La Amanda muerta

cuento de Luis Harss

Dibujo de Nelson Blanco

Lo de Merlita, la de los ojos de azabache, no se explica fácil, pero venía de lejos. Ya de niña, en el almacén de Boedo, la aburría estar siempre con la misma gente, aunque cambiara de cara veinte veces al día, y hacía milagros para salir corriendo y no volver. Parecía que la habían traído a la fuerza, para no ser de nadie. Hasta Damiano, que se desentendía de esas cosas, la notó rara y dijo que a lo mejor había estado antes y le bastaba con una vez. Era un tipo sin fundamento, pero a veces bromeando se ¡e escapaban las verdades, y la Eulalia se dio por aludida y le dijo que era cierto que de él no tenía nada, y que la mandaría de vuelta si supiera de donde había venido, pero que mientras tanto había que recibirla con los brazos abiertos porque era medio huérfana y traía recuerdos siameses de su otra mitad. Es que primero nació la melliza, Amanda, que largó el suspiro, y después llegó Merlita, aullando, y le dolió la Amanda muerta, como que las dos fueran una y se hicieran falta para mirarse y no tener que ir a pescar caras al río. Por eso, sola, Merlita, parecía que se había equivocado de familia, y hasta de nombre, que había llegado atravesando las paredes, de paso a otro barrio, o a la casa de al lado. Lloraba a gritos, buscándose por todas partes sin encontrarse, o respiraba apenas, como si estuvieran por llevársela, y cuando la llamaban se quedaba como escuchando voces en el cuarto de atrás.

Por la tienda de las cuatro esquinas pasaban evangelistas, vendedores ambulantes de toda estirpe, tratantes de blancas y reyes del hampa que cazaban palomas con hondas en los balcones. Se reunía la patota para jugar al poker o hablar del fraude electoral. Damiano se hacía bolas con todo, pero salía adelante, tirando contra las dudas y las pérdidas. Era petiso y duro y no se dejaba abollar así no más. La Eulalia sería pizpireta pero para qué romperse la cabeza cuando ya se hablaba de sus veleidades como del costo de la vida. La cara lapidosa de Damiano, que aparecía sonriente entre los salchichones de la bodega o hacía muecas fornidas detrás del mostrador, era seña de que corrían tiempos prósperos, de tráfico agitado y mucho negocio imaginario, que rendía bien. Se probaba suerte, como decía, con paso macizo, y después no había más que frotarse las manos llenas y dar el pecho al mundo. Era uno de esos ilusos sólidos que no aflojan las riendas ni cuando duermen la siesta en la hamaca del patio, enchufados en una corriente continua de trabajo y previsión. Había tenido sus altibajos, en los cafetines, pero ahora que saltaba la banca, le tiraba el poncho al diablo. Cinco años de pulpero de barrio y ya hablaba del retiro en la chacrita plácida. Así, por instinto, y otro poco de ciencia portátil, se iba ahorrando contra los embates de la fortuna y del fisco, y qué más se podía pedir. Entre la muchachada había corredores de bolsa, tahúres, maestros de polla y quinieleros que le daban fijas infalibles. Se juntaban en la carbonera a hacer cálculos ramplones, y después a celebrar con una partida de pato entre las damajuanas. Salía la luna grávida en el cielo retinto, soplaba un aire liviano por los cuartos abiertos, y con los faroles y la ropa encendida en las buhardillas, parecía mediodía. Entonces Damiano, que se afeitaba tarde para desvelarse, hacía sonar fuerte el agua del retrete, como lengua de campanario, y si no se había armado el fandango en el depósito, se ponía a rondar con ojos huecos por la casa vacía, sintiéndose triste y chambón. Se llegaba por delante, sin darse cuenta, como si estuviera tomado, y entre tambaleos y temblores iba perdiendo pie hasta tumbarse en algún recodo, bajo la escalera o en las baldosas de la despensa. Allí lo llegaba a ver el socio, como le decía, con noticias de lo que la Eulalia llamaba el otro yo. Era una imagen difusa en un lente roto, con cara de galgo flaco, que pasaba lamiendo el piso y repitiéndose en sombras gemelas. Desviando la mirada, se iba, pero quedaban reflejos en los vidrios. Había tremolina afuera, donde seguía ia juerga, pero a Damiano ya le había entrado la culpa desconocida.

A Merlita la habrán traído de contrabando en alguna de esas noches de francachela con juegos de lengua en el espejo del aljibe. Cayó en medio de la fiesta, cuando tomaban grapa en el patio, bajo el emparrado, payando a la luna, y a Damiano se lo comían los piojos de la madrugada. Entre los parroquianos que estuvieron de reyes magos, había un flautista salteño con joroba y pata de palo, que hacía de acto vivo en el cine, un conde ruso con sombrero de copa, que vendía alcaparras españolas, y un turco con mocos en los ojos, que bailaba el pericón.

A las cinco de la mañana ya nadie se acordaba de la bella Eulalia, encerrada arriba con tranca y aldaba, entre sus gitanerías, hablando con los espíritus. Entraban por la lumbrera a verle la linda piel blanca de lapona, que pasaba horas lánguidas con cremas nutritivas, estirada bajo una sombrilla en el jardín. Había querido ser actriz, para ir de mano en mano y no estarse nunca en lo que era, pero sacó mal las cuentas y se quedó con los dengues y remedos de artista sin estrella. La finoli, le decía Damiano, por ios arranques de temperamento y el aire de nenita caca que no servía más que para mantenida. Si alguna vez puso el hombro en el negocio, fue para que la atendieran a ella. Damiano no le perdonó nunca los humos con que entró a la tienda una tarde, los primeros tiempos, diciendo que era un boliche de mala muerte y que ella había hecho sus compras en Florida. Al día siguiente, la gente pedía rebajas del ochenta por ciento, y cuando quedó encargada un rato, regaló todo lo que le hacía falta en la casa, como para que le sobrara, y después alegó que había ganado en la pérdida. Tejió una sarta de embustes de bruja loca que nadie entendió, y la rabieta de Damiano la puso histérica por una semana, que se fue en remiendos. Dijo que no trataba más con el medio pelo, y si faltaba algo para certificarla de inepta, pronto le empezó a fallar la vista, con el eclipse, que la dejó cegata cuando en vez de embotarse en el sótano, como la plebe, le dio por subir a papar luz invisible a la azotea. Desde entonces, por engorro o despecho, andaba a tientas, con ojos saltones, volcando los muebles. Tenía fama de adivina, porque le robaba pensamientos a la gente, diciendo que le pertenecían, y les daba otros que no podían devolver. A la Nacha Espínola, por ejemplo, cuando estaba en el cambio de vida, le predijo el Tadeo, que fue nonato, y a Tancredo, el cartero, que después mató al sereno, por un binomio, le metió la idea de que era hijo ilegítimo de un Intramuca que había por ahí, con una Santuntún. Era cosa de repartirse los papeles del elenco para curarse del aborto de ser única, como si no hubiera más remedio que pasar por todo rápido, lo propio y lo otro, hasta agotarse, para estar de vuelta y seguir con lo demás.

Sería de tanto trueque y préstamo que le había quedado el alma postiza a la Eulalia, y los males adoptivos ya no se le quitaban ni con las fórmulas mágicas. Desde el último pálpito, comía píldoras vitamínicas para calcificarse, esperando la remesa, que tardaba, y que no le iba a caber. Adonde ponérsela en la carne tierna, que reventaba hasta con los encajes. No era por echárselo en cara al responsable, que se contrariaba de verla tan madurita y sufridora, pero se podía tener alergia a los falsos presupuestos, y la verdad que completar el repertorio de esta manera era como escabullirse a la tara de uno para heredar la del prójimo. La bronca fue verlo con denuedo de deudo al Damiano, que ya se creía gente bien y entraba repicando los taquitos ¡Alto! «Ni pariente sos», le decía la Eulalia, emperrada en duchas y ayunos y rebotes por las escaleras. Pero después no hubo más que prepararse con frascos de ungüentos contra el roce de las sábanas, que le daban úlceras. A punta de recetas fortificantes la tenía el médico, para que no entrara en coma, y echaba ronchas y espinas, y en seguida por días enteros no probaba bocado si no llegaba en botellas de a litro, con pajita, y aunque fuera agüita dulce de fuente clara le sentía gusto a corcho y cada dos minutos tenían que retirarle la chata de los cálculos y los cólicos.

A las cinco y media, la partera ceñuda, doña Lis del Valle, especialista en funciones de trasnoche, daba vueltas como una matraca por el cuarto, con ruidito de frufrú. Entre sobas, le aflojaba la piltrafa de un trácate que le hacía crujir las vértebras. Había que forjarse un plan de lucha adusta, como habrá escrito Solano Luna, maestre de ceremonias del lama del ojo vidente, para la tenebrosa lid. Flexiones, hondeos, masajes japoneses, respiros de fakir, y después de treinta y ocho horas de espasmo, que tendrían que ser por lo menos veintitrés curvas antes de llegar a la salida, y doña Lis ahuyentaba el monstruo de dos cabezas quemando espirales. Recitó múltiplos de raíces cuadradas y puso un cirio de llama corpulenta en el antepecho de la ventana, que lo hizo volar con un golpe de la celosía.

