Ramón Palomares - "Vuelta a casa"
Prólogo, cronología y bibliografía de Patricia Guzmán

 
 

Ramón Palomares.

Existir en lo innominado

I

VOZ ORIGINAL que acentúa la belleza y la riqueza del idioma castellano es la de Ramón Palomares. Voz de un elegido llamado a devolverle a la palabra “la preciosidad de su esencia y al hombre la morada para que habite en la morada del Ser”, como dijese Heidegger[1]. Voz que desanda y depone lo preconcebido -ideas, imágenes, palabras... - porque ha advertido que lo importante es hacer presencia, alcanzar a ser inundado por ella para que acaezca el misterio y se manifieste el silencio inminente de las cosas.

Voz extraña y sencilla destinada a ensanchar el horizonte de la poesía venezolana del siglo XX y a resonar en las dos orillas del Atlántico. Extraña en virtud del acento profético, cabalístico y mágico que el poeta le imprime. Y sencilla, porque el arduo trabajo lingüístico al que se entrega Ramón Palomares, en pos de la reconstrucción del universo a través del lenguaje, parte de su necesidad de nombrar su lar, su paisaje primigenio -y lo primigenio y esencial que se revela en las voces que arrastra el viento entre los pueblos andinos de Venezuela.

Palomares se propuso aquilatar las voces de esa gente, aquilatar el sonido de lo vivo que allí palpita, convencido de que la fuerza del poema radica en que éste suscita en nuestro oído un puente para alcanzar el alma. Quizá por ello haya escrito Hanni Ossot que cuando somos tocados por una realidad, cuando una realidad se ha de hacer presencia en nosotros, ocurre una transformación en la mirada, ocurre que “la mirada hacia lo exterior y lo interior se aúnan hacia la escucha más profunda"[2].

La preocupación de Palomares por hacer posible que tanto el alma como el paisaje encuentren expresión más allá del lenguaje estructurado del poema, a saber, en otra instancia, en una instancia donde poema y vida sean una sola cosa y donde, esencialmente, la vida sea experiencia del oído y del ojo; tal preocupación, decíamos, se convierte en obsesión y, por sobre todo, en misión de vida y en misión creadora. El poeta es enfático en señalar: “El oído tiene mucho más efectividad que el ojo"[3], aseveración emparentada con las del filósofo francés Gaston Bachelard: “Oír es más dramático que ver” y “El hombre un ‘tubo sonoro’. un ‘junco parlante"[4].

Importa dejar establecido, en virtud de acceder de manera nueva y de la forma más legítima posible al problema de la mirada en la obra de Palomares, que su insistencia en invitarnos a agudizar nuestra capacidad de escucha, convencido como está de que gracias al oído podemos acceder a otros niveles de la realidad, lo conduce a supeditar y condicionar la visión. Digamos que el poeta asume como urgencia el acto de oír para poder luego levantar su voz o hacer escuchar la voz de los otros, de los paisanos de Boconó, Chejendé, Betijoque, Escuque y demás poblados de los Andes; pero no menos cierto es el hecho de que en sus poemas no es explícita la tarea que cumple el ojo, no porque Palomares desdeñe el poder de éste, sino que comulga con el relato de sentido bíblico y originario, según el cual cuando la luz se esparce sobre el mundo para descubrirnos sus maravillas, lo primero que hace el poeta no es ver sino escuchar voces. Toda visión nos trae una voz que debemos escuchar.

II

Para Ramón Palomares el acto más acorde, más fiel y natural de relación que le está destinado tener como escritor con la palabra escrita, se le da como oyente, se inicia con la audición, y no a través de la imagen visual de la palabra escrita. Estima que un poeta se da más en el orden de la palabra sonora pues allí puede concentrarse y expresarse en su totalidad el valor afectivo del sonido. Para corroborarlo, bastan las primeras líneas de su poema en prosa “Esta historia comienza”, retomado por Palomares para integrarlo a este libro en el que bajo el título Vuelta a casa reúne textos que ha transitado en los últimos quince años y que traslucen el tablero sobre el que erige sus imágenes y compone historias, poemas.

Esta historia comienza con sus vacas y caballerizas, su olor a bosta, su techumbre de palma seca. Es temprano, casi como para que todo se levante en ligera niebla y frío. Entonces se escuchan las primeras voces. Hay en el vaho del cuerpo un sabor a sueño y bostezo. Tenemos un calor húmedo y amoroso en estos trapos y mantones, en la lona de catres y la densa y seca paja y plumas de almohada, pero sobre todo en las voces. Voces de ordeño, madrugada con nombre de luceros y mariposas. En el aroma de boñiga y café, el sonido de pasos y tropiezos, algo cae. Y aun las últimas estrellas, el brillo empecinado, cuando el mugido y el murmullo, el susurro, la orden, el Sí y el No buscan entre las ubres la densa miel, la miel lactescente.[5]

Su historia y el vivir comienzan cuando se escuchan “las primeras voces”. El calor húmedo y amoroso con el que amanecen se posa “sobre todo en las voces”. Y habitan la casa, la despiertan, la amanecen, “el sonido de pasos y tropiezos”. El vivir, el amanecer, el despertar viene “con el mugido y el murmullo, el susurro, la orden, el Sí y el No”.

Todo en su poesía, todo en la poesía de Palomares se enmarca en un decir, en un tono de admonición y también de celebración. Elegías y fiestas. Bautizos y entierros. Pérdidas y hallazgos. se transparentan en cada uno de los trece libros que ha editado y que en pos de referir cabalmente su obra de seguido mencionaremos, intentando aprehender la esencia de cada uno de ellos y el ánimo con el que les concibiese Palomares.

Desde el primer día -cuando habitábamos El reino (1958)- y hasta el día del regreso -con Vuelta a casa (2006)-, luego de hacer renacer el mundo en el canto primigenio de los bienaventurados habitantes de las montañas andinas (desdoblándose en las voces que cantan y como uno más de los que escuchan, en Paisano, 1964) y a la vez, interesado en dar con una estructura formal de mayores dimensiones que le permitiera depurar la artificiosa solemnidad que envuelve los temas históricos, oficia las Honras fúnebres (1965) de un hombre desencantado ante el poco sentido que se le diese a su gesta; y más tarde, viaja para despedirse de Ulloa, Guaicaipuro, entre fantasmas, espejos y presagios en el sitio de Santiago de León de Caracas (1967) -atreviéndose a imprimirle sentido estético a asuntos de la historia.

Bastaba de dramas y se fue hasta Boconó para compensar su corazón escuchando El vientecito suave del amanecer con los primeros aromas (1969), y sucedió que recibió el llamado de su tía Polimnia y otras tías y retías, y hubo de estar en el umbral para despedirse de su madre, de Laurencio, en pleno verano y dándole de beber a su alma para decir Adiós Escuque -con tanto arte en ese su decir que recibiría entonces el Premio Nacional de Literatura (1974).

La naturaleza continuó hablándole entre El viento y la piedra (1984), como colibrí, búho, halcón y desde el muro que tendrá escrita una flor con amarillo torpe y ceñudo. Y se sumergió en las aguas enigmáticas, y hasta fatídicas, de las regiones equinocciales para apropiarse de la voz del barón Alejandro de Humboldt y recomenzar la travesía del expedicionario alemán por estas Alegres provincias (1988) -haciendo gala de sus facultades encantatorias. Con Lobos y Halcones (Antología, 1997) igualmente tuvo que darse cita con los suyos, y asido a la más alta de las alas que se desplazaban por el firmamento contempló, “al compás de aquella música tristísima, y no sin cierta nostalgia y sin tantico de dolor, la procesión de aquel Domingo de Ramos”. De pronto, vemos al poeta viendo al “animal rojizo/ bañándose con aire nuevo/ estrenando su fuerza (...) No ayer No mañana Sólo su imagen y bramido/ Perseguido de su gran esplendor/ sólo espacio para su hambre, pasto salvaje y viento.”.

