y bajar interminables, quién sabe cuántas veces a lo largo del día, desde las estrellas del amanecer hasta las estrellas de la noche. El deliberado desmembramiento de lo que debió ser una sola oración da lugar a una serie de oraciones no verbales cuyos puntos separatorios establecen notables esporas en el relato y así se logra que los hechos repercutan psicológicamente de una manera muy particular. La narración aparece entrecortada en súbitos, sucesivos y diferentes cuadros de tipo cinematográfico donde se van proyectando las fluctuaciones de cada conciencia. Y este es un juego intelectual agudo y muy complicado en el que intervienen factores fundamentales: acción, trama, manejo especial de los conceptos espacio-tiempo, dominio del lenguaje. Al dislocarse la acción cambia la imagen del tiempo: diversos fragmentos del pasado componen el friso de un presente muerto —o intemporal-- en un espacio que, en cierto modo, es ilusorio porque también está muerto y apenas si cabe en el hueco de una tumba. Rulfo asocia elementos lógicamente opuestos de manera que rompe la imagen habitual del mundo; amplía así sus posibles contenidos y a la vez les confiere un dramatismo alucinante. Hay un complacido y tenaz juego de vida y de muerte, con contrastes de luces y de sombras que destacan los efectos opuestos: Cómala no alcanzaría el nivel que tiene si no fuera porque la bella evocación de Dolores Preciado se superpone al monólogo de su hijo y va creando un juego de espejos deformantes que asimila el destino del pueblo al de los personajes que lo habitan: “Oía caer mis pisadas sobre las piedras redondas con que estaban empedradas las calles. Mis pisadas huecas repitiendo su sonido en el hueco de las paredes teñidas por el sol del atardecer”. Este cuadro sombrío no haría tanto impacto si no viniéramos del deslumbramiento ocasionado por las luces del recuerdo de Dolores Preciado: “Llanuras verdes, ver subir y bajar el horizonte...” Recordemos el lirismo de la evocación de Pedro Páramo (“el aire nos hacía reír; juntaba la mirada de nuestros ojos. Tus labios estaban mojados como si los hubiera besado el rocío”) y el lugar desde donde evoca (“¿Qué tanto haces en el excusado, muchacho?”). La contraposición surge una y otra vez, de manera que el destello ilumina el lugar más oscuro de la casa para que en nuestra interioridad se produzca el choque. Pero el lirismo brilla de tal modo que nos ciega para cualquier apreciación en zona oscura. Esto lo sabe bien el autor y como su propósito es mantenernos en constante sacudimiento, vuelve a llevarnos a la sombra en repetidas oportunidades entre deslumbramientos, caídas y vibraciones. A veces al análisis, que es racional y discursivo, le resulta difícil deslindar los orígenes de fantasías sutiles y elevadas, referidas exclusivamente al plano espiritual y cuya raíz pareciera estar atada a las materializaciones más groseras y primitivas. Un psicoanalista podría decir que es un mismo tubo digestivo el que une la analidad más pedestre con la verba-lización de ensueños y deseos fabulados en el sitio menos propicio como puede ser un excusado. Al inadvertido le choca esta sutura de dos planos al parecer muy alejados entre sí v este choque ha sido utilizado literariamente con definidos fines estilísticos. El juego de antítesis también se pone de manifiesto en el momento de la agonía de Susana San Juan: la crueldad de las preces para bien morir que desgrana el padre Rentería adquiere un tono más sombrío al contraponerse a las réplicas de la moribunda (apenas hay una levísima ligazón entre ambas voces: en realidad, producen la sensación de estar sonando a gran distancia una de otra, separadas por planos de espacio y de tiempo): “Tengo la boca llena de tierra”. “Tengo la boca llena de ti, de tu boca. Tus labios apretados, duros, como si mordieran oprimiendo mis labios”. Esta ruptura del equilibrio, tanto interior como externo, tiene raíces que deben buscarse en Faulkner, en el superrealismo, en Goya, en el Bosco, en el esperpento. De allí procede, quizá, la sátira enmascarada y lo grotesco que pueden advertirse en los sucesos vinculados al duelo por Susana San Juan: las campanas doblan y doblan, atraen a mucha gente y hasta un circo, interesado en la multitud, sienta sus reales en Cómala. Bullen las ferias, el juego, el alcohol y la alegría frente a La Media Luna silenciosa y sombría por el duelo. Con mucha frecuencia el espejo cóncavo del esperpento refleja hechos y figuras: la borrachera de Abundio y la muerte de su mujer, para citar un caso. Toda la secuencia correspondiente al asesinato de Pedro Páramo está como deformada por aquel espejo y tiene claras reminiscencias goyescas: “Por el camino de Cómala se movieron unos puntitos negros. De pronto se convirtieron en hombres y luego estuvieron aquí, cerca de él. Damiana Cisneros dejó de gritar. Deshizo su cruz. Ahora se había caído y abría la boca como si bostezara”. Este juego de disonancias produce en la narrativa una música a la que podemos aplicarle conceptos de Pierre Reverdy: “cuanto más alejarlas estén las relaciones de las entidades acercadas, más fuertes será la imagen y poseerá más potencia emotiva y realidad poética”. Vemos esto también en la concepción del paisaje: por ejemplo cuando, en el sepelio de Pedro Páramo, entre el chismorreo posterior, la sucesión de minucias prosaicas y la carga de gruesa ironía, los ojos del emisor descubren las estre-lias fugaces que “caen como si el cielo estuviera lloviznando lumbre“. Es bastante frecuente el ensamble de segmentos líricos en los momentos más adustos o prosaicos de la novela: Dorotea, La Cuarraca, está narrando las penurias de su vida en lenguaje cotidiano, áspero y duro; al referirse a su muerte, el lenguaje, sin perder su tono coloquial, cambia: sus palabras han sido seleccionadas de tal modo que, sin romper el equilibrio, llevan el monólogo a una altura lírica admirable: “Cuando me senté a morir, ella (el alma) rogó que me levantara y que siguiera arrastrando la vida como si esperara todavía algún milagro que me limpiara de culpa. Ni siquiera hice el intento. Aquí se acaba el camino, le dije. Ya no me quedan fuerzas para más. Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue. Sentí cuando cayó en mis manos el hilito de sangre con que estaba amarrada a mi corazón”. La Cuarraca habla mano a mano con su alma en un tono imperativo que recuerda el diálogo del Arcipreste de Hita en su célebre planteo por la muerte de la Trotaconventos: “Oh muerte, muerta seas, muerta e malandante”. “Y abrí la boca para que se fuera. Y se fue”. La primera oración dibuja, visualiza el hecho. La conjunción inicial lo demora, pone la pausa necesaria para que lo veamos mejor. La segunda oración, brevísima, termina y cierra la acción. En la reflexión final madura un lirismo áspero que recuerda a William Faulkner y que tiene su nota de ternura en el diminutivo; quizá uno de los aciertos de este segmento sea la presentación visual, casi materializada de tan gráfica, de un hecho abstracto y difícilmente representable como es la separación del alma y del cuerpo. Y ya que citamos a William Faulkner, hemos de señalar la proximidad que existe entre Mientras yo agonizo y la novela que nos ocupa. Los contenidos, especialmente el tema central, tienen bastante parentesco y la manera de estructurarlos formalmente, también. Addie Bundren evoca el pasado y comenta el presente desde la ultratumba y tanto ella como los demás personajes se expresan a través del monólogo interior. El tiempo, en ambas novelas, está sometido a distintos vaivenes: idas y vueltas que anulan cualquier intento de orden cronológico. El descenso de Susana San Juan a las profundidades de la mina, con su panorama de huesos dispersos, su calavera disgregándose, es también un descenso al centro del mundo, un descenso a los infiernos y se nos ocurre que, de alguna manera, es una síntesis de la novela, una presentación simbólica del último destino del hombre. A propósito, vamos a transcribir unas palabras de Pierre Brunel: “Le projet le plus apparent de toute littérature infernale est le projet eschatologique, que envisage les fins derniéres de rhomme”[9] El manejo del lenguaje: le cabe una gran responsabilidad en la novela. Rulfo lo ha pulido con esmero hasta reducirlo, muchas veces, a lo elemental; ha ido descargándolo de palabras hasta lograr un producto liviano y fuerte a la vez. Para ello manejó diversos resortes: dio jerarquía literaria a la lengua hablada, popular, de por sí tan gráfica, tan viva, tan llena de resonancias y tan cargada de significación: un solo adjetivo basta a veces para trazar un dibujo perfecto: “las carretas capoteadas de salitre, de mazorcas”. El diminutivo de adverbio le permite graduar distancias tanto como intensidades semánticas: “Y si tú la quieres ver, ahí está afuerita”. Sumemos el uso de oraciones breves, la eliminación de nexos, las elipsis, las proposiciones nominales, las verbales subordinadas a otras nominales, en fin. Veamos otros ejemplos: a través de los oídos de Pedro Páramo se registran los hechos que acaecen en la Media Luna en el momento en que traen el cadáver de Miguel y se lo hace tal como pueden llegarle a una persona que está encerrada en una habitación, ignorante de todo. Las oraciones no verbales cumplen una tarea a la medida en ese caso: “Ruidos de voces. Arrastrar de pisadas despaciosas como si cargaran con algo pesado. Ruidos vagos”. Rulfo se cuida muy bien de que el lector no se pierda en las tinieblas de su mundo; de que no se aísle y se le escape en el sentido de la realidad; al contrario, le interesa que desde su plano real perciba otra cosa; para ello debe manejar una serie de resortes del lenguaje sobre los que en este estudio hemos pasado a vuelo de pájaro pero que ya han motivado y, sin duda, seguirán dando lugar a trabajos más especializados. Notas:
[1]
A la
concepción unitaria cristiana se opone la mulplicidad que parece
culminar en el budismo: el Libro de las leyes de Manú conoce
veintiocho infiernos, el Majjimanikaya, hasta doscientos
cincuenta y seis. Cit. por Brunel, P.: L 'evocation des Morts et la
descente aux enfers. Paris. 1974, p. 66.
[2]
.Art.
“Enfers et Paradis“ en Encyclopaedia Universalis, cit. por Brunel,
P. op. cit. p. 64. [3] Le Repos du septiéme jour. Mercure de France, 1965.
[4]
Sobre este tema,
conocemos el trabajo de Luis Leal, en Giacoman H. F.: Homenaje a Juan
Rulfo, Madrid, 1974, p.p. 13 y ss. [5] Nos estamos refiriendo a la elipsis temporal, al tiempo de la historia elidido en el relato. Sobre este tema, cf. Genette, G. Figures, ///, Paris, 1972, pp 138 y ss.
[6] Cf. Genette, G.: Analepses. Prolepses. Figures, III, ed. cit. pp 90 y 105.
[7]
[8] cit. por Harss, L. en Los nuestros. Sudamericana, Bs. As. 1966 pp. 305-306.
[9] |
por Alberto Henríquez
Publicado, originalmente, en:
Revista "Sur" Nº 349 julio / diciembre 1981
Buenos Aires, República Argentina
Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina
Link del texto: https://catalogo.bn.gov.ar/F/?func=direct&doc_number=001218322&local_base=GENER#
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