La Eulalia estaba a las patadas en la cama, echando pestes contra los espantos. Decía que le iban a birlar la cría, o que se iba a fugar. Hizo correr el cerrojo y encender candiles en los rincones, además de la luz eléctrica, que tenía pachorra, y entre trombas desparramaba los pétalos caídos. Parecía farsa, pero eran arcadas resecas, de tantas veces que había salido de compras, como decía, y vuelto sin nada, hasta que tuvo a la Lastenia el año paso y quedó maltrecha y después no quiso aceptarla porque creía que la habían confundido en el hospital. No era para menos, con el pegote que le entregaron, medio turulata, la pobrecita, del sobresalto, o por el susto de los retortijones, con un ojo bizco, la boca chueca y el labio partido, y así también la trató. «Mía no es», le dijo a Damiano, que la acusaba de abandono, y cerró el caso, como la otra vez, el año de los milagros, no hacía tanto, cuando oía música sacra en la fábrica de chorizos del negro Acos-ta, que resultó suicida, y una noche que ponía la mesa le brotaron flores en las manos, entre los dedos frágiles, y en vez de plantarlas o llenar los floreros, para que se vieran, las dejó olvidadas en la cocina hasta que se marchitaron y alguien las tiró. Les llevaba poco apunte a esas cosas que le caían de arriba, como para no sacar provecho injusto de io que no le correspondía. La botaba por la calle cuando salía de veleta al centro, con el parasol, y se lo arrebataba el viento de las ocasiones perdidas. Aunque a veces, en los últimos tiempos que trajinaba menos, por el embarazo, se le volvía cargo de conciencia, y entonces andaba como clueca por la casa, pujando, hasta que le daba la tos convulsa y había que atarla en la cama con ligamentos y oírla maldecir las cuatro estaciones y los lazos de familia. Los chillidos bajaban hasta la tienda, donde se le caía la cara a Damiano, que tenía pasta de moribundo, y que subía andrajoso o lisonjero, escupiendo tinta de calamar. En el camino se le aparecía el socio sonriente, asomado a todas las puertas, y llegaban juntos, a las zancadillas, con la batata, a gritar cuchi cuchi y salir retaqueando. De dónde la había sacado con su paquete de nervios y sus dotes de firulete, nadie sabia. Ella decía como con nostalgia que había sido de muchas partes y dejado algo en cada una, para la próxima. Hablaba a veces de un misterioso rapto en taxi, años atrás, de una casa cuca en los suburbios, con huerta y piscina y vista sobre la bahía, y al rato, virando, se las tiraba de mujer alquilada que en cualquier momento podía volver a callejear.

Estaba de boca en la cama revuelta, arqueada, con ojos ahumados, esperando las contorsiones, que le partían la espalda. Se aguantó lo que pudo la mole ardiente en las tripas, arisca y ávida, hasta que el parto doble la agarró jadeante como un derviche y la reventó de una pataleta. Al primer coágulo, hubo una calma chicha de asombro y pavor. Se llevaron a la Amanda muerta en un trapo, y la otra salió rebosante del vientre hambriento y se le pegó como una sanguijuela a la mama. Entró Damiano, todo pisoteado, con su lápida, arrastrando al socio, para afilar los cuernos contra el borde de la mesa, y era una pena tosca que tendía una mano burda a quien se la tomara y quedaba en el aire. Se tragó el bochorno, pero no la impresión, ni la amenaza que sintió cuando la Eulalia le tiró una cruz diablo y lo echó ojeroso y amorrado. Corría la voz, y cargaban las fuerzas de choque, la chusma de las damas cataplasmas, con sales y calmantes, las comadronas chlsmógrafas, que se repartían la caña, y hasta la Lastenia, en pollerita de tul, morisqueando, como si tuviera pelos en la lengua, para decir: «Hermiso». Tener que abrirse paso así en el mundo cuando no se había estado por un tiempo era como para extrañar a cualquiera, y con razón la niña se trajo esa carita de mono sabio que decía: «Salgo un rato a ver si me gusta, y si no me voy».

La Lastenia había sido querendona, a pesar de la mala leche, pero Merlita se desquiciaba de sólo mirarla, y desde el principio hubo que montar guardia contra los meneos, porque el coco andaba cerca y ya la metía en la bolsa o le dejaba la yeta en la capucha. Un minuto que le quitaban la vista de encima y tiraba los envoltorios, y ya escaseaba. Si le armaban pleito, se le inflaba un sapo en la panza, y daba un soplo flácido a la Eulalia, que pasaba la noche con carcomas, contando las horas menguantes, y cuando andaban de malas juntas, borboteando como sordomudas, no se les encontraba ni de frente ni de filo. Era la época etérea de la Eulalia, que hacía gestos transparentes y echaba una luz de espectro y se apoyaba en el aire. Y casi no distinguía las cosas que no tenía en el fondo de los ojos, mirando como para adentro y para atrás, y el alboroto que dejaba por donde había estado era la única seña de que andaba filtrándose de un lado a otro como un hálito. La tos de tísica le daba una opulencia huraña de falso bienestar. Podía quedarse parada sobre una sola pierna por horas en medio de un cuarto sin que la notaran, o romper cosas de un toqueteo sin ruido, o perder la sombra detrás de la puerta. Por ahí se aparecía de espaldas en la tienda, en bata y penacho, partiendo velos con una mano asustada, para colárseles como un pelo en la sopa a los clientes, que salían disparando. Le metía quién sabe qué cuentos lejanos a la recién nacida, entre arrullos de tórtolas. El sonsonete trémolo se le volvía gorjeo cuando la llamaban los rumores de la cuna siempre inquieta, donde se inclinaba bamboleante, con los brazos cruzados sobre el busto salido, como para sostenerse el aliento, y de pronto le tiraba una caricia abrupta que sacudía las paredes. «Si está aquí, por algo será, pero que no le pase como a mí, que llegué antes de tiempo», le decía a Damiano, como si recordara haber sido sietemesina y no terminara de adelantarse. Ella también había tenido su melliza o tocaya muerta en algún canje antes de nacer; desde entonces no le bastaba ser nada más que ella misma y perdía terreno para no irse alcanzando en los desvíos. A Merlita había que protegerla de entrada, por eso la ristra de nombres que sacó en el bautismo de la niña prematura vació tres hisopos de agua bendita, para que tuviera de donde escoger, y si quedó Merla fue sólo porque era más fácil de decir que Engracia, Azucena o Remedios. Con esa primera hostia que le hizo tragar, tenían que fracasar todos los recibimientos. Damiano puso de su parte cuando trincó con la mafia en la bodega y llegó violento y pálido a ganársela con los buenos tratos, que olían a aguardiente y que no sirvieron más que de atropello, porque ya la había picado el bagre de la ausencia.

El caso es que a Merlita no le faltaron ni cuidados, ni cintas de colores histéricos, ni muñecas con cascabeles, ni cachirulos, para que estuviera contenta y se quedara, y la verdad que cuando no tenía achaque, parecía que se chupaba con gusto la cola para que se sintiera dolorosa y feliz. Pero en cuanto podía, sacaba una pata regordeta por entre los barrotes de la cuna y rasqueteaba en el aire. «Es el encierro», decía la Eulalia; «La sangre», decía Damiano, que se lavaba las manos con una mueca augusta, aunque pensándolo bien, los anticipos estaban de los dos lados de la familia Mera y taimada de herencia. O no la habían agarrado hacía poco en flagrante delito a una primita harpía del mismo socio, con un pinche del bar alemán, que era buzo y la iba a sacar a pasear en la flota mercante. Y qué hubo de la Clorinda, que fue presa política, por andar en huelgas ajenas, y de la tía Tatiana, que se mandó un futbolero, correteando el estadio, hasta que lo vendieron a un club de Avellaneda, que le quedaba a trasmano, y lo cambió por un paracaidista que la llevaba en helicóptero a ver la cruz del sur. Ya la abuelita uruguaya, divorciada en México, volaba en zeppelín, y se había casado en terceras nupcias con un marinero —Chon, se llamaba, como un estornudo— que la naufragó en una tormenta en el Caribe. Veleidosas, habían sido, todas ¡guales, de ojo errante y alma vagabunda y traicionera. Les prometían el cielo, y aceptaban, y les crecía la afición y la gana de embarcarse, hasta que en una de ésas se dejaban montar detrás de las vías o salían de bellas durmientes a rondar por algún arrabal y amanecían haciendo buches en una canaleta. Así fue que Merlita, apenas pudo caminar recto, se fugó con el hijo de un vecino, un Remigio siniestro, con cara de inquina, que le dio una en el cruce y la dejó tirada bajo un camión. Si no la corría la Lastenia con los zapatos ortopédicos, que despertaron a medio municipio, a lo mejor no la veían más. Ya se le paspaban los pómulos cuando la trajeron de la oreja al castigo. La pusieron a ayudar en la tienda, y se vengó comiendo hormiguicida. Estuvo grave, con calambres y gases delictuosos que parecían hipos festivos, y risitas esqueléticas que hacían chocar los dientes. La pompa fúnebre de la Eulalia, que era el otro lado de la curda de Damiano, la convirtió en revancha diaria, como dulce casero. La amonestaban en misa, por desvariada, y faltó a la escuela, que enseñaba las tradiciones, para hacer patria con los reos del monobloc. Se iba pedaleando en el carrito del heladero, que llegaba hecho una tarántula; y traía aplazos, o no figuraba en las listas, y ni hablar de deberes, y cuando el padre arremetía rabiando, daba vueltas a la cuadra para no entrar.