La sola mención -fraccionada e involuntariamente descontextualizada que acabamos de condensar en tres párrafos- viene a ilustrar cuánto compromete emocionalmente la voz de Ramón Palomares toda lectura, y torna más fácil de entender el interés de la crítica y de los creadores por comprender el uso que hace Palomares de los recursos literarios y sobre todo de los recursos espirituales de que dispone el hombre que va siendo, a orillas de la tradición y la cultura en la que le ha sido dado existir.

“.. .Ante un universo de verdades a veces elementales pero sugerente y ante un lenguaje de muy nuevas y acaso inusitadas posibilidades de creación” nos situó Palomares con El reino, según observara Guillermo Sucre inmediatamente después de la publicación del libro. Y añadía: “Radicalmente sensual, poseído por los goces y destellos de la materia, pero sin complacencia alguna en lo puramente deleitable, no elude tampoco el planteamiento de otros temas más comprometedores y determinantes: una cierta angustia ante el tiempo, una indudable ironía ante el transcurso de la vida"[6].

Guillermo Sucre (se) interrogó sobre cuál sería el futuro del poeta, y avanzó que si bien su lenguaje podía parecer abandonado en la sintaxis, anti-lírico y casi primitivo, “Palomares no sólo tiene perfecto dominio expresivo sino que aspira también a superar todo ese juego formalista y todos los énfasis en que se ha complacido gran parte de nuestra poesía. Su idioma poético juega con las más variadas posibilidades, elíptico, directo al mismo tiempo, real y místico; renueva los giros más prosaicos y los prestigia con una gracia y ternura inusitadas"[7].

Como “real y místico” e impregnado de “una gracia y ternura inusitadas” distingue Sucre el idioma poético de Ramón Palomares, gracias quizá a su entrañamiento con el aire para hacerse pájaro y para que el pájaro se haga en él:

Tú asumes el pájaro y lo encuentras como un espíritu del bosque. No porque lo diga Keats o lo diga Shelley sino porque tú lo sientes así. Entonces, oyes la tierra cantando en un pájaro. Ahora, ¿qué estás oyendo? Estás oyendo la tierra. Otros estarían oyendo el pájaro, pero uno está oyendo el pájaro y está oyendo la tierra, porque es lo que fluye de verdad. No es artificioso que uno esté oyendo la tierra a través del pájaro. Lo que estás haciendo es una comprensión más vasta. Es un hecho poético fundamental que escapa al hecho intelectual, meramente intelectual o meramente del conocimiento lingüístico, de lenguaje. Cuando tú tratas de salir del lenguaje, que el poema se salga, se vaya del lenguaje, que no sea el lenguaje, ya tú estás adquiriendo la libertad del poema. Ese es un hecho fundamental. Tú tienes que salirte del poema como lenguaje, y entrar en el poema como vida, como visión, como sensación, como aire, como piedra, como roce.[8]

Salir del poema como lenguaje y entrar en el poema como vida, como visión permite recordar la “Visión preparatoria” que ha quedado escrita en el “Apocalipsis”: “Yo, Juan, hermano de ustedes, con quienes comparto las pruebas, el reino y la perseverancia en Jesús, me encontraba en la Isla de Patmos, a causa de la Palabra de Dios y por haber proclamado a Jesús. Se apoderó de mí el Espíritu, el día del Señor, y oí a mis espaldas una voz que sonaba como trompeta: ‘Escribe en un libro lo que veas."[9]. Palomares no sólo escribe en un libro lo que ve, no cabe duda de que escribe lo que oye con sus oídos y lo que oye en sus visiones, porque el mirar de Palomares es un mirar de místico o de mago o de hechizado o de niño en perenne estado de ensoñación.

Podemos afirmar ahora que Palomares escucha con los ojos. Cada poema suyo es pura música que puede ser vista por el ojo, por un ojo de mirada remota que es, no la mirada que atrapa y posee lo real, sino la más pura no tocada por el afán de conocer, la mirada que la filósofa española María Zambrano definirá como: “Una mirada sin intención y sin anuncio alguno de juicio o de proceso. La mirada que todo lo nacido recibe al nacer y por la cual el naciente forma parte del universo"[10]. Mirada de primera vez, mirada encantada, encantamiento, imagen que al ser visualizada canta en nosotros, imagen que se deja oír.

No es otro el caso de la poesía de Palomares. Podría decirse de él lo que Bachelard dijo de Víctor Hugo: sus visiones son las visiones de un oyente. Así, más que expresar una mirada de las cosas, el poeta expresa la voz de las cosas. Pero eso no significa que el Ser -así el hombre, así el poeta mismo- y el Animal -así el Halcón, así el Gavilán, así el diminuto Borococo-, que miran en cada uno de los libros de Palomares no tengan acceso a lo Abierto; sucede que el animal -las más de las veces un pájaro- y el poeta, apenas abren los ojos escuchan el sonido de las esferas, escuchan el magnificente silencio de lo Abierto, y convoca, desde su Adiós Escuque, a un gavilán:

Venga conmigo y sea un gavilán que aspira al cielo

Suba aquí Tenga sus ojos en el viento[11]

Ese gavilán debe “tener los ojos en el viento” para no sólo verlo todo; también para, por la gracia del viento, poder oírlo todo.

Cabe mencionar la lectura que hiciera el poeta y crítico Ennio Jiménez Emán para rastrear las huellas que dejó en la obra de Palomares la simbología nahualt, la presencia del gavilán en su poesía. De entrada, el autor especifica que Palomares trata de aprehender y asimilar la realidad de la misma forma como lo hace el campesino de los Andes: “. a través del asombro, de la contemplación extática”. Y agrega:

reconcilia lo más puro de cierto simbolismo prehispánico (nahualt) con su propio mundo, con la visión de un animismo poético ligado a lo telúrico. Esta vivificación y actualización del simbolismo del mundo amerindio que se opera constantemente en la poesía de Palomares, no es producto de referencias librescas o estetizantes. El simbolismo nahualt, creemos, viene dado en la poesía no de una manera conceptual, sino desgajado en las imágenes como parte de sus facultades asociativas y de memoria, imágenes que podrían presentarse en su mente y transmitirse a su escritura poética, lo cual hace que más allá de su inmediata transparencia, guarden una significación oculta.[12].

Ese gavilán pues se nos presenta como un símbolo solar, no cabe duda. En consecuencia, como una posibilidad de visión. Pero, en esa búsqueda de la luz para, sugerimos, “ver la voz o las voces que le hablan”, el astro rey también será convocado por Palomares:

Corrí y estuve con él

allá donde están las cabras, donde está la gran casa.

Yo andaba muy alto entre unas telas rojas

con el sol que hablaba conmigo

y nos estuvimos sobre un río

y con el sol tomé agua mientras andábamos

y veíamos campos y montañas y tierras sembradas

y flores

cantando y riéndonos[13]

En palabras de Jiménez Emán, con este poema:

ya el poeta encara decididamente sus deseos de ser como el astro rey (Huitzi-lopochtli) para superar, simbólicamente, la dualidad inherente a la naturaleza humana y obtener la luz interior que le proporcionará la aprehensión de la realidad natural (...) Esta identificación hombre-sol la encontramos, en su forma primitiva, en la cosmogonía nahualt cuando se hace mención a Quetzal-coatl, la serpiente emplumada, mezcla de pájaro y serpiente, del espíritu y la materia, cuando se transforma en energía luminosa. Quetzalcoatl, “guía luminoso del perfeccionamiento interior”, “señor del conocimiento”, como dice Séjourné, asciende a los cielos convertido en el planeta Venus para enseñar a los hombres una vía de purificación y de equilibrio interior.[14]

