Medellín la ciudad mítica de Ron Ridell
Raúl Henao

¿Es Medellín una ciudad mítica a la par – pero a diferente escala-  que París?  Roger Caillois, ese autor inquietante y siempre indefinible (André Breton lo calificaría sucesivamente de “literato de viejo cuño”, “brújula mental”, “espíritu lúcido y audaz”) al que los latinoamericanos debemos la traducción francesa de Jorge Luis Borges y una espléndida “Antología del Cuento Fantástico” (Editorial Suramericana.  Buenos Aires, 1969).  Nos señala al respecto que un espacio urbano reviste dicha connotación sólo si consigue  conjurar los poderes de la memoria y la imaginación a su favor, configurándose como resistente o irreductible al paso inexorable del tiempo.  En lo que a “París, Mito Moderno” se refiere, Caillois enumera los valiosos aportes que en tal sentido le hicieron algunos de los grandes poetas y novelistas del siglo XIX, como Lautréamont, Baudelaire, Hugo o Balzac, al igual que los autores más notorios del folletín y la novela negra y policíaca.

 

¿Puede decirse otro tanto de Medellín, ciudad del interior de Colombia, fundada el 2 de noviembre de 1675 en dos poblados diferentes al sur y al norte de un valle interandino, que desde sus orígenes mismos ha sido tema o motivo de evocación e inspiración – y simultáneamente, de desaire y desamor – para muchos escritores colombianos entre los que se encuentran los más grandes como Tomás Carrasquilla, Fernando González, Porfirio Barba Jacob o León de Greiff?.

 

Ya en otra parte he aventurado una respuesta afirmativa a este interrogante tomando como referencia la medular “Improvisación etimológica en torno a Medellín” (El Espectador – MD- Bogotá, 1995) del poeta y sociólogo persa Djahanguir Mazhari, que parece despejar todas las dudas o incógnitas suscitadas alrededor del significado del nombre de la ciudad – un topónimo procedente de la extremadura española – al relacionarlo con la antigua Medina, la ciudad santa de Arabia Saudita, donde hace ya dos milenios confluyeron la cultura islámica y la mazdeísta de los medas y persas:

 

“El término Medaen (ciudades) es el plural de Medina, pero en árabe además del plural múltiple existe el dual.  Ciudades gemelas o duales se dice Medellín (Medinein). Los musulmanes al atravesar el continente africano hasta llegar a España fueron regando por el camino por lo menos una Medina en cada país en memoria de la ciudad santa de Arabia Saudita.  Hay Medina en Malí.  Medina el Fayoun en Egipto, Medina del Campo en España, y además otra ciudad dual llamada Medellín; al parecer esta ciudad hospitalaria y hermosa (...) es también una ciudad dual o gemela constituida originalmente por las poblaciones de Bello e Itagüí: de modo que no es tan descabellado pensar que el topónimo Medellín provenga del plural de “Medina” (Medineh en persa) que a su vez arraiga en sonoridades surgidas de lo más profundo de la historia humana”.

 

A este propósito, resulta pertinente remarcar la importancia que los pueblos de la antigüedad – incluyendo la antigüedad clásica concedían al nombre de fundación de las ciudades en general, al que revestían de un prestigio mágico o mítico (más que religioso) por creerse era revelador de una idiosincrasia particular, de un destino prefigurado que afectaba de modo irrecusable las vidas de quienes las habitan temporal o permanentemente.

 

En el caso específico de Medellín, es obvio que el nombre de la ciudad alude de modo latente  o manifiesto a un mito dual, de oposición de los contrarios por el nexo aparentemente gratuito – pero en realidad modélico o paradigmático – con aquella ciudad del Asia menor, donde inicialmente se profesaba (o profesó) la religión mazdeísta:  un culto y doctrina esencialmente dualista, de oposición frontal de bien y el mal, la luz y la oscuridad, Dios y el diablo (al Mazdeísmo se atribuye la invención del diablo) que de modo hegemónico, en un momento determinado de la historia, se impone en toda Mesopotamia, incidiendo significativamente en religiones posteriores como el Judaísmo o el Islamismo.  A los medas – nos dice Mazhari – fundadores de Eckbatana, una de las primeras metrópolis de la humanidad, se debe también el concepto de civilizado (ciudadano) por oposición a bárbaro (nómada, no-meda) concepto retomado por los griegos y los romanos, que posteriormente adquiere una importancia relevante en todo el mundo occidental.

 

Para quienes hemos nacido o vivido desde siempre en Medellín, resulta evidente el carácter antagónico, dualista, conflictivo, maniqueo de la ciudad, al enfrentar a cada paso situaciones extremas de la condición humana que rara vez se reconcilian en una síntesis esclarecedora o por lo menos creativa.  “Ciudad plutónica” como la denomina uno de sus escritores actuales, donde los aspectos oscuros, tenebrosos de la realidad se vuelven asunto cotidiano (“hombre vea yo le digo, vivir en Medellín es ir uno rebotando por esta vida muerto.  Yo no inventé esta realidad, ella me inventó a mí” – Fernando Vallejo, La Virgen de los Sicarios. Página 89) también en ella – y más que en otras ciudades iberoamericanas – se vuelve posible, por pura antítesis, tener la vivencia de la luz y la claridad paradisíacas.  Eso parece haberle sucedido al poeta neozelandés Ron Riddell (Auckland, Nueva Zelandia.  1949) autor del libro El Milagro de Medellín y Otros Poemas (Todográficas Medellín, 2002) que reúne poemas escritos en Nueva Zelanda y en Colombia respectivamente.  El poeta quien fuera invitado a participar en el XI Festival Internacional de Poesía, el año 2001; ha regresado ya dos veces a esta ciudad que, confiesa, lo ha hechizado o encantado (lo que ocurre por lo general cuando el “encanto” se personifica en la figura de una mujer amada) y de la que contrariamente a los poetas locales que sólo perciben su lado oscurantista e inquisitorial, él ha captado su aspecto luminoso o paradisíaco, corroborando quizás a Barbey de Aurevilly en eso de afirmar que “el infierno es el cielo en hueco”.

 

Al lado de hermosos poemas escritos en un lenguaje transparente, con una penetración cuasi-mística del paisaje andino y neozelandés, El Milagro de Medellín es un poema relativamente extenso, donde nos paseamos por calles laberínticas, plazoletas desiertas o abarrotadas de gente, templos e iglesias (Medellín tiene 150 iglesias “mal contadas” nos dice Fernando Vallejo) paraderos de buses, bares y cafés ruidosos.  Todo ello a lado y lado de un río olvidado, que por mucho tiempo sirviera de alcantarilla a la ciudad, pero que el poeta visionario entrevé como Un río de fiesta y fábula”.

 

Y ahí reside – repito – el mérito de Ron Riddell, en señalarnos en su poema que podemos, sobreponer la admiración a la decepción. La devoción a la injuria, la esperanza a la desesperación, y elevar los corazones con el vuelo de las palomas de los parques y las plazas públicas, en prosecución de la “montaña mística” o de “la  pálida luz azul del nuevo día”.  Pero previamente nos pone como condición que aceptemos mirarnos en la ciudad como en un espejo, porque tal como ella es, somos nosotros mismos.  Debemos, en consecuencia, superar el fardo de violencia maniquea y desarraigo ancestral, legados de la conquista y la colonia española, y aprender a habitar la ciudad como prójimo, amándonos a nosotros mismos en ella.

 

“Medellín, mi esperado sueño de novia
Medellín mi amante largo tiempo perdida”
 

Raúl Henao

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