«Dejala que se acostumbre», le decía la Eulalia a Damiano, que bufaba contra la carrera intempestiva de la suerte aciaga, la marchanta de los contratiempos, la ruleta de los impuestos al rédito. Parece que había bucos en el negocio, coimas a los gordos empresarios, mayoristas cada vez más exigentes, y una poiizonería general. La tarde que estuvo en el barrio el taño inspector de asistencia y salud, que vació la caja del fármaco y se llenó los bolsillos de chocolatines en la confitería, la casa parecía un centro de refugiados. Se oían voces bruscas en el sótano y eran los compadres, en cónclave, presidiendo el socio taciturno, de gestos hirsutos y ronquera de soñador despierto que muere boqueando. Respiraba una canosa insidia, el pobre, antes tan bien plantado y ahora con un chucho que se le caían los lentes, con pedazos de facciones en los vidrios, y se llevaba las bombillas cuando salía de los cuartos, para ir dejando la casa a oscuras, como si esperara un bombardeo.

Sonaba el timbre, y ia Eulalia creía que era para ella, y corría a abrir, y era otra recua de condenados, echando sombras agónicas, y los recibía rauca, como beata maligna, cuando empezaba el desfile con la puesta del sol. Los quedaba viendo entrar con parches en los ojos y muecas esquivas de fundidos bajo el ala del sombrero siempre grande o chico, nunca el número exacto o la marca debida o siquiera la moda funesta que tenía que ser para quedarles bien. Siempre había dicho la Eulalia que la facha no correspondía al daño, ni la pinta al emigrante, ni la calavera al marqués. Mateaban abajo, en banquetas, o toneles, con los bártulos, como en tránsito afligido por un camino que no arrancaba para ningún lado, y allí los sorprendía Merlita, acurrucados en el silencio gaucho de las visitas de pésame, y de miedo se le tiraba llorando al cuello a Damiano, que la ponía a rebotar en una rodilla escarpada o le daba esas palmaditas robustas de tristeza meditabunda que la hacían cambiar de piel. Era la misma violencia cariñosa, de hosco inexpresivo, que le notó aquella vez que le abrió los agujeros en las orejas con hilito encerado y alfiler, para los primeros aretes, y después la corrió por veinte cuadras de solanera y se ligó un mordisco cuando le arrancó el diente de leche, atándolo con piolín a la puerta, que cerró de un manotón. Acogía igual a los falsos invitados que desembocaban por un momento en la casa para tomárselas por las cloacas a otros confines, que a las visitas de familia. Y podía ser invitada o visita, lista y empacada día y noche para mudarse a otra vida, ella también. Era como si anduviera recordando algo que nunca había tenido, o la llamaran y tuviera que contestar, aunque no fuera nadie, y en cuanto le hacían la seña se iba a tirar besos por la ventana a los desconocidos que pasaban por la calle sin verla.

Las temporadas de bonanza de la Eulalia habían sido como esos parpadeos fatales que duran treinta años, aunque parece un minuto descarrilado, y se pagan con la vida, y si era el riesgo lo que tentaba a Merlita, se lo buscó pronto, en veinticuatro horas de vacaciones que se tomó el día de los muertos resucitados, ese año de gracia que causó revuelo, por los asuetos, cuando tanta gente aprovechó para hacerse una escapadita del calendario y aumentó la delincuencia, y hubo miles de atracos, y después no se hablaba más que de vacantes y despidos. Se clausuró la escuela, y la sorna de la Lastenia, que cumplía años, cantándose el Api Tuyú, hacía peso en la casa, como zumbido de mosco beodo. Las gangas de Damiano, parece que habían sido a crédito, y se compraban a plazos, con interés compuesto. Le escamoteaban las hipotecas, y pasaba el tiempo en traqueteos y trámites, y mientras, la Eulalia, cuando no la arrastraban les pies, se le iban las manos, que se movían por los alrededores de las cosas, casi sin tocarlas, asomándose a las paredes como trepadoras o tanteando bordes y contornos con dedos tembleques que levantaban polvaredas en los rincones. Dormía parada, a cualquier hora de desidia, con un brillo de fiebre en los ojos abiertos, que giraban buscando la luz. En las mañanitas tenues, se le contagiaba el tinte fluorescente del cartel de neón que chisporroteaba frente a la ventana, y ardía echando resplandores de llama azul o verdes gangrenosos de invernadero. Amanecía con manchones de sombra amoratada en la cara absorta, al acecho de ecos que parecían estar lejos y cerca al mismo tiempo, como si hora que no tenía imagen todo le sirviera de reflejo. A Damiano, que no se la encontraba más que en pesadillas, y después llegaba haciendo méritos, le metía bochinche y aspaviento. Le encomendaba las hijas, con la Amanda a la cabeza de la lista, le pedía prórrogas, como dienta morosa, y hacía rezos y conjuros, diciendo que era noche perpetua afuera y que oía silbar los murciélagos. Cuando le entraba la zozobra, con los golpes de tos palpitante y saltos del corazón en la boca, se mareaba sola dando vueltas en la punta de un vértigo. Lo último, desde que no se veía venir hasta que se tenía encima, era la manía de estar siempre con la luz encendida, como para que la vieran mejor. A Damiano le daba catalepsias el gasto, y por poco hacía saltar los tapones, para economizarse los veinte watts, entonces salía lo de los alumbramientos. Eran relámpagos que se le prendían por dentro a la Eulalia, en ángulos obtusos, radiantes de las ochenta personalidades que nunca se pudo inventar. De poco le servían a estas alturas, y había que encandilarse rápido, para apagarlas en una llamarada de olvido y volver a extraviar la mirada en el vacío. El truco se lo había enseñado el santo pícaro del cuadro sobre la cama, que antes la seguía por todas partes con ojos traviesos, copiándole las expresiones, y ahora se había vuelto miope y aunque lo piropearan se quedaba mirando fijo adelante, sin enfocar. Estaría en huelga, desde que no le colgaban sus ramitos de lauro, decía la Eulalia, un poco extrañada, recordando que lo había puesto de cara a la pared. Pero a lo mejor se había calcado para no darle la espalda y guiñaba para los dos lados. Peores trastornos podía causar la fatiga del recuerdo en la mañana límpida, que giraba como aspa de molino lento contra el celeste del cielo. A la primera pitada de claraboya empezaban los retumbos, que debían ser transmisiones de pensamientos, porque atraían a la Merlita. que llegaba con escalofríos y se encontraba a la Eulalia voceando muda, con cantos de chicharra en el pelo de medusa y tambores en los tímpanos. La recibía una gala de gestos furtivos, y entraba en embrollos, como dos o tres o diez personas juntas, todas tirando en distintas direcciones, y era saltar vallas y romper umbrales y de pronto salirse al encuentro en un espejo donde ya se estaba antes, presentida, o rezagada desde la última vez. Había un intercambio de sonrisas entendidas con la Eulalia, y un alternarse en los desmanes, que llenaba la casa de murgas de esqueletos sin médula.

Damiano, en desgracia, se había llevado la tarima al altillo, donde roncaba con boca de megáfono, y les sobraba tiempo para devanear. Eran noches de confabulaciones, con estrépito de entierro. La Eulalia hablaba de comprarse un lote en el cementerio, para ir dejando un brazo o una pierna cada día en la tumba, hasta encontrarla ocupada, y poder legar los restos al burdel. «Así hay para todos», decía, con trompetazos de encono sordo que hacían tronar los tablones del piso como tapas de féretro. Reía opaca en su rueca, alerta a los fantasmas de turno, que hacían vigilia, con zancos y muletas, rodando dados en las vigas. Podían ser los descalabros del socio arriba, rebotando en la punta de un resorte, o bailes de comodines que clavaban estacas en el techo y dejaban tropeles de pasos chirriantes en las escaleras.

Un golpe de la baraja, y Merlita echaba pie en las pantuflas y salía coleando. Dormía en la trastienda, bajo la caldera, con la Lastenia, en un catre de eje roto, la cabeza a pique y las patas en alto, por los corcovos. Se repartían el espacio tirándose tijeras con las piernas, que volaban como cuerdas locas entre los túmulos. Para tenerse a flote, había que agarrarse de la ropa sulfurosa como de un alambre de púas y hacer la plancha en un borde de escarola, y entonces se entraba cabeceando a los ambages de algún sueño conjunto que acababa en torniquete o estampida. La Lastenia tenía carraspera y chasqueaba los bembos, y largaba cuetes y erizos. Estaba en vilo un minuto, y después escalaba el poste de la cabecera y se iba a merodear a la despensa, gimiendo como chirimía cuando pisaba una ratonera o se caía a la pileta. La santa taradita, le habían dicho siempre, por opa ¡nocente, pero ahora era piel de Judas, desde que hizo votos a Satán y se le destrabó la lengua y cacareaba en sueños recordando como le había puesto una culebra en el upite a la maestra. Llegó gacha y chapina el último día de clase a contar la historia en bajo bufo, con puntadas en el paladar. Fue en una de ésas que salió a tomar aire de émbolo a la calle y la pescó el rodillo de una aplanadora y volvió dragando. Le habrá hecho mal la yanta de croquetas, que le daba revuelcos, y despertó con plétora y tuvo que ir a soltarse las costuras al baño, y entre saltitos bisiestos, traspasó la verja y acabó gateando en la avenida. La rescataron a tiempo, pero quedó como con arrastre, y el ruido de pala afuera de la puerta, seguro que era el nudo que traía en el dedo gordo para acordarse de no dejar los codos sueltos en el pasillo.