Es eso lo que intenta continuamente Palomares, la purificación y la armonía interior, es decir, una voz pura y clara, proveniente de las revelaciones, de las visiones que le deparan la luz, el sol, sus ojos. Así, la luz que llega a los ojos del poeta de inmediato deviene en palabra, poesía, como lo indica el Evangelio según San Juan: “En el principio era el Verbo, y frente a Dios era el Verbo, y el Verbo era Dios: Él estaba frente a Dios al principio. Por Él se hizo todo y nada llegó a ser sin Él, y para los hombres esta vida es luz. La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no pudieron vencer la luz”[15]

Ese vínculo entre palabra y luz en el que hemos venido insistiendo es reconocido por el filósofo francés Gilbert Durand como de naturaleza muy primitiva y universal. “Los textos upanishádicos asocian constantemente la luz, en ocasiones el fuego, con la palabra, y en las leyendas egipcias, como entre los antiguos judíos, la palabra preside la creación del universo”[16]. En tal sentido y para ilustrar el tan estrecho vínculo entre palabra y luz, Durand cita la técnica tan propia del tantrismo de recitación de los “mantra”, “palabras dinámicas, fórmulas mágicas que por el dominio del aliento y del verbo domeñan el universo. Esta recitación conduce asimismo a fenómenos de videncia, encontrando de esta forma la imaginación, el isomorfismo aire-palabra-visión (...) Eliade compara además este doble sentido con el lenguaje ‘secreto’ de los chamanes e incluso con el proceso metafísico de toda poesía, tanto de la palabra evangélica como del ‘error’ semántico grato a Verlaine”[17]

Pues bien, la crítica ha identificado en la obra de Palomares una “visión mágica”. Visión que María Elena Maggi entiende como “muy similar a la que se expresa en las literaturas de los primeros pobladores de América Latina y de las comunidades indígenas de hoy; la búsqueda intencional de una expresión americana próxima a la poesía precolombina y a textos que nos legaron antiguas culturas, como el Popol Vuh y Los libros de Chilam Balam...”[18].

Todo ello viene a recordarnos la ineludible vinculación, desde el origen de los tiempos, entre magia, religión y poesía. Y no queda duda de que Palomares se inscribe en ese linaje de poetas que no distinguen entre una y otra manera (quizá en vez de manera, mirada) de abordar la existencia. El poeta, es evidente, retoma las prácticas mágicas que su pueblo integra a las prácticas religiosas y echa mano de fórmulas de encantamiento y de ensalmo como del tono de la oración para levantar sus poemas. Para tal fin, el modo imperativo y la proclamación se le convierten en las mejores vías de expresión.

El poema “Con los ojos perdidos en tus montañas” viene a ilustrar esa dinámica propia a la mayoría de los poemas de Palomares según la cual lo expresado, lo dicho a viva voz o con voz viva acaba de ser visto o está siendo visto o está siendo descubierto pero -he allí, insistimos, lo que distingue su trabajo en lo que a la mirada se refiere- no por el ojo que mira sino por el ojo que oye pues la realidad toda está cubierta por ese manto que, inspirados en María Zambrano, podría ser llamado “auroral”, es decir, hecho de una luz a través de la cual anhelamos “.que se abran los ojos y miren y digan; que sean no solamente órganos de visión y de adaptación al medio, ¿a cuál?, sino de transmisión y de llamada por encima de todo -por encima de todo obstáculo y distancia. Los ojos con los que miramos lo que ni siquiera sabemos si es visible, con los que rastreamos la presencia y la figura. Aurora de la palabra son los ojos que así miran”[19]

El referido poema apela a la visión mágica del poeta desde el título mismo, con el que Palomares asume que sus ojos están “perdidos en tus montañas”, es decir, encantados, hechizados., en las maravillas del paisaje:

Vertederos

Se mira el monte y se ve el yelo

Fulgor y más fulgor Ya se ven descender

Puros Peces/ Nomás peces de altura/ Peces que son

haces del alba y celo de la nieve

Arrebatando/Arrebatando

Véanlos caer/ Muchachitos/ Pichones/ Garcitas/ Emplumados de celofán

y emplumados de amanecer

                         Celajes de agua y agua de celajes que

                         el frío ha dejado caer

Vengan/ Vengan pues

       Díganle háblenle a mi corazón A mis ojos de mejor

Ver

Al dormido que duerme en este pecho

Benditos Reinos/ Cielos Quietos y Acodados Soles

Miren quién viene a saludar los sembradíos abiertos y los mantones

             de resiembra

júntense pues anúdense en sus aguas cielo y tierra

Con la humedad recién nacida queden para siempre

Labrantíos Terroneras de bueyes Techos de brasa fría

donde las palomas y el viento se entreveran.[20]

Palomares ha oficiado un rito, ha fundado mundo, ha juntado el arriba y el abajo (“anúdense en sus aguas cielo y tierra”), ha bendecido la tierra (“Benditos Reinos/ Cielos Quietos y Acodados Soles”), ha revuelto los ríos para que los peces vengan hasta nosotros, salten y se junten en el cielo con el pájaro (“Puros peces/ Nomás Peces de altura”), y a todos y a todo pide que le hablen (“Díganle háblenle a mi corazón”). Pero en ese salmo, ensalmo u oración que pronuncia Palomares no sólo pide que le hablen y que le digan a su corazón, también quiere que le digan y que le hablen “A mis ojos de mejor Ver” y “Al dormido que duerme en este pecho”.

Como afirma el catedrático Paul Borgeson:

El sueño en Palomares, luego, no es irreal: es parte de esa realidad amplificada y animada, de fronteras perceptuales borrosas y hasta inactivadas, poblada de muertos vivos (...). Versos como estos participan de un dualismo importante: obligan al lector a suspender la incredulidad de su intelecto y formación cultural, a aceptar un estado intermedio de existencia, “mágico” si se quiere, con algo de sueño y de “realismo” reconocible, fundado siempre en la visión de un mundo no más alegre que el otro sino rehecho a la anchura de una imaginación tan vasta como el ambiente físico y espiritual que la alienta, fundiendo en un solo plano lo onírico y lo real: una reivindicación poética de los dos. Los versos de Palomares subrepticiamente atacan su desvinculación; activamente poetizan su fusión[21].

Finalmente, entre las muy escasas veces que el poeta hace referencia explícita a la mirada, aparece, bajo la figura de un pájaro también, Polimnia, alma y corazón purísimos, de alguna manera ángel tutelar, de todas las maneras posibles representación de lo sublime y de lo cándido, de lo aún no manchado, de lo que puede ver a lo Abierto:

Pajarito que venís tan cansado

y que te arrecostás en la piedra a beber

Decíme. ¿No sos Polimnia?

Toda la tarde estuvo mirándome desde No sé dónde

Toda la tarde

Y ahora que te veo caigo en cuenta

Venís a consolarme[22]

Los ojos del pájaro, los ojos de Polimnia, lo miran, lo miran “desde No sé dónde” -¿desde lo Abierto? El vínculo con ese pájaro, el vínculo con Polimnia, se establece a través del diálogo, a través de la voz, pero también a través de la mirada que intercambian. Porque Palomares le reconoce cualidades al mirar, reconoce que mirar puede ser “un vicio”:

El vicio de mirar inventaba y los inventos eran sacar tigres del árbol[23]

El poeta necesita los ojos para seguir soñando, para seguir entregado a la maravilla y a la revelación de lo Abierto. Resulta que, volviendo a Bachelard como en los párrafos iniciales de estas páginas, la conexión de Palomares con las cosas, las representaciones que él se hace de las mismas, son consecuencia no de un mirar con los ojos sino de un estado que compromete a todo su ser y no sólo lo obliga a cerrar los ojos aunque permanezca despierto con disposición absoluta de alcanzar una visión. Ese estado lo distingue con precisión Bachelard llamándolo ensoñación, estado que en nada se asemeja al sueño nocturno en la que el soñador es sólo “una sombra que ha perdido su yo”, por el contrario, “la ensoñación es una actividad onírica en la que subsiste un resplandor de conciencia. El soñador de ensoñación está presente en su ensoñación”[24]

Sucede con Palomares que en sus ensoñaciones, como diría igualmente Bachelard, “recupera la ensoñación natural, una ensoñación del primer cosmos y del primer soñador. Y el mundo deja de ser mudo. La ensoñación poética reanima el mundo de las primeras palabras”[25].