Merlita estaba hecha una maraña en el fondo del catre, oyendo bramar el mongólico de la casa de la otra cuadra que la esperaba mansito en la reja por las tardes para mostrarle las amígdalas. Era rubio y tenía los ojos en blanco y la requería invitándola a jugar con los bloques del alfabeto en el pasto, y si se le negaba se ponía fulo y le tiraba motes crocantes o le mandaba la sombra morrocotuda a tocarle la bocina de macho viejo en la noche. Se paseaba por el techo, frotándose un ojo diáfano, como el de la Lastenia, de la mano con el hermanito Aparicio, que todavía no había tanto de la tumba para unirse al corso, y veces con el hermnito Aparicio, que todavía no había nacido y ya hacía valer sus derechos de benjamín orinándose en las tejas. Se podía recibir a las hordas bohemias con trabuco y máuser, igual se le posaban en la frente a Merlita, que se sacaba la cabeza todas las noches antes de acostarse y la dejaba en una percha o bajo la almohada, y a la mañana siguiente se la encajaba de cualquier manera distinta, como si ya no fuera la misma. Lo que pasaba entremedio no lo sabía el cuerpo inerte, que quedaba de contrapeso en la cama mientras la dueña andaba moviendo el piso. Ya la Eulalia había dicho que si le iban a prestar una vida que igual era de ella, no la quería, y arrancaría todos los muebles antes de dejarse fichar. Ver que a Merlita se le había pegado la misma ansia de jubilada tenía que darle nuevos ánimos, y juntando fuerzas se podía más. La hueste nómada en el techo era él galope del pensamiento por la cancha libre de la primera alborada. Para entonces la noche de citas había producido su cuota de variantes contra el tráfago del día. La Eulalia últimamente se había hecho la idea de abrir cuenta aparte, para independizarse, y tenía su plan. Mientras el socio seguía roncando arriba, se vestían rápido y bajaban en puntillas a la tienda a robar cosas que después trataban de vender en el montepío. Salían palpando nichos y resquicios al estrépito de las calles céntricas, la Eulalia con la carga y Merlita de lazarillo. El chiste era dejar los abarrotes, que se comerciaban mal, y dedicarse a los cachorros. Se reemplazaba una cosa con otra, para llenar los baches, y el mercado se hacía cada vez más negro, y el manejo-más sutil. Estaba el problema de la Lastenia, que podía espiarlas, pero como era caso fronterizo, bastaba taponearla con somníferos y cambiarla de cuarto en carriola. Damiano, que estaba como los chanchos con el otro yo, no sospechó nada por meses, hasta que se les fue la mano y trataron de llevarse una báscula con brazos de maniquí y les retintineó en la puerta. La ladearon y se les soltó, y rodó por la vereda y cruzó el nuevo semáforo de la esquina, donde esperaba el zorro gris. Fue todo un espectáculo cuando el socio mocho apareció en piyama, abriéndose paso entre la turba con una escopeta. Merlita lo vio a media cuadra, y allí no más plantó a la Eulalia y se largó con las mechas al viento. Parece que después el día entero anduvo picándoselas por calles perdidas, hasta que la recogió el celular y tuvieron que ir a buscarla a la seccional. Damiano se arrancaba los pelos, por el escándalo, pero la Eulalia llegó eufórica. Se calmó en seguida que supo que había nuevo comisario y que usaba monóculo y hablaba alemán. Se despistó un poco cuando resultó ser el mismo negro trompudo de siempre, que ahora no se llamaba Toribio Cosa sino Fritz y Franz, pero igual entró con tocado y antorcha, tratándolo de López y Planes y cantando himnos de loas al uniforme, en frondoso homenaje a las glorias de la nueva administración. Era como para ponerse en joda, y no en llanta, como el socio, molesto, que daba bostezos de alarma y no levantaba la vista. Quería llevarle la corriente a la Eulalia, y hasta le hizo unas cuantas venias al Toribio, con los ojos virados, pero no podía contra los celos y las sospechas. Levantó acta de protesta muda frotándose la barbilla y ajustándose el corbatín. Empezaron los papeleos, y le temblaba la mano, y llenó los quince formularios con letra triple de una pluma rasposa que se le clavó al pie de la página cuando quiso firmar.

Hubo que pedir audiencia para dentro de media hora, que se fue en conciliábulos. Se sentaron bajo un altoparlante a oir golpear las rejas en los corredores, y Damiano tiraba para la puerta, diciendo que era tiempo de irse, y la Eulalia, que sentía las chispas del monóculo en las mejillas, como si la luparan, sacudía el penacho para darse charol. El asunto se hacía largo y tendido, y no había que comprometerse a nada sin previo aviso, y al fin aparecieron las candidatas, que eran más de veinte, lagrimeantes y pecosas en sus telitas de alambre, a formar contra la pared. Había de todos los tamaños y para cada gusto, y más en las celdas, que no terminaban de vaciarse, por las fiestas, que siempre eran época de cuantía, explicaba Toribio, y este año mejor que nunca. Las iba alineando de a dos o tres, como para pasar lista, y a Damiano, que había estado escuchando con cara de circunstancia, se lo comenzaba a notar vacilante y nervioso, y hasta la Eulalia se quedó pasmada un momento, pero después le entró la crisis de entusiasmo. Ni en los anuncios de los diarios, ni en los asilos se había imaginado tantas grasitas juntas, y no veía y se le entupía la lengua y se le pinchaba la voz. A Damiano se le habrá ocurrido que para salir de una sola tendría que ensartarse las veinte, y la retenía con una mano torva, pero la Eulalia ya se abalanzaba coreando. Alargaba los brazos agualotosos como sopa chirle, con sonriente amargura de madre tierra, y palpaba caras sin distinguirlas. Había flores de fango, chinitas amazónicas y rastrojos de todos los campos, pero ni seña de Merlita, que se escondía detrás de una gorda Popof. La pasó por alto cuatro o cinco veces, y armó un batifondo diciendo que no estaba y que las quería a todas por las dudas, y lloraba a moco tendido para no tener que escoger. Damiano seguía indeciso, y cada vez más compungido, y el Toribio se impacientaba, y le crecía la altisonancia y se le endurecía la pose militar. Tanto se ofuscaron que ya nadie veía claro, salvo la Merlita, que mantuvo las distancias hasta el final. La verdad que no se rompió nada para que la descubrieran, y si no se hubiera entregado en un momento de descuido o fastidio, se habrían ido con las manos vacías. Recibió altanera los besos y lloros, apestada de un nuevo aplomo infuloso que era como una consagración. Lo tomó todo a la chacota, como descarada máxima. «Son unos crotos bárbaros», le dijo al comisario a la salida, y esa noche tuvieron que ponerle ventosas a la Eulalia para calmarle los fragores.

Los años flacos siguieron rotando hasta esa otra noche en que volvió a quemar sus budas doña Lis contra la tormenta de escarcha que anunció al hermanito pateta. Parecía mentira que hubiera todavía cosecha, y en pleno invierno, si no fuera por algún talento especial que debía tener la familia para producir frutos tardíos. Así y todo, no se podía esperar mucho, a pesar de los santiamenes de la encinta y los ruegos del socio, que pedía gaucho malo para la tienda, y gracias que la bocha cruda que asomó entre las matas fue un brote de carne viva, aunque tan enclenque que-apenas se sabía si era hembrita o varón. Damiano lo encontró poco rústico y lo miró con cara áspera, y al rato no más le sacó el cuerpo ai delito llamándolo Aparicio, por aparecido, como si no viera que iba a ser patán. Porque justamente era el único de marca conocida, no como las hijas meteretas, que habían sido producto importado, por eso le dio doble cuota de ahogos a la Eulalia, que dejó las últimas tripas en el parto. Lo triste fue verla delirante de tos y catarro y que él creyera que era la misma urticaria de siempre y no llamas de hoguera. Y sin embargo ardía en ios fulgores enfermizos de una llama escamosa que no era lumbre de ninguna lámpara. Anduvo congestionada un tiempo, cada vez más a los tanteos, partiendo esas lagañas de aire espeso que le cortaban el aliento y que le hacían dar volteretas de trompo en las tinieblas. El amor sempiterno del socio no había podido nunca contra sus ritos ufanos, y menos ahora que se dedicaba al culto de las despedidas. Llamó a la prole para darles consejos contra las falsas promesas de la rutina y la variedad. A la Lastenia le leyó la suerte en el belfo, a Merlita en los desplantes. «Hay que ser todo y nada», decía con voz de buho y golpes en los pulmones. Estrechaba una mano y otra, y el tierno ya daba los primeros pasos inciertos en el fondo de la misma mala estofa del padre, que empezó a llevarlo en andas por la casa, como sambenito. Por suerte las hijas bacantes seguían siendo astillas de tantos palos que perdían la cuenta. La Eulalia ya no era más que puro frunce y tufo de difunta. Insistía entre sofocos en la nobleza rancia de su vena andariega, pero no se puso más las botas de siete leguas. Soñó una noche con ceño, y a la mañana siguiente el tiempo estaba raro, como inestable, o intermitente, o fuera de toda estación. Había sol con bruma, y nubes de amianto, y un viento afónico que no traía ni seca ni aguacero. Para la fecha en que estaba la Eulalia no convenía ninguna época del año. Salió un rato al patio a asolarse, y no sentía más que un silencio, y volvió con baba blanca de perro rabioso, diciendo que en ese clima no podía vivir. Murió palmoteando una tarde de marzo entre Ramos y Pascuas, y la velaron en una caja mortuoria garantizada contra cresa y termite, por si seguía postuma. Dicen que Merlita robó flores de todos los jardines del vecindario para llevárselas, a cambio de la trenza morena que ella le había regalado la víspera y que le colgaba delante como lágrima. De vuelta por la calle angosta, pasó por la casa del mongólico, que le hizo un berrinche en la reja y después le tendió una madreselva y se quedó tartamudo y tiritón. En el velorio, había coronas marchitas, y olor a ajenjo, y todos se estiraban los morros, y el socio disponía de acuerdo con las últimas voluntades de la santa finada. Era un día oscurecido, lleno de cantos de grillos, y el hermanito tenía payuelas, y fue esa misma noche que Merlita lo sacó de farra, para celebrar los quince abriles, y le dio tanta lástima que trató de venderlo por veinte pesos a un extraño en el parque, y después lo fletó a casa con una estampilla en la capota, y se tomó un tranvía hasta el fin de la línea y nunca supo donde se bajó.

Después pasó seis meses chochos esperando una buena noticia que estaba justo a la vuelta de las cosas. La calesita carnavalera de la Eulalia seguía haciendo su gira de alerta diaria a la hora de la gente ida, con galopa a bordo, y el socio, cada vez de peor calaña, oía malones, y no terminaba de enviudar. Una vez que se puso los lentes de la muerta, para no mercar otros nuevos que costaban un ojo y no le darían nunca la misma perspectiva, la vio tocando un gongo de vidrio en la cocina. Tenía que ser ella por el porte de gitana y el pulso de india brava que partía imágenes en el aire vibrante. Pero era la Merla, con silueta esbelta de hada imprevista, hecha una reina de la ceca y de la meca desde que le soplaron el chisme de que era de la ¡lustre estirpe de un cierto cholo Godoy.

Se decía de todo, y no había por qué tomárselo a pecho, pero también podía servirle de golpe de gracia en cualquier momento de maleficio. La Eulalia en su gloria la inspiraba seguro que por obra de algún espíritu santo, porque a cada rato encontraba un piolín en el aire y tiraba y se le venía el cielo abajo. Le daban como nubarrones, con un aleteo adentro, y era apagar la luz y quedarse hecha un agüita turbia en el fondo de un espejo. La miraban atravesado, y en seguida estaba en el punto ciego, al borde del resbalón. Si fue la yeta, ella se la cortó a medida, y le quedaba linda, como un retrato. Con esa fachada quietita y fresca, no se sospechaba que podía haber puerta trasera. Los barruntos de disturbio pasaban por tufos, o estirones de la edad. Era tan atenta con la familia que despistaba. Se había vuelto vendedora modelo, y hasta medio ama de casa y amante de todo quehacer. Llevaba cuentas y hacía inventarios y despachaba a ochenta clientes por día. La creían ya casi instalada en haberes, y resuelta a gozar para siempre de los frutos de la hacienda, cuando le vino esa maldita costumbre de ponerle cualquier cara a la gente, como si no la viera. Se le confundía la clientela de toda la vida, y la lista de las encomiendas con la de los pagarés. Subía los precios y recibía las quejas con impaciencia, o se entonaba. Decían que por el padre ricacho, que volvía a llenarse de oro después de la merma y cerraba cada quince días por ampliaciones y no daba ni la hora sin cobrarla, pero la fachenda seguía fuera del almacén. La Lastenia, que no tenía expectativas, ya de novia, a pesar de los ojos corridos, y Merlita andaba por un par de meses con un tipo y de pronto una mañana no le reconocía la voz en el teléfono. Lo mismo con los amigos, que se le perdían por el camino. Empezaba con uno, y seguía con otro, igual. El ñato Figue-res, que leía cristales y había estado en la Santa Sede, se le gastó tan rápido como la china Tinkermann, que vendía barquillas en Luján. Se metía así de pasada en las cosas, a divertirse un rato, y después andaba desprendida otra vez. La yeta era la mala suerte de estar y no estar al mismo tiempo, ni de un lado ni del otro, como un reloj sin manos que marca para adelante y para atrás. Por eso se cobraba entrada a todos parejo, sin fijarse en nombres o apellidos. Tan íntima que había estado últimamente con la Lastenia, por ejemplo, hasta que se casó con el organista de la paroquia y se mudó a Lomas y la enterró viva de un día al otro. Le regaló un loro marica que se llamaba Jesús María y cantaba como chorlito, y la extrañó un poco los primeros tiempos, por la cama vacía, pero después ni se acordó. Fue el momento del Abundio, que llegaba con boina ladeada y le decía Luzbel. Estuvo a la vera de algo con el Venancio, el hijo del fiambrera, que la espiaba a medianoche con binóculo y la seguía a diez pasos en la calle, tragando aguaje de estela. También el Cayetano, cuando lo operaron del hígado, se le murió en las manos. Decían que le había chupado la sangre como un vampiro, pero no fue- así. Simplemente lo cuidó día y noche, hasta olvidarlo. Lo esperó mufada a la salida del hospital, y parecía que ya se entendían, cuando una vez que iban juntos bajo una lunita de miel, de pronto la Merla dio la vuelta a la esquina y desapareció. A la semana, le mandó una carta distraída de la provincia, donde le decía que nunca más.

Lo peor fue con el bolche de la esquina, el de las hombreras, que la llevaba a las juntas del comité en el triciclo de la panadería, con los manifiestos. Era un tipo rasca, con borra y mucha patarra, pero bien visto en la familia por la pinta de gremialista y la chiva de príncipe galán. A la Merla le gustó el airecito que tenía de conocerlas todas y no andar diciendo. Todo un invierno le cebó el mate y le sacudió la felpa al Ciprión, y hasta le aguantó los chancros en las asentaderas. Se encontraron en algún baile de esos donde se va para estar en otra cosa, y bonita la pareja, a rienda suelta, dejando una mecha en cada poste. Se tenían locos, como si de tocarse no más se les fuera algo entre los dedos y hubiera que derrocharlo rápido, antes de que se empañara, y daba gusto verlos trepados a las astas con los volantes, o braceando en los mítines de barrio, envueltos en esa aureola de sonrisas que les enviaba el público de las bocacalles. Fue un tiempo de fastos y tarándolas y noches de complotes en los albañales. El negro Antuña, que pisaba fuerte desde que hacía carrera en la gendarmería, se subía fanfarreando a la garita de la avenida y paraba el tráfico para que pudieran cruzar. Se juramentaron, un día que el Ciprión se hizo podar la melena y volvió con flecos y brocado de pelu-sita en las sienes. Llegó a anunciarse el compromiso, y hasta a prepararse el puchero y los almidones del ajuar. Y sin embargo, cuando se lo llevó la barriada al Ciprión, la Merla ya andaba como en rodeos. Lo fue a visitar una sola vez al calabozo, una tardecita, a la hora de la canóniga, para devolverle la sortija, y cuando el guaso atrevido le metió la mano en el escote salió ronca y aporreada a la calle oscura.

Así pasó un mes de caspa y sarro para el Ciprión, y falso duelo para Merlita, que no enlutó. Le echó el mal ojo, decían, y algo de eso hubo, porque cuando lo soltaron, había perdido la parada. Andaba rengo, con parches de tiña, y tenía gripe y lumbago. Llegó expectorando, y hablaba cocoliche, y Merlita lo vio todo borroso, como a través de una catarata, y poco quedaba del milonguero que había parecido tan tarambana. En cuanto la tocó, le brotó una roncha en la punta de la lengua, donde tendría que haber estado el besito chupón. La agarró de los bucles, y no embocaban. Los frunces que le hacía Merlita eran para que no viera que tragaba plomo y empezaba la caída, en el recuerdo, en los lugares por la soga de los olvidos. Mejor que ser algo fijo en la maraña de los momentos muertos era descolgarse del último nudo y largar el estribo. «No pegamos», le decía Merlita, cerrándole el puño en la cara, frente a los ojos saltarines. «No te siento más». Y en realidad que el único efecto que le hacían los besuqueos desabridos era como de relajamiento. Ducha y fría estaba, viéndolo de rodillas al Ciprión, todo endomingado, y con olor a ajo y lavandina. La abusó, y después creyó que se hacía pagar caro la niña, y le trajo regalos. La invitó al fútbol, la llamó mascota, le iba a dedicar un campeonato, y hasta la amenazó con echarle la barra encima, pero para montar en pelo, como quería ella, hacía falta una labia alegre y no esa flema bronquítica .