Esta misma dirección siguen las reflexiones del ensayista Igson González Quitral al referirse a la “religación universal” de la mirada del poeta: “La fuerza de la reveladora visión de Palomares, de su mito poderoso, está tanto en que puede conmovernos con la contemplación extática de la profunda religación universal -única vía elevativa a disposición del hombre, vía que supone la propia anulación en favor de una fusión con la grandeza cósmica-, como en que puede estremecernos con el barrunto de la inflexible, ciega, inalterable ley que rige el mundo”[26].

Son atributos venidos de la ensoñación y del oído los que revisten la visión de Ramón Palomares. Sus ojos parece haberlos intercambiado con los del pájaro para irse guiando más por las razones que le proporciona el aire que por otras razones. Por ello cabe repetir su aseveración: “El oído tiene mucha más efectividad que el ojo”. Y agrega, para vincular nuevamente su destino al del pájaro: “Entonces, claro, si tú tienes un oído bien desarrollado. Lamentablemente, es difícil para uno. Sin embargo, uno se pone pendiente de los sonidos, a tratar de acariciar los sonidos, de asumir ese pájaro que está cantando ahora, el aire, el sonido del aire en los ramazones, asumir eso. Asumir un poco para cambiar de comunicación, de sentido de comunicación, que casi todo el sentido de comunicación es visual y si no es visual es del lenguaje”[27].

Palomares ha asumido al pájaro en él: su ojo y sobre todo su canto.

III

Palomares escucha el magnificente silencio cósmico porque es un elegido, un poeta dueño de una expresión inusualmente decantada, pura, diáfana, genuina, méritos de gran valía sí -inicialmente mencionados-, que han sido cultivados por el poeta tanto a través de sus incesantes y apasionadas lecturas de autores universales de la literatura en idioma castellano y otros clásicos de la literatura, como de sus incursiones profundas en el campo de la filosofía, las religiones, la mitología, la antropología, la psicología, la geografía, la historia.

Se impone advertir que la frescura, vivacidad y autenticidad que caracterizan la poesía de Ramón Palomares evidencia, a juicio de Ludovico Silva, “una gran capacidad de trabajo lingüístico-poético nada común. Su poesía es, en este sentido, una mezcla de inspiración y experimentación”[28] y así lo reconoció Silva desde que leyera el primer libro de Palomares, El reino (1958), poemario que mucho valoró junto al resto de los integrantes del jurado que le confiriera el Premio Nacional de Poesía en 1974, fecha para la cual el poeta ya había publicado dos de sus también piezas clave: Paisano (1962) y Adiós Escuque (1974), y el primero de la línea para celebrar episodios nacionales de orden histórico, Honras fúnebres (1965).

Silva además destaca que “a partir de su libro Paisano, la experimentación con el lenguaje de la lejana provincia andina (Escuque en particular) adquiere visos de una auténtica renovación de lo que se conocía hasta entonces como poesía "folklórica’"[29]

Con gran lucidez y agudeza el ensayista hace una salvedad de máxima importancia para no incurrir en el repetido equívoco de reducir la poesía de Palomares a la categoría de poesía popular y/o folklórica: Paisano y Adiós Escuque pueden ser calificados como poesía folklórica, únicamente “si le damos a este vocablo una noble connotación de rescate de lo más íntimo y precioso del habla popular de una región de Venezuela”[30], logrado a partir de un trabajo ya no de enumeración e inventario sobre-adjetivado del entorno natural y cultural, sino de reconstrucción del universo por medio del lenguaje, que requirió de Palomares una exigente labor de revisión crítica y el incesante ejercicio de sustracción de cualquier arista que desarmonizara entre los versos de la partitura de la sensibilidad con la que se apropia de lo diminuto pleno.

Lo diminuto pleno comparece destellante en la poesía de Palomares y se suma a los rasgos que le han ganado un lugar único en la órbita de la poesía hispanoamericana. Lo diminuto pleno de latencias de lo que está por ser, de lo por nacer y perecer al unísono, le “llaman”, arroban los ojos de su corazón y retumban en su alma porque él tiene la facultad para lograr que al interior de cada verso aun lo más pequeño y ordinario se recubra de enigma y maravilla, y el sólo hecho de verlos pase a justificar la vida.

Vértice de su poética ha sido el Nombrar. Nombrar antes que decir, nombrar antes que escribir, nombrar lo visto, lo entrevisto, con halo de primer día y como celebración. Sucede que lo que Palomares nombra adquiere otras bondades, cualidades inéditas e inaprensibles más destellantes de fulgor y eternidad mientras nuestros ojos las escuchan en el nombrar de Palomares -que es también un nombrarse y un atisbo de existir en lo innominado.

En su nombrar intenta el poeta hallarse y hallar consuelo ante la humana angustia del estar aquí que le signa. Porque la pureza en el decir, el apego a lo sencillo, y el afán por sustituir lo oscuro por lo diáfano y la alegría, que connotan la poesía de Palomares se sostienen sobre su excepcional capacidad de penetración en las raíces del lenguaje y del idioma español para apuntalar la valía del habla popular, de los vocablos regionales, así como sobre su especial don para transparentar las grandes preguntas de orden ontológico y decantarlas en imágenes plenas de sabiduría, mas no de árido saber.

La poesía de Palomares no puede ser reducida a categorías como lo nacional, autóctono, popular, americano, paisajístico. Estamos ante una obra de alcance universal, escrita con el espíritu asido a la palabra poética, y en estado de gratitud ante la fortuna de intuir en el horizonte los relámpagos de lo bello.

El peso existencial en el decir de Palomares, la marca de elegido para morar en las entrañas de la poesía, son palpables en cada uno de sus libros. Por ello insiste en proveernos de la posibilidad de, al menos, existir bien en la duración del poema, bien en el intervalo de silencio en el que se cruzan sobre las pequeñas colinas evocadas en sus textos el gonzalito y el cardenalito, bien cuando se integra a una bandada de alas y se pregunta:

¿Pensará alguien en nosotros

ahora, frente a la llanura

cuando acontece el descenso de ciertas aves?[31] 

Y prosigue como “El viajero”, el peregrino que es, y dice:

Y al paso de los astros

las gentes muertas

y los hechos desaparecidos

brindo a los ocultos

los desconocidos pájaros del rodeo próximo,

diciéndome que no retornaré más nunca.

Y así comienzo mi aventura.[32]

Aventura, viaje, peregrinar, errancia son los desplazamientos de orden emocional que comulgan con admirable armonía en el escribir -y vivir- la poesía de Ramón Palomares. Y sobre esas coordenadas fue orbitándose el ars poético en el que gravitan todos sus libros y que en el citado fragmento del primer poema de El reino no demoran en llamar la atención en virtud de que llevan a escena la humanísima tensión, la ineludible dialéctica entre nacer para morir, ser y desvanecerse, dolor y dicha.

De allí que Palomares procure aliviar al errante, al viajero, al huérfano con el que recorre el sendero que le ha sido dado transitar, con el sonido más suave y puro de cada palabra, cantándole al lado más claro del vivir para conjurar lo que Jesús Sanoja Hernández ha llamado la “terribilidad del existir”, terribilidad que el poeta sortea entre diminutivos, desyerbando el patiecito de su casa y el patiecito del universo todo.