La última vez que se vieron fue un sábado a la noche, en la bodega, sobre un barril, empinando una damajuana. Había microbios y gualicho en el aire grueso. Merlita recordó otros tiempos de cortejo cuando el Ciprión la esperaba en el fondo del baldío, entre la cicuta, y la traía el viento, volando como un barrilete o patinando por las vías del tren. Ahora, en cambio, los brazos le colgaban en hilachas, como los flequillos del Ciprión, que había recogido puchos por la calle para llenar la pipa y humeaba en silencio, piojoso y arruinado. Soplaba una brisa triste en el patio, hinchando el toldo, que se sacudía como una llama de fogata suelta a la luz del farol. A Merlita le pesaba el bloque de la noche como pechera, pero ya había echado raíces en otro día. El Ciprión le hacía señas de lejos, y no llegaban. Se removieron las cortinas de piola, y parecían cadenas rotas. Era como si ya se hubieran tirado todos los cacharros por la cabeza y no les quedara más que pedazos de jaqueca. Para qué enchincharse cuando ni con patillas ni chivita ni los ojitos de macaco le veía ya la gracia al Ciprión. El la miró fuerte y como despachurrado, y no sabía si probar la súplica o la desfachatez. Al final se portó como un energúmeno. Le echó un brazo rotundo al cuello a la Merla airada y le babeó en la oreja. Le peló un hombro de un manotazo, y rodaron entre los barriles, ella con la arañlía del asco en la ingle. No se había esperado semejante embestida, ni las comezones en las piernas, que le aguaron la fuga por el piso empinado. Dieron tres vueltas lentas al cuarto, con acechos y cambios de velocidad. Merüta partía gajos de salchichones como bejucos, y el otro pasaba en trapecio, colgado de una longaniza. Era como bailar un vals jaspeado y botar la ropa a cada paso, hasta quedarse a flor de piel. Un buen chasco se llevaron los dos cuando la Merla tropezó en una ranura, ya con un pie en el peldaño de la escalera, que le rebotó como un trampolín. El C¡-prión la atrapó justo, y se le viciaba el aliento. La tenía bien apretadita del muslo, clavada en el umbral. «Largate, que hacés carambola», le decía entre jadeos, y Merlita, harta, se retorcía y gritaba: «No puedo, si me largo no vuelvo más». Así se recordó luego, ausente y despavorida, alejando las distancias, que la borroneaban en la media luz. Fue por la pena de tanto quererlo que tuvo que mandarlo a pasear, sombrero en mano, y ella en cuerpito gentil, para la despedida, que había comenzado con el primer adiós.

Para entonces rompía con todos, y el padre no hacía más que retirarle la dote, y andaba casi limosneando por las calles, en busca de su Amanda muerta. Cierto que se le conocían estas sali-ditas de antes, y le habían costado más de un escarmiento, pero había sido pura jauja y no como ahora que hacía cualquier cosa para llevarles la contra a los fósiles del hábito, y además tenía vocación. Se sentía fresquita y potable para lo que fuera, como la Eulalia cuando empollaba entre boldos y tisanas. El momento ahito, que llegó con un viejo arrullo de tórtolas, no lo notó nadie. Entró una bruma de tantas, con las ganas de dejarse embaucar por el primer venido, y parecía vagancia, pero fue el gusto a la dicha plena, a la vida en flor.

Se fue llevando una valija, con la faja y los sostenes, el sombrero de encaje de la tía Mencha, con la rosa de trapo al centro, y una sonrisa en el ojal. Había pasado la noche con un cuarto de luna entre los párpados. Dejó puesta la luz, para quedarse pensando, hasta que se le enroscó un rulito de tedio en el ombligo. Lo que sigue no sirve, se decía, y corrían las horas sin irse. Hacía calor, y se asomó a la ventana, y vio tucos y tiznes, y tiró el camisón. Se le pegaba el cuerpo como que no fuera suyo, y anduvo un rato dejándolo entre los muebles, y oía voces que chistaban en las cómodas. Se acostaba por cuarta o quinta vez, esperando que clareara afuera, cuando la visitó el angelito regalón que andaba de rebote por las casas dormidas y llegaba siempre justo a tiempo para recordarle lo que ya sabía y olvidaba y volvía a saber. Batiendo alas de hojaldra, la hizo saltar de la cama, partida por un rayo de madrugada. Cantó el gallo cacarero que se hacía torcer el pescuezo todas las mañanas en la azotea de enfrente, y había que largarse rápido, con el primer albor.

Medio vestida, juntó los fardos, y ya agarraba viaje por los techados como una velita loca hinchada a los cuatro vientos. No tendría sentido eso de irse a la bartola por el filo de la mañana, pero qué había de más lindo, aunque fuera pura pazguatería, que empinarse por una calle asoleada que corría siempre adelante, y dejarse llevar. Si la paraban, ni ojos para mirar, ni manos para darle nada a nadie. Oyó cascos en el aire ralo, y pasó claqueteando el lechero, y después sólo se movieron los árboles.

La cargoseaba menos la valija que el brazo suelto, el que había ganado unos cuantos pesos el día antes vendiendo unos litros de sangre al hospital. Le había dado el dato una vez la Lastenia, que tenía malpartos y vivía afiliada a ligas de fomento y beneficencia desde que su santo de alcoba había resultado ser miembro de los alcohólicos anónimos. Ocho pinchazos le valió la dádiva, y un callo en la vena, pero con la plata en el corpiño y la faldita corta que le parpadeaba entre las rodillas, se sentía más que nunca errante y peregrina. Podía andar cerca el Ciprión, que ya sólo servía para recordar lo que no fue, y pasaría de largo sin verlo. Sería como una de esas sombras que atraen a media cuadra y a último momento se vuelven caras equivocadas y se evitan con una crispadurita de recato o disimulo. Así llegó a la esquina, ajustándose la liga negra que llevaba en la pierna derecha, la más sílfide y apta para los vistazos, que daban buena suerte, y esperó ondulante la alerta en el cruce. Pensó que si no la recogía una barredora, se iría en el camión de la perrera, o en taladro. Lo curioso era haber estado aquí mil veces antes y no acordarse de lo que vendría, como si el mundo fuera redondo pero no diera toda la vuelta, ni al derecho ni al revés. Cara o ceca, se contaba siempre la misma historia, pero cada vez más complicada y menos completa. Ahora que creía andar en una sola cosa, se le juntaban todas. Por ahí le gritaron modosa de una rama de palo borracho en la vereda opuesta. Podía ser rebuzno del hermanito taraleti, o el gurdo de la reja que soltaba el mirlo, o algún vago que tocaba timbres, y todo a golpes de teléfono.

Contestó una monjita con bigotes que hacia repicar las campanas para no llamarse María del Pilar. Se sonaba fuerte en misa de gallo y aguaba las fiestas del convento con sus bemoles, y había estado en el ruido, hasta que le arrancaron la muela del juicio y se quedó planchando. Le pidieron una ofrenda para una buena causa, y le decían Eulalia, y se defendía diciendo que era Mitsou. Se lo contó una franchuta secreta que perdió la vena en Burzaco, por un sacramento, cuando pudo ser la Reina del Plata. Hacía tiempo ya de esa otra boda de sangre en que perdió el botoncito divino que llaman la joya de familia. Sí la invitaban a ser la bella del baile ahora, la encontrarían escondida detrás de la puerta, en el cuarto de los corazones partidos. Cuando la vinieran a sacar, toda emplumada, giraría como un aro. Atravesaría en siete redondeles la sala de los altares, abiertas en abanico las veintitrés enaguas. Lástima cómo se le corría la cintura, y el moño caído. Tan patona que era, en realidad, dando tumbos en el aire, con revoloteos de las manotas descascaradas que parecían flores del empapelado. Si se apretaba las sienes, se le apagaba el zumbido en el copete, pero seguía el farfullo como de cascarudo en el hueco del hombro, y había que arrancar cables del muro, y colgó.

Era verano, o casi, y la primera tarde la pasó tirada como una chancleta en la playa de la costanera. Se sentía tierna en la brisa, porosa al sol. Le habló un Caledonio, en tirantes, y se le erizó la espalda, de tan rica que se sentía, tostadita, con flor de ceibo, y en seguida un Borís, en blusa, bombacha y bonete, que le decía, hincado en la arenisca, entre los cascotes: «A ver, sacá la lengua y decí Ah». No le daban tiempo ni de tender los petates, que ya la abordaba otro empalagoso, con mota y cara de bombón. Hijo único de madre viuda, había sido, y chau, bambina, que estás al diente. Afilaban tanto que era como para tentarse. Le tiraban de la manga, le ofrecían caricitas lampiñas y pañitos de lágrimas. El garbo del éxito era miel de enjambre, y a los cinco minutos de bola tenía séquito. Se ponía de un lado y del otro, y oía espuelas, y veía puro bíceps y bragueta. Había un Adonis tatuado y un flaco payaso con cola de burro. Para tirarse un lance espeluznante estaba el tuerto de las boleadoras, que hacía ca-listenias. Lo recibían aplausos y vítores y risas de picaflores, y de pronto boqueos de labios torcidos que sonaban tarde, como voces mal dobladas. La solteronería relamida de la gente era un estertor alegre, y pensar que había prendas que se llevaban hasta el fin del mundo. Pero para eso había que quedarle bien a alguien antes, y no andarse siempre moviendo, como la Merla, que cambiaba de sitio por tercera vez. Con tanta pandereta, lástima que no se había traído la gemela para regalarla a algún extraño desprevenido, y no estar sola de casta diva. Le picó una tripa, y se acordó que tenía provisiones, y se puso a roer una galleta. Peló una banana fofa que se le desparramó en la mano. Se limpió en cuclillas, y le rasgaba la frente una corbata. No sabía si era desaire, o tributo, o gesto salvavida, y estuvo corta y seca. Al toque de las cuatro, se la trabajaban en tandas. El momento que los lobos de mar se iban ladrando contra la perra suerte, llegaba algún viejo chulo a darle sombra con el panamá.