Desyerbar, quitar, arrancar del lenguaje lo impuro, lo impostado, también se propone el poeta y las inflexiones de su voz son las de la ternura, y quedo es el tono con el que dialoga con todo y con todos. Erróneo sería confundir su querer saber, la necesidad manifiesta en gran parte de su obra de indagar en las causas del llanto del ave, del Otro, con un interrogatorio, con una interpelación. Él se acerca al dolor de la “Cuerdita de la montaña, pájaro de los siete colores”, para canjearlo por alegría, para consolarla:

—Cantá por qué estás tan sola

por qué llorás,

por qué te metites donde estamos los tristes[33]

Cada sílaba, cada palabra, cada silencio, cada latido que constituyen el alfabeto del poeta, datan de esos días en los que corría por las polvorientas calles de Escuque:

Corría por el mundo (y el infinito era algo ciertamente parecido al crepúsculo) y el mundo se reflejaba a cada instante en esa landa: una hoja de cambur que se mueve; el pensil de un tallo de cambur, sus flores de un blanco esperma, dentadas y acosadas siempre de abejas golosas, de moscardones y abejorros sedientos que disfrutaban bajo los labios grandes y ansiosos del cansado pétalo maternal.[34]

Bajo esos mismos labios aprendió Palomares a distinguir las palabras más acordes con el resto de las historias que conforman el cuento de su vida, a distinguir los legítimos acordes de la música callada al ritmo de la cual gira el mundo y aletean los pájaros. A hurgar en el lenguaje, a hurgar en el alfabeto que le enseñó Polimnia, para asir el lado sensible de cada palabra.

En tal sentido, cabe recurrir al ideario de Dante para destacar, como lo hace Philippe Sollers, que la función del lenguaje es “a la vez ‘racional y sensible’ (...) ‘Pues si fuera solamente racional no podría pasar de un lugar a otro; si fuera solamente sensible, no podría recibir nada de la razón ni asentar nada en la razón. Ahora bien, este signo en verdad es probablemente el noble sujeto del que hablo, pues es cosa sensible en calidad de sonido, pero racional cuando se lo ve significar varias cosas según nuestra voluntad’”[35].

Infiere el crítico francés que el signo al que alude el autor de la Vita Nuova se halla en “el soplo de Dios” y se traduce en palabra por vez primera sólo en labios de Adam, dado que “la palabra pertenece de entrada al primer hombre que le dirige la palabra a Dios y habla para glorificar el don que le ha sido dado”[36].

Tal y como lo hizo Dante, quien mientras lo alaba no olvida agregar que: “y por lo tanto esta alegría que sentimos en traducir en acto ordenado nuestras afecciones naturales se puede creer existe en nosotros por divinidad”[37].

El humano andar se hará entonces más difícil. Con cada paso dado, debe el poeta justificar el supremo don de nombrar, nombrar sin manchar el nombre de Dios. Por ello Palomares sigue la luz de su corazón y se aferra a lo que bulle del manantial, del agua clara, del silencio y del sigilo de los montes y de los chaos. Así, dando continuidad al cuento, al canto de su vida, (se) advierte:

Pero deja que sean los grillos, su misterioso silbo, el rincón polvoroso y huraño o la quietud, que respondan a esos otros ruidos sombríos de aires alados y perros nocturnos por donde fluye la tiniebla. El ciempiés inadvertido y la polilla suelen escribir sonidos como el tallo al crecer, como las raíces y estrellas errantes. Tú lo escuchas, pequeño, tú los sigues con ojos de asombro más, mucho más lejos, en el sitio de verdades ocultas que tu corazón puede seguir y que las pupilas del sol no podrán hallar nunca[38].

Tempranamente, siendo apenas un niño, se cercioró Palomares: las “verdades ocultas” deberán seguir siéndolo para honrar a quien, con los labios cerrados, ha de contar y cantar el relato, al autor de este milenario relato cuyo inicio y fin fue, es y será inédito. Igson González Quitral da fe de ello: “Y una gran metáfora es también la obra de Palomares: tras su mundo singular hace señas la impronta, el misterio, para siempre manifestándose -y para siempre ocultándose- en la visible apariencia de sus entes”[39].

Frente a esa dinámica de ocultación y desocultación que se activa en medio del vasto silencio que circunda la vida, Palomares no se paraliza y desde que despierta se dispone a ser asaltado por alguna revelación entre lo tanto ignorado, para resguardarlo en su balbuciente corazón y compartirlo con todos. Sí, sólo el balbucir es posible, el humano balbucir sobre el que arroja luz María Zambrano cuando interroga: “¿Será el balbucir la señal de ser criatura y que la criatura no pueda constituirse sin estar, de algún modo, dándose a sentir en ese ‘no sé qué’ aunque solamente de ese modo la sostenga? Toda criatura pudiera estar sustentada por ese ‘no sé qué’ como si fuera su aura o su lugar natural, su atmósfera. La Aurora misma balbucea, al par que todas las criaturas, un reino de luz y color, de espacios no habidos, de tiempos poblados por un no se sabe qué”[40].

No hay posibilidades de saber; sólo, y por momentos, posibilidades de escuchar -para sosiego de Palomares-, porque, añade Zambrano:

Tiene el lenguaje su sonar, y en su forma más elemental se impone sobre el mismo decir; mas se da una degradación de este sonar que puede hacer de una pura canción una musiqueta, mientras que algunas canciones destinadas a ser musiquetas son salvadas y transformadas por la voz de alguien que canta con alma, más que con escala, en verdadera música y en la música que sostiene sobre el abismo a la palabra y es palabra inolvidable, es decir trascendente[41].

Tal la música que torna inconfundible la obra de Palomares, quien, como ha dejado sentado la crítica, se nutre del habla de su pueblo, se hace eco del voceo que le es propio, se apoya en los diminutivos: pero ello no supone únicamente aguzar el oído, reproducir sonidos. Ha tomado nota(s) de las medidas de la caja torácica de sus paisanos, así como de la intensidad de su suspirar. De no haber sido así, sus libros serían poco más que un hermoso anecdotario, “musiqueta”.

Sorteó el peligro Palomares: su voz y las voces de los paisanos fueron afinadas con los acordes del alma, sus cuerdas vocales fueron templadas para alcanzar los silencios más puros, la escala más elevada, “la palabra desprendida del lenguaje”, como la concibe Zambrano: “... la sola, pura, límpida palabra, [que] nos parece que haya sido salvada de las aguas primeras, de esas amargas y también dulces, como todo lo amargo, es nacida de un mar que ya no alcanzamos a ver, que no estamos ciertos que nos bañe todavía, mas alguna vez podría ser que un instante inesperado naciera de nuevo para volverse otra vez, reiteradamente, a esconder”[42].

Límpida palabra, límpida voz nos deja oír Palomares en “Solita”:

Después que pasaron las rozas, después que pasaron

me dejaron carbón y ceniza y los que estaban conmigo

murieron.

 

Vos que sabés cantar, que estás en las hojas del cerezo,

—Ponéte de niebla, ponéte de espuma y de riíto, decí:

“Vení de lejos, velo de lluvia,

llegá sol,

y con la cola sobá esas pendientes, tocá

las piedras moradas”.

 

Ala de la neblina,

paloma tortolita,

decíle a los cantores, decíle a los que corren su boca por las ciudades,

decíles que me voy por la noche, por la medianoche me voy[43].

Entre la niebla y la espuma que siguen el curso del “riíto”, a orillas de éste, es bautizado Palomares, impuesto de un “velo de lluvia”, seguido de un cortejo de tortolitas, y de “los cantores”, gentes simples -¿o aludirá el poeta a las aves del mismo nombre, en virtud de poseer una siringa muy desarrollada?-, gentes de boca limpia, que entonan sencillas melodías, sin impostar sus voces, sin imposturas en el corazón, advertidos de lo efímero de la palabra pura, advertidos del retorno de ésta a lo innombrable, y del retorno del poeta a la oscuridad.