Medio adormilada, vio rodar a diez pasos un canasto vacío, redondo como una pelota a rayas, con nene adentro, y se alzó crepitante y bajó en piernas al agua, aferrada a la valija, para patear la espuma. Visto de lejos una vez, el río le había parecido azul marino, pero ahora era un fango que le comía el tobillo. Había nubes de brea afuera, y cerca, un fuego sin resplandor. De vuelta, cuesta arriba, entre pitos y chiflidos, la cegó un momento la falsa lumbre. Pisó brasas, y el día respiraba hondo y soplaba al garete. Raro como pegaba fuerte y se iba, en apagones. Había chamusco en el aire, que brillaba y después largaba un humito oculto, como que bajaran la luz.

Se acostó otra vez en una toalla empapada de salmuera, y se le derretían los dedos cuando desempacó cuatro pilchas de la valija para hacerse un bollo de almohada. Se arrebujó la falda y le chispeó el calzón. Ahora le daba de lleno el sol, un roce de astillas que le encendía una mecha en el ala del sombrero. Estiró una pierna de melaza para sujetar una puerta, que se abría. Tendría que haberlo notado antes de estar al tope, pero se distrajo, y entró y salió alguien, a paso lento, dejándole una pizca de espanto. Si no es molestia, parece que decía, pero era el vecino que hacía zalemas, como los santiguamientos del socio postrado y jurando que no faltaba más. Se le cruzaban las imágenes en la resolana. La invitaron a tomar una copita, y se le licuó una basura en el ojo, y oyó pasos en la acera. Todo fue tacto leve de una cosa que estaba a ras de otra. Una gaviota ronca daba vueltas arriba con ala de buitre y pico de urraca. Los pasos, apedreantes, venían de lejos, pisoteándose. Ahora sonaban a fuetes, y no podía esquivarlos en la calle angosta. Había visto al hombre en la luna hacía tres noches, a través de un vidrio opaco, y se aplastó contra la pared.

Estaba en el recodo, o cómo llamarlo, si no hay palabra, robando horas al flujo. La varita mágica de las combinaciones mezclaba santos y señas de antes y después. La arena crespa era una fárfara, como en la carta de la abuelita Pía, la del Chon, cuando dio la vuelta al mundo en sus últimos ochenta días y tuvo que andar descalza en cubierta, entre cáscaras de huevos, cruzando el ecuador. Así se iniciaban los turistas del alma a los cambios de hemisferio y las otras mil maravillas de los que iban hacia el puerto del viajero. Tanto había querido siempre conocer otros rumbos, y andar en góndola, y ver las pirámides, y morirse contenta en una borrasca en cualquier costa lejana, de cara al poniente, en medio de la gran gira. Le plugo a Dios oírla, la nochebuena, justo cuando preparaba el ponche rompopo que hacía todas las navidades y que daba patatús. Tenía gusto a nuez moscada, decía la Merla, que sentía latidos. Notó apenas que subía la marea, trayendo rumores de algas y los suspiros espumosos del oleaje, y la carta que decía, nos pusimos todos un poco alegres, que ni les cuento, de la emoción. Un mes en alta mar, y tan divertida la vida a bordo, y lo que le hace a uno el trópico. La Merla sudaba, en retazos de falda y blusa abierta. Se había estado quitando la ropa de a poco, casi sin fijarse, y la abuelita largaba la risotada y decía, hay luna y estrellas todas las noches, hoy vimos unos tiburones, debe ser el rompopo, por si se hunde el barco Ies mando la receta. Se bate la clara y la yema aparte. Se mezcla en un bol y parece nieve cuajada. Tres cuartas partes de leche, pero cuidado que no se corte. Ron cubano, tiene que ser, o no sirve, es el más dulce y parejo. Le goteaban las axilas, le venía otra vez el galope en las venas, y golpeó la puerta. Un brazo suelto encendía la luz y se quedaba colgando como una manga vacía. La rozó una mano vellosa en el cuartucho raído. Parecía un chorrito de absceso, y se deja ai fuego lento, o en baño de María, hasta que largue un hervor. El sol le ponía un iris en los ojos, bajo el bronce de los párpados. Anoche bailamos hasta la tres, si me vieran chapoteando en la piscina y tirando la chancleta con el capitán. Es chamorro, y usa pajarita, y ya estamos de nombres de pila. Le hice buñuelos, y nos bajamos en Jamaica a ver los caníbales. Pero no hablemos de comida, que engorda. Los quiero tanto, y un viento aterciopelado le infló los pañales. Había turba en la playa, gente que saltaba el parapeto, otros que corrían gritando por el borde del agua. Le dolía el buche emplastado en la greda, y no podía mover la nuca paralítica. Aunque no vuelva a verlos, decía la abuelita agitada y pasposa. Se apoyó en los codos, de espaldas al agua, para mirar por entre las piernas, mostrando el rabo pelón. Se oía cada vez más fuerte el zapateo en el fondo del pasaje estrecho, como mala siembra. Un ahogado, sería, por el despatarro, y la gente que salía vadeando a buscar el cuerpo, que se debatía en la cresta de una ola. Era el mismo que colgaba del fundillo en el ropero, sacando la cabeza entre los ripios. La Merla iba y venía como péndulo. Dio unos pasos en blanco, un poco para todos lados, como arriando redes. Pensó un momento que forcejeaba contra el Ciprión, que la embestía en la puerta. Le sopló un pánico que le empañó las pupilas, pero seguían dilatándose las pisadas en la calleja. Esperaba, reverberante, agolpada en el umbral.

El gentío abajo chocaba entre visos y sombrillas. El sol era un pegote en las nubes difusas, la playa un chorro de malta y caramelo. Parecía una noche de jarana, con rondas y juegos de artificio y el Momo que pasaba en calesa y cascabeles, Un balde daba vuelcos en el viento, que hacía serpentinas de arena y arrastraba papeles muertos. Todo fue ensueño y patraña y ladrido de foca al crepúsculo. A la abuelita le temblaban los cachetes cuando decía que no importaba no tener donde caer muerta porque el mar era un gran camposanto que recibía igual a héroes y timberos. Había que nadar a pecho limpio para no salir a la costa o quedarse en los bajíos. La arena dura iba en declive, como ascuas de alfombra, hacia una boca de horno. El miedo era una gra-sita en la papada, una mano larga cubierta de venitas reventadas, como várices. La Eulalia siempre había visto moverse los médanos. Igual las formas de la calle, las sombras de cada edificio, ios ecos de zapato, con sus menguas y crecidas, su canto de guijarros, que se iba vaciando en la acera desierta. La Merla llegó con la marea y entró oscilante al griterío. Se abrió paso hasta la rompiente, entre aleluyas, por los bultos que traía sin breteles, a la yira yira. Los cubrió, nalgueando, y oyó bravo, y respiros de fuelles. Acababan de sacar un cuerpo púrpura, con babas de aguaviva en la cara, y parecían las crenchas del Ciprión. Un bicho de tan mal agüero no se había visto en el río desde los últimos temporales de otoño, y causó tumulto. Se había hecho tarde, como si se salteara el tiempo, y le entró apuro de estar en otra parte, y se le volvieron a correr las imágenes, y era como remontar una cascada, a remo, y echar ancla y cadena lejos, bajo un farol encandilado. Era la calle donde ya estaba, flotando como una boya, con la luna roja arriba, en un torbellino.