De ese -eterno- retorno rinde testimonio -rindiéndole tributo también-, Luis Alberto Crespo: “. él es [Escuque], en la niebla y la montaña que siempre fue; y quiero de nuevo su decir de frases achicadas por el diminutivo con que habla la inocencia, dichas, en lugar de escritas, como si alguien -Palomares, tú-, se volviera un puro nombrar la vida en la muerte y en lo perdido, juntando cuanto ha sido suspirado y tocado sobre la tierra”[44].

Y no puede acallar Crespo su deseo de glorificar la obra de Palomares: “Déjame decirlo por ti; que se parezca al arroyo la promesa de estar en el mundo como un adiós. De tu voz surge y transcurre nuestra vida, y tiene una carrera de cola de pájaro/ pájaro mosca/ Colibrí negro/ y baila y baila sobre el trébol/ junto al berro tierno/ Habla como el ala de una cigarra/ Dice que es Páramo, Cielo verde/ Copas./ y se va”[45].

Como se va todo ser, Palomares echa a andar con el corazón exaltado, en busca de la primera luz del día, entonando un canto religioso, el canto que lo religa con los suyos, con el lugar, Escuque.

IV

“Elegía a la muerte de mi padre” comparte con “Mi padre el inmigrante” de Vicente Gerbasi un destacado sitial en el horizonte de la poesía venezolana contemporánea. La figura del padre muerto adquiere un peso totémico y horada el corazón del poeta, quien apenas se repone del anuncio de las voces de la comarca, que se comportan como una especie de coro (quizá infernal, venido de abajo, y no celestial). Son ellos los que primero se percatan de la muerte del Padre:

Esto dijéronme:

Tu padre ha muerto, más nunca habrás de verlo[46]

Le dijeron entonces huérfano. Le dijeron que se quedó solo. Le dijeron que su origen es ahora una vasija vaciada. Sucede que a Palomares, como nos lo hace ver María Zambrano, no sólo le cuesta aceptar cualquier donación o gracia, cuando está dispuesto a hacerlo necesita que lo que él ha de recibir le sea dado, al mismo tiempo, a los que con él van[47]. Por lo tanto, cuando se trata de una pérdida, de la gran pérdida, los otros, los que con él van, han de avisarle que ha quedado con las manos vacías, han de avisarle que utilice sus manos:

Ábrele los ojos por última vez

y huélelo y tócalo por última vez.

Con la terrible mano tuya recórrelo

y huélelo como siguiendo el rastro de su muerte

y entreábrele los ojos por si pudieras

mirar adonde ahora se encuentra[48]

Con esas manos con las que le abre los ojos, con esas manos con las que lo toca, con esas mismas manos Palomares abre y toca las palabras de manera de que le devuelvan el olor del muerto, de manera de que le señalen a dónde fue el muerto. Sí, siempre debemos insistir en que en la obra de Palomares importa esencialmente el decir (que no lo dicho). Sí, siempre debemos insistir en que en la obra de Palomares, junto con el decir, se impone grandemente la naturaleza, de otra manera, de una manera que nada le debe a los románticos, que nada le debe a los nativistas, que todo le debe a ese riesgo suyo, particularmente suyo, de hablarnos, de escribir para que oigamos; inclusive para que oigamos a la naturaleza.

Pero no sólo está de duelo Palomares. Con él están de duelo los gavilanes y el jaguar:

Ya los gavilanes han dejado su garra en la cumbre

y en el aire dejaron pedazos de sus alas,

con una sombra triste y dura se perdieron

como amenazando la noche con sus picos rojos.

Las potentes mandíbulas del jaguar se han abandonado

a la noche se han abandonado como corderos[49]

Pero no puede haber duelo, no se puede rendir tributo a lo perdido, a lo amado que se fue, sin flores. Sin el olor de las flores:

Y de esos mirtos y de esas rosas blancas

toma el perfume entre las manos y échalo lejos,

lejos, donde haya un hacha y un árbol derribado[50]

Ha entrado la oscuridad. Se ha roto el cielo y por ese orificio se escapa la luz, regresa la noche, la noche perenne de nuestra orfandad:

Ya entró la terrible oscuridad

y con sus inexorables potencias cubre las bahías

y hunde las aldeas en su vientre peludo[51].

Todo se ha tornado oscuro. El aire está lleno de alas rotas. Huele a mirto y a rosa blanca y a cadáver. Ahora el poema, el canto elegíaco, parece tornarse más ronco. La voz del poeta, que también es la voz del Otro que le dice, que le dicta, es más enfática, más frenética, hasta más triste pues llega la hora del entierro del Padre, de meterlo debajo de la tierra y quemarlo para que se vuelva ceniza, como se vuelven algunas aves en mayo.

El poeta toma aliento y se formula delante de nosotros el gran poema, se abre la nuez del poema. Hay algo allí de resignación, de resignación amorosa -la pasividad por amor de la que nos habla María Zambrano. No se sabe a dónde conducen los caminos. Es preferible entregarse al sueño. Dormirse, dormirse nuevamente -¿alguna vez estuvimos despiertos?

Vendrá otro poema, “Conquistas”. Aquí el Padre debe ser recuperado de la oscuridad. Se le suplica:

Retorna de la inmensa sombra.

Baja de la ciudad amurallada por la noche.

Desciende la montaña alzada sobre nuestras pupilas[52]

Y    así quedará para siempre el Padre de Palomares, susurrando como el aire, hecho brisa, hecho niebla. Recordemos que es de la niebla de donde todos hemos salido, de donde salió todo poeta: “El poeta, escribe María Zambrano, sigue quieto esperando la donación. Y cuanto más tiempo pasa menos puede decidirse a partir. Y cuanto más se demora el regalo soñado, se vuelve hacia atrás. Parte, entonces, pero es hacia atrás; se deshace, se desvive, se reintegra cuanto puede, a la niebla de donde saliera...‘Y pobre hombre en sueños/ siempre buscando a Dios entre la niebla’”[53].

Y el Padre de Palomares regresará en los poemas “El patiecito” y “Diario de mi padre”, de Adiós Escuque, regresará para “reclamarle”:

No fuiste lo que yo soñé

—Ay padre

lo que soñaste se lo llevaron las aguas[54]

El hijo, el huérfano, ha sido poeta. Porque sólo siendo poeta puede seguir sobreviviendo en su orfandad y seguir escuchando el diario reclamo que le llega desde las tinieblas de Escuque, entre las tinieblas de la Noche Oscura del Alma.

En Paisano ya el poeta no dirá Padre, dirá “abandonado” a lo largo de tres conjuntos de tres poemas cada uno que deja para cerrar dicho libro, bajo el gran título de “Gran leyenda”: “Abandonado”, “Muerte” y “Baile”. ¿Escribe Palomares la gran leyenda del huérfano, del abandonado, de aquél al que la muerte le arrancó el Padre? ¿Es necesario que el huérfano baile? ¿Debe el huérfano bailar la danza de la muerte mientras baila la danza de la vida? Recordemos que Vicente Gerbasi, ese otro huérfano, pasó el umbral de una antigua casa de piedra:

.donde los niños festejan la muerte.[55]

Ha pasado entonces la hora de la elegía. Pronunciada la elegía a la muerte del Padre, el hijo se ha quedado abandonado. No sólo se ha derramado la sangre paterna, no sólo se ha vaciado el cántaro de sangre familiar; ha aprendido el poeta que está solo frente al gran Ausente. Todo se hace ausente.

Oscuridad, noche, Noche Oscura del Alma, negrura, muerte. se tejen en un gran manto con el que se cobija el poeta; se integran en un gran halo que lo envuelve, para a veces estar triste, pero siempre, siempre, maravillado, inclusive, frente al enigma de la pérdida, y maravillado sobre todo frente a la fragilidad del existir. Maravillado siempre porque para él todo está por ser celebrado.

El tema de la muerte en Palomares, ha escrito José Barroeta, “debemos contemplarlo como un eje cuya misión reside en sostener y hacer girar sobre sí mismo un cuerpo lírico que reposa en un pasado y en un presente oscuro, iluminado, no obstante, por la devoción del poeta al universo natural y a sus figurativizaciones metafísicas”[56].

Ha transcurrido más de una década desde que el poeta José Barroeta definiese el gravitar del cuerpo lírico de Ramón Palomares, mas hoy, tanto como entonces, se sostiene cada una de las palabras con las que describiese tan extraordinario evento, un evento de orden Sideral, del orden de las Esferas, antes de los Tiempos y al final del Tiempo.

Fe de ello, certificado de confirmación, es el manojo de textos que Ramón Palomares seleccionó entre sus cuadernos, libretas, carpetas de cuero o de desgastada cartulina, para volver a estar con ellos y animarlos un tanto más o restarles sin arrancarles el alma. Grato proceso, revela. Exigente, sí, y ejercicio ineludible para él:

Borro mucho, elimino, mi proceso de escribir conlleva esa corrección severa de los términos. Una frase puede pasar a una segunda parte, tercera o inclusive desaparecer. La dinámica de la corrección puede llegar a la transformación de todo el período, un sentido de la organización que cambia lo realizado desde el principio, pero sin que la idea se transforme. Me confío mucho en esos cambios. Casi no agrego sino elimino. Eliminar siempre es procedente, no agregar. Es muy grato el proceso, se corrige, se hala, se trastoca. No es tensión, es un trabajo inteligente, donde la intuición y el impulso primero ya están presentes, está atrapado el pájaro[57].

Con devoción iluminó lo que “reposa en un pasado y en un presente oscuro”, y transformando períodos bajo la influencia de su psique, organizó por “zonas” los poemas que dispuso para su vuelta a los lectores, haciendo más poesía de la poesía.

Nueve zonas nos aguardan entretejidas con tres textos breves antes editados con otra perspectiva de espíritu. Los nombres de las zonas asoman poesía y van variando la longitud de onda de la luz y del canto del “pájaro atrapado” por Palomares:

Vuelta a casa / Quimera / Travesía y caminos, para recibir la compañía de Elegía 1830 / El viento y la piedra -reincidentes- / Aguas lustrales / Algunos amigos / Musa y Olvido / El vientecito suave del amanecer con los primeros aromas -que aquí vuelve a rondar- y Siderales, desde donde nos llega el eco de una “Canción” con la que el poeta nos deja solos en el instante en que.

Dios ha levantado un pequeño ojo

en la más pequeña de las sombras

y asciende con su bella en fulgor![58]

EPÍLOGO SOBRE EL DECIR DE PALOMARES

El nombre de Ramón Palomares pasa a formar parte de la Colección Clásica del catálogo de Biblioteca Ayacucho con esta edición que se inclina por una antología que supuso el regreso del poeta sobre sus propios pasos, tras la idea de entregar a los lectores “algo más que otra antología” y en consecuencia, integrar un conjunto de poemas, fechados en distintos años y concebidos en las más total libertad de espíritu, con el entusiasmo de celebrar la belleza de la sonoridad de las palabras y las ilimitadas posibilidades expresivas que se derivan del encuentro entre la palabra escrita y el sonido que el poeta intenta traiga ésta.

De las ilimitadas posibilidades que derivan de esa confrontación del poeta con la lengua, en medio de la página escrita, provienen los poemas que bajo el título Vuelta a casa (1992-2006) Palomares entrega ahora a los lectores y que me confiara, en común acuerdo con Biblioteca Ayacucho, para integrar a su corpus poético.

En tal sentido, esta edición reúne, en su versión íntegra, los poemarios Honras fúnebres (1962), Paisano (1964), Santiago de León de Caracas (1967), Adiós Escuque (1974), Elegía 1830 (1980) y Alegres provincias (1988).

Paisano se incluye íntegramente en tanto que se ha convertido en el libro summa de la trayectoria creadora de Palomares; y Honras fúnebres, Santiago de León de Caracas y Elegía 1830, en virtud de no poder fracturarse la estructura secuencial episódica que lo sustenta, y sobre todo, el tono que les urde interiormente gracias a la poetización de dichos episodios, ahora deslastrados por Palomares de la sobrecarga metaforizante que caracteriza el tratamiento de temas de la historia nacional. Más difícil aún resultaría fragmentar Alegres provincias, dada la cadencia de relato de viaje dialogado -con el expedicionario alemán Alejandro de Humboldt- de la que deriva.

De los títulos El reino (1958), Adiós Escuque (1974), El vientecito suave del amanecer con los primeros aromas (1969) y El viento y la piedra (1984), se han seleccionado para este volumen los poemas más citados por quienes desde que Palomares publicase el poema “Elegía a la muerte de mi padre” (1955) dieron cuenta de la irrupción de una voz distinta, original, llamada a renovar los parámetros del decir poético venezolano con alcance universal, y aquellos otros poemas que trazan el periplo vital y creador de Ramón Palomares.

El criterio que guió la estructuración del último libro de esta edición, Vuelta a casa, fue el de “zonas”, zonas a las que durante la experiencia de asir la idea o sonido o clima del poema, accediese Palomares, y que nombrara de manera altamente sugerente: Vuelta a casa / Quimera / Travesía y caminos / Aguas lustrales / Algunos amigos / Musa y olvido y Siderales.

Patricia Guzmán

CRITERIO DE ESTA EDICIÓN

Esta edición comprende los poemarios completos: Honras fúnebres, Paisano, Santiago de León de Caracas y Alegres provincias. De los poemarios El reino y Adiós Escuque ofrecemos selecciones. Al poemario Otros poemas le fue agregado “La forastera”. El poemario Vuelta a casa, del que se ha tomado además el nombre para este volumen de la Biblioteca Ayacucho, contiene todos los poemas de la edición original, el poema Elegía 1830, selecciones de El vientecito suave del amanecer con los primeros aromas, El viento y la piedra, y varios poemas inéditos fechados luego de 2004.

Se han utilizado como base las ediciones Príncipe: El reino (Ediciones Sardio, 1958), Honras fúnebres (Ediciones de Venezuela, 1962), Paisano (Ateneo de Boconó, 1964), Santiago de León de Caracas (Ediciones de la Comisión del Cuatricentenario de Caracas, 1967), El vientecito suave del amanecer con los primeros aromas (Ateneo de Boconó, 1969), Adiós Escuque (Universidad de Los Andes, 1974), Poesía (Monte Ávila Editores, 1977), El viento y la piedra (Empresas Grespán, 1984), Alegres provincias (Fundarte, 1988) y Vuelta a casa (Universidad de Los Andes, Ediciones Actual, 2004). También se ha usado como base Antología poética de Ramón Palomares (Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2004).

Las ediciones mencionadas fueron cotejadas con Paisano (Ateneo de Boconó, 1969), Extrait des cariz de Caravelle. Monde Hispanique et Luso-Brésilien (Tolouse) N2321 (1979), Lobos y Halcones (Tierra de Gracia Editores, 1997) y El reino (Monte Ávila Editores Latinoamericana, 2001), por el profesor Víctor Bravo y el poeta Ramón Palomares, con la colaboración de Flor Miranda, para identificar omisiones y erratas ortográficas, tipográficas y léxicas, que han sido corregidas.

Para esta edición el autor ha incorporado algunas modificaciones tipográficas y léxicas: sustitución, omisión y adición de palabras, versos, dedicatorias. Asimismo, ha realizado cambios en la disposición espacial de ciertas estrofas y poemas.

B.A.

Notas:

[1] Martín Heidegger, “Carta al Humanismo”, Imágenes, voces y visiones, Hanni Ossot, Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1987, p. 89.

[2] Ibid., p. 89.

[3] Ramón Palomares, “Asumir la libertad del poema”, Caballito del diablo (Mérida), No 1 (1976), p. 1.