Fue entonces que pasó rodando en molinete el pulpo del sueño. Vino con una regadera de faros y guiños de escaparates y traspiés. Bombeando contra el julepe, había salido desbordada a una esquina chillona de tráfico. La senda oscura de antes se había disipado con el incienso del río. El sueño era ese alboroto de bulla eléctrica que le estallaba adentro, en sopor atento. No oyó más las trancadas de titán. La asombró en vez el lustre de las cosas, llenas de un trotecito sordo de mersa patoja a rastras por la medianoche. Se veía en su charco de modorra como en una vidriera. Feúcha y añeja estaba, con sus greñas y ojeras, a pesar de los lujosos convites que le hacían cada tres pasos, a golpes de frenos. Anduvo con cola de paja una cuadra, esperando la chamba, y paró y picó rechinando un convertible, y le dio la lata un cordobés. Les hubiera cantado unas cuantas a esos peleles que le pisaban los tamangos. Cualquiera hubiera bastado para el malentendido, pero tenía que ser uno que llegara a la deriva, o de silueta, a engancharla de sorpresa y por la espalda. La Eulalia, palpando caras, decía que había que pararse siempre detrás de la gente para identificarla, y le pareció digno el método para acto de tan alta gracia y santa fe. Si le tiraban del pelo, recordaría a la Lastenia canturreando en falsete cuando les lavaba la cabeza a las muñecas en la bañera. Le había gastado tres o cuatro pelucas a cada una, hasta dejarlas calvas, y a las más fieras Ies decía Merla. Una. medio descosida parece que la regaló a los chicos pobres del barrio, que enamoraban a las virgencitas de trapo. Gustó el vestidito de los floripondios y la valija, que parecía neceser. A varios tuvo que cortarles la línes por guarangos, y a otros por los afanes y quebrantos. No era cuestión de darle los plenos poderes a cualquier gil. El de la ojeada fulminante sería cauto y sereno, y no bamboche o pateta. Resultó un pintudo que la miró con desapego. Era entrecano, como dicen, y cuarentón. Lo dejó pasar dos veces para otearlo bien de cabo a rabo, y todavía se mantuvo firme en la duda de que sí y que no. La atrajo de entrada el saludo paquete que le hizo con el fedora, y los alambiques del ojo etéreo cuando dijo todo soso que tenía una hija de su edad. «No me cachés», dijo la Merla, humilde y melosa, como para excusarse de ser otra, aunque parecida en las quince poses que sabía de frente, y las tres de perfil. Estaban los dos ya con la lengua afuera de tanto halago, y se querían hasta el disparate. «Te la muestro», decía el Facundo, sacando la billetera. Se le escaparon unas fotos bacanas de morochitas estrafalarias, y una tarjeta que decía Atilio Acosta, su seguro servidor.

Para entonces estaban del brazo que incita. Doblaban la quinta esquina, por una calle que los iba estrechando, lejos del ruido. La cancha de la Merla parecía de veterana de montonera. «La práctica», se decía. «Te imaginaba distinta», acababan de soplarle al oído unos labios rociados. Era como ese exceso de afluencia indeseada que invadía la tienda en épocas de aguinaldo, cuando llegaba la tía Pepa del norte a preguntar por la Eulalia y el socio le decía con gesto ladino que estaba evolucionando paulatinamente bien, gracias a Dios. No por nada había andado siempre en aprietos. Por eso lo escogió al Facundo, que era caso urgente, y tan aguerrido. De vos la trataba, como padrino de bodas con otro que era él mismo. Se quejaba del insomnio, que le subía el tono, y movía llaves en el bolsillo. «Si no lo habré visto antes», pensaba la Merla, pero no le reconoció las pisadas hasta que entraron a la calleja escueta y zumbona y le confesó la tarde de rubores que había pasado galanteándola a cada vuelta del camino. Casualmente iban siguiendo un mismo rastro, que desembocó en una plazoleta. Allí se quedaron pimpantes y pensativos. La brama em-sombrecía al Facundo, que parecía palomo de grueso calibre. Encendía negros pestíferos y soplaba oropeles de humo. «Vamos, querés», decía, apremiado. Sacó unas gafas que se le resbalaron. Se había puesto lloroso de recordar seres queridos. A la Merla le dijo un instinto que lo agarrara de la solapa brincona para que no se fuera taconeando. Se le arrimó con un trino de. chicharras, y formalizaron, y ya estaban con un pie en la escalinata del Hotel Paradiso, que tenía rosetas en los vidrios. Sonaba un teléfono adentro, y al Facundo le pareció llamativa la entrada arabesca y la placa que decía todo confort. Estuvo irónico y conceptuoso en la oficina, pidiendo aposento. Firmó con un brillo de gemelos, y ia Merla a todo atuendo. Los asignaron al sexto piso, con vista a un teatro apagado. Se oían carriles, y fue mal portento cuando el ascensor se atascó a medio camino y descorrieron la reja sobre una pared. La Merla se puso claustrofóbica, y empezó a abrirse la ropa, y el otro a arrobarse. Por suerte había salida arriba, cuando llegaron con golpes de cables y rodetes. Soplaba viruta en el pasillo, como viento sonda, y cada paso era una estridencia, y se partían arpilleras en las puertas, con ruido de crines, pero los esperaba un cuarto charro, con camastro y palangana y una chispa de fósforos en la mesa.    .

Brindaron, con colonia, y la Merla se sentía a toda prueba, como si hubiera llegado intacta a la primera vez. Un tipo lince como el Facundo valía por veinte novatos, y había que darle mucho juego. Tenía maña para los ganchos y cierres, y lo dejó hacer, hasta con las hebillas. «No seás respingona», le decía el maula, cuando se enredaba en los cortinados. Se le descascaraba el lomo al roce del aire, hipaba, soltándole la corbata, aflojándole el cinturón. Era apabullante verla irse vahando como para echar las tripas por la ventana. Pero volvía arrecha, con los lindos brazos dolientes plegados como lombrices sobre el vientre blanco. Tiró la última pilcha y se quedó en peineta, y no había que mortificarse. Al Facundo, ya medio enarbolado, le había entrado congoja y desgano, pero no era para tanto. Lo mandó desnudarse en el ropero, y mientras, se untó poma y brasil. Se le fue la náusea con el trance de verse de reojo en una ranura del espejo del tocador. Estaba sentada, pero si se fijaba bien, de cierto ángulo, entornando los ojos, entraba con bufanda por la puerta o se estiraba en la cama revuelta, borboteando.

El Facundo ahora leía esquelas en la cartelera de enfrente. Se habría aparecido obeso en bragas abiertas y mofletes y la barriga completamente afuera, a contar sus penas floridas. Hacía treinta años que no iba al Roxy con alguna Amanda muerta y enterrada que le dio primicias entre las bambalinas. Le echaban chufletas de los bastidores, pero les puso las astas a unos cuantos cuando dejó los choclos en la puerta del camarín. Se sentía grandioso, recordando tiempos lelos, y la Merla que le tiraba de la lengua. Le encajó las antiparras, para que tomara confianza, y le hizo el baile de los siete velos, con una sábana. Lo lindo, ahora que habian pasado las grullas, era abandonarse al vaivén. El Facundo había sacado bono para todas las noches, que eran una. Se la conocía de memoria, y más de ia cuenta, en cuanto se encendían las candilejas. Estaba muy chusco en su palco, y no lo bochaban por mirón. La quiso tanto en el sainete que llegó zarandeándose. Las veces que la había esperado en última fila, en una butaca chueca, a la sombra de los reflectores que giraban desorbitados sin encontrarla. Cerró la ventana, y la seguía viendo en el bosque de sátiros. La bufanda, que parecía cabellera, se la había regalado para un estreno, con el ramo de camelias. La usaba en la tormenta del primer acto, contra la pulmonía, y a la salida, en el cupé. Era justo la suerte estar manco y surdo cuando podía flecharla. Fue el peso de todos esos años de vida y milagros que le guardó el asiento vacío. Le dio pique la carota inmensa y sonriente que se desparramaba en la almohada. Había ambiente de cine mudo en el cuarto carrasposo, y se pegaba a la alfombra. «Esperate un poco», decía, sin decidirse. Iba y venía, y no sabía si estaba hastiado o frito. Cómo no hacerse problemas con la Merla de odalisca, soltándose el pelo, que le cayó en chuzos por los hombros. Le mostraba el hopo, como para decirle pajarito, y animarse. La sacaba con cámara lenta, y salía movida. Por eso parecían fotos de quiosco, esas tomas de amor del álbum de los recuerdos. Había una sola que lo veía con pepita de pavo y no le decía pajero. «A meterle, a fondo, servicio completo», le decía, entre vapuleos, y estaba lívida. Tendía la gola, oyendo la cháchara en los cuartos vecinos. Quién sabe de dónde le vinieron las artes plásticas que eran algo más. Lo sentía impaciente y lerdo al Facundo encaramado. «Date vuelta mejor, así», le decía, y lo ponía del otro lado, y nada. Los mismos zarpazos le había conocido ya a alguno que no era ni mocho ni capón. Fue toda una gama y surtido variado de gestos inútiles.' Le veía hasta las agallas al Facundo en cada clinch, y pronto lo tuvo en postrimerías. Se levantó con pústulas a vaciarse en la palangana, y no se le iba el calambre. La Merla le echaba pullas que eran encantos. «Dale», le decía, amasándolo, «que ya viene». A ella también se lo habían dicho no hacía tanto, que las cosas vienen con el tiempo, cuando no se van. Se lo repetía ahora, desafiante y drástica. La que no podía era ella, aunque se cortara el otro, por eso le gritaba macana, anímate, si la noche es larga. Tiraban de las dos puntas de la misma yeta. El Facundo ya ni con poleas. Le volvían las bascas, a cada pujo, que le exprimía otra gota seca. Era como para darle una buena purga, y tomá que hacés dura y abundante, no te digo, si justo se tiró de cabeza a largar un chorro caliente en el bidet. Pedía emplastos y bálsamos y bolsa de hielo, y quedó hecho un pelmazo en la cama, divagando, mientras la Merla, medio vestida, se resquebrajaba en el espejo. Allí parecía que recién llegaba, sonante y contante, y ya se iba de refilón. Se guardó el fajo de billetes en la manga y salió despabilada. Llovía, y había una ducha en el pasillo, y lianas en el ascensor. Oía altas frecuencias, y veía todo en colores afuera, en la mañana blanca y negra.

 

Cuento de Luis Harss

 

Publicado, originalmente, en: Mundo Nuevo Nº 23 Mayo 1968

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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