[4] Gastón Bachelard, El aire y los sueños, México, Fondo de Cultura Económica, 1989, p. 281.

[5] R. Palomares, “Esta historia comienza”, texto inédito, mimeografiado.

[6] Guillermo Sucre, “El reino de Ramón Palomares”, Papel Literario de El Nacional (Caracas), (21 de agosto de 1958), p. 8.

[7]  Ibid.

[8] R. Palomares, “Esta historia comienza”, texto inédito mimeografiado.

[9] “Apocalipsis”, La Biblia latinoamericana, Madrid, Ediciones Paulinas, 1972, p. 367.

[10] María Zambrano, Claros del bosque, Madrid, Seix Barral, 1977, p. 133.

[11] R. Palomares, “Gavilán blanco de las sierras”, Poesía, Caracas, Monte Ávila Editores, 1977, p. 238.

[12] Ennio Jiménez Emán, “La simbología nahualt y la aprehensión de la naturaleza en la primera parte de Paisano de Ramón Palomares”, La Oruga Luminosa (San Felipe) No2, p. 34.

[13] R. Palomares, “El sol”, Poesía, p. 88.

[14] E. Jimenéz Emán, loc. cit., p. 36.

[15] “Evangelio según San Juan”, La Biblia latinoamericana, p. 150.

[16] Gilbert Durand, Las estructuras antropológicas de lo imaginario, México, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 145.

[17] Ibid, pp. 146-147.

[18] María Elena Maggi, “La poesía de Palomares: viva expresión de una cultura”, Poesía (Valencia-Venezuela), Nos 75-76 (1989), p. 71.  

[19] M. Zambrano, De la aurora, Madrid, Ediciones Turner, 1986, p. 76.

[20] R. Palomares, “Con los ojos perdidos en tus montañas”, Poesía, p. 237.

[21] Paul Borgeson, “Lo andino y lo universal en la poesía de Ramón Palomares”, Romance LanguagesAnnual 1990, Nueva York, Purdue Research Foundation, 1991, p. 352.

[22] R. Palomares, “Pajarito que venís tan cansado”, Poesía, p. 183.

[23] “Yo mismo pasando por esta vida”, ibid., p. 217.

[24] G. Bachelard, La poética de la ensoñación, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 226.

[25] Ibid, p. 283.

[26] Igson González Quitral, “Ramón Palomares: el creador de una gran metáfora”, Poesía (Valencia-Venezuela), N“75-76 (1989), p. 83.

[27] R. Palomares, “Asumir la libertad del poema”, Caballito del diablo (Mérida), No 1 (1976), p. 1.

[28] Ludovico Silva, La torre de los ángeles, Caracas, Monte Ávila, 1991, p. 153.

[29]  Ibid.

[30]  Ibid.

[31]  R. Palomares, “El viajero”, Poesía, p. 13.

 

[32] Ibid., p. 14.

 

[33] “Páramo”, ibid, p. 105.

 

[34] Idem, “Textos inéditos”, Poesía (Valencia-Venezuela), N“75-76 (1989), p. 49.

 

[35]  Philippe Sollers, La escritura y la experiencia de los límites, Caracas, Monte Ávila, 1992, p. 24.

 

[36]  Ibid., pp. 19-20.

 

[37] Ibid,, p. 20.

 

[38] R. Palomares, “Madrugadas”, Poesía (Valencia-Venezuela), N2175-76 (1989), p. 51.

 

[39] I. González, “Ramón Palomares: el creador de una gran metáfora”, Poesía, ibid., p. 85.

 

[40] M. Zambrano, De la aurora, p. 78.

 

[41]  Ibid., p. 80.

 

[42] Ibid.

 

[43]  R. Palomares, “Solita”, Poesía, p. 107.

 

[44] Luis Alberto Crespo, “Prólogo”, Lobos y Halcones (Antología), Ramón Palomares, Caracas, Tierra de Gracia, 1997, p. 9.

 

[45]  Ibid., p. 23.

 

[46] R. Palomares, “Elegía a la muerte de mi padre”, Poesía, p. 18.

 

[47] M. Zambrano, Filosofía y poesía, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 107.

 

[48] R. Palomares, “Elegía a la muerte de mi padre, Poesía, p. 18.

 

[49]  Ibid.

 

[50]  Ibid.

 

[51]  Ibid.

 

[52] “Conquistas”, ibid, p. 22.

 

[53]  M. Zambrano, Filosofía y poesía, p. 106.

 

[54]  R. Palomares, “El patiecito”, Poesía, p. 214.

 

[55]  Vicente Gerbasi, Los espacios cálidos, Obra poética, Caracas, Biblioteca Ayacucho, (Colección Clásica, No122), 1986, p. 113.

 

[56] José Barroeta, El padre, imagen y retorno, Caracas, Monte Ávila Editores, 1992, p. 114.

 

[57]  R. Palomares, El canto del pájaro en la piedra, Salamanca, Fundación Camino de la Lengua Castellana y Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, 2004.

 

[58] Idem, “Casa”, texto inédito mimeografiado.

 

Prólogo, cronología y bibliografía de Patricia Guzmán

© Ramón Sánchez Palomares © Fundación Biblioteca Ayacucho, 2006 Colección Clásica, No 233 Hecho Depósito de Ley Depósito legal lf 50120068004556 (rústica) Depósito legal lf 50120068004488 (empastada) ISBN 980-276-433-7 (rústica)

ISBN 980-276-432-9 (empastada) Apartado Postal 14413 Caracas 1010 - Venezuela www.bibliotecayacucho.gob.ve

BIBLIOTECA AYACUCHO es una de las experiencias editoriales más importantes de la cultura latinoamericana nacidas en el siglo XX. Creada en 1974, en el momento del auge de una literatura innovadora y exitosa, ha estado llamando constantemente la atención acerca de la necesidad de entablar un contacto dinámico entre lo contemporáneo y el pasado a fin de revalorarlo críticamente desde la perspectiva de nuestros días.

Documental Ramón Palomares

Realizado por Jesús E. Guédez

Entrevista con Ramón Palomares - Voces y Letras de Venezuela

CENAL Venezuela

 

Publicado el 7 mar. 2016

Poeta, crítico y narrador, nació en Escuque, estado Trujillo, el 7 de mayo de 1935. Realizó estudios de Maestro Normalista en la Escuela Normal Federal de San Cristóbal. En 1958 se graduó de profesor de Castellano y Literatura en el Instituto Pedagógico de Caracas en y posteriormente estudió Lenguas Clásicas en la Universidad de Los Andes (ULA), donde ejerció la docencia en la cátedra de Literatura.
Integrante de la llamada Generación de 1958, formó parte de los grupos Sardio y el Techo de la Ballena en cuya revista, Rayado sobre el techo, publicó algunos de sus primeros textos.
Sus poemas están vinculados al entorno rural en el que nació, específicamente al paisaje andino, a las costumbres propias del campesino. Otra vertiente que inspira parte de su obra se encuentra en la historia nacional y en sus héroes, especialmente la figura de Simón Bolívar. Su lenguaje y su visión de la vida y de la poesía no tienen parangón con ningún otro poeta nacional.

 

 

Prólogo, cronología y bibliografía de Patricia Guzmán

© Fundación Biblioteca Ayacucho, 2006 Colección Clásica, No 233 Hecho Depósito de Ley Depósito legal lf 50120068004556 (rústica) Depósito legal lf 50120068004488 (empastada) ISBN 980-276-433-7 (rústica)

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BIBLIOTECA AYACUCHO es una de las experiencias editoriales más importantes de la cultura latinoamericana nacidas en el siglo XX. Creada en 1974, en el momento del auge de una literatura innovadora y exitosa, ha estado llamando constantemente la atención acerca de la necesidad de entablar un contacto dinámico entre lo contemporáneo y el pasado a fin de revalorarlo críticamente desde la perspectiva de nuestros días.

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